Querido P.,

Antes de nada, disculpa la tardanza en enviarte estas pocas líneas sobre tu larga obra. Y también darte la enhorabuena por este trabajo ingente, tan fiel a la enormidad de lo que ocurre, bajo todas las coberturas que nos protegen de lo inmundo del mundo. O sea, de lo sagrado.

Te confieso que hasta ahora he podido leer apenas 7 u 8 capítulos, salteados en medio de ese enorme cuerpo. Ten en cuenta que cada página (estoy ahora mirando la 13) es muy larga, cuantitativa y cualitativamente, llena de mundos, de caminos, de puertas abiertas. Sin más tema, argumento o protagonista que la vida que discurre. Ni siquiera la muerte del padre otorga una pátina especial de épica sobreañadida a tu novela, sino la banalidad del peligro diario, esa «nada de la revelación». En confianza, podría ser un libro de teología, no sé si negativa o afirmativa.

Tu libro tiene el «defecto» del mío. Todos los caminos permanecen abiertos, ya que no se dice no a nada. Lo cual hace muy largo el recorrido, pues «tu fe» exige que se liberen diez mil escenas, recuerdos y seres sepultados en la costra de salitre espectacular que nos retiene. Todo es en tu libro bueno, con tal de que se muestre, se exprese. Y logra expresarse, desde su cuerpo sin órganos. Con una razón que está más en nuestro cuerpo que en nuestra mejor sabiduría.

La muerte de los padres, nuestra orfandad, como un problema que persigue al pensamiento. Pensamos gracias a que no tenemos «nada que decir». Entiendo que haces novela, y no filosofía, renunciando al «sistema» suprasensible para narrar aquello que no se puede encerrar en un orden conceptual. Yo he elegido un sistema filosófico abierto, monadológico. Tú, has tomado el camino sin huellas de una novela sin tema. Sin otro tema que el paseo, el deambular entre los despojos de lo vivo, volver a recorrer el ecos de los muertos.

Tu libro es largo porque no tiene nada que contar, nada más que eso que somos. Nada entonces se puede abandonar. Como en Álvaro de Campos: La vida se va, los dioses se esconden; solo quedan los vecinos de enfrente, un viaje a un pueblo adormecido, una vieja en estado cataléptico. Hay que reescribir la historia con solo eso. Pero eso, apenas nada, es infinitamente más inmenso que el espectáculo barato que se nos vende como cultura e información, que precisamente se ha puesto en pie porque teme y retrocede ante esa inmortal vida mortal. Vivimos en una cultura del retiro, aunque espectacular. Tu novela sale otra vez fuera, como los libros de caballerías que Cervantes no critica. Me recordaste mil cosas, también esta frase de Jünger: la mayor parte de las novelas que merecerían ser leídas nunca verán la luz del día. Si no te empeñas, eso pasará con la tuya. Has de compensar su inmenso valor, muy difícil en esta nación blanda y tradicional, con una inteligencia banal que se multiplique. No descartaría pensar, si hay subvenciones, en pagar a un buen agente literario. En estos tiempos hay que ser muy puto para poder ser santo.

Sigo con tu letra. Una vida épica porque se ausculta, anotando todas sus pulsaciones, sin regalarse un solo minuto de vacaciones. Vencer a la hipocondría con la hipocondría, a la vigilancia con la vigilancia, a la fragilidad con la fragilidad. Desfondar nuestra alta definición protectora entrando en las grietas de la nitidez. La minuciosidad del mediodía, como ese pueblo final perdido en la hora de la siesta. Borges, citando al Evangelio: Velad, pues el tiempo se acaba. Y nunca se sabe la hora.

Tomar la contingencia, también los errores tipográficos de la escritura, como signo de la única universalidad posible de nuestra grandeza. La única norma es la aventura de una singladura sin rumbo, sin otro rumbo que navegar. Y ello con una confianza de fondo, una fe en esta vida mortal que hoy tiene pocos adeptos. Como dice Cortázar en una entrevista poco conocida: «Parece un broma, pero somos inmortales».

A veces podría decirse que faltan vecinos, conversación vulgar, voces de la llaneza común. Algunas frases de filosofía están insertas con mucha naturalidad; otras tal vez no tanto. Pero quizás no hacen falta necesariamente Sebald, Pasolini, Barthes, Heidegger: el universo entero, muy cosmopolita, está la minuciosa cotidianidad que persigues como si no hubiera espectáculo, como si todos los dioses (y los efectos especiales) estuvieran fundidos en la polvareda insignificante de cada biografía. Algunos capítulos podrían ser como un resto de tu pasado filosófico, que en esta novela no necesitas.

Parodiándote, diría que no necesitas demostrar que has ido a la universidad. Prefiero en todo caso los capítulos menos «históricos», menos centrados en nuestros amados personajes (Pasolini, Walser, Barthes) y más, incluso únicamente, en la nada anónima de nuestra cotidianidad sin testigos. Creo que ahí se alcanza una grandeza infraleve, ultramoderna. Y de ser posible ese «recorte», tu novela perdería volumen y no perdería contundencia.

Ten en cuenta, repito, que cada página es muy larga, llena de mundos. Dentro de ellos, con esa voluntad de escribir un libro «sobre nada» (a lo Flaubert o Joyce), mantienes una excelente sensibilidad para el dolor sin nombre, para la miseria humana y la nada de ser. También en esa familia desahuciada, en ese viaje cenital a un cementerio de pueblo.

Tal vez todo en tu novela, la verdad, es demasiado moderno, demasiado osado para este bendito país apegado a las tradiciones. En ti se junta, en tal sentido como en mí, el hambre con las ganas de comer: la falta de nombre público y una bienaventurada ambición sin objetivos ni límites. ¿Cómo romper ese círculo vicioso de una ambición mundial que, a la vez, carece de padrinos? Yo mismo me río de ese círculo en mí. Me acuerdo de Hölderlin (Hiperión): «Tú deseas un mundo. Por eso lo tienes todo y a la vez no tienes nada».

Escribes desde una mala salud de hierro, un cúmulo de todas las patologías que antes han llevado al santo muy cerca de la hoguera. Con el teclado de una frágil infancia, una labilidad de todas las edades que confluyen en una, en la duda que es cualquier edad escuchada. Pero se ve que no es una obra de juventud. Hace falta valor para volver de ese modo sobre la leve huella de los pasos andados.

También para ese humor negro que entra en las capas de blanco enterradas, arrancando una vitalidad minimalista, escondida tras la infinita normativa que hoy nos defiende de la vida. En este sentido, insisto, Crónicas de supervivencia es como un evangelio para ateos, una propuesta actual de salvación, pegada a nuestra más banal perdición. Como un Kafka sin castillo, empujado a vivir en la playa de nuestro perpetuo verano de risas enlatadas y anuncios infiltrados. «A Belén pastores, a Belén».

Has escrito unas dulces memorias del subsuelo, mostrando que otra vez el mundo es de los «pobres de espíritu». Basta para que haya acontecimiento, sea cual sea el ridículo de las escenas que nos sujetan, que nos dejemos vivir, entrando en el espectro de las situaciones. En este punto, usas una vieja tecnología puntera de esta humanidad asustada: escuchar constantemente el mundo de los muertos para arrancar los espectros vivos de la interminable pantalla de plasma en la que querríamos protegernos.

La vida es así, ama esconderse. Por eso la única tarea es descender a la misma extrañeza con la que se vivió lo más ínfimo. Consigues en los mejores momentos no hablar de nada, nada distinto a la piel de lo vivido. Ahí está la carne. De ella, esta indistinguible fusión de géneros: autobiografía, ficción, ensayo… Todas las rupturas formales son menos desconcertantes que esa llaneza sin espíritu, sin otro espíritu distinto al cuerpo despiezado de lo vivido. Dios en Bacon.

He detectado muy pocas erratas, pero ya te diré. Solo una cosa más, por ahora. Las imágenes parecen preciosas, incluso en versión fotocopia, pero podrían sobrar, pues ya están (creo yo) en lo intrincado de la letra.

Un fuerte abrazo y gracias por vivir así, por escribir así,

Ignacio

P. D. Tengo al parecer un contacto en Sexto Piso. Lo intento mover cuando quieras.

Madrid, 3 de febrero de 2018