Por encima de todo, a P. le hacía sufrir el tormento de los inocentes. Desde su posición de juez tenía una atalaya privilegiada para observar de cerca las injusticias, a veces intrincadas, e intentar, ya no digo hacer justicia, sino solamente aliviarlas. Hay personas que no pueden mirar para otro lado, buscando la estrategia de seguridad y bienestar por todas partes ansiado. Y en esas personas morales no se trata de masoquismo. Se trata únicamente de que, combatiendo las injusticias, alguien con corazón puede curarse, realizar una labor íntima de metamorfosis que alivie su propio dolor natal. El que obra así mejora sus sombras internas al entrar en lo común, manifestado en los límites de los otros. Se trata un poco de la épica de cierta piedad, que ha de tener las manos libres para combatir en campo abierto, curando así la desazón interna.

Ella era un buen ejemplo de cómo un corazón que siente basta para alimentar la inteligencia. P. era escandalosamente coherente sin ser ingenua. Encarnaba ese tipo de personas donde el coraje impide someterse a las reglas de la hipocresía que atan a los otros, para mantener nuestro pacto de silencio. Es el mismo valor admirable que, por lo demás, mostró en el último tramo de su vida dañada.

No deja de ser un misterio, anclado en el laberinto anímico de una persona, las razones que llevan a alguien a ser rebelde ante las normas sociales que retienen a otros y no tener miedo, tampoco a la opinión de los demás. Alguien podría hablar ahí de narcisismo, de un alto concepto de sí mismo, pero tal vez se trate de lo contrario, de un compromiso con la vieja fraternidad humana que no puede dejar en paz los intereses egoístas del yo.

Si es cierto el viejo refrán de que la muerte se lleva a los mejores, lo es tal vez porque ellos se arriesgan continuamente en lo no establecido, poniendo en tensión sus músculos, su corazón y la paz de su cabeza. Estamos aquí ante un viejo dilema, moral y corporal. Si te proteges demasiado en la normativa, una costumbre que te hace personalmente invisible, envejecerás sin haber vivido. Si te arriesgas demasiado, excesivamente libre y fuera de lo establecido, puedes quedarte en los márgenes y sufrir a solas. Una vez fuera de la senda habitual de la obediencia, es una cuestión difícil el arte de las dosis, estableciendo una porción de riesgo y de seguridad que habrá que reinventar cada día.

La cercanía personal de P. desbordaba los rituales de la apariencia -del poder- y la inercia de las instituciones públicas, donde por lo demás cumplía a rajatabla. Su compromiso moral constante con los desheredados, los pobres y los miserables -aunque ella estaba lejos de una visión romántica del delito-, ese contacto constante con la desgracia no siempre fue fácil de llevar. Bajo esta seriedad moral, P. reía constantemente, con una burla juguetona que aliviaba su compromiso con el sufrimiento humano. Ella se hacía notar con esa risa espontánea, desinhibida e infantil, como si así se descargarse a sí misma y a los demás de la responsabilidad que asumía, quitándole hierro a situaciones que a veces eran tremendas. Una vez en la senda de la sensibilidad, el sentido del humor es lo que permite que entre lo que siente el corazón y lo que sabe la cabeza no se desquicie nuestro cuerpo.

Además, visto por alguien que moralmente se ha negado a dejar de ser niña, todo es ciertamente bastante risible. Chiquitín, le decía casi a cualquiera cuando había confianza, como queriendo empequeñecerlo todo y recordarnos el niño que somos ante el enorme dolor del mundo. Como si ella tuviese una relación de tuteo con la infancia que nos sigue como una sombra, escondida en cada uno de nosotros. Es de imaginar que este método de coraje moral sentaba, bajo la costra de las leyes, jurisprudencia a cada paso. Todos los seres intensamente morales, que sienten y piensan desde la carne viva de las situaciones, hieren con frecuencia la inercia de la moralidad vigente.

Madrid, 18 de septiembre de 2017