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el presente

una aproximación al cine de Aleksandr Sokurov, (Texto de la conferencia impartida en el curso " Las razones del arte", BBAA, UCM)   
Madrid, 3 de noviembre de 2005.

Dime la palabra, madre, si la sabes ahora. La palabra conocida por todos los hombres.
Ulises
. J. Joyce

1-   Frente a los taumaturgos de lo que ya funciona, el esplendor de esta transparencia de lo idéntico, Sokurov (Podorvikha, Siberia, 1951) es un dramaturgo del otro lado, de la negatividad que arrastramos. Digamos que Sokurov pertenece a ese existencialismo postnuclear -tal vez deberíamos decir postgenético- en el cual están insertas algunas perlas oscuras de nuestra cultura, de Beuys a Tarkovsky, de Handke a Houellebecq. No pretendo ahora más afinidades que las de una intensidad poética, un distanciamiento trágico con este presente tan orgulloso de sí mismo. Múltiples circunstancias separarían a estos distintos creadores, pero después de la euforia de los años ochenta y noventa -ese sueño de un fundido de técnica, mercado y vida cotidiana que se expresa en películas como El show de Truman- ha vuelto una suerte de "gótico", una especie de wagnerismo del pequeño formato, sin héroes ni mito de retorno a ningún origen, que intenta recordamos una alteridad real que habíamos olvidado. Creadores como Robert Wilson, Lars von Triar, Tim Burton, Nick Cave o Tricky[1]; fotógrafos como Alex Hütte, Casebere, Jeff Wall o Aitor Ortiz; el cine de Erice, de Jarmush y de Guerín, podrían ser ejemplos de un acercamiento al espectro de lo real, a lo irrepresentable que el espectáculo tecnológico ha dejado fuera.

2-   Esto ocurre no sólo por capricho estético, aunque en lo formal produzca también sus logros, sino probablemente por instinto de supervivencia, siguiendo la intuición de que lo mortal rechazado por la cultura mayoritaria algún día volverá como letal. Conjurando ese peligro, algunos creadores sienten la necesidad de darle forma a lo monstruoso e informe que ha quedado fuera. Ésta es la tarea curativa, propiamente medicinal, del arte como tecnología punta de la existencia. Hablamos de una tecnología tan "puntera" que incluye en su programa la capacidad de anularse a sí misma, en un momento clave, para que ocurra algo exterior, no previsto. Esta estrategia -la de la no estrategia- supone romper con la endogamia, la ironía del arte sobre sí mismo para ir de una vez al espíritu de la exterioridad real, de una posibilidad siempre latente. El resultado no es la excepción exótica que confirma la regla de la normalización económica, sino una irrupción de singularidad que pone en suspensión el sentido, impidiendo que la democracia se convierta en religión. Todo gira en torno a un instante que se convierte en modelo del tiempo, un instante mínimo en magnitud, pero máximo en dignidad. Esto libera al arte del encargo de ofrecer la excepción excéntrica de un mundo centrado en el fragmento que se reemplaza velozmente, como es norma en nuestra cultura informativa. Sobre este dictado del capitalismo informativo, cierta clase de arte trabaja más bien para imponer la ética de una belleza convulsa, la violencia de un cierto reposo que está prácticamente prohibido[2].

3-   Pues bien, Sokurov es parte de esta constelación flotante que no deja de poseer una habitación propia, aunque retirada de nuestra transparencia. "Todos nosotros estamos en peligro" por ese real que se cuela bajo la cobertura, para el que no existe reconocimiento social posible, ninguna clase de programa antivirus. Hablo del virus del tiempo muerto, sin organizar, frente al cual toda la cultura informativa siente pánico. Y estaríamos doblemente en peligro porque esa frase de Pasolini, pronunciada a mediados de los setenta, suena hoy puramente literaria, carente de significado existencial o político. Sin embargo, de ese peligro se ocupan todas las películas de Sokurov. Encontramos en él una percepción lenta, un dispositivo sensitivo e intelectual para el tiempo soterrado de esta época, que lo emparenta con Dreyer, el primer Bergman o con Tarkovsky[3]. Podríamos decir que Sokurov es un romántico -no sé muy bien por qué la palabra está tan devaluada-, pero posterior al videoclip. Mantiene una rara sensibilidad para lo contingente y casi inaparente, toda esa insignificancia -"inmundicia", diría Pablo Perera, organizador de este ciclo- que nos sigue como una sombra, un resto de la pantalla total en la que vivimos. Con raras excepciones, los personajes de Sokurov no padecen ningún trauma psicológico en particular, ninguna injusticia social determinante, ningún conflicto que les colonice. Podríamos decir que les ocurre lo peor que podría ocurrirles, son libres. Por supuesto, hay incidencias, pero ellas no sólo no consiguen distraerles de la ocupación primera en la vida mortal, sino que incluso todas las incidencias parecen escalones para ese único gran conflicto. No es extraña, a pesar del antecedente de Tarkovsky, la perplejidad del cine oficial soviético y la catalogación inicial de Sokurov como "formalista".

4-   Sokurov trabajó en la televisión desde 1969, como ayudante de realización, y comparte con la cultura rusa una tecnología de primera, no lo olvidemos. Tarkovsky, Elem Klimov (Ven y mira -"Masacre"-, 1985), Ojos negros (Nikita Mikhalkov, 1987), Andrey Zvyagintsev (El regreso, 2003), o Sokolov interpretando -el 4 de noviembre del 2002, en el Teatro de los Campos Elíseos- la Sonata nº 7 de Prokofied, por no hablar de los clásicos de las Vanguardias anteriores, son ejemplos últimos de esa potencia cultural. Insisto en esto porque me parece que no acabamos de entender, desde la música o la imagen hasta la ciencia, lo que es Rusia desde hace mucho tiempo, antes, durante y después del comunismo. Seguimos imaginando un país encharcado en la violencia, la corrupción, el despotismo, la impunidad de las mafias y la tiranía de las desigualdades sociales. Es difícil negar algo de todo eso, pero nuestra percepción de Rusia está contaminada. Existe un antieslavismo rampante, producto de una guerra fría que no ha terminado -aunque en primer plano esté la guerra caliente con el Islam-, sin el que no se explican el tipo de noticias que tenemos sobre Rusia y, en general, la percepción que tenemos de los eslavos[4]. Creo que el carácter extremadamente problemático de El arca rusa (2002) tiene que ver, además de una estructura formal agotadora -¡un solo plano secuencia de 96 minutos![5]-, con una reivindicación de la cultura rusa, incluido el zarismo, como algo no mimético de los valores europeos ni, claro está, de los de Estados Unidos. Y recordar la posibilidad de otro imperio ahí al lado, en los tiempos del dictado global del fragmento democrático, es imperdonable.

5-   Me temo que el origen asiático de Sokurov destila un mensaje inquietante en sus películas, antes ya de El arca rusa. Consistiría en aplicar un adelgazante "relativismo cultural" a todas nuestras configuraciones históricas y políticas, empezando tal vez por la Democracia como nueva encarnación del reino de Dios en la tierra, con su promesa de representación, transparencia, fluidez, conexión perpetua, cobertura constante. Me alegra decir que todos estos sacrosantos valores resultan, al menos indirectamente, lesionados en la más inofensiva de las cintas de Sokurov. Tal vez sea ya la tradición de la imagen rusa, heredera de los iconos, del constructivismo y el suprematismo, la que facilita la vuelta al desorden de una percepción que acoge algo inasimilable de lo real. Que perfora incluso lo digital con el espectro real, poniendo la alta definición al servicio de la indefinición de la existencia, destruyendo la nitidez mediante la nitidez. Una cultura que tiene detrás a Chejov y a Dostoievsky, difícilmente podía hacer otra cosa que curarnos del miedo con el miedo, de la incertidumbre con la incertidumbre. Combatir, en suma, la transparencia con la trasparencia[6]. El sufrimiento, el amor, la vergüenza, la muerte que se produce en segundos, la mezcla del día y el sueño. Nunca se alabará bastante a la literatura rusa. Desde antes de Chejov, el gran maestro sin el que no existiría el teatro moderno en Occidente -sobre todo el estadounidense-, los rusos poseen un programa para el virus de las emociones en el minutero del tiempo.

6-   Creo que la primera vez que oí hablar de Sokurov fue en la galería Elba Benítez, siempre tan selecta. Desde entonces estuvo en cuarentena unos años, por aquello de que no hay que dejarse llevar por las modas. Después, en fin, confieso que me ha dejado fascinado, como algunos otros autores que permanecieron en la reserva. Diría que pertenece a un tipo de creadores del cine -Resnais, Godard, Pasolini, Tarkovsky, Syberberg- que funcionan con un doble movimiento. De un lado, todo vuelve a comenzar en ellos, pues borran cualquier memoria específica, cualquier mimetismo, cualquier autorreferencialidad gremial hacia la historia del cine -Sokurov confiesa incluso, sin asomo de arrogancia, que hace mucho tiempo que no ve cine. No padecen, digamos, el mal de lo que se llamaba "intertextualidad". Trabajan como si no existiera la tradición y el pasado -Memoria, te odio, llega a decir Deleuze-, suspendiendo el canon archivado de lo que hemos visto y dejándonos sin defensas ante las imágenes inverosímiles que surgen de lo real, una a una. La materia prima de estos creadores es siempre la vida, el "atraso" de la existencia, la brutal exterioridad que palpita frente a nuestros lenguajes específicos, a ese automatismo gremial que llamamos con orgullo "cultura". Es posible que el roce con Asia le ayude a Sokurov en este desprendimiento del peso de lo histórico. Lo cual no quita para que, de otro lado, por esta misma suspensión de la tradición literaria o cinematográfica, sintamos que toda la historia del cine se contrae en sus películas, se condensa y resucita.

7-   El resultado, como se ha dicho alguna vez, es que este tipo de creadores invaden directamente el sistema nervioso, sin el tedio de una historia que seguir, de ninguna una información que registrar. De ahí esa potencia vírica, es cualidad hipnótica de Madre e hijo (1997), de Hubert Robert, una vida afortunada (1996), igual que se ha dicho de Masacre. Trabajando nuestra irremediable disponibilidad para el hechizo, ese halo de brujería que abren algunas imágenes, Sokurov nos propone escapar de la violencia del mundo moderno -del cual hace mucho que participa de lleno Rusia- con la violencia de la sensación, del aquí y ahora de los sentidos. Hablamos de la verdad de lo que irrumpe, en cuanto que irrumpe, quebrantando lo general. Quebrantar lo general lo "global" para que la vida vuelva. No creo que este emblema, que proviene de Kierkegaard, le resulte indiferente a Sokurov a la hora de apostar por algo que ocurre solamente por primera vez, por última vez. Se trata de una vieja sabiduría para el uno a uno de la existencia, esa discontinuidad que se pierde en la medida en que se encuentra. Esto que explica que en algunas obras cinematográficas -Solaris, Providence, Elogio del amor, Madre e hijo-, cada encuadre parpadee inmovilizado en una eternidad fulgurante y, al mismo tiempo, parezca fugarse hacia el siguiente, sin darnos respiro, con una intensidad que nos obliga una y otra vez a rebobinar. El programa de Sokurov en tal punto parece ser éste: desesperadamente, por los medios que sean, liberar a la sensación de la opinión, ese dictado mundial de una percepción subtitulada que nos impone la información.

8-   Un vidente, dice Deleuze, es alguien que deviene, que hace devenir a los seres. Éste es el embrujo de Sokurov, incluso con el material "Lenin", en Taurus (2000). ¿Se puede imaginar un tema más ahíto de historiografía, más maniatado y carente en principio de nuevas posibilidades? Y sin embargo, igual que los pintores clásicos encontraban toda la libertad del mundo en un encargo que tenía que incluir la Virgen y el Niño, también Sokurov recoge el guante de ese reto para hacerlo fluir[7]. Posiblemente tampoco en este caso entendemos nada en cuanto a la última intención crítica o metafísica del film, pero no hace falta. Siguiendo el método de Chejov, Sokurov es capaz de poner en la vida cualquier tema aparentemente histórico y agotado, para hacerlo casi irreconocible. Como en Moloch, lo que se nos muestra es un hombre mortal que sufre, antes y después de ser letal. Lo cual, sin duda, ya es suficiente motivo de escándalo. Escarbar, bajo el personaje histórico, en la existencia cualquiera que se fuga de esa tópica identidad pública, buscar el protagonista de esos raros momentos, banales, casi clandestinos[8]. Una y otra vez, es lo pequeño lo que finalmente es grande, lo que queda como signo de una grandeza misteriosa. Los últimos días de Vladimir Ilich, sumergido en una intimidad más vasta que las montañas, ante la humillante decrepitud de su cuerpo, la conspiración de los que se aprovechan del árbol caído, las preguntas que ha dejado de lado la política, el humor del fin, la relación de la Revolución con un pueblo que no puede cambiar. El papel de la violencia, la relación entre el individuo y lo colectivo, el encanto un poco distraído de su mujer. Y los cielos que pasan, casi siempre inquietos, y ese verde alucinógeno que lo tiñe todo. Los personajes que atraviesan la escena no aparecen como marcadores de la historia, sino como seres humanos que navegan en esa espuma ambigua de lo privado, que deja la marea de la Historia al retirarse. Hasta Stalin, oscuro, ambiguo y chistoso, se muestra más como ser humano que como máquina despiadada de matar. Es normal que algunos intelectuales se sientan "decepcionados" ante tal ejercicio de generosidad metafísica. Pero es que el arte es eso. Y se olvidan además de que todo lo otro -el análisis sociológico, moral y político del personaje- ya estaba hecho, por cierto, con el nulo resultado de siempre. Se olvidan, en suma, de que la tarea política pendiente era afrontar la historia con los ojos de arte y a éste con los de la vida.

9-   Sokurov labra esos segundos de incertidumbre que siguen a la última conexión, cuando se apagan todos los monitores. "La antigua representación había acabado. Sólo quedaba el aroma de los árboles en flor", dice en Hubert Robert. "La hierba en las ruinas es lo que queda del sueño de los guerreros", según reza un viejo adagio. Pero hay que soñar, hay que luchar, no podemos evitarlo. De hecho, la hierba también sueña, también lucha contra el entorno, en la meseta de todas las cosas que palpitan en estas películas. Su autor retrata una naturaleza enorme, misteriosa, donde el hombre es solamente un invitado, un pasajero que podría no estar. Por eso mismo, el hombre de Sokurov se encuentra solo ante una humanidad desconocida y ante la tierra, ese "giro de lo invisible" del que hablaba Rilke. ¿Una naturaleza que hemos perdido, según dice a coro la cultura postmoderna? Para el cineasta de Elegía de Moscú (1986), más bien se trata de la pérdida en marcha, de un estar-fuera-de-sí que nosotros, de herencia heideggeriana, reconocemos únicamente en los humanos, pero que Sokurov pone en el material pululante del universo físico. Lo peor de la muerte es que habla, florece en ramas, cielos, rostros saturados e inescrutables[9]. La inmanencia natural está en Sokurov más cerca del milagro que de la ley, como diría Deleuze. Es innegable una carácter elegíaco de estas narraciones, como si todo estuviera en peligro. Se canta lo que se pierde, es cierto, pero en Sokurov se ha perdido el universo entero antes de poder ser recuperado. Imitando a la naturaleza, el arte es lo único que conserva. El exterior natural permanece, conserva -ahí radica la esperanza-, porque tiene en su constante tragedia la cifra de una prodigiosa resurrección. Su sustancia es el accidente, la fragilidad convertida en monumento. Así son los árboles en Madre e hijo, la hierba, los rostros, el viento, tan cercanos a los de Tarkovsky. Con nuestra Ilustración de segunda mano, es difícil que estamos a la altura de esta entrega.

10-   Estos cielos inquietos, que apenas conocen el descanso, a lo Friedrich. Cielos siempre en crisis, como si también ellos sintieran, pensaran, sufrieran en esa hora incierta del día. A Madre e hijo le acompaña un casi constante rumor de lluvia... Pero no llueve, como si la tierra misma padeciera nuestra patética indecisión. Y ese verde de las praderas rusas, salpicado de abedules. Con fondo de gritos y susurros, de chillido de cuervos, punteando árboles solitarios bajo una luz amarilla, como en una estampa china. Casi podríamos decir que no pasa nada, que no hay acción, sólo el diálogo entrecortado, el llanto entrecortado, el paseo luminoso de la madre en brazos del hijo. Solamente pasión, el acontecimiento del Tiempo en estado puro. Por eso a cada paso, todo resuena, lleno de ecos -igual que en Elogio del amor, de Godard. Creación maravillosa, dice el hijo, pero ella no deja de bramar, como un animal herido. Sombras, nieblas, ecos: todo resuena, la naturaleza entera está llena de estancias, como si fuera una casa que cruje. Cielos de tormenta, en parto perpetuo, como si el tiempo mismo fuera el que sufre al pasar de una estadio a otro, de un momento a otro, de una escena a otra[10]. Creo que Leibniz, creador de la Monadología y del cálculo infinitesimal, lo diría así: en cada ojo de pez, todos los mares; en cada mónada, brotando de su fondo sombrío, la perspectiva "plegada" del universo entero[11].

11-   Tal vez no haya nada que contar, solamente el "érase una vez" -una madre, un hijo- de cualquier contar, del cuento cuya sola posibilidad suspende el sentido. Pues resulta que si las cosas no fueron como pensamos, si ocurrió algo que no sabemos, es posible que no estemos donde creíamos estar. Como en la vida, lo que se dice la vida, nadie ha estado, nadie ha residido establemente ni morado -más que de paso, entre sombras-, nadie está seguro del sentido actual de este decorado, esta situación que nos envuelve. Sokurov aprovecha esta brecha ontológica en nuestra existencia, esta duda constituyente -¿quién de entre nosotros no es de aquí?-, para entrar a saco. Es nuestro genio maligno, aunque no precisamente para aumentar las dudas perversas, tan edificantes, acerca de la existencia de la existencia. Más bien para resucitar la duda de que lo peor, la irrealidad de la muerte -vagando en ese paisaje radiante, presionando a esos personajes que no sabemos qué padecen- sea la verdad. Sin causa que la explique, la ex-sistencia vuelve a estar ahí, ante nuestros ojos.

12-   Madre e hijo es una de las película más hermosas y terribles que he visto. Refleja la soledad del hombre ante la muerte. También de la soledad de los que se aman, aislados del estruendo del mundo y arrojados a la música de la tierra, como diría Rilke en Cartas a un joven poeta. Y todo esto en un escenario de belleza natural sobrecogedora, que recuerda el fin del mundo. "¿Te has quedado dormida? -dice el hijo- Cuéntame algo". Y más tarde: "Nos reuniremos, ahí, ¿de acuerdo? Donde acordamos. Espérame. Ten paciencia, querida mía". Son dos seres bellísimos en su lasitud, pero al mismo tiempo serenamente putrefactos, arrojados a una vida mortal y a un amor para los que no parecen preparados. Pero en todas sus cintas Sokurov reivindica, sin más, lo que Deleuze llamaba "la enfermedad europea de la trascendencia". Y ello precisamente porque cree en el efecto inmanente, aquí y ahora, de la creencia en el más allá. "Temo a la muerte", dice ella. Pero no hay nadie en el cielo y así los estertores de una anciana se mezclan con el cielo demente, de una belleza irreal, que delira. Ella no quiere que llegue la primavera -no tiene nada que ponerse, absolutamente nada: su gabardina apesta-, una primavera que sin embargo está ahí. Y parece que la angustia del hombre es más ácida en medio de esta luz radiante, pues no tenemos ni la disculpa del invierno, ni el refugio de las sombras. Así como las incesantes muertes violentas de las pantallas nos tapan el sentido común de la muerte, el sexo nos tapa en el cine actual el amor, el problema del vínculo. Como no puede jamás cumplirse, todo gira en nuestra cultura torno a la cópula. Cuando lo cierto es que le tenemos pánico a la relación, a la cópula con lo otro, sea prójimo o naturaleza, no digamos a la descendencia -como indica la disminución drástica del índice de natalidad, ligado al individualismo del desarrollo económico. Es como si hubiéramos perdido la fórmula para la relación con el alma de las cosas, la fórmula para pararnos en lo otro de nosotros, para sostener un vínculo con el Otro. De manera que, como metáforas del ordenador, lanzamos un antivirus instantáneo al mínimo roce con la alteridad exterior a nuestro programa. ¿Es otra cosa el sistema mismo de la información, de la informática? Adolf Hitler, en Moloch (1999), sólo es una versión excéntrica de esta condición patética del hombre moderno, encapsulado en su neurosis defensiva, en su hipocondría[12].

13-   Rostros expresionistas a lo Eisenstein, rostros inexpresivos a lo Kafka. Pero sobre todo, la pintura de los clásicos intentando captar a estos seres humanos que sufren en casas arruinadas, en ciudades desconocidas, atravesando campos sin nombre. El amor, como la bondad misma, es la cosa más peligrosa y violenta del mundo, pues enlaza con lo incorpóreo que habita en los cuerpos, su halo de la imperfección. Hay en Madre e hijo un exceso de dulzura, en ambas direcciones, por el cual los dos seres no pueden ni habitar la tierra ni tampoco dejar este mundo. Cometen todos los errores, cuando además, ahí, las víctimas no son necesarias, no le sirven a nadie. Los escenarios casi siempre están tramados con un fundamentalismo del afecto, pues en Sokurov el cuerpo de las cosas es siempre metáfora de otra cosa, encarnación de algo que no es de este mundo. En El procedimiento silencio, Virilio se ha extendido ampliamente en la complicidad del arte radical contemporáneo y los medios de formación de masas, con su "percepción a sangre fría", esa fascinación por el cuerpo narcisista que sufre, encerrado con una cámara automática que le atormenta. En Sokurov, en cambio, el cuerpo del hombre no es nunca privado, sino siempre una metáfora del cuerpo de Cristo, encarnación de algo que no es de este mundo. Un poco como las figuras llorosas y trémulas de El Greco, tan admirado por Sokurov, oscilando siempre como una llama, como si no estuvieran del todo aquí, a punto de ascender o recién descendidas[13].

14-   Recordemos que toda la moderna literatura, de Flaubert -Salva y protege (1989)- a Bernard Shaw, ha sido construida con esa tela, ese pliegue del tiempo sobre sí mismo. ¿Sentimentalismo lacrimógeno? No, una suerte de dureza optimista. Además, si fuera sentimentalismo, no veríamos ninguna razón para rechazarlo, rodeados como estamos por la euforia siempre sonriente de la telecomunicación. Si al poco de nacer el hombre es suficientemente viejo para morir, como dice el filósofo, también es cierto que mucho después de haber nacido el hombre sigue siendo un niño ante la muerte. Éste es el estado de Ella para su hijo, que ve cómo su madre va a morir como una niña, que podría ser su hija. El primer plano de la mano arrugada de la madre[14], y después del cuello de Él, contraído repentinamente de dolor ante el cuerpo yacente, es digno de un científico del espíritu de la naturaleza, de un estudio muscular del sufrimiento, como el de Durero o Leonardo.

15-   De mañana Ella y Él se dan cuenta de que han soñado lo mismo, con unos cuerpos que siguen vencidos por el sueño también de día. La vida de sus cuerpos se mezcla con el sueño del limbo que les rodea. Todo ello entre escorzos de madre e hijo, ángulos traídos de la pintura que refuerzan la silueta de seres situados entre el sueño y la vigilia, entre lo irreal y lo real. El sueño, también el de esos alucinantes campos en flor, se presenta como una metáfora de la muerte. Una muerte anterior, en la que ya se está, que viene dulcemente, pues somos sus hijos. Hay un erotismo de lo ausente, casi de la enfermedad. Por ejemplo, en esas "crisis de ausencia" del padre en Padre e hijo (2003), cuando sin embargo la radiografía del tórax no revela nada[15]. La muerte no es un hecho terminal, sino la imposibilidad de ser que corroe día a día a la existencia. Imposibilidad que, sin embargo, para poder vivir y morir como hombres, hay que abrazar. Por eso el hijo la peina como si fuera una niña, la saca a pasear en brazos por radiantes veredas desiertas, envuelta en una manta que no deja de recordar al Santo Sudario. El que era Hijo ha de hacer de Padre. El que sea Padre, pronto será otra vez Hijo en esta rueda de las eras[16].

16-   Madre. Hijo. La mano que mece el mundo. La ronda del tiempo. La Madonna. Ella está enferma. Pero de nada, de nada que se sepa, de nada que se pueda curar -de vivir, tal vez, como la protagonista de India song de Duras. El Hijo llega incluso a darle un líquido en una botellita, como si fuera una niña, como si su dolencia no fuera nada. "Nuestra película -dice-, al contrario que La Piedad, pone a María en brazos de Cristo. No es una simple metáfora... Casi nadie tiene, hoy día, unos brazos donde poder descansar, donde caerse"[17]. Sokurov, diría Deleuze, piensa por perceptos, no por conceptos. Que a nadie se le ocurra pensar, por favor, que esa es una forma menos precisa de pensamiento. Atended a la precisión de las imágenes, a la precisión de la banda sonora y del guión en Hubert Robert, una vida afortunada, en Madre e hijo, en Padre e hijo. El cineasta ruso parece decirnos que para restablecer la piedad en este mundo implacable -"hoy casi nadie tiene unos brazos donde caerse"- es preciso renovar un pacto con el diablo, con aquello por lo cual se quemaba a las brujas, por mantener una relación con el demonio de la alteridad. Como si fuera preciso creer que lo monstruoso, sobre todo lo monstruoso, también necesita de nuestras preces. Es posible que haya cierta clase de bestialidad, sin imputación posible, que sólo se aplaca queriéndola. En efecto, decía Deleuze, todo pensamiento abre una línea de brujería. En esa línea de sombra estamos.

17-   Igual que otras películas de Sokurov, Madre e hijo manifiesta un interés absoluto por la cultura religiosa, por lo que la religión tiene de conocimiento, de ciencia imposible del ser único, de la descendencia única[18]. Al mismo tiempo, como insinuará en Moloch, la religión frenaría los planes del hombre, siempre temibles. Una religión que, por supuesto, como en el Dostoievsky de Páginas escondidas (1993), no nos ahorra nada, pues reconforta solamente con una inversión del mal, desde dentro de lo peor, desde el hervir en el dolor. La religión, particularmente el cristianismo -con cuya esencia tiene el propio Nietzsche una relación harto ambigua- no ha dejado de generar un ateísmo febril que se pliega constantemente al perfil de lo real, que busca y escudriña el espectro de lo terrenal[19]. En ninguna película de Sokurov la muerte es algo que esté al otro lado, tras el espejo. Es lo que susurra aquí y se abre ahí como espacio del hombre, gritos, aroma, brisa, susurros, ramas que pendulan. Pobre del que piense que esta experiencia de la naturaleza es simplemente "mística", carente de rigor, y que por tanto ha de ser superada, integrada en una sociedad cuya producción cultural es al fin -en este Fin de la Historia- global. Si Sokurov ha de ser "antimoderno", es para desprenderse de toda esa mitología, esa costra de la actualidad que nos impide entrar en el templo del presente. No hablamos de una naturaleza naturalista -mecánica, pura, sin mácula-, que no ha existido más que como sueño de nuestra metafísica, sino de descender a aquello que es soberano e incontaminable porque tiene lo peor dentro. La naturaleza de Sokurov no se puede superar, ni conservar, porque escapa absolutamente a nuestro dominio. Tampoco está en peligro. Ella es el peligro, incluso en su hermosura irreal.

18-   Está en peligro, si acaso, la relación del hombre con ella, la supervivencia del hombre, y ahí quiere incidir el humanismo de nuestro autor. El hombre no es constante ante la muerte, no se mantiene en ella. Por el contrario, la cultura moderna es una cultura del reemplazo, un cambio constante que debe protegernos de la continuidad de la finitud, ese demonio del mal real. Como vemos, estamos ante un pesimista en lo fácil, en esta supuesta potencia de lo histórico y social. A cambio, Sokurov es optimista en lo difícil, en cuanto a una existencia sin amparo. Justo lo contrario de nuestra metafísica. De cualquier modo, la muerte no le interesa a Sokurov como fenómeno fisiológico. Le interesa por lo que informa del sentido de las cosas cuando nosotros no estamos, algo que, dice, está tácitamente prohibido. Le interesa el sentido de la muerte natural, por eso se acerca a ella a cámara lenta, huyendo del espectáculo, sin esa imagen sensacional de los muertos -siempre los otros- que nos tapan la muerte. Sokurov aborda el esfuerzo heroico del ser humano por mantenerse ante el límite que le roza[20]. Con la simplicidad que le caracteriza dice: "El cine debe defender la fuerza y la esperanza, la fuerza y la esperanza"[21]. Como vemos, estamos a años luz de cualquier malditismo, del realismo cínico que está de moda desde hace mucho tiempo a la hora de hablar de la humanidad. Un poco lejos también de Duchamp, de Cindy Sherman, de Bruce Nauman. No sé si él pondría todo esto en el dominio del videoclip.

19-   Bromas aparte, el distanciamiento de Sokurov con respecto a la modernidad, que además realiza sin ninguna amargura, sin ningún asomo de sarcasmo, es crucial para que sea visible su cine. Aparentemente "antinietzscheano" -aunque no es así si pensamos en el Nietzsche de la afirmación-, es tal vez más inmediatamente asimilable a un Schopenhauer, a un Houellebecq. Al mismo tiempo que atraviesa la escenografía y los temas del mundo actual, Sokurov se ocupa de algo que no tiene tiempo. Las pocas menciones explícitas que hace a la modernidad, un poco despectivas, es para quitarse interferencias y mediaciones de encima. Siendo él muy moderno -en la técnica, en el lenguaje, en esa imagen saturada que hace de Velázquez un modelo para Dalí y los surrealistas-, no lo es en cuanto que retrata una humanidad inmovilizada, que permanece igual que hace mil años, plena en sus manos vacías. Sokurov toma distancias de la cultura actual no para librarse de nada, sino para meterse de lleno en un presente sin cobertura, sin defensas, que tiene que trabajar en solitario el duelo de la tragedia y el dolor. Igual que la autómata de Solaris de Tarkovsky -y todos nosotros somos ya autómatas-, pasaba a la vida por el dolor, así también nosotros. El dolor nos devuelve a la naturaleza, a un accidente para el que nunca hay "cobertura" ni programa antivirus. Lejos de cualquier ingenuo naturalismo, la naturaleza de Sokurov no es otra cosa que el dolor convertido en fuerza, en devenir. Cuando él, con esa sencillez que nos haría sonrojar, habla de "fuerza y esperanza" se refiere a eso que brota de obrar en la finitud, de darle una forma a la condición mortal. Por encima del "nihilismo" de nuestra cultura actual, el autor de Padre e hijo nos invita a convertir lo imposible de lo real en abrazo, en vínculo. Abrazar lo imposible, usando de otro modo nuestro límite, llevando la demolición de nuestras ilusiones hasta el final. Entender la muerte de otro modo, ahí radica la esperanza. Parece que estemos hablando de Unamuno o Benjamin, pero es que tal vez Sokurov es el filósofo de esta época.

20-   Viento, rumores, silencio, ecos, chillido de pájaros, notas de música perdida. Siempre sombras de otras cosas, sones de otras partes. En cada momento, todos los momentos; en cada lugar, todos los lugares. Como si el hombre habitara un desierto enormemente poblado, un piano antiguo que resuena a cada paso del tiempo. El sonido es el alma de las imágenes, dice Sokurov, quien concibe un cine donde se pudiese apagar la imagen para quedar sólo el fonograma, como la radio de la película. De los viejos días de radio de los años sesenta -teatro, ópera, Wagner- viene esta densidad da las bandas sonoras, un encuadre sónico donde zumba un cruce continuo de frecuencias de onda. De ahí y de la idea de que el oído, frente a la imagen, "todavía no está gangrenado por la mediocridad ambiente". Pero la música y lo sonoro no debe dominar a la imagen. Son mundos distintos que están en permanente tensión, coexistiendo, y que sólo de vez en cuando se funden en un dueto[22]. Por esta misma razón, Sokurov mantiene una guerra sin cuartel contra el realismo óptico, dominado por el enfoque y el ordenamiento "extremadamente simple y breve" de lo visible. Realismo dominado por la perspectiva y la jerarquía cartesiana, por el antropomorfismo, por la organización visual de los efectos y la vigilancia -cierto, de lo óptico a lo panóptico carcelario sólo hay una diferencia de grado. Para rozar una mirada háptica, donde el sexto sentido, el sonido e incluso el tacto, vayan por delante de vista, Sokurov ha llegado a diseñar objetivos que rompen la impresión visual habitual. Por ejemplo, al parecer, en La piedra (1992), una película sobre Chejov que no he conseguido ver.

21-   La vanguardia urbana vive según modelos, mira según el modo subtitulado que los medios de comienzos del siglo XX -fotografía, publicidad, cine- nos hacen ver. Pues bien, se trata de romper con esa subtitulación que constriñe lo perceptivo. Para ello, nada mejor -es también el caso de Viola- que volver a la fuerza de la pintura antigua occidental, incluidos los iconos. La pintura y la música han precedido al cine en esta desconfianza hacia lo óptico. También en percibir una naturaleza, templo de la muerte viviente, que es anterior y posterior al hombre. La ilusión óptica desafía al cineasta con su engañosa claridad, el dictado de un orden. El interés por los iconos, por la pintura o el dibujo de los niños, estriba en que ahí falta aún esa perspectiva distanciadora, aisladora, que dirige la mirada en Occidente. A ésta es preciso aplanarla, declararle la guerra, desafiarla en la ilusión que impide la cercanía con las cosas, esa colaboración anímica con los objetos[23]. Es el espacio y no el hombre, el que debe ser protagonista. Contra el imperio de lo óptico, Sokurov busca un rostro del espacio donde el hombre, marioneta de hilos invisibles, esté inserto. Busca el rostro mudo de la cosas, que en realidad está siempre emitiendo señales. La esperanza radica en esa ley, ese rostro de la finitud, no en el hombre. Éste no es constante, está siempre cambiándolo todo para huir, y ni siquiera tiene un límite en esa huida.

22-   Primeros planos de cuerpo y cabeza, estudios del rostro, retratos de seres extáticos. Y una erótica del abrazo, de la expresión indecisa, del sueño en los miembros. Todo ello sin sexualidad explícita, que es algo que sobra porque la cópula -convulsa o tranquila- se cumple entre todos los personajes y la noche que, a veces en el entorno más luminoso, rodea al ser humano. Primeros planos del abrazo, de un sueño que hace lenta la cámara, de la coreografía de los cuerpos desnudos -recordemos aquellas escena de amor en Hiroshima mon amour. A veces, en Padre e hijo, encontramos también reminiscencias del neorrealismo, de aquellos cuerpos entrelazados de Accattone, de aquel mundo solitario de tejados, cielos y palomas. La cámara busca el trabajo minúsculo del pincel. De Días de eclipse[24] (1988) a Madre e hijo, el trabajo es cada vez más depurado, más minimalista, más místico. A veces encontramos un estudio de las luces de la figura humana como en Vermeer y los interioristas holandeses. Un tenebrismo también, pues se intenta convertir en nitidez el claroscuro de la existencia, como ocurría a veces en Welles, en Ford, en Huston o Kurosawa. Pero esto, siguiendo a Tarkovsky, dentro de la imagen más saturada y moderna, en una relación profunda con el eco nocturno de los colores, con lo no visible, ese juego de sombras y ecos de objetos en cada color, en cada cosa -que nunca se verán simplemente de frente, con el esquema óptico. Es interesante, al respecto de este misticismo latente, la similitud de la "leyenda negra" que -por razones primeramente culturales- acosa a Rusia y a España. Para Sokurov no hay exterior a la cueva en la que siempre estamos. Desde ese drama del encierro -el de Dolorosa indiferencia[25] (1983), el de Moloch, tal vez con el referente lejano de Sacrificio- asoma intermitente una naturaleza más cercana al concepto de lo "sublime", que de lo "bello". En Días de eclipse, en Padre e hijo, ¡qué cielos, qué tierra! Incomprensibles en sus destellos, en sus ruidos lejanos, es como el planeta nunca hubiera sido nuestro, como si todos fuéramos ya marcianos. En Hubert Robert, el narrador dice, hablando otra vez de la relación entre sueño y vigilia: "Sin saber cómo, me encontré en otro país. Toda era igual, pero radiante". Entre estampas chinas con ramas en flor, el mundo parece al fin otro, desconocido.

23-   Una naturaleza en todo caso no siniestra, no carente de piedad, no amenazante, aunque esté poseída por una belleza infernal, que no parece de este mundo. Igual que en el pensamiento de Rilke, ese espacio inmenso no es externo al individuo, pues su viento ulula también dentro de las sienes del hombre, incluso cuando los hombres son felices o están viviendo en interiores sin ventanas. Fuera de quicio, el cielo delira mientras el hombre delira. Hay una belleza clásica en estas cintas, una perfección formal impecable, tendiendo incluso al minimalismo en los últimos trabajos. Sin embargo, a pesar del calificativo ingenuo de "formalismo" que le ponen inicialmente las autoridades soviéticas, no hay nunca manierismo, mucho menos esteticismo edulcorado. En definitiva, a contrapelo de la lógica cultural del capitalismo, el mensaje -incluso en El arca rusa, tal vez la película más "esteticista"- domina al soporte. Todas las películas de Sokurov están tramadas con una metafísica de lo no visible. De hecho, con su habitual sencillez, dice que el arte tiene la función de "prepararnos para la muerte"[26]. Por esta densidad filosófica, que está tanto en las imágenes mudas como en los diálogos, nos sentimos constantemente obligados a rebobinar para entender esa complejidad discursiva, como quien lee Así habló Zaratustra.

24-   La consigna general de nuestro imaginario técnico podría ser: En la punta de la tecnología, el silicio de la separación. Y esto multiplicado, en un dictado -¿deberíamos decir un totalitarismo?- que hoy siempre se presenta disperso, a la carta, con la elección de canal incorporada. En efecto, tal como son de lábiles nuestras aspiraciones postmodernas, basta para aislarnos una pequeña lámina, delgada como una pantalla plana de alta definición. Pero en Sokurov, como en Tarkovsky o Viola, es lo contrario. La definición tecnológica está puesta al servicio del atraso de la vida, de su ambivalencia espectral, de su expresionismo primario, del calor de su color. El resultado final son unas películas donde no hay elección, no hay cambio de canal, pues resisten todas las pruebas de la fragmentación: dejarlas, interrumpirlas, volverlas a retomar; parar en pausa, rebobinar, acelerar hacia atrás, pasarlas rápidamente. Incluso a alta velocidad, el DVD de Madre e hijo es una colección alucinante de cuadros. La unidad de las cintas de Sokurov no se puede romper porque es cualitativa, no construida con la integración de fragmentos, y por lo tanto está en cada punto. Como la lógica interna que configura el trabajo cinematográfico de Sokurov es la continuidad de la discontinuidad, la persistencia de la finitud, no hay forma de fragmentar sus películas. En cada plano están todos los planos, todo el mensaje. El efecto especial técnico no rebasa ese efecto especial de la existencia que ha sido acogida en el film. Una vez más, lo tecnológicamente correcto está al servicio de lo tecnológicamente incorrecto, de un atraso de tecnología punta que guía la cámara y que integra todos los defectos.

25-   En Hubert Robert y en Padre e hijo veremos ciudades estampadas contra el crepúsculo, estiradas hacia las ascuas del poniente, como en Turner. Aunque vivamos bajo la coacción idiota de que hoy no se puede pensar como antes, sentir como antes, filmar como antes, en realidad después de convivir con Rembrandt, El Greco o Turner, todo el siglo XX, impresionistas y Picasso incluidos, son sólo relativamente interesantes[27]. A pesar de su timidez, Sokurov se siente libre para decir en voz alta lo que todos pensamos. En la parte final de Padre e hijo, a distancia de la ciudad, irreal bajo el sol poniente, dos jóvenes establecen una amistad, prematuramente madurados por una especie de orfandad, distinta en cada caso. Todos los personajes tienen una vida interior, y anterior, que no está en pantalla, inadivinable. Sonríen o se ponen serios sin que sepamos por qué. Fijémonos en los diálogos: "El amor de un padre atormentado. Por el amor de un hijo uno se deja atormentar... Si el amor atormenta significa que no puede ser igual que él... No sois hermanos". A propósito de Regreso del hijo pródigo de Rembrandt, en el Hermitage, uno de los dos jóvenes comenta: "¿Por qué el hijo? Debería ser 'El padre pródigo'". El otro: "El hijo siempre sabe a dónde tiene que ir... Sólo tiene un camino... Siempre hay alguien con nosotros. Pero el padre al final está solo. Todos le sobreviven". Así es el final de Padre e hijo: Hijo: "Padre, ¿dónde estás?". Padre: "Cerca". Hijo: "¿Y yo? ¿Estoy ahí?". Padre: "No. Estoy solo".

26-   Hijos de nuestra metafísica separadora -tierra mecánica/Deus ex machina-, para nosotros entre el pragmatismo científico y las tonterías New Age no hay ni debe haber nada. Sordo a este tipo de consignas contemporáneas, Sokurov trabaja un abandonado campo intermedio, anterior a estas dicotomías. La animalidad aparece de manera más lejana, pero las hojas son muy importantes en Sokurov, los fondos vegetales, la vida de la hierba y de todo lo que no habla, lo que no es humano. Las hojas y todos los gestos, los guiños, la expresión de lo que calla, nubes, ramaje, cielos, rostros. El parpadeo de lo que no dominamos, incluido el expresionismo del rostro. En efecto, el humano mismo -como en El Greco, en Van Gogh o en Munch- se deforma de una manera flamígera, como si fuera una planta, al compás de las emociones. El paisaje mismo no es un fondo. Es en realidad un rostro más en escena, incluso el primer rostro. Aunque tal vez Sokurov es demasiado moderno, demasiado ruso y europeo, como para ser simplemente panteísta. Después de las montañas calcinadas de Días de eclipse hay, podríamos decir, un verde Sokurov, así como existe un verde-gris El Greco, un pardo Rembrandt, un amarillo Van Gogh, un violeta Matisse. El de Sokurov es un verde intenso, nocturno, vítreo y trágico a la vez -recordemos el verde de Stalker, de Tarkovsky-, que compromete constantemente al hombre con lo que no ha decidido. Esta grandiosidad formal de los marcos parece relacionado con un emblema que no sería ajeno al cineasta, nacido en una aldea siberiana que después es sepultada por las aguas. Somos felices, cuando lo somos, en la medida que conseguimos labrar nuestra fatalidad. ¿Igual, pues, que las plantas? Al final, en hombres y cosas, todo es un accidente -de ahí el espíritu de las cosas, de ahí la cosificación del hombre. Pues bien, convertir el accidente en monumento duradero, extraer sentido de la contingencia, ésa es la tarea del arte, de un arte que coloca al hombre en la tierra. Nada encontraremos aquí de una libertad "a la carta" que no tiene relación con lo no elegido, con lo no heredado. Y todo esto en escenarios casi siempre arruinados, envueltos por notas sueltas de un piano roto, remoto, tocado por un manco. "La ruina nos cura de la arrogancia", dice Sokurov en Hubert Robert. Tal vez por esta razón nuestro director estudia también la ruina de los rostros, tal como ocurre en momentos de indecisión o perplejidad, en ciertos tiempos inobservados de la vida urbana, cuando las caras se dejan caer y se abandonan a su vacío[28].

27-   Con una técnica puntera, Sokurov busca el acceso a lo desconectado, a la enormidad de la desconexión. Captar el espectro de lo real, su ambivalencia, ese vacío que se cuela entre impacto e impacto, entre pixel y pixel. Abrir un acceso a la cualidad real no numérica, recrear esas vacuolas de incomunicación que han de existir para que la gente pueda percibir algo, escuchar algo, tener algo que vivir y que decir. En esta función anti-audiovisual, que requiere una prodigiosa técnica, y el valor aún más raro de desprenderse de toda técnica en un momento clave, radica la "fuerza y la esperanza" que debe defender el cine. Sokurov trabaja ese espectro de lo real cuya represión, a manos de la transparencia mundial, crea este actual retorno terrorífico de lo paranormal y el espiritismo, la legión de fantasmas y durmientes enemigos mutantes que nos acosan por doquier. El autor de La voz solitaria del hombre practica un culto a la percepción extrasensorial de los sentidos, a la cultura antropológica de unos pueblos que siempre estarán en minoría en la Historia. Con esta fascinación por la vida más común no es extraño, como en Pasolini, una cierta desconfianza hacia los actores profesionales. También es significativo en este punto, cuando Sokurov no parece precisamente comunista, que él hable continuamente de nosotros, nuestra -"Nuestras películas", "Cuando hicimos La piedra", etc.-, como si sus películas fueran una ópera colectiva, producto de una comunidad afectiva, o se sintiera en una corriente que le precede.

28-   "Filmar lo que ocurriría si ninguna cámara estuviera allí"[29]. ¿No les parece que este emblema es para cursos superiores y nos pone deberes para los próximos años? Estamos en las aguas de una estética de la desaparición, buscando que desaparezca el hombre para que pueda aparecer algo, ocurrir algo. No nos encontramos lejos de Virilio o Baudrillard, ni de la teología negativa que gravita en gran parte de la poética del siglo XX. Ni lejos tampoco de Nietzsche, que quería al ocaso de todos los ídolos para pasar al otro lado, a una tierra que brilla desde su opacidad. Las películas de Sokurov son fascinantes porque, literalmente, no tiene nada que contar. Pero entonces, ¿cómo hacer un largometraje cuando de lo que se trata es de reflejar el pequeño formato de la existencia, contar lo que pasa en un brevísimo lapso de tiempo donde el ser -hombre o hierba- vacila entre cielo y tierra, sonido y silencio, dicha y tristeza, color y fundido en negro? De ahí la tendencia a eliminar el montaje; y la lentitud, hechizante o exasperante, de las películas de Sokurov. No pasa nada, apenas hay acción, y además, lo que haya es narrado a cámara tan lenta que multiplica en cada punto todos los puntos[30]. Tal vez Sokurov trabaja con una sola idea insensata, no ajena a ciertas esquinas de la tradición occidental: ¿cómo pensar de modo no reactivo y negativo la muerte, cómo vivir sin tener enemigos? De hecho, igual que Platón la filosofía, llega a decir que entiende su cine como una preparación para la muerte -la muerte como una decisión última, una crucial posibilidad o viaje. Esto le aparta de nuestra metafísica de los contrarios. Igual que la percepción no es en el fondo algo distinto al pensamiento, la pasión no es lo contrario de la acción, sino su cúspide. La contemplación tiene la virtud de acumular toda la acción en un punto, una suerte de vorágine inmóvil. La contemplación como cima de la acción, acumulación de la acción en un punto de dialéctica inmóvil. En este plano de inmanencia, antiespectacular pero hipnótico, fluye los mejor de las películas de Sokurov. Sus historias, sin historia, no invitan precisamente a la "reflexión". Logran que por fin ocurra algo -el acontecimiento de la percepción, de la verdad-, de tal manera que a la salida de la película uno no es el mismo -has sido tocado en tu base. Es difícil ofrecer más por el mismo precio.

29-   La fascinación por el montaje, propia de los primeros años, ha ido desapareciendo. Esto llegará al extremo de eliminarlo drásticamente en El arca rusa, la única película donde un solo plano secuencia ocupa toda la cinta. Detrás de esta desconfianza hacia un montaje "intervencionista" está la duda de si el cine tiene su propio lenguaje, la voluntad de reventar su supuesta especificidad metalingüística. En los comienzos del cine hubo una épica del montaje, un himno del montaje. No hay nada parecido en música, ni en teatro, dice Sokurov. Y este montaje es un arma de doble filo, lo más fechable y lo más envejecible del mundo, lo más oxidable. Igual que la búsqueda del impacto en arquitectura, o en la imagen, es preciso huir de ese efectismo. Si el espectáculo de los muertos no debe tapar el sentido de la muerte natural, a cámara lenta, la más terrible para nosotros. Si es preciso retratar los seres lentos que somos, la tecnología punta de nuestras vidas desnudas, el montaje ni debe notarse, de igualarse a la continuidad de eso trágicamente discontinuo que es el tiempo. Como un buen encuadre, el mejor montaje es que no se nota, dejando simplemente aparecer algo que estaba ahí.

30-   Una vida reducida a su mínima expresión. ¿Qué queda de la vida si desaparece la sociedad, la técnica, toda cobertura? El resultado es grandioso. Queda lo que Deleuze dice de Ordet, de Dreyer, la alianza de una religión intuitiva con una ciencia exacta, la cita de un espiritualismo puro y un materialismo radical[31]. Nos desconcierta en algunas películas de Sokurov un aire de beatitud en todos los personajes que toman la palabra. Tal vez porque han atravesado el infierno, porque han vuelto de él. Hasta el niño-ángel de Días de eclipse sabe del infierno. En este punto y en todos, el bien es para Sokurov más problemático, menos parcial que el mal. Que él sea un "místico", sin embargo, es algo que no puede permitirnos fácilmente el desprecio, sobre todo cuando ya no sabemos lo que es el misticismo -Lacan veía ahí la ciencia del ser único, de alguien que sólo puede decir "Yo soy el que es". Fotografiar la quietud fascinada del mundo, una especie de belleza helada, de dialéctica inmóvil. Esos contornos a veces difuminados del paisaje tienen que ver con el hecho de que lo que se cuenta es un cuento, algo que nunca existió. Como en un mito, en un sueño hecho con los hilos de una infancia que no puede ser dejada atrás -recordemos el "Rosebund" final que pronuncia un Welles moribundo en Ciudadano Kane. A veces las vistas, el paisaje, las casas son borrosas maquetas de un sueño, como un juguete, a lo Syberberg. "No crean a Robert, todo se lo inventaba", dice Sokurov: balconadas, columnas con hiedra colgante, palacios y arcos arruinados. Sokurov insiste en el papel clave de la invención para captar algo clave de lo real. Pero cuando él habla en estos términos no se refiere a lo que llamamos nosotros ficción, como contraposición a realidad, sino a una forma tan artificial, tan abstracta que logre reconciliarse con las imágenes inverosímiles de lo exterior[32]. Con una inmediatez, diría Nietzsche, cuya complejidad es tan inverosímil que solamente puede expresarse a través de "metáforas prohibidas". La complejidad de lo más elemental que late ahí es algo tan vasta, tan violento, que sólo nos permite una relación oblicua, indirecta, metafórica. Cada cosa, en este sentido, es una metáfora de otra cosa, lo desconocido. Nosotros los occidentales siempre vivimos a partir de modelos, paradigmas, conceptos. Pues bien, lo que propone Sokurov es que llevemos la abstracción del concepto hasta el final. Eso es el arte. Si nuestra cultura no entiende la singularidad, no toma en serio al arte como verdad, es porque no es suficientemente abstracta[33].

31-   De Dolorosa indiferencia a El arca rusa, la "acción", igual que en Tarkovsky, ha de desenvolverse en escenarios un poco irreales, un poco destartalados, desolados o atemporales. Entre edificios oscuros devorados y devoradores de tiempo, a la manera de Poe. Escenarios que sugieren tal vez la condición ruinosa de una obra de arte que, en definitiva, ha de poner exponer nuestro irremediable fracaso. De ahí la liviandad de los materiales pesados, árboles y rocas; la pesadez de los ligeros, como el agua o las flores. Aunque el entorno sea moderno, es simplemente el decorado por el que ha de irrumpir algo profundamente intempestivo, inactual, No hay ningún dique que nos libre de una vida simple, enigmática, mortal, desnuda ante el estupor de vivir. De ahí la oscilación entre el éxtasis y la angustia. Ante las películas de Sokurov podríamos llorar otra vez, nosotros, filósofos y hombres de cultura que creemos haber integrado las emociones en nuestra fluidez discursiva. Sokurov, se podría decir, es un creador de una sola experiencia, una sola idea que se despliega. Idea tan obsesiva que a veces se olvida de explicitar, de tal manera que guía desde atrás un rodaje que al espectador le resulta difícil seguir. De todos modos, en cada momento de cualquiera de sus películas está la película entera, su belleza inhumana, su hechizo y su misterio. En cierto modo el hilo argumental es siempre mínimo porque la narración se alimenta una y otra vez de la intensidad de visiones momentáneas, de un denso fotograma-fonograma que bebe de un instante y lo recrea. Si toda una vida, como se ha dicho, cabe en una brizna de hierba, el tiempo de la narración, que gira sobre esa fascinada quietud, se puede contraer, dilatar, volver atrás, superponer. Como ocurre en Hubert Robert y a veces en Resnais, en El año pasado en Marienbad, en Providence.

32-   Bajo nuestra obsesión por el éxito y la salida (exit) constante, el reemplazo incesante, el acceso a una circulación perpetua -eso es el consumo, un relevo en la separación-, estas películas nos proponen separarnos de la separación, negar la negación. Al riesgo del mayor de los peligros, el tuteo con la condición mortal, Sokurov nos invita a que nos paremos, que busquemos una fórmula para detenernos y habitar la finitud. Su afirmación, su idea de la salvación consiste solamente en que nos hagamos cargo de lo insalvable. La "salida" consiste en que dibujemos un mapa de la trampa. Una vez más, usar de otro modo -no moderno, sino más bien estoico- la tragedia extática en la cual yacemos. Usar la tragedia de existir para curar, curar con el propio mal. El arte es lo único que conserva, pero a diferencia de la industria no añade nada, pues conserva abrazando la mala salud de las cosas. Hay en las películas de Sokurov una patente nostalgia de lo real, de sus imágenes inverosímiles. De lo abierto, de la indeterminación de una naturaleza no sometida a leyes que nosotros conozcamos. Una vez más, no se trata de ningún afán puritano de virginidad, sino de echar de menos la contaminación del afecto, la cercanía de la finitud. Por tanto, una nostalgia de un mundo no determinado por las consignas de la modernidad newtoniana o de la postmodernidad einsteniana. Esto, sin duda, va a inquietar profundamente a nuestros filósofos postmodernos -me estoy imaginando ahora el gesto crispado de un Rorty o un Glucksmann-, partidarios acérrimos del "ni... ni" y de que todo lo que no fluya en la democracia digitalizada sea sumergido en lo privado y sus conexiones clandestinas. Lo peor es que Sokurov, es ser violentamente nostálgico, en suma, militante de todo eso que debemos olvidar por el bien de la transparencia global. Nostalgia militante que no quita, todo lo contrario, que Sokurov nos proponga al mismo tiempo llevar la demolición de nuestros ideales hasta el final. No sólo el ideal totalitario de los tiranos -al fin y al cabo, hombres modernos como nosotros[34]-, sino de todas esas grandes palabras del Progreso y la Historia que nos han hecho tan infelices.




1. Aunque en esta línea de un wagnerismo fractal, sin heroínas ni premio posible en ningún Walhalla, existía -¿existe?- un dúo al cual no se ha prestado la atención que merece. Se llamaban -¿se llaman?- Eyeless in Gaza. Escuchen entre otras cosas, por favor, "Through Eastfields". Lo más lírico, lo más sutil, triste y desgarrado de la música de los años ochenta tal vez lo compusieron ellos, la pareja formada por Martin Bates y Peter Becker.

2. "La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos". Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, op. cit., p. 72.

3. Ignorado como "formalista", es Tarkovsky el primero que intercede por Sokurov, logrando que los estudios Lenfilm le contraten. Aún así, sus primeras obras tardarán más de diez años en ser reconocidas, casi hasta el festival de Locarno, que premia en 1987 La voz solitaria del hombre (1978).

4. En El choque de civilizaciones Huntington, por supuesto, excluye a Rusia, igual que a América Latina, de lo que llama la civilización occidental. Pero esta percepción es general entre nosotros. Sin ella sería difícil aquella rara unanimidad en condenar a los serbios en aquella película tan compleja que se estaba rodando, y se sigue rodando, en los Balcanes. Para que la OTAN -España incluida- pudiera machacar desde al aire a un país entero, colas de gente civil incluidas (como siempre, las mujeres y los niños primero), para que no sintiéramos el dolor de los humanos serbios hizo falta, además de una excelente campaña publicitaria, un antieslavismo de fondo. Es excelente para revisar las víctimas humanas que entonces no quisimos ver, el documental "Daños colaterales" de Teresa Aranguren, emitido por TVM en "Los desastres de la guerra", en mayo de 1999.

5. Aunque también toda esta película quiera filmar sólo un parpadeo, el pasadizo de un instante que nos permite remontarnos al pasado, recrearlo, atravesarlo. Hitchcock había intentado antes esa filmación continua, pero con trucos, pegando distintas cintas de celuloide para que no se notasen los cortes. Una sola cámara digital de alta definición permitió a Sokurov realizarlo de una vez, remitiendo los 96 minutos de filmación continua a un ordenador central que después permitió traducir lo filmado al formato de 35 mm.

6. Si en La piedra Chejov es un espectro, el Marqués lo es en El arca rusa. El que es testigo de la historia no participa en la historia. En los dos casos se trata de la fuerza de lo invisible, de lo inmaterial, incluso en la historia. "¿Soy invisible o he muerto sin aviso?", dice el Virgilio que nos guía por este nuevo Purgatorio de El arca rusa. Más tarde: "Usted desciende de los cielos y todavía no sabe cómo portarse". El arca rusa es un intento de reconstruir la historia como un teatro, sin buenos ni malos. Rusia sueña con Italia, con Francia, con Alemania -incluso con España. Pero al mismo tiempo su imperio detiene a Napoleón, más tarde a Hitler. Después de un vertiginoso visionado de circunstancias históricas seguimos estando "destinados a navegar para siempre", acaba reconociendo el narrador invisible de El arca rusa. Como diría Leibniz, cuando creíamos estar en puerto -y esto vale tanto para el comunismo como para la democracia, posiblemente para Sokurov dos ilusiones de la misma universalidad-, nos encontramos otra vez en alta mar.

7. Y esto sin las concesiones digamos "freudianas" -manías, fobias, patética hipocondría, misoginia- en las que Sokurov quizás cae cuando aborda en Moloch el caso personal de Adolf Hitler, posiblemente más difícil para cualquiera, también para él.

8. En una melancólica merienda campestre, con los guardias protegiéndoles en medio de una vegetación digna de Constable, se hila una curiosa conversación. Después de repasar un testimonio de la muerte de Marx, dice Volodia (así le llaman a Lenin las mujeres que le quieren): "Es necesario que el necio proletariado luche contra la estúpida burguesía, hasta acabar tosiendo sangre -como Marx en sus últimos días. Después: ¿Cuando yo muera, continuará saliendo el sol? ¿Habrá tanta perversión? ¿Continuará soplando el viento?". "Sí, seguirá el viento", dice su mujer. Volodia: "No lo habías pensado, ¿eh? No tienes mi idea de lo que te espera a mi muerte... Tenía una finca en el Volga, con campesinos. ¿Dónde estarán? Podía volver a empezar allí, sin campesinos". "Yo iré a dónde tú vayas", dice ella. Más tarde: "Stalin, Kamenev, Molotov... tenemos apellidos ásperos. ¿A quién queremos asustar?". Volodia vive entre arranques de cólera, al comprobar que ya no se puede valer solo, que los que le rodean son una pandilla de sirvientes inescrutables, que en nombre del pueblo se han cometido toda clase de tropelías, que la Revolución ha acumulado la misma vergüenza de la historia. "El pueblo se muere de hambre y nosotros nadamos en la abundancia. ¿De dónde ha salido esto, la porcelana, la vajilla, los manteles?". "Ha sido expropiado", le contestan sus mujeres, robado. Después, en una escena con su madre: "Mamá, mami. Me pegan, me humillan. ¿Qué me pasa? No entiendo nada". "Yo sé qué te pasa -dice su madre. No tienes nada, ni amigos, ni familia, ni casa". Volodia: "Tengo la historia". Su madre: "Sólo tienes tu enfermedad". Volodia: "Recuerdo tus caricias, tu olor... Es difícil mantenerse, rodeado de guardias ocupados en que no te escapes". Toda la película es tristísima, en medio de un tono verdoso que difumina cada escena, como una colección de fotos ajadas. No sólo es el Alzheimer que borra la gloria del pasado -llega un momento en que Volodia no recuerda ni siquiera a Stalin- sino que vemos cómo un gran hombre, que ha vivido entre consignas, muere dándose cuenta de que apenas ha entendido nada, como un niño. Poco a poco la cara de Volodia se va pareciendo al verde del campo, al ajedrezado de las hojas, a un suelo húmedo con setas, que cambia según el cielo y los recuerdos. El travelling final por ese inolvidable verde vítreo de las hojas en el suelo arroja un definitivo interrogante sobre la historia que ha vivido Vladimir Illich, ahora reducida a una silla de ruedas. Sobre ella, Volodia musita una canción de cuna, se adormece, canturrea, se pone triste, sonríe. Grita también al sentirse solo, contra una bíblica escena pastoril entre árboles iluminados. Toda la incomprensible historia del Hombre pasa por ese rostro tan expresivo, en un santiamén. Al final Volodia sonríe ante la súbita cólera del cielo en un trueno, como si ahí se prolongara el ideal desesperado de la revolución, o se estrellara para siempre.

9. "Propiamente hablando, no hay muerte ni resurrección". G. W. Leibniz, Nuevo sistema de la naturaleza y de la comunicación de las substancias, Porrúa, México, 1977, § 7.

10. De hecho, sometida a la caducidad, toda la creación gime y sufre los dolores del parto. Y esto es lo que abre la posibilidad de interpretaciones místicas en el cristianismo y, en general, la recurrencia de imágenes inmanentes de lo animal y vegetal, a la manera agustiniana o franciscana. Cfr. Giorgio Agamben, El tiempo que resta, Trotta, Madrid, 2006, pp. 36-37.

11. G. W. Leibniz, Monadología, Quadrata, Buenos Aires, 2005, § 67.

12. La tiranía que aborda Sokurov en su trilogía -Moloch, Taurus (2000), El sol (2004)- no viene del fondo del infierno. Como ya había recordado Syberberg en su Hitler, un film de Alemania (1977), y Foucault y otros analistas tras él, no vienen de otro planeta. Lo más chocante es que personajes como Hitler son humanos, como nosotros. No creo que Moloch sea la mejor película de Sokurov, pero aún así resultó enormemente polémica, en el Festival de Cannes de 1999, porque tiene el valor de intentar afrontar el nosotros moderno, cotidiano, banal, hasta humanista, de ese momento sangriento de nuestra historia. En ningún caso Sokurov aborda a Hitler como un unicum. Más bien, dice, si él ha conseguido alcanzar la cima es porque captó la regla por la que se movían millones. Él, de ahí su vulgaridad, es uno de esos millones de tiranos buscando su oportunidad. Fenómenos como el nazismo no desaparecerá nunca. La semilla es anterior al XX y para un Hitler hacen falta millones de infectados. Cuando alcanzó el poder, dice Sokurov, ya estaba escrito Mein Kamft, donde no se oculta nada. Tal vez incluso él iba detrás de ellos, esos millones que eran como él. Y esto lo dice un ruso, cuando fue Rusia quien le sufrió como ninguna nación -20 millones de muertos- y le paró los pies. El mundo nuevo no ha podido con el nazismo. Reflexionar sobre el profundo motor del totalitarismo sólo lo puede hacer el arte. Se trataría de ver este monstruo como parte del pueblo, de nosotros mismo, entonces muchas cosas se volverán comprensibles. Pero esto no es lo que la gente hoy quiere oír. Lo mismo que la medicina, el arte no puede juzgar... ha de ver todos los lados de un problema para convencer, creer y tener esperanza. Entrevista: "El origen del mal". Barcelona, 2 de junio de 2005. Figura como material adicional de la entrega de Moloch.

13. "(...) el cristianismo ha hecho que la forma, o más bien la Figura, experimenten una deformación fundamental. En la medida en que Dios se encarnaba, era crucificado, descendía, subía al cielo... etc., la forma o la Figura no estaban exactamente relacionadas con la esencia, sino con su contrario por principio, con el acontecimiento, e incluso con el cambio, con el accidente. Hay en el cristianismo un germen de ateísmo tranquilo que va a alimentar la pintura; el pintor puede fácilmente ser indiferente al motivo religioso que está encargado de representar". Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena, Madrid, 2002, p. 125.

14. Juraría que homenajeado después en los maravillosos minutos finales de American Beauty, cuando el agonizante protagonista repasa su vida, la piel arrugada de su abuela, las estrellas en el campamento de verano, el reluciente coche de su primo.

15. El hijo: "Estoy mal. Duele aquí, en el pecho ¿Pasará esto a menudo?". El padre: "Si eres humano, dolerá toda la vida".

16. El tema de los padres es recurrente en Sokurov. Además de con el cristianismo, ¿estaría Sokurov cercano a cierto judaísmo donde queda siempre una última imagen del Padre, después incluso de todos los desastres? Un padre que al final siempre está solo. Existe una magnífica cinta sobre este tema en el mundo judío, The Chosen (Jeremy Kagan, 1981), donde se aborda el tema de la soledad del padre, del silencio al que ha de someter a su hijo para trasmitirle una herencia.

17. Naturaleza y esperanza". Entrevista con Aleksandr Sokurov en Barcelona, 2 de junio de 2004. Todas las entrevistas, excepto "El origen del mal", figuran como material adicional en la edición española de Intermedio.

18. Dios amó tanto al mundo que entrega a su unigénito (Jn. 3, 16). En realidad, el carácter único del Hijo remite al carácter único de cada hombre. El problema de la unidad esencial del tiempo mesiánico plantea de otro modo el problema de la relación de lo uno -el unigénito, el Único- con lo múltiple, con la variedad de la existencia terrenal. Es decir, plantea la cuestión de la comunión interna de Padre e Hijo. El carácter único del Hijo indica que Cristo es una metáfora de todos los hombres, de la unicidad de cada uno de ellos. Es en la singularidad de la existencia donde se realiza la Esencia, y no en ninguna otra parte. En el hijo que viene, que no cesa de venir, está el Texto, el pasado de la Escritura. Recordemos que, junto con los panes, los peces se multiplican a partir de uno solo o de unos pocos. Y el pez es una imagen del mismo hombre: en más de un lugar de los Evangelios, los discípulos son pescadores de hombres.

19. Habría que ver si Dios, en nuestra religión y en todas las religiones, es otra cosa que una metáfora de la otredad humana que los otros representan, que el prójimo representa, que los amigos representan. Al hilo del cine de Sokurov, podemos preguntarnos si hemos dejado de creer en Dios para tener las manos libres sobre el hombre, antes considerado sagrado, y extender nuestro dominio a toda la naturaleza. En suma, para ocupar el lugar de Dios y "enmendarle la plana". ¿No es la omnipresente sociedad, la socialización a ultranza, lo que queda de Dios, nuestro integrismo? ¿No tiene algo que ver con esto la promesa de la técnica, en particular la de la biogenética? Al final, decía Lacan, la religión siempre triunfa. Tal vez por eso los nazis y la ambición de un poder totalizador siempre están en la vanguardia de nuestros sueños. Tal vez por eso Sokurov se ocupa de Hitler, de Lenin e Hiro-Hito como si fueran personajes actuales -al mismo tiempo que los zares, en El arca rusa, no le parecen más tiránicos que otros poderes. Al fin y al cabo, los grandes cataclismos humanos del siglo XX, antes y después del judío, son un producto del ateísmo, mejor dicho, del anticristianismo de cierta modernidad. Y no hablamos tanto de su masividad, numéricamente incomparable, como de su planificación "humanista", su carácter normalizado, fríamente organizado. Hasta el punto de que Agamben, en función de que los judíos no fueron exterminados de manera sacrificial o ritual, sino literalmente "como piojos", se niega a hablar de Holocausto. Cfr. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 147 y 215.

20. Del ejemplo de Hubert Robert dice Sokurov: "Tradición y habilidad, éstas son las características de su obra... Tuvo suerte, reconocimiento y buen carácter. Todos le querían... Sin embargo, su vida tenía una sombra: sus cuatro hijos murieron sucesivamente en poco tiempo... Más tarde, Napoleón le expulsa de la Academia. Al final calló junto a su caballete, trabajando, seguramente porque la vida se había acabado".

21. "Naturaleza y esperanza", op. cit.

22. "Desafío a la perspectiva". Entrevista en Barcelona, 2 de junio de 2005.

23. John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora, 1997, p. 41.

24. El ángel cae a tierra en un comienzo desolador, con montañas arrasadas y alienados que pueblan las calles -el paisaje de su infancia en Turkmenistán, aunque Sokurov dice desconocer "totalmente la idea de la autobiografía en el arte". Un trasfondo apocalíptico: "Años que corren, los años se destruyen y no diferencian la santidad de las arrugas y la vejez súbita. Traen la muerte invencible", dice un soldado. Al fondo el discurso vacío de los políticos. Por debajo la vida sigue, incomprensible (Pálich se suicida), con el drama de las nacionalidades (Crimea, Kazajstan, turcos, alemanes) en la URSS, la dureza del desarraigo, de los desplazados. Seres humanos que sostienen la mirada como si no tuvieran vergüenza o nada que ocultar. Se ha querido ver en Días de eclipse, que tiene un éxito fulgurante en tiempos de Gorbachov, una metáfora del fin de un régimen político y del comienzo de otra era. Por encima de las intenciones políticas del film, sin embargo, aletea -nunca mejor dicho- una metafísica de lo no visible, una investigación antropológica cruda en un mundo fronterizo, el Turkmenistán, donde los alienados conviven con los normales, donde los ángeles pueden bajar a la tierra calcinada, allí donde la creencia dirige los cuerpos y donde la amistad se pone a prueba en la desolación de un encierro.

25. En Dolorosa indiferencia asistimos a constantes flahsback, como en la Nouvelle vague, y una ruptura del tiempo narrativo lineal. El entorno es de guerra, con imágenes intercaladas de la Primera Guerra Mundial, la figura extática de Bernard Shaw -el testigo- disparos de fondo, también de la caza del oso. En medio, unos burgueses que desencadenan una especie de orgía anímica en un mansión de la que no pueden salir -recordemos El ángel exterminador- y que finalmente resulta destruida. Como si la guerra formara parte de nuestra civilidad. Todo ello con algunas frases inolvidables: "Bebo para estar sobrio"; "Conservar el alma es muy caro", etc. Como decía Pablo Perera, en Dolorosa indiferencia no entendemos prácticamente nada. Y sin embargo, no podemos irnos, entendemos que hay que verla.

26. "Más allá del realismo óptico", entrevista en París, en enero de 1998, para Cahier du cinéma, nº 521. Es llamativa la tensión que mantienen los dos entrevistadores, intelectuales empeñados en clasificar a Sokurov según las consignas de la crítica cinematográfica, y la ironía de Sokurov para zafarse constantemente con su metafísica sin insultar a nadie. Por ejemplo cuando, hablando de la incompetencia de los directores de cine en dibujo y pintura, dice: "tengo la impresión de que el cine es un refugio de perezosos".

27. "Naturaleza y esperanza", op. cit.

28. En este aspecto, ciertamente, hay algunos momentos típicos de la vida urbana -el transporte, los baños, un atasco de tráfico, un ascensor- que son especialmente significativos de esa insignificancia que se ha vuelto metódica, normativa, personal. El metro de Moscú o Madrid son en este sentido el teatro privilegiado de lo que Agamben llamaría la existencia cualquiera.

29. "Desafío a la perspectiva", op. cit. Este tipo de afirmaciones no dejan de recordar la insistencia de Baudrillard en apostar por la aparición de un objeto misterioso, inesperado, que borre de una vez el aura insoportable del sujeto narcisista, de la privacidad blindada en la cual se apoya nuestro aparato cultural.

30. Un poco como en las primeras óperas de Wilson, antes de que se hiciera manierista. Por ejemplo, en Einstein on the beach podías irte al bar, al baño, visitar a tu abuela o hacer la compra, y al volver recuperabas la trama porque la densidad era tal, la lentitud era tal, que en cada escena parpadeaba la ambigüedad mágica de todas las escenas.

31. Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), p. 81.

32. De hecho, Sokurov mezcla la ficción en los documentales (por ejemplo, Hubert Robert) y el documental en la ficción, en Dolorosa indiferencia, en Días de eclipse, en El arca rusa.

33. Fijémonos en estas declaraciones chocantes en alguien que adora la pintura y que cree que la naturaleza no es en absoluto superable: "Quisiera evocar a propósito de esto una tesis primordial para mí, que implica la idea de que el cine no puede aún pretender ser un arte y que, aunque aspire a serlo, todavía está lejos. Le falta todo por aprender, especialmente de la pintura, porque la apuesta principal es pictórica. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad, el volumen, nociones que no le conciernen y que incluso revelan impostura: la proyección ocupa siempre una superficie plana, y no pluridimensional. El cine no puede sino ser el arte de lo plano (...) Por eso los paisajes de Madre e hijo, esos valles, esos campos, esos caminos sinuosos, no tienen mucho que ver con los paisajes que teníamos frente a nosotros en el momento del rodaje. En efecto, están totalmente transformados, aplanados, sometidos a una anamorfosis. Para llegar a este resultado, utilizamos lentes especiales, vidrios pintados, filtros muy poderosos, en particular, filtros de color. Todo lo que pudimos encontrar para anular la menor posibilidad de volumen en los planos nos fue útil. Es una especie de reducción al extremo del campo objetivo del cine que, desde allí, se abre hacia otro campo, mucho más inmenso. Llamamos a esto conversión de lo real durante su registro: la sumisión total del cine a las reglas del arte en el que debería buscar convertirse. Varias veces, por ejemplo, tuve que cambiar la inclinación de un árbol porque no me satisfacía exactamente. Por esto el rodaje fue tan agotador (...) Y a pesar de esto no hubo allí ningún arte verdadero, créanme. Nada más que aprendizaje. No sentí ningún orgullo; y del comienzo hasta el final no fui más que un aprendiz". "Más allá del realismo óptico", op. cit.

34. El escenario grandioso de Nido del Águila, el refugio del Fürher. Paisajes escarpados, altas paredes de piedra y fragmentos de Lohengrin. Pero no nos imaginemos un escenario de pesadilla, donde nosotros no pudiéramos estar. Lo peor de todo es que allí hay hombres, parece querer decir Sokurov, gente que bromea, que puede jugar y amar, ventanales inmensos, riscos donde la luz bate. Y el cielo siempre igual, inmutable, tras los ventanales del Nido del Águila. En la peor situación, la tierra sigue. La casa-fortaleza vista de lejos a través de un visor militar, con un fondo de interferencias de radio, alude a un poder ya por entonces a un poder neutro, frío, global. Igual que los primeros planos del piloto de bombardero -con el que Eva sueña- atento solamente a su mirilla. ¿Cómo poder pintar a Hitler sin ser cómplice, abriendo ahí otra posibilidad? Encerrados, como en Dolorosa indiferencia o en Sacrificio de Tarkovsky (1986), ellos mantienen la misma indiferencia ante el paisaje grandioso que les rodea que nosotros. A las puertas de la derrota crucial en el frente soviético -paradójicamente, fueron los estalinistas los que nos quitaron de encima a los nazis-, el espectro de la muerte, la desconfianza y soledad sobrevuela el conjunto. Él, Adi para Eva, es un hombre prematuramente envejecido, hipocondríaco, patéticamente presumido, que siente asco de su propio cuerpo. Aparece cansado, desilusionado; se le va la cabeza, se queda dormido, suelta discursos incoherentes que nadie entiende, toma pastillas. Ella sin embargo es la única que le habla claro, le riñe. La idea es genial, porque el con frecuencia aparece como un calzonazos -incluso escucha con atención, porque sabe que ella sabe de él lo que los demás ignoran. Eva es su Alterego: "No sabe estar solo", le dice -los demócratas de toda la vida, es decir, de ayer, tampoco le perdonarán esto. "Bien, muy bien -dice él. Y usted, ¿quién es?". Eva: "Una mujer cualquiera, una criada que ha abierto la puerta equivocada". Eva Braun, amante de Adi, nazi llena de sentido común, alegre, con sentido del humor, lleva la voz cantante en el guión. Un momento culminante de es cuando Adi manifiesta en la alcoba que comparte con Eva el odio a la familia, a la paternidad y la maternidad, la dulzura hogareña, las tareas domésticas, la mugre de los abuelos. "No permitiré que haya tranquilidad -grita-, os seguiré azotando". Después, escenas de pareja: "¿Cuántas veces te he dicho que le escribas a mis padres? Están preocupados por si me quieres, por si me abandonarás algún día". Ella sigue: "Siempre has temido la banalidad, por eso eres tan severo". Eva le recuerda que cuando se conocen en el 29, en un estudio de fotografía, el padre le dice: "Este joven es un cero absoluto"... "Un gran error. No sólo te atreviste a menospreciarle a él, sino también a millones de ciudadanos... Aunque fueras un cero absoluto, te quiero, con todos tus defectos, con toda tu insignificancia. Continua siendo un cero absoluto, por favor" -esto parece hacerle humano a los ojos de ella. Más tarde: "Estoy cansada de ocultar mi amor... he intentado engañarte dos veces. Me avergüenzo". La película termina con el siguiente diálogo. Es una madrugada de niebla y se van a despedir en la puerta de piedra del Nido. Él se acerca y dice, declarándole a su manera su amor: "La belleza es lo más frágil del mundo. ¿Qué se puede comparar a la fuerza de esa fragilidad?... Mientras Vd. viva, también viviré yo". Después, a Bormann: "¿Dónde están los cachorros?". "La peste, mein Fürher. Se los ha tragado la tierra". Hitler: "Ah, la Muerte. La peste desaparecerá pronto. Venceremos a la muerte". El final no es lo peor de la película. Eva se acerca al mercedes de Hitler y le dice delante de sus subordinados: "Adi, Adi... ¿Cómo puedes decir eso? La muerte es la muerte. No se la puede conquistar". Mientras Hitler pone cara de estupefacción y Bormann dice "vámonos", a ella le entra una risa nerviosa.