Borges habló en su momento de una adorable quietud hispana, así como de un calor y una amistad que son difíciles de encontrar en culturas occidentales distintas a aquellas donde se habla la lengua de Machado o Rulfo. Sin embargo, un reverso existencial, cultural y político, un envés de esa atractiva calidez podría recorrer las latitudes de nuestra cultura. En casi todas las naciones del universo hispano encontraremos un constante déficit en la modernización, sobre todo en lo que atañe a la simple conciencia nacional, al orgullo y la firmeza universales de ser así, como somos, bolivianos, chilenos o colombianos. Hay entre nosotros un complejo de inferioridad, una timidez cuasi ontológica que implica que el término medio de las naciones hispanas tengan una débil consistencia, una conciencia temblorosa de su identidad en la arena internacional. Y no sólo eso, pues la debilidad, a la fuerza, opera primeramente hacia dentro.

Ser cosmopolitas exige encontrar un lugar en la desprotección, ser capaces de navegar en el vértigo y la soledad de lo universal. Pero hace tiempo que la sentimentalidad hispana encuentra excesivamente fría y desolada la planicie de lo mundial. A diferencia de Italia, nos hemos refugiado en una cálida bonhomía que enrojece un poco ante la incertidumbre de cualquier gesta histórica, como si tuviéramos algo muy peculiar de lo avergonzarnos, algo más que cualquier otra cultura o nación. Esta ingenua retirada se produce en nosotros -hay que recordarlo- al margen del tamaño, la riqueza económica, la potencia natural o la población de los distintos países. Y lo grave es que si falla esta cuestión de la resolución exterior, y su correlato de poder estatal, todos los otros elementos de una modernización, sean el cine, la ciencia o la economía, quedan sueltos, descabezados, sin suelo.

 

Es lo que decía el penúltimo embajador estadounidense, poco antes de hacer las maletas: «Lo único que no me gusta de España es lo poco que se quiere sí misma». Pero un parecido síndrome lo podemos encontrar en todos nuestros parajes. El caso de México, una nación que actualmente tiene 120 millones de personas, con casi 20 millones más en Estados Unidos, es bastante rotundo. Para empezar, mantiene con el poderoso vecino del norte una actitud ingenua, un poco mendicante y acomplejada que resulta parecida a la que España, gobernando la derecha o la izquierda, mantiene con la Comunidad Europea. Dentro de su vigorosa pujanza, hay pocas dificultades mexicanas -la desigualdad social y la pobreza, la educación, la indolencia estatal y el nivel de delincuencia, el racismo interno que castiga a distintas minorías- cuyos signos no tengan una relación más o menos directa con una dubitativa conciencia nacional y la consiguiente fragilidad de las instituciones estatales, tanto hacia el interior como hacia el exterior.

 

En cuanto a la hispanidad es posible que Unamuno sea más rotundo, pero encontramos ya que el particularismo que Ortega denuncia en España invertebrada -un fenómeno que él sitúa, más que en Cataluña o el País Vasco, en el Poder central- se debe a una especie de ingenuidad que justifica la dimisión histórica. Según lo describe Ortega en el Capítulo V de ese extraño y todavía vigente libro, el problema de España no son los secesionismos periféricos, sino, por así decirlo, el separatismo de Madrid con respecto a lo que sería la audacia mínima que necesita una nación moderna para mantenerse y proyectarse en el mundo. Cuando falla esa audacia externa, falla también la cohesión interna. «Será casualidad -comenta el autor de Meditaciones del Quijote-, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular». Igual que en todo cuerpo orgánico, la debilidad hacia afuera parece revertir casi automáticamente contra el adentro. «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho».

 

En el particularismo de cuño hispano cada empresario, cada policía, cada político, cada ciudad y cada gremio -tal vez los maestros mexicanos estarían incluidos- camina por su lado. Quizás de remota herencia árabe, este localismo tribal se ha acentuado por la debilidad de todas las revoluciones burguesas en el orbe hispano, que apenas han constituido naciones unificadas estatalmente y volcadas sobre el mundo, con la hilera de aliados, rivales y enemigos que sean de rigor. Es esta debilidad en la proyección histórica, con el inevitable resultado de amistades y enemistades, lo que hace que una nación se desgarre en luchas intestinas. La guerra civil española, que de manera democrática parece aún seguir en estado larvario, es sólo un ejemplo histórico. «En tiempos de paz el hombre belicoso se lanza contra sí mismo», nos recordaba Nietzsche. Ahora bien, ¿qué hombre, qué nación no es en su raíz belicosa, obligada a luchar por mantener su singularidad, sin mendigar reconocimiento?

 

Y esta ingenuidad histórica no es un problema de tamaño o potencia económica, sino de decisión, de conciencia política en el vértigo de lo mundial. Aparte de la Argentina de Perón, aparte de algunas otras variantes histriónicas actuales, el ejemplo de Cuba -con todos sus defectos- sigue siendo una excepción significativa. Con cien mil errores del régimen, una pequeña isla de doce millones de habitantes resiste el acoso de una de las mayores potencias del mundo gracias -después de haber sido un prostíbulo- a la inteligencia y la resolución de su patriotismo. Si la derecha española puede hoy hacer burla de esto es solamente porque ella también ha dimitido de todo lo que sea coraje político en la arena mundial. Más importante que el marxismo -sus errores o aciertos- ha sido entre los cubanos una moderna conciencia nacional, como lo prueba el hecho de que después de Castro y de la Unión Soviética, hasta hoy mismo, persista la audacia nacional y estatal, aliada ahora con el fondo de sincretismo católico que siempre latió en la isla. Es esta resolución -política e impolítica- la que falta dramáticamente en España, donde parece que hemos conquistado la democracia al precio de perder casi toda noción de lo que sea ejercer un uso legítimo y moderno de la fuerza.

 

Nuestra invertebración estructural, anímica e institucional, con sus secuelas de tensiones regionales centrífugas, se duplica otra vez en el sectarismo partidario entre derecha e izquierda, entre izquierda y derecha. No sólo en la actual España, también en Argentina y Venezuela, el fanatismo ideológico es el sucedáneo de una totalidad nacional flotante, con una conciencia de comunidad moderna que ha sido adelgazada al máximo. Es cierto que la idiotez sectaria es el abecé de la vida política en todas partes, pero el nivel al que se llega en los países latinos, España incluida, no tiene una fácil comparación. Tal vez la causa sea muy simple y siga teniendo relación con el diagnóstico de Ortega: no existe un mínimo proyecto en la complejidad universal, un mínimo «orgullo» nacional ante los otros, que tampoco son perfectos. De manera que la hostilidad media que atraviesa toda sociedad civil -acentuada por la competencia capitalista- no encuentra diques de contención. Ni estatales ni morales, ni políticos ni patrióticos.

 

Lo que, forzando el lenguaje, podríamos llamar autoodio es una de las herencias más perniciosas, más todavía que la debilidad de las estructuras políticas y las instituciones, que la madre patria ha legado a las antiguas colonias. Es palpable en México, pero también en Galicia y Andalucía. Es palpable en Argentina, pero también en Asturias, Extremadura y Valencia. Privada y pública, la corrupciónes uno de los signos de ese odio a sí mismo y ese despedazamiento interno. Ni que decir tiene -dicho sea de paso- que cuando la corrupción es hacia el exterior y se vuelca en empresas extranjeras, ya no se llama corrupción, sino potencia económica.

 

Madrid ha cometido a la vez dos errores antagónicos con la «periferia», tanto española como latinoamericana. Por un lado, es cierto que ha sido centralista, poco atenta a los matices y las diferencias. Por otro, más grave todavía, ha sido centralista -a diferencia de Francia- con muy poca audacia a la hora de unir esas serias diferencias internas con un redoblado proyecto exterior. Y hay que insistir en que, igual que en un individuo o una familia, solamente la fuerza exterior restaña las heridas internas. Hasta en una pareja, para mantenerse, se habla de «salir juntos».

 

Es muy posible que el famoso espíritu de la Transición no haya dado, en su letra, más que respuestas formales a la vertebración española. El Estado de las autonomías, con un «café con leche para todos», probablemente se limitó a arbitrar soluciones de compromiso entre los distintos particularismos e «idiotismos» locales. De algún modo, quizás el ejemplo nuestro debió de ser, desde hace mucho, más el Reino Unido que Francia.

 

Pero no, ni uno ni otra. Una nación como la española, que tiene un himno mudo, sin letra, es posible que viva demasiado pendiente de las versiones -Leyenda Negra incluida- que los otros dan de ella misma. Nuestra adorada Francia no puede dejar de asombrarse ante la diferencia española. El signo de tan débil alma común puede que no se vea tanto, por poner un ejemplo tópico, en nuestra escasa soltura con los idiomas extranjeros como en la escasa soltura que mantenemos en el uso de la cultura y la lengua propia, con sus mil matices.

 

El norte, sea Inglaterra, Alemania o EEUU, vive desde hace siglos en la lógica de la separación, de una insularidad individualista que no es nuestra. De este puritanismo de la separación proviene su poder militar y su potencia económica. Los hispanos del sur que les seguimos parpadeando estamos condenados a servir de camareros -o limpiabotas- en esa opulencia que los norteños dirigen. La simple entrega compulsiva al turismo, en detrimento de otros sectores menos serviles -sea la investigación agrícola, industrial, tecnológica o científica-, es propia de una nación que acaba de llegar a la modernidad y quiere ser más postmoderna que ninguna otra, tapando el vacío y las inseguridades a toda prisa.

 

La Ilustración española, un poco de segunda mano y con la furia propia de los recién llegados, nos ha llevado a odiar todo lo que sean elementos primarios de una nación, desde el propio sentimiento nacional al cuidado de una agricultura propia. Pero sin todo eso una nación no pervive, aunque no tenga claros enemigos externos. Podíamos resumir el manido problema de la «cohesión territorial» española en una frase que los catalanes y vascos le han dicho de mil modos al resto del Estado: «Si ustedes no quieren ser una nación, ni se aprecian a sí mismos como distintos, nosotros sí». Y este mensaje está cargado con la obligación de cuidar los propio, empezando por ese sector primario que España ha despreciado en los últimos cuarenta años. De ser esto así, Ortega seguiría teniendo bastante razón al decir que el problema no está en Barcelona o en Bilbao, sino en Madrid.

 

En China, Rusia y Cuba -quizás hasta en la misma Grecia- el marxismo ha tenido el efecto nacional que la religión ha tenido en otros países. Curiosamente, la religión y el marxismo se han relevado en muy distintas regiones de la tierra. Es significativo que la modernidad española no quiera saber nada de eso y achaque cualquier nacionalismo o populismo a un retraso cultural, más o menos propio de culturas despóticas o tercermundistas. Olvidamos así que todas nuestras adoradas instituciones globales, de la Comunidad Europea y la OTAN al FMI, están dirigidas por unas pocas naciones fuertes que, a veces, carecen incluso de los más mínimos modales.

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