Queridos amigos,

Continuando mi campaña de acoso sin derribo -ya será menos-, os envío esta vez algo que quizás no exceda la categoría de mera curiosidad. Forma parte de mi historia personal y también de lo que de impersonal pueda haber en ella. Es el primer texto de filosofía, escrito hace la friolera de veintinueve años, después de militar en diez convulsas etapas y de una ruptura traumáticamente feliz con el universo político, que había sido abrazado como una religión. Ruptura final que le devolvió a uno a lo abierto –existencial, literario y filosófico- de lo cual se había partido. Este texto, ignorado durante décadas, es el monumento filosófico y vital de ese regreso.

Aparte de que algunos ya estamos en edad de mirar hacia atrás sin ira -incluso con un poco de humor: ¿qué otra cosa nos queda?-, lo cierto es que Lo que no cesa desarrolla una cuestión que desde entonces es central en algunas obsesiones, constituyendo casi una idea fija en una “selecta minoría”: el acontecimiento de la inmediatez singular, el vértigo del instante, de un aquí y ahora apenas perceptible. Este absoluto-vuelto-ente, aquello que habitualmente dejamos para el halo excepcional de lo poético, aquí se quiere convertir en ley, al menos en esbozo de sistema. Es curioso lo poco que se cambia en casi treinta años. Me encuentro ahí aproximándome a lo necesariamente contingente. Claro que uno no podía conocer entonces la soltura de Agamben en este punto, ni al Jünger y al Deleuze que nos librarían de la “histeria antivitalista” de Heidegger –más que de él, de sus acólitos. Benjamin y otros no nos habían devuelto todavía al Nietzsche-niño. De ahí las conmovedoras torpezas de este escrito, incluidos esos vapores wagnerianos un poco grandilocuentes.

Aparte de los maravillosos fragmentos escogidos del Zaratustra, el desarrollo se hace casi de la peor manera que se puede imaginar, hasta el sonrojo. El texto forcejea con un pensamiento paradójico, arcaizante, que conecta con cierto paleocristianismo y también con una idea obsesiva que después adquiriría fortaleza en la montaña: “También aquí hay dioses”. Lo que no cesa intenta darle forma a una preocupación “teológica” que, digamos, sólo se puede tener desde el laicismo, desde el apego más febril a la materialidad del presente. Éste es un escrito atormentado, abrumado por su “descubrimiento”. Trabado, reiterativo, con un corto vocabulario -“raíz”, “irreductible”, “abismo”, “común”- que se repite hasta la saciedad, como si hubiera que fijar Lo Que No Cesa en unos pocos términos para que el descubrimiento no se malogre. A pesar de su vocación “poética”, el texto no fluye con la dulzura natural de las cosas. Siendo de filiación nietzscheana, tiene –para desgracia del autor y del lector- más de León que de Niño.

Tiene gracia, ya que después del derrumbe de la mitología política no fue la comunidad vivencial y estética de las ciudades –ni Santiago, ni siquiera Venecia- sino la naturaleza, la que “ama esconderse”, la que le enseñó a uno a soltarse, a no ser grave. Sí, la naturaleza-niño, más profunda y más superficial, más jugadora que todas sus reglas. El nietzscheano “sentido de la tierra”: Deus sive natura. Como dijo un día aquella mujer: “Todo es más sencillo; tienes que encarnarlo, hacerlo correr”. Tuve que partir entonces a la montaña para hacerme a la idea de que el escándalo de ese abismo es común y su descubrimiento no cambia nada, excepto la senda inmanente de una vida. Tras la iglesia del progreso internacionalista, el retorno a la sabiduría juvenil, a la ley de la contingencia en este escrito, me empujó a un retiro que debía revisar de cabo a cabo el pasado, al ser incapaz de seguir con esa carga en la actualidad. Además, cualquier idea de “superación” estaba superada.

Después, lejos de los hombres, descubres que la hipocresía colectiva es ontológicamente crucial; que la actuación social es siempre una puesta en escena del abismo, una falsedad sin la cual lo verdadero no es posible. Pero uno no podía entonces desdoblarse, no podía –después de tanto esfuerzo- asumir la vulgaridad, la normalidad de la verdad. Por culpa de “Heidegger”, y de un “Nietzsche” demasiado alemán, no podía ver siquiera ese “pensamiento abismal” en la historia entera del pensamiento. Así pues, como es evidente, tengo que pensar lo que no cesa a contrapelo de la metafísica. Pero tal vez el problema no era la Filosofía –tampoco el pobre Heidegger-, sino haber estado embaucado tantos años, contra parte de mi naturaleza, en el evangelio marxista.

No fui capaz entonces de compartir ese secreto, de ponerlo en la vida corriente. Y sin embargo, qué es “lo que no cesa” lo sabe todo el mundo, excepto los profesionales de la Filosofía. Lo cierto es que, recién llegado del limbo de lo político, sentí miedo ante esa interpretación contemporánea del Eterno Retorno. Tuve que retirarme a un paraje encantado en El Caurel, congelar el mundo desde un sitio llamado Roxe de Sebes, quizás temiendo que ese oro acrisolado en el fuego se perdiera. Alejarse a la soledad, hacerse otro, cambiar de nombre. Aquello fue también un experimento radical con uno mismo que puso en suspenso todas las identidades personales anteriores en favor de la existencia, que siempre espera delante. Rehuí durante años toda intimidad para esconder ese pensamiento de la mirada de los humanos, intentando fundar un sistema nuevo que sedara el vértigo de ese punto fijo, haciéndolo correr con los días.

El libro que salió de allí no es publicable: Días es solamente un purgante. Con el tiempo se aprende que el sistema es dejar-ser a la contingencia del tiempo. Para poder volver a la comunidad, aprendí esto en el silencio en el bosque, no en las ciudades gobernadas por los ídolos culturales. Con o sin viaje a Italia, nos salva de la Filosofía, de la Historia y de Occidente, descender a un sentido sureante. Por debajo de sus torpezas, éste es el aliento real de Lo que no cesa.

La idea febril de este inicio, que leyó como un libro de ciencia Así habló Zaratustra y el Ulises de Joyce, es un instante que es ley del tiempo, un momento huérfano de cualquier Historia que intente rescatarlo para lo general. En el fondo estaba el descubrimiento de Sócrates: no tenemos otra tarea más alta que prepararnos para la muerte, para la potencia vital de una irremediable ignorancia. ¿De joven fuiste peligrosamente trágico, melancólicamente desgarrado? De mayor debes ser pueril.

Asistan, por favor, a los meandros de ese descubrimiento, a los esfuerzos desesperados por darle forma. El texto es también el documento “juvenil” de un cuerpo a cuerpo con la psicosis, resistiendo a la tentación de salir huyendo y no tomar en serio esas voces. Lo digo ahora con la mayor sencillez posible: para quienes veníamos de ahí, de lo que no cesa de retornar, toda la teoría de Lacan en torno a ese “horror fundamental” que funda al sujeto, pareció desde el principio el colmo de lo razonable.

Aunque Lo que no cesa, está plagado de defectos formales y conceptuales, no se ha cambiado ni sola una coma de la versión de 1981. Como dice un enemigo íntimo, quien piensa lo hará mejor a partir de los defectos.

LO QUE NO CESA

¿El simple mirar no es -mirar abismos?
(Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”)

Se está de acuerdo comúnmente en que el conjunto de eslabones que forman el pensamiento de Nietzsche (la experiencia trágica de Dionisos, la muerte de Dios, el Superhombre, la Voluntad de Poder) está anudado en lo que ha sido presentado explícitamente como un enigma, el pensamiento del eterno retorno. Quizás el enigma está aún por desvelar, y con él, el carácter esencial de una obra en la que se ha creído reconocer la raíz de nuestro destino.

Lo que sigue no debe tornarse más que como la presentación de una hipótesis cuya afirmación tajante, necesaria desde hace tiempo, requeriría un trabajo esencialmente distinto. Mientras tanto, para lo que no es más que un esbozo muy limitado, se han escogido como señales un capítulo de La gaya ciencia, “El más pesado peso”, dónde irrumpe por vez primera en la obra de Nietzsche la idea del Eterno Retorno, y dos capítulos de Así habló Zaratustra, “El viajero” y “De la visión y del enigma”. Todo lo que se dice aquí no pretende más que dar cuenta de lo que pueda estar en juego en esos pasajes.

“Qué ocurriría si un día, o una noche, un demon se deslizase en tu más solitaria soledad y te dijese: ‘Esta vida, tal como ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y lo indeciblemente grande de tu vida ha de retornar para ti, y todo en la misma serie y sucesión -e incluso esta araña y este claro de luna entre los árboles e incluso este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es siempre de nuevo vuelto -¡y, con él, tú, partícula de polvo entre el polvo!’”.(La gaya ciencia, Libro IV: “El más pesado peso”).

El anuncio del eterno retorno da entrada a la obra capital de Nietzsche, Así habló Zaratustra, y constituye, según él mismo (Ecce homo: “Así habló Zaratustra”) su motivo central.

¿Qué puede querer decir que todo retorna eternamente en un pensamiento que nadie se atrevería a calificar de místico? Las interpretaciones que nos deja el pensamiento moderno identifican de una forma ó de otra al eterno retorno con un pensamiento que consideraría la totalidad del curso del tiempo, dando por supuesta su linealidad e infinitud, en el sentido de su posible repetición, como tal totalidad y en cada uno de sus momentos. Pero tales interpretaciones tienen en común algo que resulta inadmisible en el pensador que se supone ha concluido el diálogo histórico de la filosofía. En efecto, un pensamiento así deja intacta la esencia lineal e infinita del tiempo acuñada en el origen de la metafísica, pues la repetición circular de la totalidad, girando o volviendo en cualquier manera sobre sí misma, no pone ningún límite absoluto e irreductible a su esencia, más bien lo desplaza infinitamente. Así, el tiempo se conserva esencialmente como sucesión infinita y uniforme de momentos. Pero ello porque se contempla el devenir, la totalidad temporal, desde un punto de vista externo: sin recurrir a un punto de apoyo inefable situado en un más allá de lo presente no se puede hablar de repetición o giro de la totalidad sobre sí misma, pues tal totalidad es entonces un ámbito absoluto, imposible de reconocer desdoblado o acabando para comenzar de nuevo. En realidad, el supuesto retorno del tiempo sobre sí mismo no hace más que explicitar de otra forma el fluir infinito de las cosas hacia el lugar inaccesible donde toda la metafísica sitúa la raíz de la verdad. Pues bien, el punto de vista suprasensible que caracteriza esencialmente a la metafísica es algo que Nietzsche se prohíbe explícitamente, al menos, desde el pensamiento de “la muerte de Dios” y, en general, es totalmente incompatible con el enfrentamiento violento a toda transcendencia que caracteriza a su obra.

En cualquier caso, por si esa consideración no bastara, Nietzsche se preocupa de rechazar explicita e inmediatamente la interpretación metafísica del eterno retorno poniéndola en boca de un personaje, el “espíritu de la pesadez”, que asiste a la presentación del enigma:

“‘¡Alto! ¡Enano!, dije ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos: ¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ese no podrías soportarlo!’.

Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro, el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí dónde nos habíamos detenido había un portón.

‘¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta el final.

Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia delante -es otra eternidad.

Se contraponen esos caminos: chocan derechamente de cabeza: -y aquí, en este portón, es donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.

Pero si alguien recorriese uno de ellos -cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú, enano, que esos caminos se — contradicen eternamente?-’.

‘Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”.

‘Tú, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! O te dejo en cuclillas ahí dónde te encuentras, ¡cojitranco! -¡y yo te he subido hasta aquí!’”.(Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”).

El “espíritu de la pesadez” entiende el tiempo externamente, como una totalidad que retorna circularmente sobre sí, repitiéndose: los dos caminos que convergen en el “instante” son el mismo, un sólo camino circular que converge también — en otro punto. Y es esta interpretación la que rechaza Nietzsche, pues el retorno circular no dice en realidad nada frente a la noción vulgar de tiempo, ya que conserva la infinitud temporal, y por tanto la linealidad, contemplándola desde una posición suprasensible que requiere un punto de apoyo inefable, la ilusión de un punto de vista exterior a la totalidad del devenir.

¿Qué significa entonces que todo retorne eternamente? ¿Es posible que se esté diciendo ahí algo que para más de dos mil años de metafísica haya permanecido inconcebible?

Recordemos en primer lugar que el tema del eterno retorno aparece en la obra fundamental de Nietzsche, en el parágrafo titulado “La más silenciosa de todas las horas”, marcando un cambio brusco de tono, como algo que aterroriza a Zaratustra:

“Entonces algo me habló sin voz: ‘¿Lo sabes, Zaratustra?’

Y yo grité de terror ante ese susurro, y la sangre abandonó mi rostro: pero callé.

Entonces algo volvió a hablarme sin voz: ‘¡Lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices!’-

Y yo respondí por fin, como un testarudo: ‘¡Sí, lo sé,
pero no quiero decirlo!’

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: ‘¿No quieres, Zaratustra? ¿Es eso verdad? ¡No te escondas en tu terquedad!’-

Y yo lloré y temblé como un niño, y dije: ‘¡Ay, lo querría, mas cómo poder! ¡Dispénsame de eso! ¡Está por encima de mis fuerzas!’

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: ‘¡Qué importas tú, Zaratustra! ¡Di tu palabra y hazte pedazos!’”-

Por no estar “maduro para sus frutos”, Zaratustra ha de volver de nuevo a la soledad. A partir de ahí el eterno retorno es sólo rozado como un enigma abismal, un pensamiento continuamente aplazado en su formulación definitiva: “(…) el enigma que he visto – la visión del más solitario” (Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”). “¡Ay, pensamiento abismal, que eres mi pensamiento! ¿Cuándo encontraré la fuerza para oírte cavar y no temblar yo ya? (…) ¡tú, abismalmente silencioso!” (Así habló Zaratustra, III: “De la bienaventuranza no querida”). “¡Dichoso de mí! Vienes -¡te oigo! ¡Mi abismo habla! (…) ¡Dichoso de mí! ¡Ven! Dame la mano -¡ay! ¡deja! ¡ay, ay! —náusea, náusea, náusea —¡ay de mí!”. (Así habló Zaratustra, III: “El convaleciente”). La vida, después de que Zaratustra ha susurrado algo en su oído: “¿Tú sabes eso, oh Zaratustra? Eso no lo sabe nadie” (…) “Y nos miramos uno a otro y contemplamos el verde prado, sobre el cual comenzaba a corre el fresco atardecer, y lloramos juntos”. (Así habló Zaratustra, III: “La segunda canción del baile”).

¿Qué verdad puede producir este abismo de horror? Que Nietzsche, aunque parezca formular el eterno retorno oscuramente, no retrocede ahí ante nada impensable es algo que sólo puede mostrarlo, dado que la verdad no depende de una fórmula, el despliegue global de su obra, que, ciertamente, dice con creces cuál es ese “pensamiento abismal”. Ateniéndonos a unos fragmentos limitados, aquí sólo podemos insinuarlo.

En primer lugar, el carácter subrayado de enigma que Nietzsche le da al eterno retorno apunta ya al corazón de su verdad pues, en efecto, en un sentido radical, del enigma se trata. El enigma del eterno retorno está a plena luz, es la raíz impenetrable de la presencia, y es precisamente esto, el peso abrumador de una verdad radicalmente simple que atañe a lo común, y no la complejidad de una supuesta teoría o el hecho de que Nietzsche no haya sido más explícito, lo que explica su dificultad para la razón, el desvarío de las exégesis conocidas. Así como, en primer lugar, el terror de Nietzsche-Zaratustra.

En efecto. La realidad está gravada por una oscuridad
impenetrable, la que señala vagamente la finitud y ambigüedad que la muerte impone en el fluir de las cosas. Para el ámbito total, absoluto de la presencia, tal oscuridad ha de ser necesariamente determinante, fundante de todo sentido, pues fuera de tal ámbito no se puede concebir nada en cuyo nombre esquivarla. De hecho, la metafísica consigue rehuir el peso determinante de lo irreductible que es la muerte, entendiéndolo como algo negativo, mera carencia de ser ó de verdad en la presencia inmediata (la indeterminación negativa de la cosa sensible en Platón, la hyle en Aristóteles, la carencia de ser del esse tomista, el noúmeno de Kant, la inmediatez indeterminada, “no mediada”, que sostiene a la dialéctica hegeliana), porque pone la raíz del ser en un ilusorio más allá de la presencia, un lugar incognoscible al que después se subordina la idea o verdad suprasensible. Ese lugar inefable no es, ciertamente, más que la oscuridad fundante del ser apartado de lo inmediato como algo negativo: es pensado desde y para la experiencia de lo presente, permaneciendo inexorablemente en ella, por más que sea un “más allá” para la verdad metafísica como eidos platónico-aristotélico, essentia medieval, etc. Precisamente la anterioridad explícita del más allá incognoscible de lo suprasensible (la Idea del Bien platónica, el Motor Inmóvil como fin, Dios para la metafísica medieval, el Racionalismo y Kant, la negatividad en la que se alimenta el espíritu hegeliano), la dependencia de la verdad metafísica con respecto a esa prioridad inaccesible, se da en la medida en que ahí se esconde el ser de la presencia rechazado corno presencia “sensible”, contingente. En definitiva, pues, la metafísica mantiene una verdad para la cual la indeterminación y finitud del devenir es negativa sólo en tanto se desentiende teóricamente de la raíz del ser, de la verdad absoluta de la presencia, a la que, sin embargo, permanece radicalmente subordinada.

Ahora bien, para un pensamiento que, como el de Nietzsche, tiene desde el principio el anhelo de fundir el ser con el devenir, afirmando radicalmente su verdad frente a toda huida transcendental, no cabe otra posibilidad que reconocer la indeterminación que flota en la presencia en su peso necesariamente determinante. Así, el pensamiento del eterno retorno culmina la ruptura de Nietzsche con la metafísica al afirmar la identidad de ser y devenir, la verdad radical del ente, reconociendo la raíz absoluta e irreductible del ser, es decir, la finitud del ser y el tiempo, todo lo real, bajo la primacía absoluta de lo indeterminado, una oscuridad fundamental que retorna eternamente: lo existente es absolutamente en su devenir, porque el devenir es ser, eterno retorno de lo irreductible determinando el fluir de las cosas. O bien, dicho de otra forma: la existencia es retornando eternamente, fluyendo desde el lugar determinante de lo indeterminado. Eterno retorno, pues, del ser en el devenir del ente, del devenir del ente en el ser. Unidad de la existencia, ser y devenir, bajo la absoluta primacía de lo común irreductible, el “eterno retorno de lo igual”. El eterno retorno no es, entonces, un enigma distinto a la luz del ser, algo solamente incognoscible, sino la oscuridad central que fundamenta y sostiene lo conocido, lo real:

“¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre hacia atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.

Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que haber recorrido ya alguna vez esta calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?

Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que -haber existido ya?

¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras sí todas las cosas venideras? ¿Por tanto —incluso a sí mismo?

Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia delantetiene que volver a — correr una vez más! –”. (Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”).

El “instante” retorna eternamente, siempre ya ha sido, arrastra tras sí todas las cosas venideras, en la medida en que en él se desvela la verdad de la existencia bajo la primacía de lo común irreductible, el eterno retorno de lo igual. Pues, ¿qué ha de imperar, retornar eternamente en el presente para que éste tenga pasado y porvenir, para que — permanezca una unidad del tiempo? ¿Qué puede ser lo igual a la totalidad del devenir, al ámbito absoluto de la determinación, más que lo indeterminado? Lo que retorna siempre en el instante, en la cosa, es, pues, lo común (“lo igual” o “lo mismo”, según las expresiones que a veces emplea Nietzsche) a todo instante y a toda cosa, la raíz común irreductible de la presencia.

Todas las cosas están “anudadas con fuerza” entre sí porque están encadenadas a lo igual, al peso determinante de lo indeterminado: cada instante, cada cosa arrastra tras sí todas las cosas venideras porque las implica esencialmente en la medida en que cada cosa es, sale a la luz, desde lo común irreductible a la presencia, una oscuridad determinante que retorna eternamente. Todo lo que puede ocurrir, la infinitud de lo posible, nace desde la finitud que impone el eterno retorno, el imperio de lo igual; nace, por tanto, desde lo ya ocurrido. Lo que transcurre por la calle “hacia adelante” surge de la calle “hacia atrás”: la cosa, en tanto puede correr, en tanto su ser es devenir, ya ha sido, pues es deviniendo en el ser, lo que ya era y siempre retorna.

El eterno retorno no es, pues, un pensamiento sobre la totalidad temporal que afirme ninguna supuesta repetición, que dejaría intacta la linealidad infinita del tiempo, y su dependencia transcendental con respecto a la región inefable que guarda la raíz del ser, sino la verdad radical del tiempo en el encadenamiento del “instante”, la unidad del presente en que la verdad se desvela, a la finitud del ser, su raíz irreductible. Porque Nietzsche desciende a la raíz del tiempo, el instante se funde con la presencia de las cosas, es su ser, y no un recipiente neutral y previo (la linealidad temporal) en el que la cosa se presentaría. Lo previo es para Nietzsche únicamente el ser, lo que permanece (lo “igual”), retornando eternamente.

Nietzsche revela así una verdad terrible: falta esencialmente la posibilidad de una infinita novedad. El mundo es radicalmente finito, puesto que está determinado por una impenetrabilidad implacable, retornando sin cesar en el devenir de cada cosa, envolviendo toda la riqueza de la apariencia, toda “infinitud”. Lo infinito está, pues, sometido a la finitud del ser, se da dentro de ella. Es el despliegue de la unidad del ser en la diversidad del devenir, pues éste, efectivamente, cuando no es considerado en la raíz de su ser (en la necesidad de un olvido que Parménides llamó doxa) aparece ilimitado, sin comienzo ni final en la linealidad del tiempo.

Pero la finitud del eterno retorno no resta nada de la presencia, sino que le restituye la plenitud de su verdad. La verdad del eterno retorno supone, ciertamente, “el más pesado peso”, la eterna confirmación y sanción de cada cosa en una necesidad que es absoluta porque hunde su raíz en lo irreductible. Pero ese peso es el de la máxima ligereza, el peso del ser como devenir:

Al precio de admitir la realidad determinante de una oscuridad que la metafísica había desplazado sistemáticamente a un más allá inefable, el ser puede al fin asumir radicalmente la presencia del ente, el devenir. Pues, en efecto, un pensamiento que es capaz de querer el eterno retorno, acaba con la deuda transcendental y el carácter negativo a que la metafísica ha condenado la presencia sensible: el ser de las cosas se identifica con su apariencia, es fluir hacia la muerte, nacer y perecer, porque la muerte misma, lo irreductible, no es ya algo negativo situado más allá de la presencia, sino la oscuridad fundante, determinante de todo lo presente. Para Nietzsche el devenir no es movimiento físico carente de ser, negativo, sino fluir desde y hacia lo común indeterminado a la presencia, pues a su primacía permanecen en última instancia entregadas todas las cosas. La muerte final de cada cosa no es más que la confirmación definitiva de una oscuridad irreductible que nunca cesó de imperar y que es radicalmente afirmativa: el eterno retorno de lo igual afirma absolutamente el ser de las cosas, por encima de la contingencia a que las condenó la metafísica, puesto que todo permanece, todo es eterno, cuando cada cosa sella con su entrega a la muerte la perdurabilidad de su ser, arraigado en lo común, en el devenir, el nacer y perecer de las cosas que la rodean. El “camino” con que Nietzsche representa el devenir es “eterno” porque en él el ser de cada cosa encierra lo que permanece común a todo lo presente, pasado o por venir.

Sólo la primacía de lo común irreductible en el ser del ente es capaz de asumir la integridad de su presencia. Sólo lo absolutamente indeterminado puede ser absolutamente determinante. Lo que permanece se funde con el movimiento cuando es lo absolutamente irreductible: el incesante retorno de lo indeterminado como raíz del ser de cada cosa, de su singularidad determinada, no es nada distinto al incesante movimiento de la cosa misma hacia la muerte, su retorno hacia lo indeterminado. El camino “hacia atrás” (el pasado) y el camino “hacia adelante” (el futuro) que convergen en el portón “Instante” son el mismo no porque se junten en otra parte, cerrando una circularidad infinita, sino porque el camino, el devenir, es absolutamente uno en su finitud, en el instante en que la verdad del presente se revela determinada por lo común irreductible. Lo absolutamente uno, lo común indeterminado que es raíz del ser, no es nada distinto a la diversidad del ente en el devenir. Si el ser es lo indeterminado determinante, no se da más que como diversidad fluyente de determinaciones, de la singularidad del ente. La diversidad del devenir es la unidad del ser, el movimiento del ente es su quietud.

En realidad, con el pensamiento del eterno retorno Nietzsche impone un giro en la filosofía que sale al encuentro de la noción de ser y verdad que sostuvo el pensamiento de la Antigüedad griega, antes del nacimiento de la metafísica. Como la aletheia griego arcaica, la verdad del eterno retorno es desvelamiento de lo común a la existencia, retorno de lo ya visto necesariamente: “¡y qué podría ocurrirme todavía que no fuera ya algo mío!”. (Así habló Zaratustra, III: “El viajero”). El eterno retorno vuelve a afirmar la verdad que designaban la physis y el logos arcaicos: salir a la luz desde el ocultamiento, el enigma impenetrable que fundamenta la presencia. Esa impenetrabilidad inexorable de “lo igual”, que el eterno retorno reconoce en el corazón de toda claridad, es “lo que no cesa” del fragmento de Heráclito (B 16, Diels), una oscuridad determinante ante la cual nada presente puede ocultarse. Al encadenamiento de la luz a lo irreductible — que se afirma en el pensamiento griego primitivo, el ser/no-ser de Parménides o el “camino arriba abajo” de Heráclito (B 60, Diels), se corresponde esencialmente el eterno retorno de la luz desde la oscuridad, del ente desde la raíz irreductible del ser, de lo irreductible en el ente: “¡Cumbre y abismo -ahora eso está fundido en una sola cosa” (Así habló Zaratustra, III: “El viajero”). El camino arriba-abajo, “uno y el mismo” para Heráclito, es el Instante donde Nietzsche enlaza los dos caminos revelando la verdad del presente. Y, en definitiva, para Nietzsche, tanto como para los pensadores arcaicos de Grecia, la finitud del devenir en el ser es entendida, radicalmente, no como una limitación negativa, sino como absoluta completud, perfección o acabamiento de la totalidad de lo presente.

“¿Te arrojarías al suelo, rechinando de dientes, y maldecirías el demon que te hablaba así? O has vivido un enorme instante en que le responderías: ‘¡Tú eres un dios y jamás he oído nada más divino!’ Si aquel pensamiento adquiriese poder sobre ti, a ti, tal como tú eres, te transformaría y, quizá, te aplastaría; ¡la pregunta ‘¿quieres tú esto una vez más e innumerables veces más?’, a propósito de todo y de cada cosa, estaría como el más pesado peso sobre tu actuar! O ¿cómo tendrías que estar a bien contigo mismo y con la vida para no aspirar a nada más que esta última, eterna confirmación y sanción?”. (La gaya ciencia, libro IV: “El más pesado peso”). El peso del eterno retorno es, en efecto, la condición de una ligereza divina. Si el ser es lo indeterminado determinante, se alcanza en la afirmación plena de una presencia que no está subordinada a nada más alto. Una verdad que pone en su centro toda la oscuridad del mundo es capaz de una afirmación absoluta, ya que no se debe más que a lo radicalmente irreductible:

“Recorres tu camino de grandeza: ¡ahora se ha convertido en tu último refugio lo que hasta el momento se llamó tu último peligro!

Me encuentro ante mi montaña más alta y ante mi más largo viaje: por eso tengo primero que descender más bajo de lo que nunca descendí:

¡Descender al dolor más de lo que nunca descendí, hasta su más negro oleaje! (…) Lo más alto tiene que llegar a su altura desde lo más profundo” (Así habló Zaratustra, III: “El viajero”).

Lo más alto, la verdad del eterno retorno, no puede ser otra que la verdad como belleza. La capacidad que tiene la poesía y el arte para proyectar una luz insólita sobre lo familiar, arrancándolo de la inercia habitual, surge de una afirmación del ser en la primacía de lo común indeterminado. Y, como la verdad poética, también el eterno retorno restituye el ser a las cosas poniéndolas bajo la luz deslumbrante de la oscuridad común a la totalidad: “Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas -¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?”. (Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”). ¿Qué es lo que retorna ahí más que lo común indeterminado? Sólo cuando alcanza la belleza el eterno retorno consuma plenamente lo indeterminado en la determinaci6n, la oscuridad fundamental de la verdad.

Así como desde su origen, y tanto más cuanto más radical sea su posición, la metafísica está presa de la negatividad que afirma en lo real para esquivar el ser, negatividad que aflora explícitamente en su fin (Kant y Hegel), inundando a la cultura moderna, la verdad de la que es capaz el pensamiento nietzscheano del eterno retorno funde el ser y el ente en una unidad que redime el horror inicial de la primacía de lo irreductible, sólo rozado por la metafísica, en belleza, plenitud de la presencia. La belleza es para el eterno retorno la justa liquidación de ese horror fundamental sin el que la verdad no se entrega.

El poder de determinación que surge del eterno retorno se realiza así en la alegría de una afirmación capaz de querer la vida sin condiciones: “(…) el valor que ataca: éste mata la muerte misma, pues dice: ‘¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!’ O también: “Ya no pastor, ya no hombre, -¡un transfigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!” (Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”). Sólo para el “espíritu de la pesadez”, para la metafísica, el ser permanece amenazante como un abismo, una oscuridad sin sentido (“Hacia arriba: —a
pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el
abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio, enemigo capital”. (Así habló Zaratustra, III: “De la visión y del enigma”).
Para el eterno retorno la oscuridad del ser es la fuente de una armonía divina, una verdad que puede conceder a cada cosa su lugar.

“El amor es el peligro del más solitario, el amor a todas las cosas, ¡con tal de que vivan!”. (Así habló Zaratustra, III: “El viajero”). Con más razón que Sócrates, Nietzsche podría decir también que no entiende más que del amor, pues ¿qué es sino una verdad que ve a cada cosa, la más trivial, incluso lo malo o feo, desde lo absolutamente común a la presencia?

Ignacio Castro Rey. Madrid, 6 de abril del 2010

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