Vivir 2.0. ¿Necesitamos otra antología del humor negro? Es el frío local y corpóreo, el autismo privado -por extensión, también social y político- en el que hemos encerrado nuestras emociones, lo que nos empuja una y otra vez a la ilusión de un calentamiento global. La inestabilidad tibia de las pantallas táctiles, que se estropean con dos gotas de agua, genera una visión apocalíptica del exterior de viento y mareas. Toda naturaleza, antes de pasar a las pantallas, ha de ser también espectacular, y a ser posible de manera catastrófica. Así confirmará además que los nuevos arios digitales somos el centro de un universo caótico. Bestias, riadas, hielo y humanos atrasados de las afueras nos rodean como un grumo de veneno envuelve a una isla radiante. Ya se ha dicho hace tiempo que el integrismo económico y cultural de nuestra sociedad sólo es sostenible en virtud de sus supuestos enemigos.

No hablemos ya de la crítica. Simplemente el humor, lo que se dice el humor, es una especie en vías de extinción. En contra de las apariencias, ¿en qué estriba esta dificultad nuestra para la comedia y el arte de vivir? Probablemente, en que somos una sociedad que mima -hasta la histeria- a la juventud debido a un íntimo e inconfesable temor senil. En otras palabras, es muy posible que nuestro orden social no sea caricaturizable: ¿cómo hacer una caricatura de la caricatura? ¿Cómo hacer la crítica de una industria de la agonía, de un incansable negocio del apocalipsis? Y sin embargo, para sobrevivir, sería urgente inventar un nuevo género cómico con la materia prima de nuestra tragedia a cámara lenta. Pero no. Basta con interrumpir las conexiones, y que reine por diez segundos el silencio del mundo -la ambivalencia de la vida en la muerte-, para que toda nuestra mitología urbana tiemble. Párense tres segundos y escuchen: ese rumor sordo cuando «no ocurre nada», ese elemental y escandaloso amasijo de vivir. Lo real nos aterra. De ahí la histeria del sistema entero, izquierda alternativa incluida, con todo aquello que se detiene y no se expresa, con lo que no participa en nuestra huida hacia el espectáculo.

 

¿Por qué nos cuesta tanto callarnos y escuchar? Debido, bajo el automatismo del contexto, al «terrorismo» que hoy se encarna en todo lo durmiente. Tememos a los lobos solitarios del laicismo en esta modernidad tardía. Lo que calla, se para y no participa, provoca accesos de pánico. La obscenidad estructural, cara externa de nuestro oscurantismo puritano, desconfía de todo lo que no estalla en la visibilidad, nuestra religión verdaderamente triunfante. De hecho, es tal la continuidad de las conexiones que lo que hay que demostrar es que la vida existe, de ahí la incitación constante a moverse, a bailar, a follar, a compartir la espuma del comentario sobre toda clase de chorradas y a estar a la última en la actualización tecnológica.

 

Y así, como la comedia y la tragedia se funden, tanto una como otra resultan especies en crisis. En el fondo, la motivación ontológica de estar permanentemente actualizados es lograr no estar en ningún sitio. La variación compulsiva del consumo, por eso puede ser insostenible y a la vez sostenido, se basa en que la única posibilidad existencial en nuestra cultura es hacerse visibles. Sin el reconocimiento incesante no somos nada; peor aún, todos los demonios -sobre todo, el de la indefinición- nos asaltan. Y la identificación a través del reconocimiento implica la localización incansable de un exterior horrendo, atravesado de espantos. De ahí la cohorte de peligros diarios que sirve de coartada a nuestro retiro.

 

A su vez, esto señala que un nuevo nomadismo virtual -que no va a ninguna parte-, una incesante variación, es nuestro único tema. Por todos los medios, debemos evitar que el silencio del reposo nos toque. Todos los contenidos son irrelevantes con tal de que sean noticia y consigan rotar ágilmente. Tienden así a un grado cero de adelgazamiento, a una banalidad compartida del mal y el bien. Abres Internet para conseguir noticias del último parricida y automáticamente tienes que pasar la barrera de varios anuncios. Al final, se te invita a dejar tu comentario, pero antes tienes que registrarte en una red social, pagando el peaje de más anuncios.

 

En este planeta apocalíptico, tiene otra vez razón Han. Es la impotencia erótica, nuestra nula relación interna con la alteridad, lo que alimenta la caída en picado del encuentro y el amor. Pero también explica la fiebre sexual y el calentamiento externo de todas las conexiones. Efecto suplementario de contraste. ¿Cómo no va a calentarse el entorno si el interior está helado y nos pasamos el día comentado idioteces para no reconocer que hace mucho tiempo que estamos en paro existencial? Por eso cuando el paro laboral llega crea angustia, pues se superpone al otro.

 

Así pues, impotencia sexual y calentamiento global. La pornografía de la información es tal que casi nos ahorra el sexo. La locutora de turno apenas tiene dientes suficientes para pronunciar con el suficiente morbo la palabra escalofriante, mientras anuncia nuevos documentos sobre el depredador de Ciudad Lineal a los que su cadena «ha tenido acceso». ¿La primera línea de la corrupción no está del lado de esta agresiva voluntad de transparencia que genera nuevas bolsas de opacidad?

 

La era del acceso global es la del aislamiento personalizado. Cada conexión nos separa más de esa zona de sombra que podría devolvernos cierta salud, el erotismo de una relación peculiar con la imperfección y los límites. La velocidad que calienta nuestra sociedad, esta multitud de átomos ateridos que se juntan, impide el encuentro. Nos apretamos siempre, compartiendo el compartir, para no temblar. ¿Cómo no van a faltar el espacio y el tiempo si por ningún lado nos puede tocar la tierra? Estamos ocupados, no tenemos tiempo para nada; menos que nada, para el tiempo en estado puro, para su misteriosa flexibilidad.

 

Pero tal velocidad de la huida es la que también convierte la caricia en un probable puñetazo. El drama de la «violencia de género» -expresión estúpida donde las haya, pues la violencia siempre es singular- es en parte éste: que en el amor y la paternidad conyugal ya no se enfrentan dos seres distintos, sino igualados por la neutralidad. Ni mujeres ni hombres, de ahí que casi siempre lleve las de perder un tercero más débil, los niños. Hace mucho que contra ellos, contra la infancia que llevamos dentro, vibra en primera línea la violencia abstracta y sin género de la normalización. Las estadísticas, girando en bucle para mostrar sólo la punta espectacular del iceberg, jamás dirán nada de cada tragedia real. ¿Alguien puede imaginar qué pasa por la cabeza de un hombre hasta ayer «normal» -incluso reservado, según los vecinos- antes de matar a sus dos hijas de 7 y 9 años con una barra de hierro para después suicidarse? ¡Qué más da! El caso es que haya noticias, escándalos que alimenten el blanqueado anímico de los espectadores y otra distribución genérica del bien y el mal. Nada importa en una noria informativa que, con un funcionamiento ferozmente binario, sólo busca localizar el mal en algún otro; ponerlo fuera, en pantalla. Al pasar de la noticia escalofriante a los deportes, a veces con «un minuto de silencio» virtual, volvemos a ser los ciudadanos medios que la norma -sin género- nos sirve.

 

Organizar la indiferencia, una crueldad limpia que se confunda con los hábitos domésticos. ¿Se trata solamente de esto? Es el desamor -no «de género», sino internacional y unisex– lo que mata a la gente. El desamor, no el amor pasional que acaba de un trágico golpe. Es la soledad y la ausencia de trato la que mata lentamente a mujeres, niños y hombres, no el maltrato físico. Difícilmente va a ser de otro modo cuando en nuestras grandes urbes, bajo esta universal orden de auto-alejamiento de cualquier cercanía, apenas queda el espectro de un prójimo. Si está presente está a la vez ausente, ensimismado en sus conexiones.

 

Las cifras son odiosas, parte neurálgica de nuestro oscurantismo. No obstante, se puede decir que por cada mujer muerta en circunstancias abominables hay 100.000 que mueren en el fuego lento del abandono, deprimidas en la neutralidad reinante. Por cada hombre homicida, asesinos por desesperación suicida, hay 100.000 que mueren a plazos, indetectables en ninguna pantalla. No hace falta ninguna estadística para saber esto, basta con bajar al metro de Barcelona o Madrid a las nueve de la noche. Pero las pantallas no son sensibles a lo que ocurre gradualmente, sin espectáculo ni impacto, en una esquina cualquiera. Curiosamente, la pulcra sensibilidad digital es groseramente analógica de lo más brutal de la realidad, esa noticia que constituye la excepción de lo real, no su ley.

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