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la vida en los talones (Berta Caccamo) Santiago de Compostela, 2009

¿La pintura es a las artes plásticas -mal llamadas visuales- lo que la poesía es a las letras? Igual que lo poético o el aforismo, lo pictórico concentra un universo de sentido en un punto, un grumo de intensidad que se pierde en cuanto intentamos traducirla a la estabilidad pública. Por tal razón, dicho sea de paso, la relación del artista con las instituciones –incluida la crítica- siempre es problemática. La pintura abre espacios de "incomunicación", interrupciones desde las que se pueda vivir algo no codificado, el lenguaje renovado de una experiencia borrosa. No es discurso, sino inmediatez. No texto, sino materialidad. Si se quiere, puntuación sin texto, a la manera de estas apariciones circulares de Berta Cáccamo, ese azul, rojo, beige tan "americanos", resueltos sin miedo.

        Pintar es abrir una crítica detención del tiempo en medio de nuestra cronología lanzada, lograr que un instante –la “narración” repentina del cuadro- sea la puerta por donde entra la ráfaga de una reminiscencia. El sueño ovular de un lecho, lo que tenemos en común con la planta, el árbol, la piedra. Traicionando la temerosa obsesión por el consenso, lograr por fin que ocurra algo, un poco de fiebre, una fulguración de superficie. En palabras del poeta Uxío Novoneyra, la pintura habla de un tiempo que remata en cada aliento. En tal experiencia, lo que ha existido se une en una constelación con el ahora, como en un golpe de rayo. Su imagen es la dialéctica realizada ahí, en la inmanencia cualquiera de un reposo que, por un momento, concentra todo el movimiento. Por eso se vuelve memorable: al conseguir acumular el tiempo, lo que venga parecerá ser su descendencia. El cuadro, a diferencia de los soportes tecnológicos, se puede permitir el lujo de ser estático -naturaleza muerta- porque ha capturado el enigma real y, con él, se mueve perpetuamente. No debe ser casual la fragilidad material del soporte tecnológico y la durabilidad del lienzo.

        Pensemos en estas palpitaciones ovulares de Cáccamo, ajedrezados orientales que dejan entrever una luz tras la celosía. Suelo cuarteado donde el sol bate. Y después la penínsulas en llamas, ese azul, el rojo otra vez. Tal coagulación matérica hace un poco banal la cómoda distinción entre lo informe y la forma, lo universal y lo singular, el adentro y el afuera. La pintura afronta lo "universal" en su humilde terreno, esa definición real que se confunde con la indefinición, pues ofrece un coágulo de la indeterminación común. El tiempo que recrea la pintura es como una ingente abreviatura de la historia, una instantánea "redención" del pasado. Y esto no a la manera de un resultado último que nos esperaría mañana, sino ahora, latiendo en una visible y secreta cercanía. Bajo nuestro progresismo obligado -la comunicación es hija de una anterior movilización de origen militar-, para la pintura el Juicio Final se realiza en ese instante que, al abrazar lo irremediable, ya no puede morir. El arte no necesita creer en ningún Dios distinto al del “silencio de Dios”, vale decir, la ausencia de identidad, de programa e información. ¿De ahí este taoísmo de lo ovular en Cáccamo, este resplandor desvaído de lo curvo, con su multitud de ojos ciegos reunidos por lo que les separa, el mutismo? Si ven algo es porque tienen dentro una zona de confluencia del animal con la piedra y la semilla, con la quietud mineral del sueño.

        Viven en nuestra intuición dos memorias muy distintas de la imagen. Unas se mantienen "colgadas" en la cronología pública, remitiendo unas a otras en la cobertura publicitaria que nos protege, madre de todas las paredes. Otras, más difíciles y escasas, nos detienen con una acumulación extraña del tiempo. Tiemblan con el tiempo dentro, en una vibración que reúne lo concreto y lo abstracto. Se supone que la pintura, en estos tiempos donde el icono publicitario domina, pertenece a este último registro. Expone la religión de un tiempo que se ha de cumplir aquí y ahora, un tipo de redención que solamente consiste en empuñar la perdición. La necesidad que consiste en afrontar el signo de la contingencia: La sustancia como accidente asumido, convertido en frágil monumento. Lo propio de la pintura es una mala salud de hierro. En sus hechuras late un profundo ser amorfo porque, figurativas o no, nacen de la "insignificancia" de la materia, de su brutal inmediatez. La "definición" pictórica es una ocasión para que respire lo ausente, una individuación de lo espectral. ¿De ahí esta circularidad, estos meandros del color en Berta Cáccamo?

        A veces su pintura, tan minuciosa en la proliferación, parece mostrar la tabla periódica de los elementos, la malla de nuestro código vital. El resplandor limoso del ser, un lecho natal, el planetario de nuestra imaginación. Lección de geografía en marrón, en rojo, en negro, con cuerpos desflecados. El laberinto europeo parece abrirse en una inmanencia americana, venciendo el miedo primario al dejarle viajar, atravesar comarcas, fluir. En otros cuadros transita con sigilo un dripping discreto, descendiente de la solidez. ¿Homenaje a los cuerpos que sangran? La pintora parece buscar en la caída de ese goteo una narración, un sentido. En la gravedad, una dirección. A la manera de la música de Scelsi, donde la discontinuidad se hace continua y la deformación mantiene la forma. Si la Gestalt, lo recordaba siempre Nauman, insiste en que no hay percepción sin forma, entonces la diferencia entre concepto e impresión, entre figura y abstracción, va a ser siempre discutible. Lo sensible "nos recuerda" siempre a algo, un lugar sin sitio donde antes hemos estado, esa anterioridad de un mito obsesivo que nos precede y nos limita. Somos cualquier cosa menos una tabula rasa, por eso en una pared vemos siempre figuras y extraemos del blanco composiciones. La necesidad de pintar proviene de explicitar el evento anómalo que siempre vivimos en la percepción, esa metamorfosis posible de lo evidente en lo monstruoso.

        En ocasiones la pintura de Berta Cáccamo cincela una entomología de nuestros nervios, el esquema mineral de la memoria. No lejos de Luis Gordillo en este punto, tiende a convertir lo neuronal en hábitat, las circunvoluciones de nuestra ansiedad en paisaje. La multitud anónima que nos piensa, el ojo vacío de nuestro asombro. De ahí el granizado del color, esta alegría pulsátil, híbrida entre naturaleza y artificio. En todo caso, que la naturaleza tiene muy poco de natural es tal vez una certeza que acompaña a esta pintora. La verdad es más arte que ciencia porque la naturaleza "ama esconderse", huye de las luces de los hombres, de cualquier cuadrícula puramente urbana.

        En otros cuadros últimos Cáccamo parece limitarse a hacer la crónica de una deriva líquida, tanteando el sentido de la muda corriente, sin sobreponerle ningún continente. Materializa entonces el empedrado de nuestra lejanía interior, una foto desenfocada de las luces que nos obsesionan. Y junto a esto, la alfombra plegada de nuestro suelo, esos recorridos que no van a ninguna a parte. Sabiduría de lo curvo: allí donde comiences, allí volverás de nuevo. Cómo se llega a ser lo que se es, convirtiendo la herencia en tarea. En esta deriva sinuosa podrían adivinarse ecos de Lasker, la pasión por el elemento de una fluidez que no necesita otro orden. Cambiando, descansa.

        A su manera poco estridente, Cáccamo no prescinde del impacto repentino, primaria alteración sensitiva que nos ahorra las propuestas explícitas. En una atmósfera siempre vacilante la pintora nos salpica con la levedad de manchas insinuadas, aunque en los Vertidos se adquiere otra simplicidad y una mejor relación con lo sólido. Pero incluso aquí, la sutileza de la aguada sobre la tosquedad de la lona sigue manteniendo abierta la posibilidad por encima de la realidad, los derechos de una sombra anterior al cuerpo. Lo que en el cine logra la música, preparándonos para una mutación de las situaciones, aquí lo realiza la ambivalencia del trazo, incluso cuando se confunde con el dibujo y es fiel a sus líneas.

        El material pululante que resulta flota en una albúmina que casi nunca se deja. La memoria de una niebla inicial, un sobresalto remoto del que naciese la pintura impide acceder a perfiles nítidos, de una vez por todas terminados. La pintura de Cáccamo, podríamos decir, se debate entre la ambigüedad de lo real, que no se quiere abandonar en una representación, y la tentación de disolver en un puro gesto esa latencia que se ha vivido, una intensidad difícilmente formulable.

        Después está el registro de resolución fotográfica, una especie de hiperrealismo sin figura. En estas composiciones no hay un dramatismo acentuado, menos incluso que en anteriores estadios de la artista. Lo que está por ver es si hoy lo trágico puede permitirse el lujo de no correr con la fluidez del tiempo, con estas entrañas de neón del presente. Una de las exigencias actuales, precisamente para captar otra vez el Zeitgeist, es la de un existencialismo sin llanto, compatible con la velocidad de nuestras conexiones y estructuras de choque. No es seguro, por cierto, que nuestra tradición vanguardista del siglo XX –incluido el mítico Picasso- ayude a entender esta densidad real que constituye la imagen puntera del nuevo siglo, las composiciones de Sokurov, de Guerín, de Bill Viola. De todos modos, la compasión por lo viviente en Cáccamo no empaña la agilidad del color, del trazo. Si nuestra nostalgia sólo puede ser del desierto, de lo abierto, ha de correr con la microfísica -en cierto modo, muy poco épica- de este presente adelgazado.

        Así  surge este culto del sol naciente, las huevas del regreso constante a una vacilación inicial. Cáccamo, digamos, no cesa de investigar sobre lo celular. Le interesa el cromatismo de un punctum que escapa de la imagen estándar, no lo espectacular de nuestro rodaje. Sobre este plano, molecular y crucial, creo que se debate su trabajo. ¿Poco a poco se desdibujan incluso los contornos, como si el imperativo fuera no abandonar nunca el temblor, un terreno anterior y posterior a la precisión del concepto? Si lo hubiera, el "tema" de esta pintura sería la sustancia desvaída del mundo, un plano que es real al precio de acoger todos los espectros. Aquí los hay, aunque no sean estridentes y más bien vibren en un borde de sigilo. La naturaleza, se ha dicho, es más profunda que sus leyes contables.

        Poco encontramos en esta pintura de la habitual afición a hablar de uno mismo, a hacer propuestas irónicas sobre el imperio subtitulado que nos envuelve, a referirse alegóricamente a la representación. Más bien la propuesta sería sumergirse en la cercanía donde bate un sol distante, metáfora de todo lo que no sabemos. Una buena relación con la ignorancia busca incluso el anonimato, que el "autor" desaparezca al romper el cliché del nombre propio, la "marca" del artista. Es posible que esta pintura pueda ser vista como un diálogo sobre la dificultad de pintar, una ironía sobre la imposibilidad de la representación y toda esa retahíla de tópicos que subordinan el acto pictórico a algo externo. Parece más interesante, sin embargo, pensar lo que en ella hay de fidelidad sensorial a una inmanencia exterior, a algo que late más en el blanco ciego del afuera que en los códigos de la cultura informativa.

        ¿Se explican así estos pliegues de nuestra biografía, sus recorridos sinuosos, sin meta? El rojo de las impresiones, el gris aguado de las conexiones y su deslizarse. También en el gris hay dioses, parece decir Cáccamo. Y en la niebla, un estado de ánimo, una Stimmung. Una hora del día, un clima, el color de una estación: ¿no es esto todo lo que se necesita para pintar, para vivir, para aceptar la muerte? Mientras el gris del tiempo susurra, trenzar el viento que nos teje, escuchar en él una música. Vivimos sin partitura, es cierto, pero, improvisando, tenemos que encontrar lo que estaba escrito, un “antes” que sólo se conoce “después”, un destino que sólo se conoce al elegir. Es una paradoja absurda, pero ¿podríamos concebir la vida de otra manera?

        Dentro de esta inevitable paradoja cabe la inercia, otro registro más convencional. Grecas del pasado, paredes de capas superpuestas, amebas, siluetas orgánicas. Pero las pinturas de Cáccamo siguen vibrando en una atmósfera que es más que los cuerpos. Pintar, lo que se dice pintar, es siempre localizar la desaparición que obra en los cuerpos, nombrar el fantasma que les da vida y les anima. Una desaparición anterior al término que llamamos "muerte" y que permite que la muerte, asumido lo inaparente que está en el núcleo de la materia, no sea nada: nada más, dice Robert Graves, que el enigma que sella un frasco repleto.

        ¿Se da una simplificación creciente en la pintura de Berta Cáccamo, al servicio de ese horizonte de levedad? Como si ella aceptase testimoniar la "reserva india" de la errancia, una deriva difícilmente imitable, es estas uvas del significado, en el periplo curvado del líquido, del sólido que gotea. Sin embargo, por doquier -también en Israel- la errancia concluye a manos de la seguridad. Exagerando, diríamos que la "conjura del pequeño formato", en las armas y en los medios civiles, ha logrado un imperialismo histórico sin precedentes, una Sociedad -la biogenética es parte de ella- que penetra todos los rincones. Se necesitan mediadores, especialistas para todo. Hasta el momento de morir ha de ser consensuado. ¿Qué es la seguridad? Una ideología con una sola idea: la ilusión de un interior "global" que reproduzca el exterior numéricamente, de un Estado que englobe a la humanidad. De ahí este espectáculo del encerrado sujeto narcisista, su mutismo en la presencia real y su estruendo en las conexiones, la sonrisa de su confort en los circuitos digitalizados. Si la generalidad de los humanos necesita hoy "reconocimiento", la visibilidad de lo social -ser parte al menos de una minoría reconocida-, pocos querrán atender a la otredad del encuentro, ese uno a uno real que muere en la medida en que se fija la visibilidad informativa. ¿Para quién queda entonces lo invisible que es eje de lo real, esa vida sin marca que es lecho de la naturaleza, humana y no humana? Lo que muta por fuera, la esencia misma de la pintura y de existencia, será sentido gradualmente como insignificante, cuando no terrorista.

        No es extraño que en este panorama un poco inquietante, en el que los líderes se convierten en gestores empresariales del miedo -más o menos inducido- de las poblaciones, el arte haya sentido sobre sus hombros el peso de una responsabilidad ética y política creciente. La pintura asume la inestabilidad que la sociedad rechaza, ese exterior sin noticias, convertido en panel de signos mudos. El pintor, igual que el vidente, hace devenir el blanco, ve caminos en el desierto.

        Además de acompañar este trabajo plástico con una reflexión, no veo por qué no habría que exponer la pintura de Berta Cáccamo al sentido común, una verdad vivida más abajo del saber y de las palabras. Por un lado, no hay nada que no pueda ser llevado al sentido, aunque sea al precio de renunciar a la versión informativa y determinista de él. Por otro, hace tiempo que lo más subversivo es el sentido común. Precisamente lo que hace "raro" al artista, incómodo para el gestor cultural y el político, no son sus manías, sus teorías o libros difíciles, su lenguaje complejo. Más bien esa rareza se debe a su primaria simplicidad, ese extraño "comunismo" afectivo que le incapacita para la parcialidad de los programas partidistas, para abandonar las cosas lentas, oscuras, difíciles. Lo característico de Cáccamo consiste en afrontar ese amor por lo externo con la alegría de una minoría de edad que no tiene que saber, pues se siente afincada en el desamparo. Fuera de las especialidades, el desamparo es el primer músculo de la fuerza. En el arte, lo que forma es la deformación.

        La "normalidad" del artista, fiel a lo visto y oído, es lo que le hace difícil ante los diversos especialistas. Para él es como si todas las etapas, las esquinas clandestinas de la percepción, debieran entrar en el molde. Hablamos, en resumen, de la fidelidad plástica a una alteridad cercana que nos impide el automatismo, la especialización anímica que es parte de los aparatos sociales. El artista es demasiado independiente, sin duda. Pero si no depende de nada en particular, de las mil instituciones de las mediación, es debido a que depende del horizonte pulsante del presente, de sus múltiples direcciones y curvas lentas. Digamos que ser realdependiente le libra de la patética sociodependencia habitual. Parece que Cáccamo parece llevar con una especial jovialidad el drama de esta condición.

        Aunque el "papel" del arte no sale en general del guión global escrito por una sociedad autoritaria como todas, oscurantista como todas, lo emocionante, lo divertido es romper el cliché de la "escena artística contemporánea". En principio, la institución Arte es un sistema de control más, aunque sea con la geometría variable del museo espectacular, las galerías, la crítica y el mercado. Bajo esta costra de simulacros y alteridad de diseño, la primera tarea estética y ética del artista es crear al margen de la cultura. Crear ex-nihilo, podríamos decir, en el sentido de atreverse a atravesar el desierto que siempre ulula en nuestros oídos, en el blanco de una ausencia de clichés. Cierto, el blanco -igual al negro de la noche- es más profundo de lo que el color ha pensado. Sin ese desconcierto nevado, metáfora de nuestra inicial nulidad, ¿cómo lograr intensidad en el color, qué obra se puede hacer que valga la pena? Es preciso, antes de llegar a lo social, pasar una temporada en ese infierno, mantener un pie en la desconexión. Sin ese pasaje áspero sólo queda el orden del discurso, los viajes, las relaciones, la publicidad. Como máximo, el buen oficio. En suma, lo que los políticos llaman "cultura", con su dosis de aburrimiento asociado.

        Cualquier accidente que le ocurra a la cultura informativa debe ser bienvenido. Es preciso caminar con la vida en los talones, con esa extraña pasión del presente, una sombra que se adelanta al cuerpo. En tal aspecto las crisis, los accidentes, las metamorfosis son fundamentales para crear. Las crisis nos ponen en nuestro sitio, nos arrancan de las hornacinas codificadas de la identidad para obligarnos a pasar la prueba de lo real, de esa existencia que palpita ahí, sin haber sido elegida. Lo imprevisto del devenir fuerza otra posibilidad, más real y digna que eso que llamamos "realidad". Colonizados como estamos por el periodismo y la estadística, esa realidad es siempre un plano subtitulado. Por el contrario, el accidente nos empuja de vez en cuando a esas benditas "visitas no guiadas" de las que volvemos cambiados. Al precio del miedo, claro, de escucharlo y reconocer en él una forma nueva.

        Para esta pasión de superficie en la que Europa, América, Rusia o Japón se turnan, no es necesario un "tema", ni tampoco un concepto. Sólo el coraje y la honestidad de reventar cualquier evidencia, incluida la retahíla habitual de separaciones: ahora/antes, tecnológico/manual, contenido/forma, figura/abstracción. Para la pintura, ese contexto social es solamente el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, que son necesarias para que acontezca algo. Distinto a la nada, pero muy fiel a ella, ese algo no es de naturaleza técnica, ni social, ni cultural. Es más bien lo ahistórico que nos permite despertar por un m omento de la pesadilla que es la historia.

        De hecho, la potencia del arte -invulnerable, ya que se alimenta de lo que nunca será acto- sigue intacta cuando el ruido informativo se desploma y alguien queda a solas enfrentado al silencio del lienzo, a esa inmediatez no elegida. Darle forma a esa latencia, que no soy yo ni mis planes, es siempre el reto de la creación. La técnica y las mediaciones son escaleras que hay que saber usar para olvidarlas en el momento clave. La razón es, en ese instante crucial, solamente una relación de irracionalidades. Por delante va el acontecimiento, su impacto en nuestra piel. Detrás, cojeando, el concepto.

        ¿Esta metamorfosis es la que se insinúa en el panel de corpúsculos latientes de Berta Cáccamo? El artista es alguien que con frecuencia ha estado mucho tiempo callado, atónito como un animal débil, apartado de la manada. Su radical “conservadurismo” -querría conservar el enigma de lo real- le ha obligado a convertirse en subversivo. Golpeado por los fantasmas de las afueras, su timidez natal le ha enseñado a gritar, convirtiéndose en un "intelectual" que piensa más con cualquier órgano que con lo que llamamos cerebro. De ahí su difícil sociabilidad. En cierto modo, sólo le entiende su obra.

Madrid, 17 de octubre de 2009