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el oscurantismo de la transparencia, (Alain Finkielkraut, La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo, Anagrama), La Razón, abril de 2001


         Nada es hoy menos vivo que la palabra viva, abandonada a sí misma. Así nos introduce Finkielkraut a la larga conversación que sostiene con un amigo quebequés sobre múltiples aspectos de nuestro tiempo. Como si la grabadora no fuera más que la miserable autorización concedida a la técnica para escapar a la soledad y responsabilidad de la escritura, al autor nos previene sobre un libro que puede decepcionar. La verdad es que, en más de un sentido, no lo hace en absoluto.

         Aunque sólo de paso se toquen temas filosóficos, La ingratitud no tiene muchas complacencias con este presente. Bajo el imperio de un maximalismo igualitario, al desligar nuestra existencia de toda herencia, esta sociedad no es realmente abierta. Deja de ser solidaria en un punto fundamental: en la relación con la memoria de los muertos. Frente a la invasión mediática, Finkielkraut aboga por la espiritualidad del tiempo histórico, la necesidad de mantener vivo el antiguo diálogo que, según Hölderlin, nos constituye. Amparándose en Kundera, en Hannah Arendt y en Levinas, el pensador francés mantiene una postura de ilustrado crítico, ferviente partidario de la profundidad de la geografía frente a una razón que querría nivelar el mundo. Más moderado que Steiner, Finkielkraut simpatiza no obstante con su defensa de una cultura irreductible a la interactividad social, al mercado funcional que ésta busca.

         Mantiene la ironía del intelectual europeo ante a las prisas de su interlocutor, en definitiva (aunque francófono) norteamericano. Frente a la perpetua invención de un mundo nuevo, habría que reconocer que el hombre está aún por descubrir. La libertad que Finkielkraut concibe no sólo no es incompatible con la deuda que tenemos con los "demonios" del viejo mundo, sino que, al contrario, se alimenta de ellos. La ingratitud propone que resistamos al pathos de la novedad. Liberalismo y comunismo estarían unidos en la idea imperial de internacionalizar la vida, integrando la heterogeneidad de los pueblos en un sistema planetario. Pero hay que pertenecer a una gran nación y a su historia mundial para castigar con la inexistencia a todo aquello que se desconoce. Lo que significa progreso para los grandes suele ser catastrófico para los pequeños. De ahí la necesidad de defender lo pequeño, el derecho a subsistir de lo precario. Bien es cierto que nos cuesta seguirle cuando, con un Ariel Sharon en el puente mando, Finkielkraut habla de los judíos como la pequeña nación por excelencia. Sin embargo, es justo señalar que también aquí es crítico, pues reconoce que Israel no es ya el pueblo de la supervivencia y ha usado en demasía la coartada del exterminio.

         El filósofo defiende a Huntington cuando pone en tela de juicio la equivalencia entre modernización y occidentalización. En efecto, el fenómeno del integrismo, como lo demuestra en Irán su alianza con la tecnología, poco tiene que ver con una nueva versión del clásico enfrentamiento entre oscurantismo e Ilustración. Además, a raíz del intento chino de conciliar confucionismo y competitividad, hay derecho a pensar en un siglo XXI "tecnoespiritual", cada vez menos occidental. Con todo, Finkielkraut alerta de los peligros relativistas que se derivan de Spengler. Y donde menos podemos seguirle es cuando se desmarca de Huntington en su idea de evitar la guerra de las culturas prescribiendo a Occidente que se limite a sí mismo. Frente a esta prudencia relativista de la abstención, Finkielkraut propone un discutible intervencionismo.

         Pero el pensador practica el "intervencionismo" también con nuestros dogmas. El multiculturalismo busca una vida curada de toda heterogeneidad, del dolor de las sombras. Lo Anterior es expulsado en nombre de la razón y lo Superior en nombre de la igualdad. La vigilancia de lo políticamente correcto, esa taxonomía de los "studies" angloamericanos sobre las minorías, sustituye a los pensadores por un gremio de delegados en asamblea permanente, invadiendo sin cesar lo público con lo privado. Cuando un político (Clinton) es obligado a una confesión vergonzosa, en absoluto puede achacarse el fenómeno a la conspiración de los conservadores. No se entiende nada ahí si olvidamos la revuelta "progresista" y mediática en pos de la transparencia.

         Nomadismo, mestizaje y polivalencia son en realidad los lisonjeros nombres con que se disfraza la conversión en turista del hombre contemporáneo. Y la fragmentación resultante es peligrosa. En Bosnia, por ejemplo (y los acontecimientos actuales parecen darle la razón), el "bufé de las identidades" no merece la prestigiosa etiqueta del cosmopolitismo. Sarajevo nunca ha sido el pequeño esquife neoyorquino que se nos vende.

         En suma, la virtuosa denuncia del etnocentrismo desemboca en su más inquietante modalidad: el etnocentrismo de lo actual. Lo que nos está convirtiendo en "huérfanos de la noche" es la lucha global contra el oscurantismo. La luz del día a perpetuidad es la pena impuesta al género humano por los cruzados del igualitarismo radical.

         Simpatizamos plenamente con Finkielkraut en su idea de mantener viva la conversación con el reino de los muertos, así como con su inflexible crítica de los tópicos americanizantes de la cultura actual y su igualdad a cualquier precio. Nos cuesta más seguirle, la verdad, allí donde se queja de la tendencia de Occidente a replegarse sobre sí mismo.

         Podríamos decir, en suma, que vemos a Finkielkraut demasiado ocupado con la actualidad política, con Occidente, con el caso judío. Y también que pierde demasiado tiempo con enemigos de pequeña altura. Echamos de menos la distancia de un Steiner, sin ir más lejos, para zanjar de un plumazo todo eso. Se echa en falta, junto a la larga conversación sobre nuestro tiempo, cierta serenidad "atemporal" de lo ontológico que en otros autores (Deleuze), que no abandonan la precisión del presente, llevan pareja a los problemas políticos y culturales (en los que casi exclusivamente está centrado este libro) y sin embargo conectan con una vieja sabiduría. Lo peor es que, quizá debido a su propio formato de discusión sobre los problemas de la actualidad, la serenidad está casi ausente de este libro. Falta la distancia, la ironía socrática que sin embargo se reivindica al final.

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