textos
el presente

de la rebelión, Milagro, galería May Moré, Madrid, 1994

también aquí hay dioses
Heráclito

       

Hoy impera en nuestra cultura algo bastante apartado de cualquier revelación común. Una racionalidad con pretensiones dominadoras, unida a una parcialización implacable de la vida, a una obsesión por la acumulación, en la seguridad y el aislamiento, es más bien la norma. Racionalidad y repliegue profundamente peligrosos, además de insolidarios, ya que van contra la esencia de la vida singular, que tiene su centro en la relación y la lucha con lo otro de la presencia. Aquí nuestra razón es clave, como expresión de una voluntad ordenadora erguida contra la experiencia de la tierra. Si la noción de economía, y todo lo que se deriva de ella, ha infectado nuestra superestructura simbólica (hasta el punto de negarnos toda relación con algo verdaderamente infraestructural) es por el pánico de nuestra racionalidad hacia todo lo que no sea controlable. En este sentido, tenemos la obligación de decir que la armonía que reina entre el actual "nihilismo" y la voracidad de los negocios es envidiable: si Dios no existe, si no existen el referente ni el sujeto (ni identidad, ni origen, etc.), no hay ya ningún obstáculo para que el viejo sueño dominio del hombre se extienda hasta el confín de lo experimentable. No sólo no hay ya ningún obstáculo, sino que incluso sentimos la necesidad de que tal extensión se produzca, cuanto antes y de modo normalizado. De esa absolutización de la razón calculadora viene el hecho de que el dinero pase a ser un símbolo del Poder: al fin y al cabo, el dinero es razón calculadora, voluntad de medida por fin apropiada, acumulada.

        ¿Nos encontramos, entonces, con que nuestro moderno sistema laico, aparentemente tan aséptico, reactualiza una vieja forma de opresión (si se quiere, de olvido) contra la raíz misma de la humanidad? En cualquier caso, si lo que queremos es realizar una crítica despiadada de tal opresión, nos interesan, desde luego, no las caras groseras del "sistema", sino la relación entre éstas y sus aspectos más sutiles, aquellos en los que nosotros los intelectuales quizá ya no somos inocentes, sino más bien cómplices de los verdugos. Si no hemos entendido mal, esa crítica sin trabas es lo que caracteriza al pensamiento contemporáneo.

        La ciudad, sus luces. Lo que había nacido enclavado en el misterio envolvente, para tomar distancias e intensificar la contemplación desde una brillante geometría, poco a poco parece cerrarse a toda relación directa con el exterior. Estamos hablando de la voracidad de las mediaciones, de la tiranía de lo secundario. Pero pensamos, efectivamente, que el problema está en el hombre, no en la mediación técnica. La tecnología en sí misma es neutra, incluso ha nacido para estar al servicio de la vida (el ordenador, el automóvil son en principio herramientas al servicio de la libertad, como antes lo fueron la imprenta o el caballo), pero como el valor para la vida, para su alteridad constituyente, se ha degradado, y ese es el problema, la tecnología es utilizada para apuntalar nuestro apartamiento de ese exterior sin nombre y fundamental que con cierta suficiencia llamamos "naturaleza". En la primera mirada del primer hombre a una piedra ya estaba incluido el diseño del ordenador de la última generación, pues aquella cargaba con una complejidad infranqueable. Es frente a esa inabarcabilidad que reaccionamos cuando nos encerramos en un mundo mediatizado. Y las cosas, desde luego, pueden ser de otro modo. De hecho, en otros lugares, no sé si felizmente, ya se ha señalado la relación ontológica de fondo entre la tecnología moderna y lo sagrado, cómo la podría facilitar, cómo le daría otro marco. En el ordenador o el fax no hay ningún problema de fondo, esencial. Se puede tener un formidable instrumental técnico y seguir siendo un indígena, alguien que se limita a habitar la tierra en el centro mismo de Nueva York. Más aún, la técnica encuentra en esa servidumbre hacia lo abierto un grado máximo de sentido. Pero pocos hombres poderosos se atreven hoy a eso: la inmensa ventaja de la mediación es que nos preserva de una inmediatez que duele, de un flujo que desborda porque no tiene tiempo ni es susceptible de dominio, de progreso. En la cercanía sensible (sea interior o externa, es lo mismo: un paisaje fluente en el que no somos dueños) pulsa siempre una constelación de apariciones irreductible a nuestra voluntad de poder, y eso, después de siglos de supersticiosa "autonomía" de la razón, resulta más o menos intolerable. De ahí la automutilación racional y social, de la que podemos seguir un largo y único rastro.

        Empecemos por un punto clave. La televisión, apuntalando la retirada al autismo privado, es utilizada como una pantalla contra el relieve exterior, intentando reducir esa exterioridad de lo real, que sólo se puede vivir en el riesgo total de la sensibilidad, a imagen plana o dato para almacenar. Se toma nota a través de los medios de la variedad mundial, más que nunca, pero a condición de pasarla a información, en definitiva uniformada y controlable. El mito de la información va contra el conocimiento porque convierte la singularidad real en noticia, en frío dato intercambiable, cognoscible y divulgable sin dolor. Que además, tapa lo cercano con lo lejano, el prójimo con el desconocido. Podemos decir, sin temor a exagerar, que vivimos en una época de ignorancia, toda vez que esa avalancha vertiginosa de noticias tiene el fin de que olvidemos nuestro desconocimiento sobre unas pocas cosas elementales: ¿qué sabemos hoy del amor, de la muerte, de la pasión, de la fuerza, de la soledad que habita en todo fragmento de existencia? Es obvio que el gran negocio de los medios (uno de los mayores del siglo) no tiene nada que ver con una información real: ni hay tantas "noticias", ni en cualquier caso buena parte de ellas nos interesan lo más mínimo. Además, el "zapping" y la publicidad recortan la emisión continuamente: apenas escuchamos una noticia entera, apenas vemos una película entera. La catarata obscena de datos e imágenes, cada día más rápida y variada, tiene el fin de convertir lo inexplorable de la propia vida, su dolor y su alegría, en espectáculo, en plano público almacenable, vendible, utilizable. Tiene el sentido fundamental de inhibir el vómito: que el dolor del prójimo, el cercano, no provoque en nosotros una convulsión de cuerpo y conciencia. Para ello, nada mejor que proyectar un horror tras otro, así hasta conseguir su igualación en un plano abstracto. Fingimos horrorizarnos, a veces lo hacemos, pero con el resultado de contemplar el dolor habitualmente, como si fuese algo ajeno, de ficción. De este modo, la extensión cancerigena de los medios apuntala nuestra insolidaridad.

        ¿Has mirado, hoy, la cara de tu hermano? La lujuria por lo público es un baluarte frente a la individualidad intransferible de la vida, cada día menos aceptada, frente a la íntima pobreza, el miedo, la soledad, el riesgo no afrontado del amor. En la soledad de los apartamentos, en el aburrimiento hogareño, la pantalla es un sucedáneo de la compañía, pero sin el problema del hombre: no refleja tu cara, no pregunta, no contesta, no dialoga contigo, sencillamente te coloniza. Si ponemos juntos, fuera del marco en que se sirven, toda esa infame avalancha de mensajes, veríamos que no dicen nada. Nada excepto: estáte atento a la emisión, no mires tu cara en el espejo, pues aquí está la verdad. La gran ventaja de los medios es que garantizan un combate a muerte contra la soledad de cada ser, soledad que la misma mediación general ha acristalado en el aislamiento, no dejando que la soledad sea vivida, que pueda algún día invertirse, desde dentro. Todo esto, por supuesto, con un continuo simulacro de comunidad: programas en vivo, aplausos y risas programadas, llamadas telefónicas de oyentes. Nuestro piélago de soledad e íntima desesperanza se atenúa así con un bálsamo de imágenes y ruido. Y no olvidemos que, además de degradar por dentro al género hombre, este espectáculo también necesita víctimas señaladas de vez en cuando para mantener la ficción de circo: ¿cuántos hombres han sido hundidos, ajusticiados por los medios sin posibilidad de defenderse?

        La televisión, este artefacto de la instantaneidad, encarna el imperialismo del tiempo contado (y gregario) contra el tiempo común vivido por cada hombre, que tiene siempre en su eje algo durísimo que roza lo sagrado. Antes de volver a un calendario propio, con un tiempo escandido por las silenciosas noticias intransferibles de cada cual, el hombre prefiere ver la televisión, leer el periódico. Una vez en la trama informativa, el imperio de la imagen es casi automático, pues ordena la atracción del público hacia algo señalado en el caos cósmico, evita vivencias de relieve, la unión de los sentidos, el esfuerzo del pensamiento; todo ello, en aras de algo plano que se puede abrir y cerrar, mirar o no mirar, intercambiar, imitar. Utilizando su primitivo poder, la imagen cierra la tiranía informativa de lo público, esa voluntad de transparencia y disponibilidad, contra la hondura de la vida individual, su esfuerzo, su pánico inconfesable ante un vacío cada vez mayor. ¡120 cadenas en Nueva York! Un hombre al mando del televisor no deja de sentir una sensación de dominio, un potente simulacro de viaje, de riesgo y apertura al mundo. Evidentemente, ésta es una de las ventajas de la imagen, del imperio de lo virtual. Es innegable que ese imperio ocupa un lugar puntero en la represión de la lejanía, la distancia que constituye el eje de la inmediatez real, pues nos rodea de mitos alcanzable, consumibles, que fomentan nuestro gregarismo, nuestro ensimismamiento, nuestra pasividad. Por ejemplo, no tenemos muy claro si la espectacularidad de las aventuras filmadas (efectos especiales, etc) o del deporte de alta competición, no tiene el fin de apuntalar el repliegue de la población a la atrofia muscular: al fin y al cabo, tales aventuras aparecen como cosa de hiperespecialistas, un espectáculo que fomenta más bien la pasividad que la emulación.

        En conjunto, utilizando algo del antiguo poder del fuego, la pantalla cuadriculada y plana del televisor refleja bien nuestro atrincheramiento frente al afecto, frente al relieve del mundo y su flujo multisensorial, que afecta al todo de nuestra sensibilidad. En la vida sensible, en la afección, hay para nosotros un problema: sencillamente, viene. Algo viene ahí sin ser llamado, ni esperado; y este tiempo se inquieta: ¿a dónde nos llevará, cuándo conseguiremos dejarlo? Por eso estamos contra la afectividad. El retroceso de la humanidad contemporánea al autismo tecnocrático (ahora a la realidad virtual) tiene mucha relación con esto.

        Pensemos ahora en el significado de este refugio frente al tiempo libre que nos caracteriza, propio de un sistema general del control, de la acumulación (de la "usura", como decía Pound). Frente al ocio y la contemplación, frente a la posibilidad de vagar, su sorpresa o su tedio, desplegamos nuestra obsesión por la planificación y el control del tiempo. Control ya apenas visible por ser general, silenciosamente normalizado. Como si "perder el tiempo" no fuese una parte esencial del tiempo; sentir el paso de la temporalidad, estar en su pulsar, sin planes, como una manera fundamental de aprovecharla. Pero un sistema basado en el control ha de reaccionar contra eso, impedir que el tiempo se haga espacio vivido, forzando su linealidad uniformadora, su serialidad. El orden social no quiere que el instante (una vivencia sin nombre, sin medida, sin dueño) susurre, que lo inmóvil del tiempo hable; no quiere que hablen el aburrimiento, la soledad y, sobre todo, el instinto de rebelión que nace de ellos, esa decisión de reinventar tu vida, de tomarla en su totalidad. Si el problema del paro es dramático ahora (ya la misma noción de "paro" es menos neutra de lo que parece), es también por la incapacidad del individuo contemporáneo para el tiempo libre, para navegar en esa incertidumbre y tomar decisiones que nazcan de la totalidad de la cara en el espejo. Consigna para el siglo XXI: que el tiempo como tal, y su incontrolable comunidad, no suene. Para ello, no tener ya momentos para el aburrimiento, para el vacío, para el desconcierto y la improvisación en las tardes de invierno. Atrincherarse con la planificación frente a la incertidumbre del tiempo no contado, común. Cuadricular el día: después de todo, el vagar, el perder el tiempo, tiene el serio problema de la falta de seguridad en su aprovechamiento, incluso el peligro de un aprovechamiento inesperado, no controlado. El tedio, además, pone frente a nosotros el espejo de nuestra inanidad y silencio interior, de nuestra pobreza y el desconocimiento frente a nosotros mismos. Y esto es intolerable en un mundo de orgullosos controladores. De ahí nuestra indiferencia y aversión al vagar, a la ley del azar, al encuentro no previsto. No es que el imperativo económico haga necesario ese contabilizar el tiempo, hasta en el ocio. No es eso; al fin y al cabo, fuera de un nivel de supervivencia, riqueza y pobreza son nociones relativas al mundo particular de cada cual. Si la idea de eficacia económica ha inundado toda nuestra superestructura simbólica es por el pánico de nuestra cultura a lo no controlable: la economía, la avaricia de ganancia y acumulación, tiene sobre todo el inmenso beneficio de un espejismo de control de la existencia, de guardarla, acumularla, aplazar su inversión.

        Ligado a este sistema del miedo y la avaricia, hay otra consigna central para el futuro: no piséis la calle, no estéis en ella, no la crucéis sin rumbo, sin dirección. Pasear es peligroso porque te deja casi indefenso frente a lo que venga, ese pálpito imprevisto, la variedad, la pobreza de la gente, su alegría. Pues la calle, como el metro, es un lugar de nadie, un espacio donde las caras caen a su auténtico estado de ánimo. Si acaso, desde la seguridad de una dirección con prisa, ojea la calle mientras cruzas, contémplala como espectáculo, pero no te pares. Algo así como la calle en pantalla, sin relieve que afecte. Así, si ocurre algo (le pegan a un viejo), cambias de cadena y sigues. En realidad, la insolidaridad ya comienza por las miradas: mirar de soslayo, oblicuamente; no mirar de frente, no sostener la mirada, menos aún sonreír al mirar, no vaya a ser que alguien la tome en serio, la reciba. No es timidez, eso sería una bendición: es el temor a la timidez, a un agujero en la red. Al fin y al cabo, el rubor no es conceptualizable y emite demasiados signos, todos ellos inequívocos de nuestra indefensión.

        No buscar ya nada fuera de un complejo mundo estructurado. El ordenador, el apartamento, la televisión, el contestador, la agenda... todo un arsenal para apuntalar la cuadrícula de la seguridad. No tener ya tiempo, ni necesidad, de arriesgarse con nuevas amistades, con la improvisación que nace de la inanidad. Por ejemplo, no llamar jamás a alguien conocido la noche anterior en una fiesta; aislar incluso ese espacio (sábado, noche), para que no contamine nuestra encauzada normalidad ¿Ocurre esto porque la fiesta, y las vacaciones, están concebidas como una ruptura excepcional de nuestra mísera normalidad, como algo que de ningún modo debe extenderse a ella? No escribir cartas, tardar en contestarlas, para ver si así el interlocutor se cansa. ¿Cuántas veces hemos llamado a un conocido, a un desconocido, para decirle que su libro o su artículo era excelente? No tener ya amigos que no le confirmen a uno, que nos desorienten; no tener en el espacio de la afectividad una ligazón con algo que se nos escape. Subordinar desde luego la afectividad a la efectividad, a ser posible aderezada con afectación. Incluso tener mucho cuidado con esa vinculación cálida y primitiva que establece el humor, no vaya a ser que siembre equívocos. En el amor, entregarse a cambio de una garantía, que ahora es la práctica de un sexo "seguro". ¿Cómo va a haber un placer, un amor seguro? La misma obsesión por el sexo, esa neurosis casi general, tiene que ver con el afán de acumulación, con la voluntad de control y la serialidad. Si se cambia el amor por el "sexo" es por el carácter controlable de éste, y acumulable. Cuando, en realidad, una salvaje libertad sexual que nazca de la pasión no tiene nada que ver con el dominio, ni con la parcialización que busca (tampoco con la pornografía) porque aquella no se sabe a sí misma, no hace cuentas.

        Aislamiento seguro, incluso autismo, combinado con gregarismo. Ni comunidad fuerte, arriesgada, ni tampoco soledad. Nadar en la seguridad privada, sostenidos por el simulacro de mundo que crean la técnica y el consumo. Que no haya silencio, ni zonas de oscuridad, en nuestra insaciable carrera hacia adelante para huir de una existencia, de una inmovilidad esencial que (por nuestra cobardía) es entendida como vacío. El consumo tiene, en ese sentido, el inmenso aliciente de la imitación, de la serialidad, de la uniformidad: disuelve el miedo íntimo de lo singular en un plano cuadriculado, en una variedad previsible. Funciona así el doble sistema del narcisismo individualista y la gregarización. En lo que no se puede ni pensar es en una persona singular que al mismo tiempo sea imagen del mundo, una figura radiante, en las pupilas, de la otredad universal. Si la soledad se extiende es, en parte, por nuestra mezquindad para darnos a nosotros mismos, para estar con la colectividad que somos por dentro. Sólo después de esa traición interna estamos solos, pues la compañía de los otros, como un espejo, nos exigiría estar con la totalidad de nuestra vida. No es extraño que en este panorama la droga se extienda, se haga necesaria como una isla de vinculación en esta trama general del desafecto. Como que se extiendan también toda clase de sectas, buscando la comunidad de algún modo. Habría que ver si lo que está detrás de ellas es casi siempre, antes que la fuerza de tal o cual idea, la simple necesidad de tener alguien con quien compartir estrechamente algo.

        El mismo contestador automático parece utilizarse para seleccionar y homogeneizar las llamadas, impidiendo que en ellas se cuele un mensaje no asimilable a la cuadrícula del interés privado, erigido contra esa soberanía de un afuera que se siente como extraño o amenazante. Una vida en casa, o de recinto en recinto, apenas sin pisar la calle, protegidos por la direccionalidad de nuestros conceptos, por el aire acondicionado y la pantalla del ordenador, es lo normal. Después, los fines de semana, un ocio organizado que remarque los límites seguros de la privacidad: libros y viajes recomendados; si acaso, selectivamente recomendados. No lo parece, pero es también pintoresca la uniformidad de la elite: en cualquier fiesta es fácil torturar el engreimiento de los cultos con los diez libros que no se han leído, incluso con las diez películas que no se han visto... Por doquier, la seguridad de lo servido. Una actividad tan vital como andar, sin rumbo, va quedando para excéntricos y solitarios. Si acaso, a través de la nivelación del terreno que impone la carretera, buscar obsesivamente el acceso sin peligro a algunos lugares más recónditos, igualmente señalados en un mapa. Más tarde, la conversión de ese paraje agreste en parque será el último eslabón de una cadena criminal de antropomorfización. ¿Por qué no decir, por cierto, que en el ecologismo impera también un resto de odio, de desprecio a la naturaleza y al viento de lo abierto? En buena parte de ese movimiento anida la misma voluntad de instrumentación antropomórfica, de reducción de lo salvaje, que caracteriza al conjunto del sistema. Por ejemplo, esa obsesión tiránica por marcar los caminos, las rutas, el espacio de los animales. Incluso para el ciudadano esforzado, cuando se deja el coche, se trata de caminar unos pocos kilómetros por rutas señaladas (a ser posible, acompañados por el "walkman", que nos protege del silencio parlante de lo abierto). Quizá la misma preocupación por la contaminación, tan loable por otro lado, tiene a veces (cuando llega a la histeria) alguna relación con nuestra "naturaleza" ajardinada, de dimensiones ridículas. Como también es patética nuestra incapacidad para el invierno; le llamamos "mal tiempo" al frío y a la lluvia, aunque bendigan la hierba, aunque llenen las fuentes.

        Impera por doquier una silenciosa y sutil aversión al sol, al agua, al fuego, a los elementos, a la vida de todo lo que sea heterogéneo y desconocido, al peligro de la materialidad externa. Hasta en la comida parece que buscamos una homogeneidad confirmadora. Alimentos cada día más desvaídos y ligeros, más alejados del carácter y la fortaleza natural, parecen querer asegurar el sistema de la uniformidad y la imagen anémica que tenemos de nosotros mismos. La lucha de nuestro sistema social contra el alcohol y el tabaco tiene los mismo rasgos calculadores, totalitarios, profundamente antidemocráticos. El problema de fondo en el alcohol y el tabaco (aparte del peligro particular, que es cosa de cada cual) es que tienden lazos, hacen perder el tiempo, suscitan una problemática memoria. Beber o fumar tienen incluso el carácter de un pequeño rito comunitario: hablar, echar humo, emitir señales, invitar, ser invitado... Todo esto es antieconómico, un estorbo para el actual sistema social del cálculo y el control de la productividad. Pero la libertad no es económica: ¿no es inmoral hacer un cálculo de lo que nos cuestan los vicios del prójimo, que son parte de su identidad? Hoy son el tabaco y el alcohol, mañana será la carne, que también es "insana", y además tiende demasiadas relaciones con el desorden terrenal a través de la animalidad, exige beber para hacer la digestión, etc. De hecho, la misma comida, que tiene su carácter alimenticio ligado al comunitario, ha sido eliminada, prohibida como ritual: perdíamos demasiado tiempo, se tendían demasiados relaciones y, además, la digestión, el humo, la conversación, la bebida suscitaban el retorno de demasiadas cosas. Queda, como comida "fuerte" del día la cena, pero, para que no perturbe la productividad, reducida a una esfera más privada y separada del día siguiente por el muro de la noche. La comida era, en realidad, una ceremonia de encuentro, de bienvenida a la alteridad universal (animal o vegetal devorado, invitados, vino, charla, humo) y es eso lo que ha sido prohibido. En este sentido, la extensión del vegetarianismo, como ideología, tampoco es en absoluto una cuestión de piedad: primero, la planta también sufre (aunque no tiene ojos); segundo, no queremos devorar al animal porque no queremos que él tampoco devore, negando que la muerte, en la alimentación, es una forma básica de comunión de las especies. Se nos dice que, en todo caso, el cambio en la alimentación se corresponde con un cambio en la vida moderna, que "se ha vuelto" más sedentaria. Pero esto no resiste una pregunta: ¿tal como está, tal como es el mundo (comenzando por nuestra mirada en el espejo), tenemos derecho a ser sedentarios?

        La voluntad feroz de nivelación alcanza también a los sexos, a la difícil diferencia sexual y su proyección en las relaciones con el mundo. ¿Por qué, por ejemplo, es tabú entre nosotros discutir abiertamente lo que sería hoy la virilidad? Miremos el panorama general: sueldo seguro, opacidad hogareña, pequeños vicios sueltos. En realidad, mientras no afecte a la seguridad de nuestras miserables vidas privadas, todo es más o menos lo mismo. Lo que no se comprende ya es tener una postura. Nuestra incapacidad para creer en algo, para luchar por algo, y por ello tener enemigos, es proverbial. Pero sin enemigos, ¿cómo vamos a tener marido o esposa, auténticos amigos? ¿Qué es lo que les ofrecemos, cómo les garantizamos nuestra lealtad? Pues los amigos, como se suele decir, se conocen cuando hay dificultades. Amor, odio: ahora sólo son nombres. Y sin embargo, hay más amor en el odio que en la mera indiferencia. En realidad, por esta voluntad sistemática de rehuir la lucha, refugiándonos en una retícula de igualación, debido a que la existencia misma es lucha, estamos criando generaciones de neuróticos, de gente que por no atreverse a luchar en lo abierto se encarniza en lo pequeño (sexo, salud, trabajo, relaciones, complejos), sin darse cuenta que todo eso se arreglaría espontáneamente en cuanto se afrontase en el marco libre de las vidas. No sé si es extraño que en este panorama algunas mujeres se empiecen a quejar de que faltan "hombres".

        En fin, ¿qué decir, por otra parte, del núcleo familiar? En primer lugar, nos podemos preguntar cómo la pareja y la familia van a ser fáciles, o estables, cuando hemos sido educados en el autismo, en una identidad que de ningún modo puede reconocerse en lo otro, en lo indominable de la otredad. Después, cuando la pareja se establece, como ellos difícilmente puede aportar el calor del hogar, es imprescindible el apoyo externo: "nivel de vida", consumo, televisor... Si las parejas recurren a éste (o al sexo ayudado, o al juego programado), es para suplir una carencia basal en la relación que les constituye. Vista aquí, la contención de la natalidad no deja de reflejar el mismo repliegue frente a la otredad, pues el juego fundamental en que vive la in-fancia nos amenaza con poner en juego. El sistema general del control decide la no descendencia en la que se instalan muchas parejas (uno, dos hijos; ninguno, incluso al precio de la esterilidad) porque, al fin y al cabo, los niños nos prolongan más allá de la muerte, pero al precio de hacernos querer como nuestro algo que sin duda está destinado a rebasarnos. Lo que tenemos contra nuestra problemática descendencia es que los hijos nos vincularían indisolublemente a nuestra infancia, a ese estado interior, sin cálculo ni tiempo, de donde venimos. El niño juega con los límites, no los respeta; atiende al exterior, mira por la ventana, siempre dispuesto a alguien-algo desconocido que pueda raptarle. El problema de eso es que nos introduce en una espiral de relaciones incontrolables. No queremos niños porque no queremos espejos que nos devuelvan la amplitud de nuestra imagen real, no queremos prolongarnos en la tierra, como tierra. Un niño viene a su tiempo, mujer u hombre, con tal o cual carácter... y al parecer no estamos preparados para tal incertidumbre. ¿Es posible que a través de la ingeniería genética, si pudiésemos, intentásemos acabar con esa imprevisibilidad de la infancia? Mientras tanto, en la idea misma de planificación familiar, como idea global, se busca controlar de algún modo la turbulencia propia de la niñez. Aunque, desde luego, haya otras dimensiones, la permisividad creciente sobre el aborto reafirma en este plano (junto con la educación programada por el estado, y las divagaciones de la ingeniería genética) la barrera ante esa incertidumbre que nos viene de la infancia. En realidad, pensemos que por la misma razón que cercamos la infancia tampoco queremos ya a los viejos, pues son un estorbo (no producen, hablan demasiado, recuerdan...), de ahí que se les recluya. De este modo nos vamos mentalizando para lo que algún día nuestros hijos harán con nosotros.

        De tal retroceso general frente a la afectividad, frente al amor de la infancia y el esfuerzo de autoridad que exige (nada menos que saber qué es lo que tú quieres), viene también la dimisión de los padres en aras de la educación social, privada o estatal, que ha de ser reforzada. No olvidemos que ahora se trata de una formación que no se limita a impartir contenidos teóricos, sino que debe educar "integralmente" al alumno. Pero bajo esa obsesión por una educación que se acople a la personalidad del alumno, que no la fuerce en lo más mínimo, late también la constante pasión de uniformidad, el intento de invadir el espacio de la libertad, sin gritos y sin sangre, para formar idiotas socializados en serie. Después, en casa, la televisión acabará por completar la tarea. El problema, evidentemente, no es la escuela o la televisión, sino que el niño no oiga en casa una palabra más alta. Porque del mismo modo que necesita entrar en contacto con los virus para fortalecerse, el niño también necesita el contacto con la singularidad diferenciada de los padres, y del profesor, con la autoridad de sus palabras, para poder encontrarse, al menos para poder rebelarse. En cualquier caso, tal dimisión de los padres en la educación no se explica por razones económicas, sino por la voluntad de que el modelo económico de control rija todo sacrificio. Sin embargo, ese modelo tiene efectos criminales. Pensemos en su relación con el problema de la droga en la juventud, que al fin y al cabo busca una salida de urgencia al desafecto, al autismo general, a la frialdad. Incluso una cuestión más grave: ¿cómo no va a haber niños asesinos, o futuros asesinos en serie, si la atención al otro que impone el afecto, el límite que impone la autoridad del afecto, no ha sido inyectado?

        En conjunto, se puede diagnosticar para nuestro sistema (en sus versiones complementarias, de izquierda y de derecha) una capacidad muy limitada para soportar la incertidumbre y el peligro esencial a la libertad. Con nuestro miedo o desprecio hacia la vida libre de lo heterogéneo, estamos alimentado una sociedad castrada en su centro, que siempre ha gravitado en lo no calculable. De ser general, ese movimiento sería sencillamente suicida, pues la vida necesita medularmente una relación con el desorden, con lo no dominado. Se busca combatir por todos los medios el peligro, sin darnos cuenta de que el peligro, quizás el más letal, se nos está colando dentro en forma de una degeneración silente.

        De hecho, evidentemente, hay un malestar general. Durante el día trabajamos con estadísticas, pero de noche consultamos a astrólogos, a parapsicólogos, o nos recreamos en fantasías de terror y destrucción. El mismo interés general por la violencia y el crimen (buena parte de la literatura moderna gira en torno a él) expresa que, en el orden amoral de eficacia en que nos movemos, la violencia del criminal es de una eficacia técnica envidiable. O bien que se busca, fuera de esta malla de relaciones económico-técnicas, un nuevo espacio de libertad. Sea como sea, el problema de lo serial es que admite la igualdad en el plano de lo uniforme. Por eso la gente está sola, pues por dentro no es uniforme. Alguien atrapado en ese mecanismo se convierte en un monstruo, pues la otra cara de la uniformidad social y su desafecto básico, es el asesino en serie: ¿por qué no matar masivamente si el otro es virtual, una imagen, si no está reconocida su vida en el relieve del afecto? Una vez conseguido el monstruo, el regusto social en torno a su terror tiene una clara moraleja: afuera ronda una bestia, fortalece tu privacidad.

        Una sociedad que pudiese cortar su lazo con la potencia de lo heterogéneo ni siquiera podría ser humanamente solidaria, pues para aceptar al otro, sobre todo si el otro está tocado por la miseria, que es donde la solidaridad es urgente, hace falta haber aceptado de antemano nuestra pobreza constituyente. De otro modo, en el mejor de los casos, la solidaridad queda como un tema teórico, o sentimental; en definitiva, un gesto de fin de semana. En este sentido, está por ver si la dimensión de lo religioso no debería ser recuperada desde una simple preocupación ética: si no admitimos en nuestro seno lo heterogéneo, ese límite vivido del que se ocupa lo religioso en una figura de culto, ¿cómo tomar en serio al otro en la cuadrícula de nuestra racionalidad? O aceptamos que hay un dios, es decir, que la exterioridad (la "diferencia", lo "imposible", etc) es el centro de todo adentro, una vivencia común, o no aceptaremos nunca al otro como una posibilidad central para nosotros. En realidad, también está por ver si la aversión al sentimiento religioso (no ante el efecto político de tal o cual iglesia, sino ante lo religioso como experiencia) tiene relación con el retroceso general ante el límite interior que es esencial a la experiencia de la libertad. Quizás en este sentido, laicismo y fundamentalismo son dos caras de una misma moneda fatal: al fin y al cabo, el integrismo islámico (así como el fanatismo de nuestras sectas religiosas, que cada día incluirán más el suicidio en su programa) nace justamente como defensa ante la total desintegración, atea y económica, que les prometemos. Vista desde los márgenes del sistema (margen que hoy le puede tocar a cualquiera), su marea debe parecer pavorosa.

        Si el pensamiento de Dios (un dios que tiene la "demostración" de su existencia en la simple inabarcabilidad de la existencia) está prohibido por nuestra religión actual del progreso y el control es porque cualquier dios se enfrentaría a nuestra voluntad de dominio, que quiere un horizonte libre de zonas de resistencia. Tal voluntad de dominio racionalista es la misma que se enfrenta en occidente a toda clase de sectas, haciéndolas inmediatamente sospechosas de algo diabólico sólo porque resisten, con una ley propia, frente a nuestra totalitaria necesidad de transparencia. En realidad, esa voluntad es la misma que estaba detrás del fascismo de los años treinta, puesto que éste se arraigaba fundamentalmente en el racionalismo contemporáneo: si la Razón es Dios, ¿por qué no pensar un sistema político que supere el simple pulsar de la variedad democrática de lo individual? Ante esto, quizá la indefensión de Europa durante años (nunca se insistirá bastante en que Hitler conquistó media Europa sin resistencia) tiene relación con la familiaridad del nazismo, algo que sólo era una bestialización de la general racionalidad dominadora.

        Incluso por razones políticas es necesario recuperar ese dios. Al fin y al cabo, por no tomar en serio lo re-ligioso como vínculo con lo absolutamente otro de la identidad humana, acabamos por absolutizar, con resultados sangrientos, otro tipo de instancias en el orden social: el estado, la nación, el progreso o la historia. Obviamente, esta tendencia constante de Europa a la Revolución totalitaria (versión Hitler, versión Lenin) nace del mismo espíritu de dominio, de la misma racionalidad que ha de perseguir lo religioso para poder absolutizar lo histórico. Tal religión del progreso, en la versión democrática o fascista, tiene en nuestro mundo millones de víctimas a sus espaldas.

        Como insiste Jünger en La emboscadura, la relación entre racionalismo, mecanicismo y tortura, es directa: mientras no pongamos en el eje de nuestra razón la sangre irreductible de los sin-nombre, de una vida humana fundida con la inabarcabilidad de la tierra, el hombre siempre estará en el punto de mira, a un paso del desolladero. Todas las cazas del hombre brotan de una razón u otra elevada a sistema. No hablamos, por tanto, en relación al capitalismo contemporáneo, de "banalización", sino de opresión, de crimen. La famosa banalización de lo contemporáneo es la cara externa y limpia, vista desde nuestra comodidad ilustrada, del fusilamiento que se realiza del hombre, en un sentido espiritual y físico. Para ver la simple dimensión física de eso (la espiritual es incalculable), asomémonos algún día a nuestros arrabales, que ahora ya podemos ver en el centro de las ciudades, o en la cara de la gente en el metro. Nos referimos a esos arrabales de la mirada, ese desfallecimiento intermitente de los ojos. Esto, sin contar la masa de seres anónimos del "tercer mundo" que hemos literalmente pulverizado con nuestros planes de desarrollo. En realidad, tampoco la burguesía que antes criticábamos necesitaba mancharse directamente con sangre para que ésta, en otro lugar escondido, corriese abundantemente. Un sistema, como el nazi, que crea víctimas tangibles (la resistencia interna, los judíos, los rusos, los polacos, los franceses) crea siempre las condiciones de su subversión, aunque sean lejanas. Pero un sistema donde la crueldad es tan sutil que las víctimas son voluntarias, y al mismo tiempo verdugos, puede eternizarse. La invisibilidad de la víctima se corresponde con la despersonalización del verdugo. Al fin y al cabo, el agente de este automatismo criminal es la pasividad, la despersonalización general.

        Otra muestra de ello son los anticuerpos conceptuales, la vacuna filosófica que el propio sistema crea. La cantinela actual contra un pensamiento de la totalidad es la coartada perfecta para este totalitarismo contemporáneo del control masivo, pues así prohíbe la competencia y, sobre todo, prohíbe pensar la totalidad del sistema. De este modo, el sistema mismo no aparece como tal y parece confundirse con la vida (si acaso, una vida ligeramente "banalizada"). En este sentido, podemos decir que ciertas filosofías, y muchos intelectuales, al contentarse con una posición de críticos marginales, le han hecho el juego a la máquina de contar dinero y triturar entrañas. Por ejemplo, cuando se pone en pie una noción intelectual de la diferencia, con el nombre que sea, es en un concepto que de alguna manera sofisticada se aparta de la materialidad de lo abierto, de la experiencia común de la identidad, como si lo heterogéneo que nos funda fuese aún algo negativo frente al pensamiento, y no simplemente vida, es decir, lo inaccesible en movimiento que revela el arte. Habría que decir, con Nietzsche: la caída es la condición del referente, la escisión es la condición del sujeto, de la identidad. Frente a esta afirmación, la estrategia de las separaciones que caracteriza a buena parte del pensamiento moderno ("diferencia" contra "identidad", "fragmento" contra "totalidad", "exterioridad" contra "sujeto", etc) busca encerrar a la alteridad en una torre para elegidos, un metalenguaje de especialistas sostenido contra la identidad común de la diferencia, en definitiva, la experiencia común de la verdad. Se habla más que nunca de arte, pero sin tomar al pie de la letra a la belleza, sin darle plenamente el rango de "verdad", como si lo conceptual debiese ser aún otra cosa, algo intrincado o autónomo frente a esa libertad de lo inconceptualizable que restalla en las obras. Ya decíamos antes que no hace falta detectives para rastrear la siniestra complementariedad entre este "nihilismo" de última hora y la buena marcha de los negocios: al no haber ni referente, ni relación directa con él, ni sujeto, ningún obstáculo se opone ya para la conversión del medio técnico-conceptual en fin, o de la razón en dinero.

        Tal operación segregadora de nuestro orden teórico, además, ha de aplastar el pasado. Efectivamente, vivimos en una época que vive de ignorar e injuriar la antigüedad: por lo mismo que se niega la identidad común de la diferencia (eso que los antiguos llamaban "Dios"), se niega también la soberanía de un pasado que, al fin y al cabo (y ese es el problema), ya ha realizado el abismo de la muerte en una figura común de la memoria, que espera en el fondo del presente. La simple lectura de la Biblia, del Tao Te Ching o las Rubaiyyat derribaría esa mentira infame de un mundo antiguo que no conocía violentamente la alteridad de la diferencia, del fragmento. Como tal violencia está consumada en una figura de culto común, es por lo que no puede verse, pues resultaría excesivo para nuestro paradigma de la escisión. En el fondo, esa voluntad de corte con el pasado, con su esencial presencia, proviene de una nada inocente consideración lineal del tiempo, de esa religión inquisitorial del progreso que es crucial para el sistema del dominio. Manteniendo tal corte, el pensamiento cierra el círculo económico del control, al impedir que la gran marea de la inmensidad pasada contamine nuestro autismo. De este modo, nuestro sistema de la usura y el control parece no tener ningún referente u origen desde el cual juzgarlo, y así podemos seguir hablando de "banalidad".

        El problema de la libertad es que antes de cuajar en una figura (a veces, incluso después), siempre tiene que atravesar un desierto, y eso nos da miedo. Pues la libertad no es sobre todo escoger entre lo que hay, sino invención de lo que no hay (hasta la misma historia de la ciencia, con su avance a convulsiones, lo demuestra). Mientras tanto, la sumisión al poder de la uniformidad tiene el inmenso beneficio de entrar en la normalización, en el reparto de su jerarquía. El sistema de poder no crea ni quiere hombres autónomos, sino que dependan de la trama social, del complot económico contra lo común: abogados, médicos, psiquiatras, maestros... Comparados con los jefes de antes (el chamán, el sacerdote), que lo eran por su relación con lo inmediato, los mandarines de ahora extraen su poder de la relación con la mediación. No es extraño que este sistema social genere la corrupción, y la pasividad general, pues se asienta en ellas.

        Todo sentimiento es a un tiempo proletario y aristocrático, pues viene de la desheredad que nos constituye y del poder que se arma en ella. Por eso es una desgracia para la humanidad la extensión de esa opresiva mentalidad burguesa que lo invade todo, una mentalidad de término medio que excluye toda experiencia fuerte con lo real en aras de lo calculable, lo dominable sin sangre. Tal es el panorama actual de Europa, con su feroz, estúpida voluntad de igualación. Con un espíritu comercial, busca pactar, pactar por encima de todo. Busca hacer del otro nuestro semejante a costa de igualarlo en la red de la racionalidad, al precio de que él reprima el núcleo de su diferencia. Nuestra incapacidad para soportar una alteridad real, no teórica, para todo lo que sea duro, soberano o peligroso, para todo lo que huela a tierra, es espectacular. Pero la uniformidad es insolidaria pues, para empezar, desatiende esa singularización de lo otro que es uno mismo. La misma existencia es lucha, esfuerzo, roce con algo indominable, y por eso cuando el hombre retrocede ante la lucha, hacia una retícula de igualación, se vuelve neurótico, encarnizándose en lo pequeño, en lo que en su marco natural tendría solución. La misma neurosis de la salud es un producto de ello.

        Tal aversión sutil al peso de la decisión, a la soledad de lo singular, no es en absoluto democrática, pues no atiende a la fraternidad en lo irresoluble de la diferencia, sino al privilegio de una posición en la costra de gestión de la uniformidad, en la servidumbre ante ella. Cuando en realidad, el miedo, incluso la violencia, no es cierto que paralicen; más bien nos arman con nuestros límites, nuestro centro desconocido. Lo que es mortal es el miedo al miedo, pues ahí la identidad se enquista frente a la vida. Además, por esa cobardía profunda, que intenta rehuir de la dureza, caemos en una dureza redoblada, incluso en situaciones crueles: sin hablar otra vez de Hitler, hemos visto cómo en Bosnia se cometían toda clase de atrocidades y hemos encontrado una y otra vez razones para no hacer nada (si acaso, gestionar el horror). En vez de ejercer la violencia, dejamos que las cosas y la gente se pudran por una violencia silenciosa o duplicada. No es extraño que en este panorama, ya con los nazis, sea la fuerza directa de Norteamérica la que haya de quitarnos continuamente las castañas del fuego. Si en Europa se odia el espíritu americano, al mismo tiempo que depositamos en ellos el ejercicio de la fuerza (a veces, parece que también en la ciencia o el arte), es porque odiamos todo lo que huela a decisión. Lo nuestro es entender el espíritu al modo de una escisión paralizante. Algo que, por cierto, también se ve ante la cuestión del nacionalismo, cuando nuestro programa de construcción unitario se enfrenta a la singularidad de cada nación (sobre todo las más pobres, aún no uniformadas) para poder cuajarse. Pero, efectivamente, ese programa sigue siendo económico, no espiritual. Y es verdaderamente peligrosa, hasta trágica, la escisión que refleja, en Europa y en el conjunto del planeta: una racionalidad universalizadora europea que no atiende al derecho pleno de lo singular, de lo inconceptualizable, y una fuerza americana que no atiende a la delicadeza inmóvil que la alimenta. Sin embargo, tampoco esto es un círculo vicioso. El problema siempre está en el pensamiento, en aquello que pretende la apertura a lo universal; es eso lo que debe descender a tierra.

        Si la tiranía tiene nuevas formas, la libertad también. Su bandera nos llama a la rebelión frente a este infame asedio del hombre a manos del imperio de lo mediático y secundario, la eficacia económica y funcional, la seguridad, la igualación, la voluntad de dominio. La amenaza de ese poder normalizado es tal, que las diferencias de "izquierda" y "derecha", frente a esa aberración del automatismo, deben pasar a segundo plano. Varios "ismos" pueden ayudarnos en esta tarea, pero sobre todo la voz de los poetas como modelo de exactitud, de verdad común, de ser. Desde ese instante de asombro, cercano a nuestra infancia, esa primera mirada ante la que el hombre enmudece o habla en metáforas casi prohibidas, debemos reconstruir un espacio de resistencia ética, incluso el paradigma de una metapolítica que atraviese el imperio de lo secundario y la mediación. La tarea sería no sólo simplificar las mediaciones, sino someterlas a la inmediatez, ese reino de una presencia que nunca tendrá dueño, ni nombre, y que sin embargo constituye al hombre.

        Afortunadamente, la persistencia de un dolor cercano, incluso de formas fulminantes de desaparición, nos obliga a recordar que nuestro eje gira en un lugar inconceptualizable. Al menos el dolor nos fuerza a salir de nuestra trinchera para afrontar la vida en el campo abierto de la muerte. De no ser por él, quizá hace tiempo nos habríamos convertido en nuevos mandarines, armados con la prepotencia del concepto. En ese sentido, incluso la aparición del sida, justo en el centro de nuestro confortable nivel social, viene a recordarnos que hace mucho tiempo la gente, simplemente para vivir, sigue sufriendo hasta el límite. Después de todo, los enfermos que luchan contra ese peligro lento y letal (como la gente que vive en Bosnia) nos enseñan una vieja lección, por lo demás común: cómo la vida del hombre, toda vida, se tensa y se refuerza cuando afronta esa región medular que llamamos muerte. Para estar a tal altura lo que se pide de nosotros es levantar un pensamiento plegado al norte del dolor, con la misma perentoriedad corporal del hambre.

        En todo hombre flamea un príncipe, aunque sea en el exilio. Todo hombre posee un espíritu monárquico inextinguible que emerge en cada hora de coraje, de piedad, de amor. Bajo la malla de la época, anida en la persona singular un modo de bondad y sabiduría más profundos que el de toda la organización público-técnica en su conjunto. Cada guardián que en secreto le pasa un mendrugo de pan al prisionero está redoblando una humanidad que es más fuerte que el molino de huesos del tiempo. Y el milagro de ese retorno siempre se ha producido, miles de veces en cada época, aunque casi siempre de modo silencioso. Los hombres rompen continuamente la coacción de lo funcional y lo económico con su bondad, con su amor, con su coraje. Incluso públicamente, tal milagro se ha reproducido en este siglo (la misma historia de la ciencia lo muestra): sacar agua de lo que para la cobardía de los demás no es más que roca, o yermo. Quizá la idea de un dios ya le vino al hombre primitivo de esta creación suprema que el hombre realiza cuando, desde el dolor del desierto, obra en libertad.

        Es necesario no pensar ya más como negativo todo aquello que es indominable. Es necesario "traer los dioses a la tierra", un ángel que supere el nihilismo y su sistema de las separaciones. Mientras no pongamos nuestra diferencia o nuestra alteridad en la nuca del niño, en la brizna de hierba, estamos trabajando a favor de la guerra, una guerra que será sangrienta y nunca podremos ganar porque se enfrenta a la paz constitutiva de la tierra, que brota de una muerte devenida constantemente figura. En este punto, toda una tradición, sepultada por nuestro sistema de prohibiciones, ha hablado suficientemente claro: la Noche que es río en Hölderlin, o día de fiesta, lo invisible de Rilke que deviene como tierra, la soledad sonora de Juan de la Cruz... Frente a ese pensamiento, lo que mantiene la estrategia actual de la segregación (en lo ontológico y lo político) es el miedo típicamente intelectual a la unión, ya que ésta siempre será re-ligiosa, suturada por lo inconceptualizable de la presencia. En realidad, eso es lo que tenemos contra el cristianismo, contra un Ungido que atravesó el calvario de una pasión por la cruz del tiempo, para desde ahí anunciar una resurrección del espíritu en la que los hombres serían al fin hermanos. Y no hablamos sólo de una figura del culto popular, sino del Cristo de Dostoyevski, de Hölderlin o de Rilke, alguien que encarna la "locura proclamada en alta voz" (I Cor., 1, 20-24) y convertida en morada. Frente a él hemos inventado nuestra tiránica igualdad. Pues justo la hermandad es lo que nos asusta, ya que nos convoca, como Hijos, a abrazar aquello que no es nuestro, un pasado por definición inmemorial: el Verbo, el Padre de las religiones. Que no se nos diga que este programa es antinietzscheano, pues las nociones de "muerte de Dios", de "enigma", de "superhombre" están inscritas en un anhelo de retorno al mediodía del devenir, a un dios que sabe bailar, instinto dionisíaco que se transfigura en risa, en niño. La inmanencia no sería más que nuestro modo de transcendencia, una transcendencia encarnada, que irradia desde el plano de la materialidad.

Madrid, octubre de 1994.