Bob Harris, el Bill Murray de Atrapado en el tiempo o La chica del gángster, y Charlotte, la Scarlett Johansson de El hombre que nunca estuvo allí, son dos norteamericanos de paso en Tokio. Bob es una «estrella» de cine, tal vez estancada, que ha viajado a rodar su enésimo anuncio de whisky, que le aburre profundamente. Charlotte viene acompañando a su hiperdinámico marido, un fotógrafo adicto a su propio halo y al trabajo que la deja continuamente sola.

Insomnes, ellos dos se cruzan de noche en el no-lugar del bar de su hotel, tan lujoso como insulso. Digamos que Bob transporta su crisis de madurez a Japón, «un lugar ya de por sí bastante confuso» (Coppola). También Charlotte está un poco perdida entre su filosofía clásica y su idiota marido actual. Tal como Coppola los pinta, no resulta fácil imaginarlos a él y a ella dejando de alimentarse de la crisis como primer combustible. A primera vista, pertenecen a ese selecto tipo de gente que saca su energía de las desapariciones, la ruina, las caídas. Recién casada una, antiguo casado el otro, padecen un simétrico desfondamiento, y la consiguiente ansiedad que hace que se entable entre ellos una especie de camaradería. Como seres neutralizados por la indecisión de cien caminos abiertos, tienden a una comprensión mutua anómala, fraternal, pero entre ellos no cabe el sexo. Se hacen pronto demasiado cómplices, demasiado hermanos. Y sin embargo, la insinuación erótica es constante.

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