Cuando alguien discute la globalización o la técnica, discute el lugar que se le otorga, el alcance o el
sentido que se le debe dar, la hegemonía que se produce en ella, etc. En ningún caso discutir significa
forzosamente rechazar en bloque. Por lo demás, siempre hay elección, incluso dentro de un fenómeno
que se presenta como imparable o indiscutible (es ahí donde la elección precisamente tiene mérito, a
veces heroico). Una persona, una nación entera pueden elegir modernizar sus medios, pero otra cosa
muy distinta es entregarse culturalmente a la ideología que segregan esos medios (que con frecuencia
ocultan intereses particulares, muy poco «globales»). En otras palabras, una cosa es usar instrumentos,
otra cosa es dejarse usar por ellos. El texto de Echevarría es un ejemplo perfecto de esto último, de este
nuevo tipo de contaminación mental. Este optimismo tecnológico (según el cual el paseo es igual a
Internet, según el cual «nunca ha habido Naturaleza tan bella como la que Telépolis presenta con orgullo»,
etc.) es, por una parte, producto de los comienzos, donde siempre parece que la revolución técnica de
turno va a cambiarnos la vida. Esto ya se prometió con el telégrafo, con el tren, con la televisión: después,
para bien y para mal, la vida «sigue igual»… Por otra parte, dado que sus autores no son jovencitos
impresionables, podemos sospechar que este optimismo es interesado, parcial, tal vez propio de
privilegiados.

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Ignacio Castro Rey, Madrid, Octubre 2001.