Fernando Espuelas: ¿Te parece que el espacio/la arquitectura interviene en la “narración” que el sujeto hace de sí mismo? De ser así, ¿cómo es corroborable?

 

Ignacio Castro: Sí, me parece. Creo que los espacios arquitectónicos tardo-modernos contribuyen, aunque sólo sea sobre esa parte incierta de la población que son los consumidores urbanos, a dificultar la épica de la propia existencia, un relato sin el cual no puede darse la más elemental consistencia personal, la más simple autonomía. Esa «heroicidad» que se necesita para vivir y afrontar la muerte está en peligro por la mediación infinita que nos rodea, de la cual la nuestra líquida cultura deconstructiva es parte. El resultado aproximado del actual poder religioso de lo social, en el que colabora la espontaneidad de las nuevas tecnologías, es lo que Virilio llama el inválidoequipado, un ciudadano incapaz de tomar ninguna decisión vital, de atreverse a existir de otra manera. Es un poco lo que señala Sennett en La corrosión del carácter: el debilitamiento que ocurre en las entrañas del sujeto en virtud de la fragmentación, la inestabilidad, la flexibilidad del mundo del trabajo. Aislamiento creciente en la marca del Yo, en las estrategias de un perfil, y conectividad expansiva de esa estrategia. El capitalismo, su macroeconomía, es un espíritu, ése es el problema. La esencia de la economía no es económica, sino metafísica, por eso penetra los tejidos.

Dificultando la parada y el diálogo con el enigma de los lugares; fomentando la velocidad sin fin de la circulación; esquivando al máximo la experiencia de obstáculo y límite; dificultando la idea de lo sólido y opaco; expandiendo una escala gigantesca e impresionante en los espacios públicos, la arquitectura actual media (valga la expresión) estimula una tipo de guión en el sujeto que incentiva en él todo lo que haya de sociodependiente e in-formativo, de conectado a la pragmática social, en detrimento de lo que él pudiera haber de potencia afectiva, de umbral desde el que pueda brotar algo nuevo. Deleuze hablaba de abrir «vacuolas de no-comunicación» desde las que poder volver a decir algo nuevo, pensar algo imprevisto, vivir algo independiente del contexto. Y es esto lo que hoy está en peligro. Al respecto, pero nadie estaba escuchando, Tiqqun comentó en su día:  «La deconstrucción, de hecho, tiene una función política precisa, bajo sus apariencias de simple fatuidad: la de hacer pasar por bárbaro todo lo que se oponga resueltamente al imperio, por místico a quienquiera que tome su propia presencia como centro de energía de su revuelta, por fascista a cualquier consecuencia vivida del pensamiento, cualquier gesto» (Introducción a la guerra civil, p. 80).  Me temo que la lógica masiva de la arquitectura, en conexión con la pragmática social acéfala, cuyo único fin es despegar del sentido de habitar, camina silenciosamente la dirección de adelgazar lo existencial para engrosar las conexiones gregarias.

 

El problema es que al faltar la relación con el espectro de lo real (Derrida), que los escenarios de diseño occidental dificultan cada día más, no sólo se difumina el suelo de la autonomía en la acción y en el pensamiento, sino también la simple «composición de lugar» (esos mapas imprescindibles de los que hablaba F. Jameson), la autonomía física y espacial para una historia personal. Al fin y al cabo, toda narrativa tiene que alimentarse del fondo sombrío de un trauma, un mito, un estado de excepción intransferible. Y eso es hoy lo que está en periodo de liquidación. La cobertura tecno-social expropia ese vital fondo sombrío del sujeto. El sector servicios sirve ante todo heteronomía en el espacio mortal y pre-social de la subjetividad. Bajo cuerda, esa es la oferta que hace al consumo imparable. Ahora bien, sin necesidad de volver a leer a Freud, acabar con lo mortal de lo que el sujeto se nutría, relanza el regreso de lo letal. Veremos nuevos episodios de este dramático regreso terrorista: en el cuerpo biológico del individuo y en el cuerpo social, en el psiquismo de cada uno de nosotros y en el escenario geopolítico. Sé que esto puede sonar un poco reaccionario, pero creo que efectivamente hay que reaccionar a esta coacción global, a este catolicismo imperial de los medios, con un nuevo protestantismo de la existencia.

 

Fernando Espuelas: De los múltiples discursos que intentan legitimar las diversas situaciones humanas, ¿se puede considerar que también la arquitectura precisa de un discurso específico? ¿Si existe, es perceptible ese discurso específico? ¿Ese discurso, de existir, sería de carácter verbal, extra-verbal (formal), o participa de ambos?

 

Ignacio Castro: Claro, hay y tiene que haber un discurso específico de la arquitectura. Además de Koolhaas, Jean Nouvel,  y muchos otros (¿Beatriz Colomina?) que apenas conozco, tiene que haber discursos generados por la práctica arquitectónica que trasluzcan el mismo malestar que el cine y la filosofía reflejan, una voluntad intuitiva de retorno al cuidado del espectro real que se da en la fotografía… Tiene que haber autores en arquitectura que, en el plano verbal y no verbal, expresen el regreso a la potencia no antropomórfica de la finitud, un esplendor del Se (Deleuze) que se da en Sokurov, Malick o Loznitsa en cine; en Agamben en filosofía; en Ballester, Aitor Ortiz o Casebere en fotografía; en Bill Viola en las tecnologías audiovisuales…