Querido L.,

Te pido disculpas de nuevo por mi tardanza. Como te decía desde el móvil, mi retraso no se debía a nada, sólo a la sobrecarga de trabajo. Estoy acabando ese libro que lleva años torturándome y dándome alegrías, y este mes que entra tengo que dejarlo listo. Así que me pillaste en unos días muy absortos por esa tarea que no puedo dejar, pues no es «mía». Está en el centro de mí, pero precisamente por eso no ha sido elegida por mí. Como no lo es mi nombre, el hecho de haber nacido o de haber nacido así.

Me meteré con esas cartas, pero no puede ser hoy. Me meteré antes de entrar en noviembre, mes que debo dejar libre para esa tempestad nada intelectual que me espera. Entraré en esas cartas, aunque no deja de parecerme una intrusión un poco impúdica. Pero si tú me lo pides, lo haré y daré mi opinión, desde esa percepción distinta que intuyes en mí.

En efecto, es como si en mí (con las mujeres y con todo), no pudiera haber un juego con el diablo, con los peligros y las «perversiones» que nos interesan a algunos, que no incluya a la vez un pequeño dios que esté a esa altura. Estoy a favor del diablo, del tormento, de las sendas escarpadas, pero sólo como el rodeo hacia algo intocable, que tengamos por sagrado. Pagano o cristiano, qué más da. Oriental u occidental, trascendente o inmanente, qué diferencia puede importar en ese culto.

Yo amo a todo el mundo, a la humanidad entera, incluso en sus manos vacías. Amo en particular a las mujeres, sobre todo por ese hilo que mantienen con el rumor secreto de las cosas. Y puedo amar a una sola mujer casi hasta el fin del mundo. Pero, digamos, no necesito a nadie, a nadie en particular. Tampoco necesito el sexo, que sin embargo me encanta. Y esto no significa que tenga algo de autista. De las pocas cartas tuyas que leí, la primera de K. me importó en este justo punto. No poder estar sin una mujer a un lado es algo que no me parece saludable. No poder estar solo es algo que no me parece deseable. Deseable, por ejemplo, para -desde ese desierto- reencontrar el viejo sabor de la amistad. Saludable y deseable, también, para -desde esa soledad- hallar continuamente caminos, cruces, nuevas vías de encuentro.

No sé cuándo podré hacer, dada la tarea brutal que me exige mi libro, ese texto sobre «La soledad y las mujeres». A lo mejor ya está hecho: en la primera parte de La sexualidad y su sombra; en mi reseña de Fragmente; en alguno de mis múltiples textos sobre la virilidad, el sexo, las relaciones y el afecto, etc. Siempre (no, casi siempre) he sido afortunado con las mujeres. Pero esto, en parte, porque ellas siempre han sentido que, bajo mis mil defectos (a veces patéticos), era un hombre que podía estar solo. Alguien que en el fondo no necesitaba nada. A casi nadie en concreto: aparte de su hija y su familia, claro está.

Necesitamos una multitud de rostros, a veces muy definidos. Pero en el fondo a nadie: excepto a los nuestros, a aquellos que a la vez nos necesitan. Esto no es soberbia, ni nihilismo, ni desapego. Es la entereza de sentirse mortal, vértice de todo el universo mortal, incluso en el mejor o el peor día que puedas tener al año.

El erotismo necesita un desierto, un eco de sombras. Tenemos dos manos (y donde hay dos, hay tres). Dos hemisferios cerebrales, dos arquetipos de vida posible. Mi mano epicúrea, mi lado sensitivo y «femenino», ha de complementarse con mi lado estoico, con una sobriedad viril de pensamiento sin la cual estoy perdido.

Y esto no es un problema moral, sino fisiológico. Quien apuesta fuerte por el afecto, la carne y los sentidos, ha de redoblar constantemente su fortaleza intelectual. De otro modo está condenado a que le estalle el sistema neuronal, el hilo de una mínima cordura, y con ello la aventura del erotismo. No quiero eso para nadie. Ni para mí ni para los que me importan, entre los que estás tú.

Un abrazo y hasta muy pronto,

Ignacio

Madrid, 27 de octubre de 2010