«No es lo místico cómo sea el mundo, sino que el mundo sea». L. Wittgenstein

Ser es ser percibido. Prolongando certezas de Platón, Descartes y el racionalismo, para Berkeley todo ente real ocurre en una “mente cualquiera”, en el espacio absoluto de una mente omnipresente, que envuelve al universo físico. “El mundo es mi representación”, repite Schopenhauer haciéndose eco de un idealismo radical que angustiaba al ilustrado Kant. No obstante, la tesis que llega hasta Nietzsche y Wittgenstein no cambia nada en la configuración material del mundo. Si me pincho, sangro. La luna sigue arriba, ahondando la noche y sus complejidades de tormenta. También sigue ahí el roble que nos cobija al mediodía, contra el que un coche puede estrellarse.

Lo que sí cambia, según los herederos del racionalismo, es la naturaleza última de lo real, el ser de la materia, horadada entonces por un vértigo espectral. El sólido más pesado, dirían Borges y muchos poetas, no puede evitar el temblor de la duda, sostenerse en un fondo de enigma. La propia ciencia actual, heredera de Heisenberg y Gödel, no ha dejado de interrogarse sobre la hipótesis racionalista. Aunque algún día habrá que desarrollarlos, repasemos solo algunos signos actuales que podrían avalar esa posibilidad insensata, la coincidencia de “la realidad empírica con la idealidad trascendental” a la que se refiere Schopenhauer.

1. En la experiencia cotidiana, aunque casi nunca nos paremos en ello, cada momento es único. Tal individualidad incesante, elperspectivismo imparable de la vida se debe (dirían Leibniz o Nietzsche) a que cada momento resuena en el recipiente absoluto, sin paredes, de una mente cualquiera. En el límite, se razona en esta órbita, las partes y el todo no pueden ser nada distinto.

2. Cada instante se presenta entonces cargado con una inagotable singularidad, con el “eterno retorno” de un enigma inaccesible para el concepto. Irónicamente, la naturaleza mental de las cosas impide pensarlas a fondo. De ahí que animales, plantas y rocas, en cuanto nos abandonamos a la percepción intensa propia del arte, aparezcan siempre teñidos con una especie de animismo de alta definición.

3. Las escandalosas variaciones de la percepción, el hecho de que un mismo acontecimiento, frase o imagen, sean interpretados de manera tan distinta (sin que ninguna información neutral pueda evitar la polémica) es tal vez lo que nos lleva a intentar refugiarnos con frecuencia en generalidades, consignas, esquemas abstractos y estereotipos.

4. Las diferencias insalvables se dan dentro de una misma nación. Pero se duplican, tanto en la percepción como el pensamiento, entre unas culturas y otras, entre unas naciones y otras. ¿Serían estos “juegos de lenguaje” tan dramáticamente distintos sin que haya algo de cierto en la tesis vertiginosa de Berkeley, Nietzsche o Wittgenstein?

5. Cuando las defensas bajan aparece el miedo, el temor inconfesable (del que vive todo un género literario y cinematográfico) que nos inspira lo real. Su ambigüedad, su silencio, sus fantasmas. Como si en el fondo supiéramos que la realidad material no nos “salva” de lo desconocido. ¿No es cierto que buscamos sin cesar el estruendo de la cobertura para que no nos roce el espíritu de las cosas, para no estar a solas con el rumor de ningún sitio?

6. En relación con esta inquietud, recordemos la vieja sospecha de que realidad y sueño se mezclan. Reconozcamos lo que nos cambian los sueños, la intuición de que en ellos se revela algo crucial. Las leyendas populares, la literatura y el cine; el interés actual por la ficción, por lo fantástico y paranormal: ¿todo esto sería tan persistente si, aunque jamás lo confesemos en alto, no tomásemos en serio la insensata hipótesis contraria al realismo?

7. También es un signo el temor del hombre a sí mismo, a la lejanía que anida en su propio interior. El interés y el respeto que despiertan las visiones, la lectura, algunos viajes. Así como la noche, la locura, ciertas experiencias anormales. Y las drogas que pueden alterar la percepción.

8. Otro índice: la vergüenza que sentimos ante los demás. Como si la presencia de los otros duplicase las dudas íntimas, el temblor “mental” del mundo. De ahí que a veces los animales y las cosas (o las pantallas, que no nos miran) nos tranquilizan más que las personas. Acaso el latino Homo homini lupus est solo quiso decir: el hombre es un espejo para el hombre.

9. Repasemos también cómo el estado de ánimo cambia las situaciones, las tareas, las relaciones. En suma, la importancia de lascreencias, seamos laicos o no. El peso de la ilusión, de las convicciones y obsesiones, en toda iniciativa. Hasta para ligar, se ha dicho, es importante la fe: en el otro, en sí mismo, en la seducción de una escena.

10. Sin olvidar la inestabilidad “psicológica” de la economía, y no solo la Bolsa. Tiene gracia que, finalmente, casi todo lo “mundial” dependa de algo tan subjetivo como la confianza. ¿No será que la supuesta infraestructura económica depende a su vez de una superestructura ideológica, psíquica y metafísica, que nos cuesta pensar?

11. Revisemos también el espejismo de la evolución, casi cualquier esperanza evolucionista. Es decir, la intuición (muy anterior a Freud) de que no existe ningún progreso que nos libre de lo primario en nuestras vidas. La sabiduría de que, precisamente para mantenernos, hemos de volver una y otra vez a un punto de partida; atravesar una crisis que nos devuelva la infancia, esa inmemorial y recurrente experiencia singular que nos caracteriza.

12. Esto nos recuerda la legendaria necesidad que sentimos (paradójicamente, para conservarnos) de esperar siempre una revolución, un salto. Soñamos un acontecimiento, un encuentro que divida en dos la inercia de la historia y transforme nuestras vidas, acercándolas a su «inaudito centro» (Rilke). Curiosamente, las religiones y las revoluciones comparten esta obsesión. ¿Provendrá de ahí la dificultad de sus relaciones?

13. En todo caso, es significativa la importancia primordial de la fuerza y la lucha. Dado que no existe ninguna realidad garantizada, ni siquiera en cuanto a la identidad de uno mismo, todo son armas (también las lágrimas) en la voluntad de poder de cualquier viviente. No hay esclavo que no necesite ser amo de algo, de alguien. Hasta la mosca, decía Nietzsche, ha de sentirse el centro del universo para volar de un excremento a otro.

14. Otro signo. Curiosamente, la primera tarea de la libertad es buscar obstáculos, una línea de resistencia. Como si conservarnoslibres exigiera obstáculos, nuevos retos; una invención continua, una esgrima incansable sobre nuevos límites. ¿No envejecemos si faltan tareas? El problema principal del conservadurismo es que no conserva. Deja arruinar las cosas al intentar retenerlas.

15. El arte es, en realidad, el modelo de la conservación: salva las cosas dejándolas ser, amando su caer, su “perdición”. En tal sentido, la belleza es la ciencia de lo real, la ciencia paradójica del ser único. No un simple adorno del mundo, sino su verdad por fin revelada. El arte exige darle forma incesantemente a lo desconocido; en otras palabras, reencontrar incluso la nuevo en lo familiar.

16. Lo eterno es la “novedad del día”, decía Kierkegaard. Ser individual significa no tener modelo: por tanto, descansar en la indeterminación. Antes de su primera herida, en este sentido, lo singular es mortal en cada minuto. Puede morir si ya lo ha vivido todo, también lo imposible que sostiene la vida. Tiene incluso que morir para realizarse, para ser fiel a la desaparición que siempre ha obrado en sus huesos.

17. De hecho, poseemos la intuición de que la muerte no es la última palabra. Como si el “más allá” de la muerte estuviera de estelado. Por ejemplo, en la revelación que se produce al pensar en la muerte como amiga, como el primer prójimo. Quizás el después de la muerte se refiere a ser capaces de atravesarla en vida y producir una metamorfosis. ¿No cuidamos de hecho a los muertos porque sentimos que siguen con nosotros?

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