Es más que probable que el cine no naciese en principio para representar a la inculta tierra silente, a la
vida en general, sino más bien a la vertiginosa acción moderna (¿es casual que uno de sus géneros
clásicos sea el western?). Glorificándola, el cine nace como un mecanismo para reforzar la endogamia
creciente de la sociedad industrial, el antropocentrismo que le es implícito. Es el invento propio de un
colectivo que cada vez más se mira y se interpreta a sí mismo, poniéndose enfrente la imagen especular
que hace las veces de paisaje[1]. De ahí que acaso el cine sea, en conjunto, algo inevitablemente
norteamericano, al fin y al cabo USA representa la versión más fluida (eso es el sueño del Nuevo Mundo)
de la empresa occidental de despegue de la tierra. Al menos, recuerda Deleuze, el cine se hace
norteamericano cuando toma como objeto el esquema sensomotor, esto es, la acción que establece la
continuidad entre interior y exterior; así como el neorrealismo italiano nos presenta personajes que se
hallan en situaciones que no pueden prolongarse en acciones[2].

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Archipiélago, nº 60, mayo-junio 2004
Ignacio Castro Rey, Madrid, 9 de marzo de 2004.