Ahora que esta bendita nación se enfrenta a un reto secesionista bastante insólito en Europa, es tal vez el momento de resucitar una vieja cuestión pendiente. Al menos, pendiente para aquellos que a los que nos duele un viejo dolor español que parece seguir teñido con sombras sadomasoquistas.

Pensemos sólo por un momento en una posible hipótesis latente en El Quijote. Imaginemos la obra magna de Cervantes no como burla cruel de un sueño castellano, aquellos libros de caballerías entonces de moda, sino como sátira de cierta ingenuidad hispana. El Quijote como corriente de humor sobre una generosa vocación imperial que ya parecía tener pies de barro, hundidos en un pantano de sentimentalidad inerme frente a otras potencias septentrionales, despiadadamente pragmáticas, que surgían con fuerza.

Borges habló en su momento de una adorable quietud en nosotros, un calor y una generosa amistad que son difíciles de encontrar en culturas occidentales distintas a aquellas donde se habla la lengua de Machado o Rulfo. Sin embargo, un posible reverso existencial, cultural y político, un envés de esa atractiva calidez podría recorrer las latitudes de nuestra cultura. En casi todas las naciones del universo hispano encontraremos un constante déficit en la modernización, sobre todo en lo que atañe a la simple conciencia nacional, al orgullo y la firmeza universales de ser así, como somos, españoles o bolivianos, chilenos o colombianos. Hay entre nosotros un complejo de inferioridad, una timidez cuasi ontológica que implica que el término medio de las naciones hispanas tengan una débil consistencia, una conciencia temblorosa de su identidad en la arena internacional. Y no sólo eso, pues la debilidad, a la fuerza, opera primeramente hacia dentro.

Ser cosmopolitas exige encontrar un lugar en la desprotección, ser capaces de navegar en el vértigo y la soledad de lo universal. Pero hace tiempo que la sentimentalidad hispana encuentra excesivamente fría y desolada la planicie de lo mundial. A diferencia de Italia, nos hemos refugiado en una cálida bonhomía que enrojece un poco ante la incertidumbre de cualquier gesta histórica, como si tuviéramos algo muy peculiar de lo que avergonzarnos, algo más que cualquier otra cultura o nación. Esta ingenua retirada se produce en nosotros -hay que recordarlo- al margen del tamaño, la riqueza económica, la potencia natural o la población de los distintos países. Y lo grave es que si falla esta cuestión de la resolución exterior, y su correlato de poder estatal, todos los otros elementos de una modernización, sean la literatura y el cine, la ciencia o la economía, quedan sueltos, descabezados, sin suelo.

Es lo que decía el penúltimo embajador estadounidense al despedirse, poco antes de hacer las maletas: «Lo único que no me gusta de España es lo poco que se quiere sí misma». Pero un parecido síndrome lo podemos encontrar en todos nuestros parajes. El caso de México, una nación que actualmente tiene 120 millones de personas, con casi 20 millones más en Estados Unidos, es bastante rotundo. Para empezar, mantiene con el poderoso vecino del norte una actitud ingenua, un poco mendicante y acomplejada que resulta parecida a la que España, gobernando la derecha o la izquierda, mantiene con la Comunidad Europea.

Dentro de su vigorosa pujanza, hay pocas dificultades mexicanas -la desigualdad social y la pobreza, la educación, la indolencia estatal y el nivel de delincuencia, el racismo interno que castiga a distintas minorías-cuyos signos no tengan una relación más o menos directa con una dubitativa conciencia nacional y la consiguiente fragilidad de las instituciones estatales, tanto hacia el interior como hacia el exterior.

En cuanto a la hispanidad es posible que Unamuno sea más rotundo, pero encontramos ya que el «particularismo» que Ortega denuncia en España invertebrada -un fenómeno que él sitúa, más que en Cataluña o el País Vasco, en el poder central- se debe a una especie de ingenuidad que justifica nuestra constante dimisión histórica. Según lo describe Ortega en el Capítulo V de ese extraño y todavía vigente libro, el problema de España no son los secesionismos periféricos, sino, por así decirlo, el «separatismo» de Madrid con respecto a lo que sería la audacia que necesita una nación moderna para mantenerse y proyectarse en el frío del mundo. Cuando falla esa audacia externa, fallaría también la cohesión interna. «Será casualidad -comenta el autor de Meditaciones del Quijote-, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular». Igual que en todo cuerpo orgánico, la debilidad hacia afuera parece revertir casi automáticamente contra el adentro. «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho».

En el particularismo de cuño hispano cada empresario, cada policía, cada político, cada ciudad y cada gremio sindical camina por su lado. Quizás de remota herencia árabe, este localismo tribal se ha acentuado por la debilidad de todas las revoluciones burguesas en el orbe hispano, que apenas han constituido naciones unificadas estatalmente y volcadas sobre el mundo, con la hilera de aliados, rivales y enemigos que sean de rigor. Es esta debilidad en la proyección histórica, con el inevitable resultado de amistades y enemistades, lo que hace que una nación se desgarre en luchas intestinas. La guerra civil española, que de manera democrática a veces parece seguir en estado larvario, es sólo un ejemplo histórico. «En tiempos de paz el hombre belicoso se lanza contra sí mismo», había advertido Nietzsche. Ahora bien, ¿qué hombre, qué nación no es en su raíz belicosa, obligada a luchar por mantener su singularidad, sin mendigar reconocimiento?

Y esta ingenuidad histórica del universo hispano no sería un problema de tamaño o potencia económica, sino de decisión, de conciencia política ante el vértigo de lo mundial. Aparte de la Argentina de Perón, aparte de algunas otras variantes histriónicas actuales, el ejemplo de Cuba -con todos sus defectos- sigue siendo una de las pocas excepciones significativas en esa timidez histórica. Con cien mil errores del régimen, una pequeña isla de doce millones de habitantes resiste el acoso de una de las mayores potencias del mundo -después de haber sido un prostíbulo- gracias a la inteligencia y la resolución de su patriotismo. Si la derecha española puede hoy hacer burla de esto es solamente porque ella también ha dimitido de cualquier coraje político en la arena mundial. Más importante que el marxismo -sus errores o aciertos- ha sido entre los cubanos una moderna conciencia nacional, como lo prueba el hecho de que después de Castro y de la Unión Soviética, hasta hoy mismo, persista la audacia nacional y estatal, aliada ahora con el fondo de un sincretismo católico que siempre latió en la isla. Es esta resolución -política e impolítica- la que falta dramáticamente en España, donde parece que hemos conquistado la democracia al precio de perder casi toda noción de lo que sea ejercer un uso legítimo, democrático y moderno de la fuerza.

Nuestra invertebración estructural, anímica e institucional, con sus secuelas de tensiones regionales centrífugas, se duplica una y otra vez en el sectarismo partidario entre derecha e izquierda, entre izquierda y derecha. No sólo en la actual España, también en el enconamiento ideológico interno de Argentina o Venezuela. Con ribetes cainitas, el fanatismo partidario es el sucedáneo de una totalidad nacional flotante, de una conciencia de comunidad moderna que ha sido adelgazada al máximo. Es cierto que el sectarismo es el abecé de la vida política en todas partes, pero el nivel al que se llega en los países latinos, España incluida, no tiene una fácil comparación. Tal vez la causa sea muy simple y siga teniendo relación con el diagnóstico de Ortega: no existe la suficiente proyección en el frío de la complejidad universal, un mínimo «orgullo» nacional ante los otros, que tampoco son perfectos. De manera que la hostilidad media que atraviesa toda sociedad civil -acentuada por la competencia capitalista- no encuentra entre nosotros diques de contención. Ni estatales ni morales, ni políticos ni patrióticos.

Aquello que, forzando un poco el lenguaje, podríamos llamar auto-odio es una de las herencias más perniciosas, más todavía que la debilidad de las estructuras políticas e institucionales, que la madre patria ha legado a las antiguas colonias. Es palpable en México, pero también en Galicia y Andalucía. Es palpable en Argentina, pero también en Asturias, Extremadura y Valencia. Privada y pública, la corrupción es uno de los signos de este odio a sí mismo y este despedazamiento interno. Ni que decir tiene, cuando la corrupción es hacia el exterior y se vuelca en empresas extranjeras, ya no se llamaría corrupción, sino potencia económica.

Madrid ha cometido a la vez dos errores antagónicos con la «periferia», tanto española como latinoamericana. Por un lado, es cierto que ha sido centralista, poco atenta a los matices y las diferencias. Por otro, más grave todavía, ha sido centralista -a diferencia de Francia- con muy poca audacia a la hora de unir esas serias diferencias internas en un redoblado proyecto exterior. Y hay que insistir en que, igual que en un individuo o una familia, solamente la energía exterior restaña las heridas internas. Hasta en una pareja, para mantenerse, se habla de «salir juntos».

Es muy posible que el famoso espíritu de la Transición no haya dado, en su letra, más que respuestas formales a la vertebración española. El Estado de las autonomías, con un «café con leche para todos», probablemente se limitó a arbitrar soluciones de compromiso entre los distintos particularismos locales. De algún modo, quizás el ejemplo nuestro debió de ser, desde hace mucho, más el Reino Unido que Francia.

Pero no, ni uno ni otra. Una nación como la española, que tiene un himno mudo, sin letra, es posible que viva demasiado pendiente de las versiones -Leyenda Negra incluida- que los otros dan de ella misma. Nuestra adorada Francia no puede dejar de asombrarse ante la diferencia española. El signo de tan débil alma común puede que no se vea tanto, por poner un ejemplo tópico, en nuestra escasa soltura con los idiomas extranjeros como en la escasa soltura que mantenemos en el uso de la cultura y la lengua propia, con sus mil matices y sus mil creaciones, tan soberbias como ignoradas en nuestras naciones.

El norte angloamericano, sea Inglaterra o EEUU, vive desde hace siglos en la lógica de la separación, en una insularidad que no es nuestra. De este puritanismo de la separación (Steiner) proviene el poder militar y la potencia económica septentrional. Los hispanos del sur que les seguimos, parpadeando de ilusión, estamos condenados a servir de camareros -o limpiabotas- en esa opulencia que los norteños dirigen. La simple entrega compulsiva al turismo, en detrimento de otros sectores menos terciarios y serviles -sea la investigación y producción agrícola, industrial, tecnológica o científica-, es propia de una nación que acaba de llegar a la modernidad y quiere ser más postmoderna que ninguna otra, tapando el vacío de sus inseguridades a toda prisa.

La Ilustración española, un poco de segunda mano y con la furia propia de los recién llegados, nos ha llevado a odiar todo lo que sean elementos primarios de una nación, desde el propio sentimiento nacional al cuidado de una agricultura propia. Pero sin toda esa base primaria una nación no pervive, aunque no tenga temibles enemigos externos. Podíamos resumir el manido problema de la «cohesión territorial» española en una frase que los catalanes y vascos le han dicho de mil modos al resto del Estado: «Si ustedes no quieren ser una nación, ni se aprecian a sí mismos como distintos, nosotros sí queremos». Y este mensaje -allí donde se da- está cargado con la obligación de cuidar los propio, empezando por el sector primario y un tejido industrial que España ha despreciado en los últimos cuarenta años. De ser esto así, Ortega seguiría teniendo bastante razón al decir que el problema no está en Barcelona o en Bilbao, sino en Madrid.

En China, Rusia y Cuba -quizás hasta en la misma Grecia- el marxismo ha tenido el efecto nacional que la religión ha tenido en otros países.
Curiosamente, la religión y el marxismo se han relevado -como factor de cohesión- en muy distintas regiones de la tierra. Es significativo que la modernidad española no quiera saber nada de eso y achaque cualquier nacionalismo o populismo a un retraso cultural, más o menos propio de culturas despóticas o tercermundistas. Olvidamos así que todas nuestras adoradas instituciones globales, de la Comunidad Europea y la OTAN al FMI, están dirigidas por unas pocas naciones fuertes que, a veces, carecen incluso de los más mínimos modales a la hora de imponerse.