Tiene usted que perdonar este retraso en escribirle, pero en parte se debió a que el autor (agradecido por unas generosas líneas de atención) no debía en principio oponerse ni matizar nada. Ahora, sin embargo, ya ha pasado un tiempo y se puede hablar. Tiene razón en el compromiso con cierta trascendencia que señala usted en Ética del desorden. Pero esa trascendencia infraleve no daña a nadie. Menos que a nadie, a nuestra querida inmanencia. La trascendencia, lo trascendental de Deleuze, es solamente lo que hace a la inmanencia interminable, imposible de abarcar en categorías conceptuales. En otras palabras, lo trascendente es el agujero negro, el punctum que hace a la inmanencia intraducible a ninguna imagen.

Esto es la trascendencia, el hecho de que la inmanencia viva entremezclada con un fondo sombrío que le impide tener imagen. No nos debemos a nadie, nada más que a la trasinmanencia. Cuando Deleuze se refiere al desierto como suma total de nuestras posibilidades está hablando de algo hermano a lo que se defiende en Ética del desorden, aunque es cierto que este libro es más «heideggeriano» y teológico de lo que le gustaría a Deleuze.

El idealismo radical de Berkeley o Leibniz no se opone al materialismo; simplemente, a la mera de cierta física cuántica, lo hace delirar. «La locura proclamada en alta voz», dice San Pablo del cristianismo (nos lo recordaba nada menos que Marzoa) en la primera Carta a los Corintios. Tal vez diría Deleuze: el desierto proclamado en alta voz, derramándose en una vegetación imprevista. Se trata de la trascendencia minimalista que es imprescindible para recuperar una y otra vez la tensión de la inmanencia. Sin un conocimiento nouménico (más presente en Leibniz que en Kant) de la imposibilidad que anima a lo real, seguiríamos flotando en una escolástica laica, no menos dogmática e inquisitorial que las antiguas religiosas.

El propio Deleuze, tan distinto a Foucault en este punto clave, ha hablado siempre del efecto inmanente de cualquier fe trascendente, particularmente la cristiana. Y el portentoso libro de Badiou sobre San Pablo, por no hablar de El tiempo que resta de Agamben, ambos prácticamente clandestinos, no dejan de reflexionar sobre esa trascendencia, apoyada en una relación no negativa con la muerte, que permite al cristianismo convertirse (frente al judaísmo) en una formidable maquinaria política de comunidad, que conecta con la Stoa.

La trascendencia que nos toca exige recuperar el espíritu de las serpientes que Deleuze rescata en ese Post-Scriptum prodigioso. También él clandestino, por cierto, dado que la izquierda universitaria no quiere saber nada del poder-manada que se dibuja en ese texto. Con Deleuze y Agamben se trata de pensar en la trascendencia mineral, animal y vegetal que nos permite habitar una tierra «más profunda que todas sus leyes» y, a la vez, nos libra de los sucesivos re-encantamientos de un poder histórico día a día más flexible. Si no pensamos esa trascendencia serpentina acabaremos apostando por otra histórica, aunque tome la forma de este surf que resucita con espuma sexy el mito del progreso. En este punto algunos libros actuales posteriores a Agamben, particularmente los de Tiqqun y el Comité Invisible, deben usar un Nietzsche niño, capaz de infiltrarse, que tiene poco que ver con el aguerrido león «ateo» que nos pintan las escuelas.

Es de temer que Deleuze tiene razón cuando dice que Foucault «odiaba los retornos». Pero no es el caso de Platón, Agustín, Leibniz o Benjamin. ¿Es el caso del mismo Deleuze? Con o sin él, es preciso retornar a una anciana inmovilidad que nos libre de la «superstición de la cronología» (Weil). Es posible que Deleuze, precisamente en esta cuestión que es trascendental para entender lo que quiere la tierra, se debatiese todavía en una limitación marxista-ilustrada que le costase un poco cara. O nos ocupamos de la trascendencia infraleve que encierra cada grano de polvo, o eso se ocupará de nosotros. Y entonces estaremos otra vez condenados a una oscilación bipolar que no nos hace muy felices. De mañana practicamos la teleología social que nos permite una selección constante, no menos inquisitorial que el peor de los dogmas de antaño. Por la tarde nos recreamos en fantásticas historias de terror, efectos especiales y sexo solipsista. Nuestro entero género de terror, sin el que el gancho de la Información no sería nada, no es más que el retorno espectacular y letal de una trascendencia mortal rechazada. Es el terror de una inmanencia que ha rechazado el enigma que la mueve. Sobre esto Lacan sabía bastante.

En realidad, tampoco Han es tan despreciable. Para empezar, excepto con el terror de nuestra inmanencia armada, no tiene nada de «belicoso»… ni apenas ninguna relación con el magnífico Schmitt, a años luz por encima de él. Han es obviamente un autor menor, pero impulsa una ontología negativa suficientemente hiriente para la actual dogmática occidental. Tal vez es significativo que la filosofía universitaria hoy dominante le desprecie en masa. ¿Por qué, si no es por su pequeña disidencia de nuestra manada de igualdad? Él es solo, de acuerdo, un comentador que casi nunca cita sus fuentes, pero ataca nuestra servidumbre voluntaria al nuevo puritanismo norteño, teñido de provocación e inmanencia plástica, en ese punto clave donde es necesaria una nueva negatividad. Aunque ésta sea en él de corte hegeliano, permite que vuelva el erotismo de una inmanencia sin imagen, unos dioses terrenales que nos libran de esta agotadora idolatría social y política. Que es la que está haciendo millonario a Žižek, portavoz mediático de otro Hegel mucho más convencional y domesticado.

Tiene usted razón en que Ética del desorden se aparta mucho de Han, pero también en el sentido de que es más agresiva que él, precisamente debido a que su cólera está envuelta por una Gelassenheit antigua y más teológica. Mi helenismo bebe en fuentes menos circunstanciales y modernas. Cuando Heidegger habla de un dios que puede salvarnos todavía se refiere, creo, al dios menor, desconocido y sin nombre, que puede ante todo salvarnos de esta legión de salvadores que nos maltrata. Es posible que a Deleuze, tan comprensivo sin embargo con Jünger, le faltase algo de esta Khere mesiánica, presente en Agamben y Tiqqun, que nos permite ser menos leones y más niños. En otras palabras, que nos permite vivir sin enemigos, sin un cara a cara con el poder que resulta agotador y castrante. Deleuze, Agamben y Comité Invisible nos libran, en suma, de este empoderamiento de una teleología de la salvación política.

Para evitar tal sectarismo, que nos impide pensar la soledad común de un pueblo irreductible a la historia, es necesario un regreso a la pobreza de lo trágico. Y esto para que seamos también, de una vez, un poco más joviales. Nuestro irrenunciable epicureísmo sensitivo ha de mantener, para sobrevivir al terrorismo de una inmanencia codificada, un estoicismo intelectual de fondo. Un amor intelectual al desierto que nos rehace, a su acontecimiento sin sujeto.