La ciudad de hoy apenas tiene lugares de referencia. Tiene, curiosamente, lugares de no referencia, aeropuertos, centros comerciales, estadios, áreas de circunvalación. Y estos no-lugares solamente se recorren, midiéndose en unidades de tiempo. En la actualidad urbana todo está empaquetado, como en el ordenador, con un programa que nos va dando "pasillos". Pero no hay por qué entregarse fascinados a este nueva y brillante ortodoxia, como si supusiera el fin espectacular de las jaulas de hierro de antaño. Este álgebra postmoderna de los espacios lanzados reproduce al menos dos claves profundamente reactivas que prolongan, a la vez, una voluntad de control político y una tradicional aversión occidental a la existencia desnuda. Por una parte, como ha recordado Foucault, el sistema de sujeción político moderno exige, más que el control del espacio, el control férreo del tiempo de los hombres[1]. En efecto, los nuevos espacios diseñados son tiempo, tiempo minuciosamente regulado, sin tiempos muertos. En segundo lugar, en este afán postmoderno de des-localización que tan certeramente ha dibujado Augé -y recordemos que la telefonía móvil, al localizarnos técnicamente, también nos deslocaliza terrenalmente, permitiéndonos no estar en ningún lugar- prolonga una vieja aversión a la lógica de la finitud, nuestra puritana voluntad de apartarnos de la sucia tierra. Y nada de esto es inocente. De paso que el sistema nos libra de la contaminación de la finitud, que es el aparente beneficio para el individuo, nos arranca del humus de nuestra existencia, el suelo trágico de cualquier posible soberanía, para fijarnos como átomos individuales del panóptico social. 

         En una gigantesca sociedad global de interiores como la nuestra, la continuidad infinita de los espacios diseñados, sea en la urbe o en la red, no supone una alegre y lúdica entrega al "espacio" sino una férrea socialización del tiempo, la cristalización triunfal de un tiempo social que ahora abarca la vida entera del individuo[2]. La gigantesca industria del ocio que se configura entre nosotros a partir de la Segunda Guerra representa justamente la extensión al ocio de los hombres de la disciplina del trabajo, una voluntad imperial de controlar al máximo el tiempo de la poblaciones, sin que haya "vacuolas de no comunicación" (Deleuze) desde las que pudiera surgir algo imprevisto. 

         Fijémonos en cómo crecen las urbes. Antes había un modelo: el plan Castro de Madrid, o el Cerdá de Barcelona, por ejemplo, son un modelo cuadrícula; la ciudad barroca tiene también su estructuración particular, igual que las ciudades jardín de Londres. Sin embargo, hoy la ciudad medra tendiéndose, extendiéndose sin modelo alguno. Lo único que hay es el vínculo de la comunicación a través del factor temporal, en suma, autopistas que acercan los polos de producción y el de consumo, facilitando la interactividad del aislamiento. El ser humano resulta así desalojado de su propia estructura residencial, de una existencia que siempre es local, por la velocidad de esta escenografía. Las ciudades actuales crecen como en el desierto, a la manera de un campamento que se va modificando según las necesidades. No tienen nada que ver con las ciudades clásicas de la modernidad, tampoco con las metrópolis legendarias de antaño, con sus cruces de culturas, transferencias y caminos sedimentándose con el paso de las eras. Lo que hoy tenemos es el modelo "americano", un territorio que invaden las caravanas del lejano Oeste: esas urbes desmesuradas como Los Ángeles donde los blancos no entreven a sus semejantes más que a través de los parabrisas de sus vehículos[3]. Son ciudades para ser gozadas velozmente y a distancia, en la perspectiva del avión, del rascacielos, del automóvil que las circunvala velozmente. 

         El celebrado despliegue postindustrial acaba en el infinito suburbio de un no man’s land audiovisual poblado de fantasmas, imagen de una sociedad de comunicación que no comunica más que destellos, paquetes de envío fugaz para destinatarios inciertos. Tal modelo se impone porque la vieja ciudad europea ya no le sirve al colectivo inquieto del actual tardocapitalismo. El burgo tradicional, antes lugar de integración, se convierte hoy en la megápolis mundial, en un sitio de desintegración social acelerada. Se da una suerte de fenómeno de ghettización a golpe de sirena, con una yuxtaposición precaria y explosiva de individuos solitarios, de grupos difusos inestables, sea en las inner-cities británicas, las ciudades de tránsito francesas o los home-lands sudafricanos[4]. De paso que nos volvemos día a día más herméticos para lo cercano -la carcasa del automóvil, la música incrustada en los oídos, el casco de la moto, la pantalla del ordenador nos aíslan de la inmediatez-, se cultiva espectacularmente el culto por lo lejano. No es extraño que los viajes espaciales o incluso la vida extraterrestre aparezcan entonces como un horizonte de despegue ideal. 

         Ahora bien, decía Freud, no hay ganancia sin pérdida. Y Virilio recuerda después que, si cada avance técnico -el avión, el rascacielos- va acompañado de su accidente específico, una despegue global va acompañado de un accidente generalizado. Es así que lo mortal reprimido en la cercanía retorna de forma letal en diversos ámbitos: en el cuerpo, con un cuadro de patologías inquietantes; en la sociedad, con nuevas formas de crimen y violencia; en la naturaleza, con los desastres ecológicos; en el espacio geopolítico, con el actual "choque de civilizaciones" y el terrorismo. 

         Entremos otra vez en el escenario urbano. Al lado de las planicies del consumo, casi en el corazón de sus dársenas brillantes, brota otra vez la selva. Es esa plebe oscura de los subterráneos, con relámpagos de jeringuillas y navajas, vampiros que celebran sus aquelarres en torno a las hogueras, donde llamea lo aún irreciclable[5]. Pero toda esta ópera suburbial, así como el espectro de violencia latente que llamamos terrorismo, tiene el efecto de satanizar aún más el exterior de nuestro confort, reforzando la funcional dialéctica entre el tedio interno y el horror externo, apuntalando el atractivo del aislamiento. Y esta toma tecnológica de distancias incluye la huida desde el centro de las capitales a las limpias afueras. No está claro en este punto si la "vuelta al campo" en chalets aislados por un silencioso jardín y perfectamente conectados a la aldea global, supone una ruptura de la puritana línea deseparación norteña[6] o sólo una modulación verde de una permanente ideología de congelación y custodia. Para empezar, puede ser indicativo que sea cierta elite media la que se retira del polvoriento centro a las mudas urbanizaciones del extrarradio[7]. 

         Con todo, no deja de darse un cambio significativo en el paso del apartamento o el rascacielos en el centro a la casita adosada de las afueras. En el estilo habitacional, ese cambio representa el paso del Estado concentrado, lento y colosal, propio de la era industrial, a lo múltiple de un más ligero dominio postindustrial -de la disciplina de espacios cerrados al control en espacios abiertos[8]. En correspondencia quizá con un carácter "femenino" del actual poder, del enorme mastodonte "fálico" pasamos al "uterino" chalet adosado. En los dos casos seguimos en la lógica de la separación. Pero el retiro, con su combinatoria de aislamiento y telecomunicación, es estático en el primer registro, y más ágil, más eficaz y disperso en el otro. Al respecto, es significativo recordar que, vista desde arriba, la "conurbación" reproduce en horizontal la misma lógica vertical del rascacielos, con una idéntica acumulación de seres anónimos que se pueden ignorar sin peligro de roce o de encuentro. Igual que en otros dominios, es como si ahora la dureza aislante de la vida productiva, que sigue teniendo una imprescindible expresión en los barrios financieros de rascacielos -pensemos en el madrileño barrio de Azca o en el complejo parisino de La Défense-, se rodease de una atmósfera suave que elimina la memoria de la vieja comunidad, toda posible culpa. Al moderno aislamiento de la vida industrial, lleno de humos y ruido, se le acopla el silenciador postmoderno del ecologismo y las tecnologías digitales. Eso es todo, pues la lógica aislativa sigue siendo la misma. 

         De cualquier modo, la urbanización ya no es el barrio, sino la dispersión telemática de las viviendas. Si la óptica geométrica ha producido el centro-ciudad y la periferia, la óptica ondulatoria es portadora de un tipo de señales digitales que organizan una relación teleobjetiva con el mundo, la de la conurbación de construcciones que permanecen aisladas de la cercanía e hiperconectadas con la lejanía. Las casitas adosadas están aisladas unas de otras. Cada una permanece aislada e interconectada. No hay vecinos arriba ni abajo, ni la protección física del descomunal edificio de pisos; pero esto porque el actual cibermundo cubre electrónicamente cielo y paredes, envolviendo a cada nicho con la garantía de la moqueta global. La urbanización de las afueras puede presentarse como alternativa creíble y tranquila después de que el espacio está cubierto informáticamente, dibujando de hechoun rascacielos virtual sobre cada vivienda. Bien mirado, ésta no vive tanto adosada a la siguiente, a la cercana, como a las múltiples autopistas de la Red que nos enlazan con la lejanía. Tal vez por eso los últimos materiales de construcción pueden ser escandalosamente endebles, dado que las casas están habitadas por la debilidad minimalista de la sangre postmoderna y protegidas por el aislamiento implícito a las redes de comunicación. Estas viviendas no se presentan hermanadas a ninguna proximidad, sino adosadas al aislamiento global, al planetario pacto tecnológico de la separación. De ahí el extraño silencio que reina en sus calles. Son zonas-dormitorio en más de un sentido, pues están pobladas por seres durmientes: día tras día, el autismo del nuevo prójimo alimenta la atracción del lejano interlocutor de las redes. A partir de esta estructura, las recientes afueras delimitan zonas, un espacio intermedio, de nadie, que ya no es ni ciudad ni campo[9]. No quisiéramos exagerar más de lo imprescindible, pero quizá las nuevas formas indetectables de crimen -¡Banninkof!- serían imposibles sin un habitante de las afueras que es un perfecto desconocido para sus más cercanos. 

         Virilio nos recordaba hace años que a comienzos de este milenio un porcentaje significativo de la población iría a resguardarse en las ciudades-refugio situadas a distancia de las megápolis en desgracia, suerte de campos atrincherados que amparan la vida elitista en un territorio distante y protegido. Las urbanizaciones son algo así como campos de concentración de lujo para proteger a los nuevos privilegiados. Ejerciendo su poder, el feudalismo conectaba los lugares sin alterarlos en su raíz agraria. Incluso se puede decir que la ganancia feudal estribaba en dejar los sitios intactos en su profundidad geográfica, comunitaria, simbólica. Mucho después, el capitalismo conecta los lugares al mismo tiempo que los lamina, convirtiéndolos en fugaces puntos abstractos de una vertiginosa equivalencia. Las filas de chalets adosados -vistos desde el aire parecen mausoleos de una vida en conserva-, serializando un terreno, recuerdan curiosamente a los viejos grabados ingleses de las villas de la Revolución Industrial -aunque ahora sin humo ni hollín, sin sombra tampoco de aquella pobreza y rabia del proletariado. La calle que cruza la urbanización o el callejón lateral no van a ningún sitio, sólo sirven a esas casas acorazadas donde los ciudadanos meten el coche y entran directamente al hogar desde el garaje. Por eso cualquier paseante anónimo es ahí casi inmediatamente sospechoso, pues se hace visible, aparece por fuera de las líneas de aislamiento. 

         El pequeño jardín facilita una separación clínica, impidiendo ver y ser visto por los vecinos de enfrente y de los lados. Los setos aíslan de los demás en una suerte de racismo suave, una violencia discreta, casi apacible[10]. Cuando se encienden las luces al compás, o los surtidores de riego automático, se refuerza la impresión de estar atravesando un poblado fantasma, que vive en el día posterior a alguna hecatombe. Efectivamente, una suerte de catástrofe ha ocurrido a nivel antropológico, con la ruptura de las viejas comunidades y la tradicional cultura de vecindario. Con estas casas como bunkers instaladas en pseudo-calles por las que nadie pasea -y en España aún no hemos visto nada de esta espectacular mutación-, ¿cómo va a producirse el pequeño acontecimiento del encuentro, cuándo va alguien a llamar a la puerta? Pero hay que insistir en la eficacia pragmática de este nihilismo: es en su marco de amurallamiento sordomudo, vital para el turbocapitalismo, donde puede florecer el gigantesco negocio de la telecomunicación. 

         Al igual que las tempestades de acero (Jünger) de antaño, quizá las tempestades electrónicas de hoy, esa fina lluvia de fibra óptica y silicio que cae sobre la existencia, cambie primero los espacios antes de hacerlo con los hombres. Gracias al nuevo blindaje del solipsismo privado facilitado por la telemática, los tres módulos espaciales clásicos -casa, calle, trabajo- se funden en uno, anclado en la fortaleza hogareña de un soberano consumidor para el que el exterior físico es, cada día más, peligroso territorio indio[11]. La calle es espacio simbólico de conocimiento y encuentro, el lugar indefinido del paseo, al menos del trayecto: del trabajo a casa, de casa al trabajo. Allí somos un poco libres, desconocidos, por el simple hecho de estar de paso, cruzando al menos entre una coerción y otra, entre un destino y otro. Como en el suburbano, donde las caras se relajan en un tiempo muerto, en la calle tenemos un pequeño espacio de respiro entre tarea y tarea. Aunque estemos caminando, la calle tiene -como el momento del cigarrillo- todo el encanto de la parada, de un alto en la fiebre productiva. La calle es el río natural de un pueblo, donde los hombres confluyen, por donde se pasa y se ve pasar. Por eso la revolución, la protesta, la lucha por las libertades comenzaban por "tomar la calle" -aún se habla de "la voz de la calle"; por el contrario, una tarea represiva profunda significa siempre "limpiar la calle". Como dice Bernhard, en la calle todo viene al encuentro. En ella siempre estamos en tránsito, pues nuestra identidad se ve sometida a un amplio abanico de influencias. 

         Frente a este peligro del encuentro, se ha puesto hace tiempo en pie un neoconservadurismo centrado en la privacidad blindada y en el hogar tecnológicamente armado, autosuficiente. Este lúdico conservadurismo, con frecuencia gestionado por la socialdemocracia, se contenta con asistir a la seguridad de lo servido, a algo que ya ha sido colocado, almacenado, preparado por los especialistas en informar. Gente que, en definitiva, sólo pisa la calle profesionalmente: como especialistas de espacios cerrados, armados por tanto de un guión, de cámaras y micrófonos. ¿Los jóvenes son "violentos", para esta hipocondríaca sociedad del pluralismo digital, porque precisamente están en la calle? ¿La escuela tiene su principal función en quitarlos de ahí, por eso se insiste tanto en la asistencia a clase y no en los contenidos? Eliminar la calle es efectivamente eliminar la Historia, su espacio de gestación. Supondría acabar con el espacio comunitario del encuentro, con la relación entre lo urbano y lo abierto. Y ese plan, por doquier, está en marcha: toda la industria de entretenimiento, así como una información volcada en satanizar el exterior, tiene la función de retenernos en casa, de facilitar un "toque de queda" democrático. 

         Existe como una clandestinidad de las vidas separadas en estos barrios-dormitorio donde se apiñan unas viviendas contra otras, acorazadas por su propio confort y por la autosuficiencia técnica que las enlaza a una audiovisual lejanía libre de la suciedad de lo físico. Se vive y se duerme ahí, en esas geometrías limpias donde no se trabaja, donde además la vida en común es imposible y ha de hacerse fuera. Desde aquí el ocio emigra hacia esas áreas comerciales donde encontramos todas las posibilidades acumuladas -bares, tiendas, cine-, confirmando cierto apartheid sobre la existencia si comparamos este estilo de vida con la comunidad que se puede dar todavía en la vida de barrio, en la coincidencia en los pequeños locales, en las tiendas y bares, en las calles. Cuando de la casa simplemente adosada se salta al chalet de lujo con jardín, lo que se paga precisamente es el aumento del confort de la distancia, la seguridad del aislamiento. En cualquier caso, no se vive ya ni en una ciudad ni en una aldea campesina. Existe incluso una especie de camuflaje de las casas en la serialidad adosada. ¿Así como hay una medicina preventiva, hay también una arquitectura preventiva? Podemos ver en ella una suerte de diáspora elegida, disimulada en el lujo y el confort, en la disposición serial. Solamente los caminantes transforman en espacio antropológico la calle geométricamente definida. Pero si ya no puede haber caminantes, porque no existen aceras y la urbanización ha sido formada con el aluvión de ciudadanos extraños entre sí, que quieren el retiro -también el retiro de una relación estrecha, una "jubilación anticipada" de la vecindad-, entonces impera la tranquilidad irreal de la geometría pura. Bajo ella han de esconderse monstruos, aunque sus actividades casi nunca lleguen a ser conocidas. Sólo la prensa se hace eco de vez en cuando, para aumentar el pánico al exterior de nadie, de la punta espectacular de esa metamorfosis antropológica. 

Madrid, 26 de septiembre de 2004.
1. "(…) creo que es lícito oponer la sociedad moderna a la sociedad feudal. En la sociedad feudal y en muchas de esas sociedades que los etnólogos llaman primitivas, el control de los individuos se realiza fundamentalmente a partir de la inserción local, por el hecho de que pertenecen a un determinado lugar (…) Por el contrario, la sociedad moderna que se forma a comienzos del siglo XIX es, en el fondo, indiferente a la pertenencia espacial de los individuos (…) en tanto tiene necesidad de que los hombres coloquen su tiempo a disposición de ella. Es preciso que el tiempo de los hombres se ajuste al aparato de producción, que éste pueda utilizar el tiempo de vida, el tiempo de existencia de los hombres". Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1995, p. 130. 

2. Toda la crítica de Adorno a la "industria cultural" desarrolla la idea de un control político del ocio a manos de la diversión organizada. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, pp. 173 ss. 

3. Entrevista con A. Fernández Alba. El País, 13 de abril de 1998. 

4. "Anticipados a su tiempo, los más extremistas entre los afrikaners anhelan no sólo la creación de home-lands negros independientes sino también blancos, flotando unos y otros, como tantos mendrugos, en el caldo de cultivo de la ‘nación’ sudafricana". Paul Virilio, Un paisaje de acontecimientos, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 158. 

5. Virilio recuerda que el "falso día de la tecnocultura" debió de haber nacido en esos vastos sitios peligrosos en que se convertían, durante la noche, las primeras grandes ciudades del planeta industrial. Infiernos sin fuego, con sus príncipes asesinos y sus princesas de las calles cenagosas, estas zonas eran tan temidas que la policía no se arriesgaba en esos paisajes extranjeros de los no man’s landnocturnos, como ahora ocurre en áreas enteras de nuestras grandes capitales. Paul Virilio, Un paisaje de acontecimientos, op. cit., pp. 19 ss. 

6. Acerca de la "doctrina de la separación" como motor del capitalismo moderno, y en particular de su vanguardia norteamérica, véase George Steiner, "Los archivos del Edén", Pasión intacta, Siruela, Madrid, 1997, pp. 295 ss. 

7. "¡Oh, corte, quién te desea!… Día llegará -decía mi maestro- en que las personas distinguidas vivan todas, sin excepción, en el campo, dejando las grandes urbes para la humanidad de munición". Antonio Machado, Juan de Mairena, Espasa-Calpe, Madrid, 1986 (5ª ed.), p. 121. 

8. Sobre el actual control político de "geometría variable, más parecido a una tabla de surf que a un rompeolas, es fundamental el "Postscriptum" de Deleuze. Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), pp. 277-286. 

9. Jean-François Lyotard, "Zona", Moralidades posmodernas, Tecnos, Madrid, 1996, pp. 21 ss. 

10. De igual manera que antes lo era la industrialización a ultranza, el ecologismo (donde la antigua physis es un "medio ambiente" para solaz de un hombre que debe conservar su entorno) es la ideología natural de esta nueva clase de privilegiados que ocupa las afueras verdes, atareados en cuidar su jardín. 

11. El culto a las armas en USA, como ha mostrado Moore en Bowling for Columbine, se alimenta de un profundo desarme moral, de ese pánico al exterior común, típicamente puritano, que está en las raíces de la brillante nación que dirige el "mundo libre", que quiere ser libre del dolor ancestral de vivir.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, septiembre 2004
Revista de Arte y Arquitectura, A Coruña, 2005

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