Basta partir de una idea común de la creación, arraigada en la potencia emanativa del dolor, para que buena parte de nuestras creencias se tambaleen. En general, se podía caracterizar a esa idea por su atención a la labor básica de supervivencia que cumple el arte, ligada al riesgo de la existencia y lejos de toda función de segundo grado, meramente ornamental o discursiva. Aunque esa noción común es ignorada por buena parte de la conciencia crítica que hoy rodea al arte (con los epítetos de «ingenua», «mítica», «romántica», incluso «reaccionaria»: todo vale para clasificar lo que no sabemos), sin embargo, ha tenido versiones occidentales y orientales, antiguas, clásicas, románticas y, sobre todo, muy específicamente modernas.
Por tomar a mi favor un ejemplo cercano, recuerdo que hace unos meses, para cimentar una conferencia valiente y llena de hallazgos formales, José Luis Pardo defendió que el arte era sobre todo una cuestión de supervivencia, ya que se limitaba a darle forma a un peligro extremo que rodeaba al espacio natal del hombre[1]. En aquel caso se emplearon las imágenes de un Afuera en el que cualquier monstruo se adivina, pálpito deformador de una noche sin fronteras, temporal del no-ser, para señalar esa violencia fundadora. A diferencia de cualquier función sólo suplementaria o complementaria, posterior a una supuesta fundamentación cognitiva que haría la ciencia, el arte aparecía allí poniendo un primer suelo para la vida del hombre y el conocimiento, haciendo subordinada y posterior toda elaboración teórica.

1.       Felizmente, podemos encontrar avales de esta interpretación a lo largo de suficientes testimonios creativos e incluso críticos de este siglo. En hombres tan dispares como Rilke, Lorca o Artaud, por poner ejemplos suficientemente consensuados, hay una esforzada convergencia hacia esa visión. Que en el caso de Rilke es constante; sin ir más lejos, y menciono una obra aparentemente menor, sus Cartas a un joven poeta giran en torno a la rotunda afirmación de que la creación debe brotar, como único modo de justificarse, y también de romper con toda dependencia exterior, con la misma necesidad con la que transcurre la existencia[2]. Dice Rilke que sólo si escribir se hace absolutamente necesario está justificado; entonces, también se prescinde de toda prisa en publicar o en recibir avales externos, puesto que la mirada del público, con su crítica, ya está dentro de ese borboteo en el que madura la obra. Basta que la labor de creación se pudiese abandonar para que se deba abandonar, y esto en nombre del arte, del que estaría más cerca la vida común que toda elaboración a medias.

Muy lejos de él en estilo y formación, hay algún texto de Federico García Lorca donde se establece la misma relación entre el nacimiento de una forma y la agitación casi animal de la carne. En Teoría y juego del duende, una conferencia leída en Montevideo en 1934, Lorca dice de una manera asombrosamente desenvuelta que la ascensión en la escala de la creación se hace luchando con un duende turbio que se despierta «en las últimas habitaciones de la sangre», duende que nos empujaría con un talante muy distinto al de «el ángel» o «la musa», con una violencia casi dionisíaca que exige cristalizarse en voces[3]. No hace falta insistir en que, entre otros, Artaud se encontraría muy cerca de este raro territorio. Por ejemplo, todo el cruce de cartas con Jacques Rivière tiene en ese punto uno de sus pivotes: escribir es una «cochinada», dice el autor de Le Pèse-Nerfs, si no tiene la urgencia del hambre, si no brota y se mantiene fiel a ese «hundimiento central del alma» que llena nuestro punto de partida[4]. En consonancia con Rilke, Artaud llega a decir: «tengo para curarme del juicio de los otros toda la distancia que me separa de mí mismo».

Así pues, en estos tres casos ejemplares de nuestro siglo, es un peligro envolvente, en el que la carne misma es la que ha de pensar, el que impulsa la obra. Toda conceptualización posterior no sólo no se despega sino que ha de limitarse a darle forma a esa experiencia primera en la que dolor y conocimiento se igualan. Pues bien, aunque fuerte para los hábitos de esta década, nos encontramos ahí en una esfera de comprensión que resulta casi familiar si hemos tomado en serio a gente como Bataille o Sartre, como Levinas, como María Zambrano. Aunque, sin duda, en este campo volcánico el maestro de ceremonias sería Nietzsche: el arte, ha dicho cien veces el pensador del retorno, es lamedicina para un mal radical, un vértigo que sólo se cura entregándose a su enigma. Tenemos el arte, dijo este hombre tímido que se vio obligado a gritar, para que no se rompa «el arco del pensamiento», para no hundirnos en la verdad.

2.       Lo cierto es que si el arte tiene su eje en esa experiencia receptora de lo dado, del dolor de su fluctuación, se podía preguntar entonces quién no tiene tal peligro mortal, toda vez que el sentimiento más íntimo nos susurra que ese norte es el que orienta a la raza. ¿No será eso lo que al mismo tiempo coloca al arte en el centro de nuestras preocupaciones? Al fin y al cabo, todos somos niños indefensos ante el temporal del no-ser, particularmente, en ese vértigo o angustia primordial que es el umbral de toda decisión[5]. Y esto no sólo antes de ser adultos, sino justo al mismo tiempo que lo somos: sabemos, y así ha sido reconocido, que un «asombro» o estupor fundamental cimenta el origen de todo preguntar, culmine o no en la obra de arte. Cada vez que el humano dialoga consigo mismo, en esos momentos claves que toman las riendas de una vida, tiene al abismo como interlocutor supremo, en un espacio de soledad donde nada externo puede socorrerle. Por eso la veta más profunda de la teoría y la crítica en este tiempo (pongamos en esa nómina a unos cuantos, pero después de Kierkegaard) afirma siempre que el Otro, el Extranjero, es la indominable dimensión de las propias vísceras. De ahí que, desde los románticos al existencialismo, el Otro sea un problema clave, así como la locura o el absurdo, en el drama de identidad de la conciencia moderna.

Buena parte del arte que nos importa, de Jünger a Valente, sigue poniendo en un peligro similar el fundamento de la creación, lo que significa reconocerle un lugar central a esacontradicción o paradoja irresoluble que en otros tiempos, aparentemente ingenuos, fue más o menos orillada. Sin embargo, debemos recordar que tal lucidez ocasional de nuestra cultura no hace más que reconocer una verdad elemental que siempre ha estado ahí. En todos los momentos claves la existencia del hombre (por no decir de todo ser vivo) se conforma por una relación con una inexpugnable exterioridad: la otredad corporal en el amor, el animal o vegetal sacrificado en la alimentación, la fluencia aleatoria de imágenes cósmicas en el sueño, donde la conciencia (por eso se descansa, sin memoria) se funde con la opacidad corporal.

En conjunto, si tomamos en serio la violencia de la creación, artística o teórica (entendiendo por teoría algo menos castrado de lo que es habitual), hemos de recuperar para nuestra certeza esta idea: el problema del Otro está en la piel, en lo insondable de la propia diferencia, que rebasa cualquier previsión general. Esta verdad es tan incontestable, que el mismo Ortega decía que la forma más elemental de vida ya es con-vivencia, relación, discusión, pugna con una otra posibilidad que continuamente nos afecta. Podemos añadir que eso que llamamos «muerte» no es más que el rostro límite de esa otredad constitutiva que, siendo exactamente lo inimaginable (lo no presente), sin embargo, llena el fondo de la presencia, como silencioso interlocutor central.

Se puede aventurar que el papel central de la imagen en nuestra cultura, con esa extraña atracción con la que magnetiza al cuerpo social (incluso los niveles más bastardos de la publicidad dependen de ella) brota, en un plano más elemental que toda teoría, de darle una figura a esa lejanía que el hombre siente como su eje. Kafka dijo en algún lugar que el hombre sólo encuentra su morada ante el crepúsculo: pues bien, el arte es una condensación de ese hallazgo, de ese viaje. Está en el centro de nuestras preocupaciones urbanas (al menos desde Nietzsche, es el paradigma incluso para el sistema filosófico) porque hace retornar el concepto, lo construido, a esa experiencia primera que, en la mudez de las afueras, se constituye como suelo del hombre.

3.       Si esto es así, es inevitable reconocer que reina un equívoco total en cuanto a la naturaleza de la cercanía, de esa inmediatez común que nuestra conciencia crítica media, desoyendo la voz de los poetas, toma por evidente, como si fuese un ingenuo punto de partida a superar por la complejidad del concepto.

Frente a la comodidad de ese vicio conceptual, al menos desde Hölderlin, la línea más ardiente del pensamiento occidental (una vez más, por no hablar de un Oriente esencialmente superior en este punto) no deja de señalarnos que en la cercanía palpita cualquier cosa menos lo que sería una evidencia física, algo simplemente determinado o «dado» (mecánica, causalmente, etc). Frente a esa idea reductora, tópicamente ilustrada, el poeta de los Himnos canta un día que, justo en el cenit de su fiesta, es río de la Noche. Un día cuyo eje está en la otra orilla, el secreto que desciende impetuosamente desde el deshielo de la montaña. Y parece obligado recordar que Nietzsche se encarga después de destruir cualquier esperanza en que un suelo puramente «físico», susceptible de ser conocido objetiva o científicamente, nos salve del vértigo de todo instante: en el obsesivo reguero que recorre la obra del solitario de Sils-Maria, tanto el instinto, como una mítica intuición primera, como el sentido de la tierra sólo se revelan después del hundimiento en el ocaso, una vez que Zaratustra a atravesado todo el pantano del terror y reencontrado las metáforas del retorno[6]. Tal retorno toma los nombres de niñomediodíasuperhombre.

En fin, son estos (como la novena de las Elegías de Duino, donde se aventura la unidad de la tierra y lo invisible) hitos de nuestra tradición que se han intentado recordar siempre en momentos clave. Como esta preciosa idea: soñamos, decía poco más o menos el Goethe de Las afinidades electivas, para que algún día podamos llegar a ver. De este modo, como los surrealistas, también él insinuaba en lo sensible una hondura que nos exigiría toda la imaginación, la libertad de lo onírico. Así pues, en lugares culminantes de nuestro pensamiento, amarrado inevitablemente al crear poético, no hay nada parecido a la superstición de una naturaleza mecánica o naturalista. Hasta tal punto esta conquista se corresponde con un giro epistemológico de nuestra época, frente a la ingenuidad del mecanicismo del siglo XVIII, que incluso ha tenido síntomas en el campo limitado de la ciencia. Por si no es sabido, recuerdo que Max Planck se asustó tanto al descubrir una materia que no existía más que como emisión discontinua de energía (cualificada en «cuantos») que se esforzó cuarenta años en intentar demostrar que su descubrimiento era falso. Afortunadamente no lo consiguió y, después de la apasionada discusión que Bohr y Heisenberg sostuvieron con Einstein, la física cuántico-relativista nos ha legado un orden físico que no excluye la violencia de lo fortuito, lo no determinable. Se podría extender el mismo hallazgo, que erosiona profundamente el paradigma de la calculabilidad, al campo de la biología, incluso al de las matemáticas.

Pero mejor no extenderse más. Sólo quería recordar que la equívoca «muerte de Dios» nietzscheana, que ha inundado de un modo sospechosamente fácil el siglo del control y la tecnología, también supone la «muerte» de la Naturaleza mecánica. En «Historia de un error», uno de los capítulos claves de El ocaso de los ídolos, Nietzsche plantea que era el ideal de un mundo suprasensible la que mantenía la ficción de un mundo puramente «sensible» o material, físicamente mecánico. Una vez que ese mundo sobreterrenal ha muerto, también desaparece la firmeza de lo solamente «físico»: por eso el hombre ha de crear (como un superhombre) para alcanzar el sentido de una tierra que ahora tiembla en su sin fondo.

La antropología moderna, por boca de Malinovski o Lévi-Strauss, personajes en realidad poco proclives al «irracionalismo», ha insistido también en que el origen del sentimiento religioso (y es sabido que el indígena es sólo la metáfora de nuestro desvalimiento constituyente) está en la irrebasable soberanía que el hombre siente en la existencia física, en el misterio de la vida vegetal y animal, del amor, la muerte, la procreación. Tomemos como queramos esa lección; si la oímos junto con otros eslabones del pensamiento contemporáneo nos impone olvidar de una vez por todas afanes edificantes para aceptar la Cultura como un intento de retorno, de adaptación al sentido latente en la tierra inculta. Me parece que si entendemos la mentalidad ecologista en un sentido fuerte, no resulta del todo ajena a esa certeza. Y, por lo demás, parece obvio que en el arte hay múltiples concomitancias con esta idea que se abre paso incluso en el campo científico. Por citar otros ejemplos canónicos, es sabido que Joseph Beuys estaba obsesionado con una idea «ampliada» de arte que rescataba la forma más elemental del trabajo para la esfera chamánica de la creación. O Duchamp, insistiendo al final de su vida en que su máxima obra de arte había consistido en «respirar».

En fin, después de todos ellos, esa ya rancia contraposición entre lo «dado» y lo «construido», entre naturaleza y libertad, no tiene vigencia, pues lo heredado es en el fondo cualquier cosa menos un terreno firme, que no exija todo el esfuerzo del pensamiento para conquistarlo. En realidad, la libertad humana sólo es posible, y necesaria, si en la misma existencia común reina la indeterminación. Según insistía Schelling, la libertad es necesaria para rescatar lo originario de una necesidad que se manifiesta en una intransferible «revelación» singular, anterior e irreductible a todo raciocinio, a todo el orden de lo público[7]. Pero que conste que, en el fondo, no estoy señalando ninguna verdad que no sea sencillamente común: precisamente por «radical», era conocida por nuestras madres, que tenían la ventaja de carecer de una barrera erudita que les apartase de esa vitalidad de la sombra común, de una lucha a muerte por la vida.

4.       La experiencia cotidiana ha estado siempre amenazada por esa hendidura central, difícilmente confesable. Diría otra vez que (al menos para nosotros, los alienados por la «cultura») el arte convoca desde un lugar extrañamente magnético porque, con su emisión intermitente de figuras, rescata esa experiencia vertiginosa y fundacional de lo impalpable. Si tiene una función de comunicación extrema (incluso la filosofía y la religión recurren a ella) es porque sus imágenes hacen retornar toda la voluntad ordenadora del pensamiento al sentido interno del azar terrenal, ese enigma que gira con los días.

Para salir del atolladero habitual en el que encerramos nuestra memoria, acaso tendríamos que empezar por reconocer que el artista, con toda esa «rareza» externa que a menudo le caracteriza (indumentaria, costumbres, carácter), es el más común entre nosotros. Por emplear una dualidad vulgar, parece que no se trata de alguien que represente la «excepción», sino más bien el caso más cercano a lo inconmensurable de la «regla». En él se concentra un dolor tan intenso que pierde la esperanza en otra redención que no sea la de la propia crudeza de la herida, como si se tratase de curarse con un anticuerpo. Desde el vértigo de esa caída a plomo, se acaba donando la imagen que le da un lugar, en cualquieraquí y ahora, a ese no-lugar que hemos vivido como centro. Tan cercano a nosotros, Ezra Pound dijo que el arte ataca lo absoluto en el terreno de la vida singular, por eso logra una forma de comunicación extrema. De este modo, el artista se erige en «antena de la raza»: en cierto modo, la imagen de lo Otro que forja siempre es otro rostro del Hombre. De ahí quizá el halo silvestre, aislado, irónico o huidizo que le protege de la cultura (incluido el periodismo).

Qué duda cabe que si el arte rompe a veces con la mascarada cultural es porque también lo hace con la seguridad de su sistema inercial de oposiciones. Para empezar, el de la muerte a la vida, y todo lo que de ahí se deriva: lo «real» contra lo «irreal», lo «visible» contra lo «invisible», la «identidad» contra la famosa «alteridad». Si hay obra, rompe en bloque con ese reguero de claudicaciones ya viejas que Spinoza catalogó como «prejuicios»[8]. En particular, con esa edificante afirmación de que el conocimiento es algo en el fondo distinto a la más desnuda experiencia. Infancia, la de la obra, que toma el abismo como matriz (como Padre, como Verbo: las resonancias bíblicas son inevitables), curándonos así del terror, de la alienación, de la locura. Dándole la voz a la mudez de la materia, la cura del arte se ejerce desde abajo, un subsuelo que no conoce la compartimentación de las épocas, ni las de la clasificación erudita. En realidad, la experiencia artística es de una humildad casi inconfesable en el mundo del concepto: su órbita se cumple cuando un hombre, como Joyce, es capaz de entender que todo se resume en ser capaz, tañendo con la guitarra viejas baladas irlandesas, acunar a una niña que se está volviendo loca.

Hay aquí un fenómeno que desborda lo meramente psicológico. Y sólo si entramos en él podemos comprender el poder chamánico, fuertemente medicinal que tiene el parto de la obra. Poder que compensa incluso la inevitable ignorancia pública que rodea al artista. En efecto, desde ese abismamiento común, la obra de arte se yergue con tan violenta novedad que está condenada siempre a atravesar un desierto, por despierta que sea la época (¿para quien crea, hay épocas despiertas, no alienadas?). Esto es inevitable, pero, como dijo María Zambrano, todo un público (otra mirada: lo otro que mira) está ya en esa forma sola que tiembla, tensada en lo desconocido. Desde su soledad, la obra destella mundos: salva el aislamiento de la carne con ese fulgor que viene de abajo. Después, basta una sola mirada, un solo espectador, para que se renueve la esperanza de esa comunicación insólita. Si la obra se ha resuelto, con ese milagro inversor, tenemos que atrevernos a decir (aunque vaya en contra de las prisas de esta época y de su voluntad mediática): la comunidad está aquí, ya vendrá el público que la reconozca. Son múltiples los ejemplos de la paciencia de esa espera. Pessoa pudo subsistir como un humilde empleado, ignorado por la cultura de su tiempo (al parecer, Unamuno ni siquiera contestaba sus cartas) porque tenía entre las manos esa inmensidad de la creación. Y quizá, después de todo, no es tan lejano el aguante de Van Gogh, teniendo a su hermano casi como único interlocutor.

En el arte, es la violencia de la caída la que brinda un horizonte de recuperación, incluso la resistencia de esa extraña alegría, según Keats. Toda obra de arte está sola frente al precipicio, por eso funda un mundo, irradiando una multivocidad que vale para cualquiera. Del mismo modo que al artista ha tenido que ser el primer hombre, como Adán, para darle la palabra a la mudez de la existencia, por eso mismo es el último, alguien que toca a todos los hombres. Se abre, en esa experiencia que hermana al artista con cualquier posible observador, un instante que detiene el tiempo porque acumula, desde una imagen de lo inconceptualizable, toda posible variedad. Se abre, en realidad, una memoria que permite el olvido: al recordar, hasta el umbral de lo inimaginable, podemos volver otra vez a ser río, tierra, corriente. Intensificándola hasta una imagen, el arte cura haciendo comunicable nuestra más íntima dolencia. Comunica desde una raíz tan imposible como común, de ahí la fascinación social que crea, incluidos los fenómenos más groseros. El esnobismo, el frenesí estúpido de las modas, el mercadeo, están enganchados a esa incandescencia, a la memoria de su aparición y la promesa de su vuelta.

También aquí deberíamos prescindir de las relaciones habituales, ya que ese templum de la contemplación, que irrumpe con su perturbadora novedad, no acaece en el tiempo, como una excepción en su carrera contable, sino que, por el contrario, funda cualquier tiempo posible, envolviéndolo, haciéndolo recomenzar. En efecto, fechamos el tiempo desde lo ab-soluto (des-ligado) de esos momentos míticos. El mismo mito, su imparable tendencia a reproducirse es el retorno de una figura de lo intemporal a la forma del tiempo. En efecto, una sincronía profunda (según Nietzsche, cargada con el «vaho de lo ahistórico») recorre la obra de arte, rompiendo los diques culturales, sociales, cronológicos. Por eso es (o era, antes del desierto mediático de estas décadas) casi un lugar común admitir que en la esfera del arte no hay progreso: entre Altamira y Picasso, entre Hesíodo y Machado, entre Omar Khayyan y Rimbaud, sentimos reinar una con-temporaneidad esencial (quizá, la de los que han bajado al infierno). En el fondo, todos hemos pasado por la experiencia de contemplar una obra de arte «primitiva» y sentir ahí la hermandad originaria de la especie, más acá de cualquier frontera. La música de John Coltrane, la de los pigmeos africanos, los poemas de Wallace Stevens están, literalmente, llenos de acordes que no tienen tiempo. Es obvio, por lo demás, el mensaje político de esto para una sociedad que se pretende democrática, incluso abocada al mestizaje: todo estriba, creo, en que queramos integrar a los indígenas en nuestro castrado sistema de mediaciones tecno-racionales, o que nosotros (que sin duda somos el problema) nos atrevamos a volver a la ley común de la tierra. Francamente, creo que esta última opción es la que preconizaban Nietzsche, Rilke o Joseph Beuys.

5.       Claro está es necesario que contra esta densidad ética y política que representa el arte, la de una existencia individual que se levanta como esencia en lo intransferible de su finitud, vaya dirigida la lógica socio-económica contemporánea, quiero decir, lo que las formas actuales de la tecnología tienen de estructura racional. Y para el caso, es lo mismo que sea achacable al orden social contemporáneo un peligro nuevo y mortal para esa forma límite de comunidad que representa el arte, o simplemente una forma específica de la eterna resistencia mediadora intrínseca a todo orden social, a toda época. Sea como sea, es obvio que se trata, entre la comunidad existencial y lo gregario-espectacular, de dos órdenes irreductibles. Si además el primero está en peligro, como a menudo parece, es urgente realizar una crítica de esa racionalidad mediadora, aunque no sea más que para defender el espacio no económico de la creación, manteniendo abiertos los pasillos de su angosta resistencia. Más aún si en el propio «medio artístico» hay síntomas inquietantes de rendición: recuerdo que incluso se pone en duda que haya frontera entre el orden de la creación, que es el de la vida, y el de la instrumentación mediática.

No puedo extenderme mucho en este punto, pero es obvio que eso que hoy podemos llamar razón calculadora o instrumental (aún tomando distancias con el peligro nuevo y letal que Heidegger ve en la trama de la técnica[9]), está en las antípodas, por su lógica, de esa experiencia ético- estética que pertenece al pasado más constante de los hombres, al más presente. El poder del capitalismo, con esa feroz voluntad de acumulación y control que tiene en el dinero su símbolo, es evidente que nace de una razón que ha proscrito toda relación con lo real que no sea la de la calculabilidad. Poco importa que la ciencia, aquí o allá, haya puesto teóricamente en cuestión ese paradigma, pues lo que ha pasado a caldo de consumo, a través de la aplicación utilitaria y técnica, es una voluntad general de medición que, al exiliar lo no calculable (podíamos decir: lo numinoso), acaba viendo en el dinero el único testigo de riqueza. No quiero provocar gratuitamente a nadie, pero aseguro que podemos ver en cien pasajes de la Biblia una condena moral de esa reducción tecno-económica que ha operado en todas las épocas. Lo nuevo, si hacemos caso a algunas voces, es que ahora se ha racionalizado, convirtiéndose en peligrosamente normalizada. Para aproximarnos a la dimensión inquietante de ese peligro recomiendo encarecidamente la lectura de La sociedad del espectáculo, del recientemente suicidado Guy Debord, que en mi modesta opinión prolonga insólitamente la crítica al fetichismo universal de la mercancía, a su inmensa gratificación anímica, que Marx desarrolló en el libro primero de El capital[10].

Antes de contar la vida de las cosas como mercancía, es claro que el capitalismo tiene su base ontológica en la cuenta del tiempo; sólo desde ella se produce la conversión del trabajo humano en mercancía, o la tiranía del valor de cambio. Efectivamente, el capitalismo no es tanto un sistema determinado de producción económica como una cierta lógica cultural en relación con el dolor de la existencia. El capitalismo es ahora casi invisible (y pervivió fácilmente bajo el «socialismo») porque su «sistema» es sobre todo el sistema del tiempo, lo diacrónico-contable convertido en esencia. Contabilidad general que sólo se puede hacer si de alguna manera nos enganchamos, con toda las técnicas posibles de la socialización, a una expectativa de futuro que desatienda lo absoluto de la finitud presente, de cada vida, de cada minuto. En este sentido, es significativo que tal enganche a lo diacrónico funcione tanto con la lógica de la promesa (tal descubrimiento revolucionario, tal noticia), como con la amenaza de un apocalipsis (económico, ecológico, poblacional): ambos perfiles del Futuro debilitan la confianza en nuestro ser singular, en lo único de nuestro presente en la muerte. Al mismo tiempo, nos coaccionan con una promesa salvífica basada en el miedo. El carácter redentor de lo mediático arranca de ahí, así como la fascinación de lo gregario-espectacular, sabiamente combinado con una soledad y una esclavitud laboral que posiblemente jamás haya conocido el hombre.

Tengo que dejar para otro sitio una crítica pormenorizada al sentido último de esa lógica. Sólo remarco que el magnetismo de la oferta tecnológico-mediática radica en el espejismo de redimir el dolor de la vida individual, a la postre, su miedo a la muerte. Para facilitar es espejismo, ha de aislar planetariamente («espectacularmente», diría Debord) la vida de su raíz, de eso inexpugnable que, con distintos nombres, la hace autosuficiente y comunicada directamente con cualquiera, también con cualquier época. Por eso, en el oscurantismo del orden económico, la muerte debe aparecer cada vez más con un aire de fatalidad: accidente de tráfico o cardio-vascular, crimen casual, suicidio o desaparición inexplicables… No hace falta ser un lince para adivinar que detrás de la feroz y aséptica segregación de la que son víctimas los enfermos de sida se esconde ese mismo pánico gregario ante el sentido de la muerte, ante su posición fundacional en la vida, incomprensible ya para una sociedad que hace tiempo abandonó todo lo que huela a vida singular, a tierra, a soberanía. Sólo de paso, recuerdo que la cantidad insondable de suicidios o desapariciones «inexplicables» es paralela a los diagnósticos genéricos de «depresión», así como a los intentos de controlar biogenéticamente el nacimiento, o mecánicamente la muerte con eso que llamamos «eutanasia». Todo esto son síntomas de que el gran plan (dirigido exactamente por nadie) es que el hombre no viva lo absoluto de su finitud, no piense en ella: el valor, el fortalecimiento ante esa instancia límite le daría independencia frente al manágregario-mediático, haciendo su vida no intercambiable, ni socializable, ni productiva, ni sometible a estadística.

El escritor Rafael Sánchez Ferlosio recordaba hace poco que la rendición del hombre ante esa poderosa máquina de control y mediación que es el capitalismo contemporáneo (siempre estatal, aunque juegue con el mito de lo privado), tiene su base en el miedo al dolor, en el fondo a la muerte. Miedo frente al cual el sistema económico contemporáneo se levanta con una promesa de redención mediática, en la que todo se haría transferible, comunicable, almacenable, manipulable, en definitiva, potencialmente virtual. Es obvio que el mito de la Información se mantiene con la mentira de que la vida es cognoscible socialmente, sin un esfuerzo individual intransferible (que el sentido es transmisible, mediable, cuantificable: se compra a distancia) y esto tiene que ver con esa promesa telemática de liquidez y transparencia universal. (La palabra liquidez, a propósito del simbólico poder monetario, parece suficientemente expresiva). El mensaje fundamental de los medios, que por su actual eficacia desconcertaría al mismísimo Orwell, es efectivamente que la universalidad del Medio es el Mensaje, esto es: que la Noticia es la comunicabilidad universal de cualquier acontecimiento. Se trata, por tanto, del primado absoluto de lo público, vale decir, la universalización abstracta y espectacular de lo privado: el orden mediático convertido en fin (telos), horizonte, mundo. Se podía mostrar que la omnipresencia de la pantalla televisiva, que funciona también en habitaciones vacías, está cimentada en esto. Así como la constante alternancia de la noticia y el secreto: no sé si hace falta insistir en la complementariedad entre el aislamiento general y creciente de los humanos, esa horrorosa extensión de la privacidad, y el refuerzo imparable de los mecanismos de gregarización. Mecanismos que, de hecho, en nuestro primer mundo, hacen prácticamente innecesario el derramamiento directo de sangre; el hombre sigue muriendo, más que nunca, pero por dentro, o en los bordes accidentales del sistema. Insisto en que los titulares periodísticos de «depresión», «suicidio», «desaparición», «huida» o «accidente», señalan vagamente esa proximidad de un extraño sumidero universal.

6.       Necesariamente, cómo no, hay síntomas de contaminación en esa especie de reserva india, en ese espacio privilegiado de conocimiento que, dentro de la sociedad tecnológica, representa el arte. Éste no puede dejar de señalar que la verdad es indescriptiblemente común, forjada en la paradoja de lo imposible que sostiene la vida, pero, en un plano general, en la manera en que el arte se ordena socialmente, es normal que se retroceda ante la lógica redentora de la mediación. Comienzo por señalar que buena parte de lo que se produce(curiosa palabra) ya ni se presenta naciendo de la basicidad de una experiencia, sino de la eficacia de un discurso especializado, cuando no de un metalenguaje. Por eso mismo, la mayoría ruidosa de lo que se produce (que sistemáticamente privilegia el concepto de «investigación» al de «creación») ya ni intenta funcionar directamente, sin apoyaturas eruditas, periodísticas, comerciales, sociológicas. De ahí los ríos de crítica, el marco de la galería o la feria, el comisario, el valor conceptual de la firma del artista, el conocimiento de su historial y del movimiento en que se integra, etc. Es evidente, por ejemplo, que sólo dentro de ese marco de hipertitulación referencial funciona el omnipresente «Sin Título» (efectivamente, lo normal es que la obra no soporte una titulación terrenal). Se podía simplemente concluir: cuanta más impotencia para comunicar directamente, tanta más hipertrofia del marco referencial, de la dependencia superestructural, de instituciones.

En realidad, el tipo indigesto de producción de moda (hace poco, con su habitual soltura, Luis Gordillo la calificó de «corcho mezclado con polvos de talco») no sólo no nace de la vida, sino que ni siquiera nos la recuerda. Podíamos decir que buena parte de lo que se produce (y se «produce» mucho: se ha dicho más de una vez que hay ahora más «artistas» que en el resto de la historia) es un auténtico obstáculo para esa primera obra de arte que acaece espontáneamente en el ocaso, en los reflejos del charco en una calle, en el grito del vencejo. Y sin embargo, extrañamente, parece que esa era la primera preocupación de Cézanne, de Miró, de Trakl. Frente a ellos, nuestros colectivos de artistas parecen tener un dificultad genital para aceptar la llaneza común del abismo, para dejarse caer al ámbito de conocimiento radical que encarna la belleza. Claro, tal llaneza nos quitaría la exclusiva de ese vértigo originario que la mentalidad crítica llama «alteridad» o «diferencia» y encadena a la complejidad del concepto. En otras palabras: la impotencia artística actual es la de no poder aceptar que la eclosión perturbadora de lo nuevo, el sentido de la palabra «radical» o «vanguardia», es reactualizar un estupor común y muy antiguo, que no puede conocer progreso.

«Radical» viene de «raíz», pero poco o nada hay de eso en la mayoría de la producción culta. Y hay síntomas palpables: primero, esa pesada uniformidad, puesto que las obras se producen desde la escolástica imperante (el neón naumaniano, el urinario duchampiano, la grasa o el sombrero beusyanos, etc). Después, esa penosa dependencia de lo institucional: la galería de renombre, la crítica, la beca, el ministerio. Con ella, el sucursalismo cultural es también inevitable: puesto que se es incapaz de ahondar en el presente, de crear desde abajo, es necesario importar continuamente modelos… que ya están gastados cuando llegan. El retroceso de la obra individual en aras de la colectiva, de corrientes localizables sociológicamente, es otra consecuencia de esa falta.

Recuerdo además que esa cadena de compartimentaciones y ese tic del enfrentamiento que se reproduce constantemente (abstracción contra realismo, vanguardia contra tradición, instalación contra pintura, etc.) no hace más que confirmar la incapacidad colectiva para el espacio primero, anterior a toda división y sin nombre, de donde nace cualquier obra, sea un dibujo de Beuys o la anónima canción materna que consigue dormir a un niño. Frente a la humildad de ese lugar, ¿qué decir del constante privilegio de lo sofisticado, lo complejo y espectacular, tan caro a nuestra vanguardia? ¿No tiene esto algo que ver con una contaminación desde el periodismo, incluso desde el régimen de lo utilitario? Así como la obsesiva politización, la necesidad conceptual de crítica, discurso, ironía, queja. Esa manía, decía yo mismo en el texto de presentación, por encadenar el arte a propuestas sobre el presente sociológico. ¿No es todo esto tontamente edificante y circunstancial? De ser eso arte, sin más, nos sentiríamos obligados a reconocer como irremediable su carácter decomplemento lúdico de la economía, algo perteneciente inevitablemente al «sector servicios».

De la misma carencia de dolor y valor existenciales, viene también esa pretensión insultante, carente además de fe en la potencia de la obra, de «entrar en el espacio del espectador» para que éste participe en el acabado. Pretensión que, además, es completamente ingenua: es el silencio, la inanidad universal, que se supone que ha vivido el artista y puesto en el centro de su obra, la que debe provocar la atención del espectador, alguien que por naturaleza es desconocido y que nunca podrá confesar discursivamente cómo percibe, cómo acaba la obra. En realidad, la típica pretensión social de crítica y precisión es absurda para el arte, y otro producto más de la mentalidad dominante de lo instrumental, pues, por definición, aquella obra que rompa con la comodidad de lo establecido, no la veremos sino después, y aún así entre sombras, oscilando. Lo que ha pasado de un siglo a otro, en general, no ha sido visto por la crítica de su tiempo, y esto por una razón esencial: la perturbadora novedad con la que irrumpe la obra, cuando la hay, no se puede juzgar desde un conocimiento de lo que ya existe. La obra comunica cuando está sola, colgada de la inconsistencia común, por eso Steiner insiste en que es el arte el que hace la crítica[11]: lo que vale y lo que no lo decide el dolor de la creación, que también está en la mirada del espectador, o del crítico, y eso es incompatible con una pretensión normalizadora o canónica. En realidad, el crítico sólo acierta cuando reduplica la temblorosa soledad de la obra, desde la que llueve un mundo de imágenes.

Sólo otra cosa. Si hemos tomado una distancia crítica con la jerarquía del santoral católico no es, creo, para poner en su lugar otro santoral laico, además sensiblemente inferior en cuanto a su potencial imaginativo (de ahí que esta actitud mimética sea tan fácil presa de la crítica «conservadora»). Quiero decir que, en el campo del arte, puesto que hablamos de algo en definitiva irreductible al orden público (por no decir policial) del discurso, ningún nombre propio es imprescindible. Todo el microclima de la institución arte, queramos o no, vive tan enganchado a la droga de una comunidad elemental, una experiencia tan básica e indecible (en Presencias reales, Steiner casi balbucea cuando se acerca a ella), tan siempre ya vista, que se puede atravesar su discurrir con un mínimo bagaje erudito. Todo el arsenal que se necesita para esa travesía se reduce casi a un crepúsculo, visto ya hace mucho tiempo. Con él, fijada en la retina la agitación de su sincronía, podemos interpretar todos los nombre propios que importan. Para eso basta, dice Camus recordando a Rimbaud,cualquier Abisinia[12]: no sólo el silencio de Duchamp, o el que cuidó de Beuys, sino el desierto de cualquiera. Después de todo, insiste Camus, hasta los hombres sin Evangelio tienen su Monte de los Olivos.

7.       Vaya ahora por delante, como decía, que toda esta crítica no afecta un ápice a la fascinación primitiva que produce el arte, a su lugar fundacional en el conocimiento y en la liberación de toda presión externa. Simplemente intento mostrar cómo esa fascinación se realiza en conexión íntima con la dureza de la existencia, con la creación corriente, y a pesar del estado social del arte, del entramado burocrático-racional que le rodea. También el arte, como la filosofía, considerado socialmente, tiene un papel en la represión de esa «relación absoluta con la paradoja» que, según Kierkegaard, hace de la vida individual algo soberano, esencialmente superior a lo general[13]. Y sin embargo, esa función reaccionaria no es más que una anécdota dentro de la relación básica, inconfesablemente carnal, que facilita el arte más acá de todo el entramado social o económico. Bastaría que hubiese tres artistas por siglo, o tres obras, y parece que hay más, para que el resto de todo lo que se produce con motivaciones predeterminadas, quedase relegado al nivel de un experimento interesante.

Diría incluso que en lo más tontamente discursivo (supongo que también en el televisor) se puede producir ese parpadeo de una presencia inaudita, no determinable. Como el arte, en definitiva, funciona más por la fascinación irracional que suscita que por los productos que ofrece, toda esa trampa de la mediación discursiva desaparece cuando la obra, como por un milagro, consigue el efecto por definición inesperado de esa experiencia. Todo el orden de la mediación desaparece entonces como por ensalmo, cuando salta esa chispa y una imagen acuñada condensa mundos, confirmando lo indecible de cada existencia, toda su memoria de caras, briznas de hierba, dramas atravesados. Entonces vemos no tanto Arte como algo que ya estaba ahí, latiendo en callada espera. No tanto arte como ese instante «excepcional» que nos devuelve a una absoluta autonomía. Toda poética es la memoria de ese instante fundacional, un re-cuerdo que, por ir hasta el confín de lo imaginable, nos permite el olvido: volver al dios-río de la sangre, que corre con todo latido dentro.

La verdad obra, por doquier, y a veces delante de un testigo: alguien que es todo oídos ante el silencio de la tierra. En ese punto se cumple la labor de cura radical en esta sociedad endiabladamente mediadora de Occidente, puede ejercer el arte al devolvernos la unidad ante lo Otro, un rostro de la noche que nos salva de la alienación y hace de la mediación un juego, una travesía hacia ese lugar central y sin sitio que siempre ocupamos. La alienación no proviene de los medios, que son estrictamente necesarios, sino de la mediación sin retorno, desgajada de la inmediatez. Es también esa carencia la que la convierte en mito, en espectáculo. En realidad, si tomamos en serio el mensaje de ese instante sin tiempo, fuera de las épocas y sin embargo fundador de sus formas (en efecto, fechamos el tiempo por sus hitos), sería necesario, por encima del planetario de lo espectacular, tomar como modelo político la veneración, empezando por la de la infancia que extiende sus manos hacia un juguete. Esto significa, otra vez, escuchar la voz Política de ese modelo límite de exactitud que encarnan los poetas.

Anónima y cargada de nombres, perturbadora en la unicidad del temblor con que emerge, la obra confirma cualquier singularidad frente al imperio de lo general. Pone la ley moral dentro de cada hombre y de cada minuto, que así funde su latencia con la enormidad de un cielo estrellado. Claro que ese momento emergente es «peligroso», pues confirma la vida de cualquiera, incluido el criminal, pero sin él nuestra sociedad, que ha renunciado a tener una dirección, a los planes salvíficos, no tendría sentido. En este plano radical, sólo el arte (el arte por el arte) es Político. Ya vimos al comienzo que, no sólo para Lorca o Rilke, en esa entrega a lo minúsculo estribaba su grandeza.

En realidad, podemos decir en alto que hay más piedad por el dolor del hombre, por las víctimas de todos los sistemas sociales, allí donde el artista entra en un dolor sin objeto ni culpables, invirtiéndolo en la comunidad abierta de una forma poética, que en una referencia «política» o periodística, inevitablemente circunstancial, a un dolor concreto. Mientras en la obra no se vea tierra, mientras la pugna, la crítica, la decisión radical que es el obrar artístico no vuelva a la in-decisión de la tierra, dándole la palabra a la mudez de la materia, siempre estaremos a un paso (aprovechando además el espacio de extrema comunicación que, lo quiera o no, dibuja el arte) de reproducir la tentación de decidir por los otros, fundando una nueva República que expulse a alguien: algunos que, en el fondo, siempre representan el rostro del Otro.

Estoy hablando de llevar tan lejos nuestra soledad que podamos levantar una y otra vez un lazo comunitario que no sea sospechoso, ni mediado, ni discriminatorio, al sostenerse en la inanidad que pertenece a cualquiera. Esto, sin embargo, nos exige rescatar una antigua certeza, tapada hoy por la lógica económica: los hombres no son iguales sino hermanos, y encontrar la raíz de esa fraternidad, que excluye cualquier plano (por benéfico que sea) que pueda nivelar las diferencias individuales, exige admitir el abismo común sin ningún matiz negativo, como matriz de toda existencia. Sólo desde ahí se recupera una sociedad civil, una comunidad que, aunque no puede tener ninguna representación institucional estable, se sostiene con la libertad primigenia de cada cual. En realidad, por encima de versiones instrumentalizadoras, la democracia no tiene otro fin que mantener ese conflicto arcaico, esa apertura al peligro de la existencia. No es, en el fondo, ningún régimen particular frente a los otros, sino sólo el intento de subordinar la trama inevitable de mediaciones de todo orden social a ese espacio de libertad originario que vive en la selva de los corazones.

Y el arte llama a ese peligro apaciguador, a abrir lo político, su sistema de mediaciones, a ese bosque sincrónico en el que viven la sangre y las luces del hombre. Uno de los pensadores del siglo ha dicho: «Todo funciona. Ese es el problema». Ciertamente, la vida no es funcional, ni tiene ningún sentido determinado, sobrepuesto al «absurdo» de su discurrir y, por más que el sistema socio-económico se empeñe en desarrollar esa lógica, que siempre acabará en tortura, el arte clama por evadirse de tal maquinación. Clama por volver a una vida que no es Cultura, ni Concepto, ni Historia, sino fulguración de lo a-histórico. Quiero decir: no a desentenderse del curso de la historia sino más bien a practicar, con nuestra creación, un «intervencionismo» tan radical que perfore lo diacrónico, esa tiranía de la medición que empieza por la cuenta del tiempo.

Se trata, en efecto, de volver a un pensar no racionalista que sea capaz de consumar la síntesis entre lo heredado como necesario, con toda su «irracionalidad», y el ansia de libertad que embarga al hombre. Esa re-ligación entre lo moral y la naturaleza siempre es el eje del obrar artístico. Que llama, también, a combatir la esquizofrenia normalizada (ética/política, privado/público, etc.): no a laborar simplemente en el orden del concepto, sino más bien entender el mundo de las decisiones humanas, la cultura, como un viaje hacia el sentido inescrutable de la tierra, que siempre está al otro lado del crepúsculo. Lanzar una acción tan intensa que, a través de su pasión por cambiar el mundo, encuentre otra vez el mundo que no cambia. Vivir y pensar el espacio no epocal que sostiene todas las épocas, ese estruendo del tiempo contable. En efecto, sólo considerado social y externamente, lo privado está separado de lo público, o subordinado: nada esencial impide al individuo extender a lo general la ética de su existencia. Todo lo contrario, es una tarea vital intentarlo. La creación radical que es la vida corriente nos llama a aguantar en una inconmensurable singularidad para, desde ahí, utilizar lo público como medio, someterlo, tiranizarlo con lo sagrado que alienta en la inmediatez. Realmente, el peligro no está en lo público-mediático, sino en que esa trama se desarrolle sin retorno. Aunque seamos públicamente responsables, es medularmente necesario vivir al margen de lo público, solos frente a una vida que no tiene más soporte que lo intransferible de su íntima finitud. Esta tarea es difícil, pero en ella nos jugamos algo más que un objetivo determinado. Podemos estar en lo mediático, ocupar ahí un puesto, pero, si escuchamos la poiesis de la existencia, sólo es lícito utilizarlo como travesía para volver una y otra vez a una elementalidad que no tiene ni necesita remedio. Para esta tarea, con su bálsamo y su peligro, lo mediático está listo en todas partes, tanto en un pueblo de Colombia como en la red de Nueva York. Con esa decisión, cualquier camino vale; sin ella, todos prolongan el infierno.

El aspecto religioso de los campos al atardecer nos susurra que, en el fondo, no hay nada que hacer, ningún lugar a dónde ir, salvo estar en la tierra. O conseguimos, al otro lado de lo mediático, esa pacificación, o estamos trabajando para una guerra que nunca podremos ganar. Me parece que la paz que encarna la obra (siempre al otro lado de una guerra mundial), quiere de nosotros que seamos capaces, si no de «rezar», sí de llorar con el pálpito y la cercanía de todas las cosas. Quiere sostener una piedad, un amor que nunca se atreverá a decir su nombre y, sin embargo, ha de luchar por traer otra vez los dioses a la tierra, aunque eso sólo signifique enterrar a los perros muertos en el borde de las autopistas.

Madrid, abril de 1995.

1. Imágenes: ¿todavía el hombre? Cruce, Madrid, 1993, pág. 39.

2. R. M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Alianza, Madrid, 1980.

3. Federico García Lorca, Conferencias, II, Alianza, Madrid, 1984.

4. A. Artaud, Carta a la vidente, Tusquets, Barcelona, 1971.

5. Por ejemplo, según J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Ediciones del 80, BBAA, 1985, pp. 18 ss.

6. Échese simplemente una ojeada a F. Nietzsche, «Prólogo de Zaratustra», Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1972.

7. F. W. J. Schelling, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana, Anthropos, Madrid, 1989, pp. 225 ss.

8. B. Spinoza, Ética, F.C.E., México, 1958, p. 43.

9. Véase M. Heidegger, «La pregunta por la técnica», en Conferencias y artículos, Serbal, Barcelona, 1994.

10. Además de la tercera parte de La edad del espíritu (Destino, Barcelona, 1994), tanto el texto de Trías «Exilio occidental y viaje a Oriente», en el volumen colectivo Otra mirada sobre la época (Colección de Arquilectura, Murcia, 1994), como el libro Análisis de la Sociedad del Bienestar (Lucina, Zamora, 1993), de Agustín García Calvo, hacen un pormenorizado estudio de esa sistemática represión que ejerce la racionalidad contemporánea.

11. G. Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991. En particular, toda la primera parte: «Una ciudad secundaria».

12. A. Camus, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1981, p. 130.

13. Véase el precioso texto de S. Kierkegaard «¿Existe una suspensión teleológica de lo ético?», en Temor y temblor, Tecnos, Madrid, 1987.

Ignacio Castro Rey. Madrid, Octubre 1995

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