Combinando imágenes de archivo familiar, momentos estelares fulgurantes con entrevistas y cotilleos de los backstage, el film de Asif Kapadia es conmovedor de principio a fin. Entre escenas encantadoras mezcladas con otras terribles, más imágenes de una intimidad silenciosa, es casi inevitable que la angustia se mantenga en todo este travelling por una muerte anunciada. Si no está del todo mal publicar esta reseña tan tarde, cuando ya Amy (La chica detrás del nombre) está a punto de ser retirada de las carteleras, es porque muchos de nosotros hemos amado a Winehouse sólo después de su muerte, al intuir en ese suicidio continuamente aplazado una intensidad que la aparta del conformismo pueril en el que se desenvuelven el jazz y el pop.

A medio camino entre la declaración de amor y el más detallado trabajo documental, un crítico de cine reconoce que por los dos lados nos encontramos ante un resultado impresionante. Así es. El enamoramiento seguirá hasta el final, aunque trenzado con la pena. Si alguien cantó en su momento Wrap your trouble with dreams, Winehouse no logró nunca mantener ese hilado. Todo lo que sabemos de ella está gravado por una oscilación entre la euforia y el fracaso que difícilmente podía tener un buen fin. Podíamos no conocer el final, o ser Amy una obra de ficción, pero la intuición de la tragedia sería igualmente certera.

 

Desde el principio, una mezcla de descaro e ingenuidad, de impotencia y prepotencia, le resultó a Amy Winehouse mortífera. Súmenle a esto el estruendo de una expectación mediática de la cual hay que defenderse con un tiempo propio (no «privado», sino común) del cual ella fue poco a poco expropiada. Siempre la faltó la humilde sobriedad, una disciplina del retiro sin la cual hoy no se puede vivir. Y menos todavía en el círculo caníbal de la fama. Recordando la muerte por éxito de su amigo Brian Jones, tal vez el más inteligente de los Stones, el ahora eternamente sonado Keith Richard llega a decir: «A pesar de las drogas y el aullido del público, siempre me mantuvo con los pies en la tierra mi origen humilde, el saber que puedes hundirte en cualquier momento». Ocurre como si esta certeza popular a Amy, de origen sin embargo humilde, le abandonase en el momento clave en que la presión de la fama actúa con toda su fuerza tóxica.

 

Gradualmente, ella sólo encuentra el escape a un tiempo propio en las drogas y el alcohol, con los estragos previsibles sobre un cuerpo frágil, deteriorado además por una bulimia crónica. Algunas amigas comentan, y no les faltan razones, que a Amy siempre le falló alguien que le dijera no, que le enseñara otra vez unos límites sin los cuales no somos otra cosa que espuma, la rebaba que sobra de un deslizamiento continuo. Hasta el borde de lo concebible, su propio padre no deja de empujarla hacia las olas.

 

Claro que, tras todo esto, encontramos la familia rota que exige el turbocapitalismo británico. La pérdida de autoridad de la madre y el padre, cuando ya era una niña difícil, más el retorno de su drama «freudiano» (sic), algo tendrá que ver con una figura paterna a la vez desdibujada y abrazada. Primero, perdida en una separación traumática; después, aferrada compulsivamente, cuando ya su padre no parece otra cosa que un mujeriego ávido de ganancias.

 

Estamos otra vez ante el consabido desarraigo de cualquier fidelidad. En este caso, de unas raíces familiares rotas por la avaricia obscena del padre y también de un posible universo judío, que exige el régimen espectacular en el que debemos vivir. A la mansedumbre bovina de las mayorías se le opone la contestación consentida de minorías salvajes o exquisitas. Amy sabía de este juego y no quiso entrar en él, de ahí su desprecio por la música fácil y los públicos masivos. Pero no tuvo suficiente inteligencia y fuerza personal para mantener su apuesta. Sencillamente, ella tenía una débil relación con el secreto, con la comunidad mortal (la chica que hay detrás del nombre) que haría pueril el estruendo de los medios.

 

Back to black entonces. «Ya he muerto cien veces. Ahora tú vuelves con la otra, mientras yo vuelvo a la oscuridad». Winehouse no habla en sus canciones de nada que no sea personal, directamente vivido. Toda ella se tiñe, en su poderosa presencia y en su música, de una fuerte impresión de autenticidad. Una personalidad tan arrolladora que, con su ingenio elemental, ni siquiera tiene que encontrar las palabras adecuadas. Es genial el momento en el cual, ante las habituales preguntas idiotas del periodista de turno, ella sólo responde con silenciosos gestos de burla, casi propios de un mimo.

 

Por encima de su origen judío, la chica que está detrás de un creciente renombre mantiene una relación con cierta ordinariez inglesa que la hace casi sublime. Por ejemplo, en su forma de despreciar la fama, de saber que todo eso es una completa estupidez. Un inolvidable talento en bruto, ya en los gestos, en sus silencios, en su mirada sesgada de Nefertiti en el exilio. Quizás no la mató ese estilo «en bruto», sino más bien no poder llevar tal energía hasta el final. En otras palabras, no saber despegarse de ese circuito del éxito que vive chupando sangre y escupiendo cadáveres. En este punto, además de sus flaquezas personales, Kapadia insiste en recordar que parte de su entorno (sobre todo su padre y su novio Blake Fielder) hace lo que puede para mantenerla en el filo de la navaja.

 

A pesar de su evidente devoción, Kapadia no esquiva tampoco el claroscuro de su protagonista. Para nada retrata a Amy como una simple mártir. Por ejemplo, en su abuso egocéntrico de todo su entorno, incluida su pobre madre y sus amigos. También en su forma irresponsable de jugar con el infierno, el suyo y el de los otros. Incluso es dudosa su manera de olvidar a su marido Blake en la cárcel, por otra parte un narcisista superlativo, un semental profesional absolutamente gilipollas. La oscilación de Amy entre la promiscuidad con casi todos, y el cuelgue absoluto con unos pocos, Blake sobre todo, es también mortífera.

 

El amor es un juego de perdedores. Amy era alternativa hasta en su modo de ser soez, de peinarse provocativamente, de vestirse y cantar, de hablar de cualquier cosa en su flat de Camden. Alma oscura en un mundo radiante, se quemó en un santiamén (a la edad record de 27 años) como corresponde a un linaje de estrellas que carecen de la más mínima tecnología anímica para sobrevivir al estruendo global. A diferencia de algunas figuras de otras décadas, las de ahora carecen del instinto para la clandestinidad que hay que afrontar, abandonando la piel del nombre por la carne de la vida, si no queremos ser consumidos por el espejeo de las luces perpetuas.

 

Tardaremos en olvidar la incandescencia atemporal de ese aire semítico, una belleza asimétrica que puede llegar a tener en su horas bajas un aspecto horrible. Caballo famélico llega a decir uno de los habituales traficantes de impactos que dirige un programa televisivo de éxito. Lo más inquietante de este triste documental es suponer que ella, en contra de algunas declaraciones, ya supiese que iba a morir y que, en el fondo, desease ese fin como la liberación de una vida que, también por culpa propia, se había convertido en un infierno. Me gustaría volver atrás, dice hacia el final. ¿A dónde, con qué nombre? Una de las últimas llamadas de socorro a su amiga del colegio, pidiendo cien veces perdón como una niña, bien podía ser una despedida.

 

Su admirado Tony Bennett intenta decirle: «Pequeña, frena. Eres demasiado importante para morir». Pero no, nadie es demasiado importante si antes ha perdido el hilo de su vida. Lo menos que se puede decir es que, al margen de un buen puñado de amigos, la sociedad inglesa y americana que le rodeaba hizo todo lo que pudo para empujar a Amy al precipicio, sacando lo peor que tenía dentro de ella para prolongar hasta el límite las fotos escabrosas en los tabloides.

 

Un cuestión existencial y políticamente clave en esta dolorosa investigación de Kapadia es la jauría humana, con los perros de presa informativos en primer plano, que rodea a la estrella que adoramos. La idolatramos porque ha alcanzado todo aquello de lo que nosotros hemos sido expropiados: seguridad, tiempo libre, vida plena, placeres, reconocimiento, incluso dinero… Pero es la misma estrella que en el fondo odiamos porque se ha liberado de la esclavitud que encadena a la mayoría. Sólo si ese astro es implacable en su reinado, cabalgando la ola, cambiando cada cinco meses de pareja y de peinado, le perdonaremos la denuncia indirecta que ejerce sobre todos nosotros, esclavos del despotismo que la estrella solamente decora.

 

Hay una dura lección política en esta biografía que Asif Kapadia pulsa con tino y respeto. Atañe a nuestra masiva pasión espectacular, esta furia informativa que, por qué no decirlo, deja en pañales a lo que antes llamábamos fascismo. Sabiéndolo o no, Kapadia posibilita este resumen de la democracia: Si te dejas llevar y no resistes con un fundamentalismo de lo que haya en ti de intransferible, el mercado te convertirá en cualquier cosa. Después el Estado sólo viene a recoger los restos y mantener limpias las calles.

 

Para quien no elija una vida común y mortal, una disciplina de la clandestinidad, la sociedad escogerá una muerte en vida, aunque sea esa condena radiante de la incesante exposición que es la fama. ¿Esta era la venganzafreudiana que siempre volvía en ella?: No ser capaz de imponerse a sí misma una autoridad, una disciplina potencial más alta que el griterío de una obscena aldea local.

 

En su trabajo sobre el poder perverso que Burroughs llamó control, Deleuze diría que Amy Winehouse no fue capaz de ser hasta el extremo una serpiente. No fue capaz de envolver con una región secreta, y disolver, esa vibración perpetua que se nos exige. Es posible incluso que el elegante mundo del jazz desactivase más todavía las armas elementales que se necesitan para esquivar a la bestia del éxito.

 

Al menos Amy tuvo el valor de consumar su ciclo, desapareciendo como un ofidio después de habernos mordido. Jamás olvidaremos ese veneno, no tan leve. Le debemos también un puñado de canciones cálidas al borde del abismo. Y una especie de existencialismo sin programa. Una fuerza en claroscuro, con esa ternura desarmada que nos armará durante un tiempo.

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