He visto la cinta de Kenneth Branagh cuatro días después de encontrar (no fue tan fácil) y ver con calma, en el dulce y clandestino hogar, La huella de Joseph L. Mankiewicz (Sleuth, 1972). La idea era en primer lugar revisitar, casi visitar por primera vez un mito del cine del siglo XX. Sobreañadida, la intención un poco perversa de comprobar otra vez la depresión postmoderna, la degradación que introduce la voracidad de la fiebre comunicativa, en qué sentido la tecno-ideología digital es puritana frente a la relativa tolerancia moderna. Desgraciadamente, este prejuicio tan conservador se vio espectacularmente confirmado mientras soportaba la versión cinematográfica de Branagh. De traductor a traidor, se dice, no hay ni un paso. De versión a aversión, ¿qué media, qué media cuando la mediación sin fin se ha adueñado del horizonte y no soporta ningún punto de referencia fijo, no corruptible, no deconstruible?

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