Bajo cualquier expectativa, todavía el arte consigue romper (puntualmente, pero eso basta) con lo autobiográfico y personal, con el narcisismo, también con el hoy por hoy casi omnipresente discurso comunicacional. Aquí y allá, la obra alcanza una rara fulguración que es más participación en lo común irrodeable que mero intercambio de noticias. Aquélla siempre ha «comunicado», pero a partir de una matriz singular, intensificando hasta la violencia la soledad de sus límites. Desde la incomunicabilidad a la que le daba forma, logrando que la utopía tomase cuerpo, resucitando esa leyenda de lo informe que hila la condición humana, el arte sigue logrando sus momentos[1]. Y ello para que lo milenario se convierta de nuevo en lo que es, no estática presencia segura sino tiempo en estado puro, viento, flexibilidad. Nada es más turbador que esas constantes vueltas secretas de lo ancestral. Tal vez incluso lo más problemático de la muerte de Dios, un tema viejo en la religión, es la resurrección que procura.

1. Trabajos

El arte se limita a escuchar y recibir, como un don, la fluidez de lo pétreo, un rumor de corrientes que conspira por doquier. El artista imita la incesante metamorfosis de lo oscuro, el caosmos de todo en todo. La poesía y la pintura se coagulan del mismo modo que los ríos y las plantas acaban convertidos en roca. Del mismo modo que después la piedra revive en el volcán, en el polvo. Se cumple así entre los humanos el ciclo insomne en el que lo irreparable, el lento sueño de las raíces, verdea en ramajes, estación tras estación. En este sentido, la operación poética se mantiene en los bordes de la civilización: impugna la idea normativa de «cultura», como sistema de mediaciones complejas, haciéndole un lugar en la inteligencia a la soberanía de lo inmediable, algo propio de la más básica experiencia popular. De ahí surge la idea de pueblo como oleada imprevista de lo social, comunidad inquieta, más cercana a la fiebre creadora de las minorías que a la mayoría estadística integrada en las superestructuras[2]. Hay, efectivamente, una fabulación convergente entre arte y masas, una común apuesta, opaca e incierta, a favor del vacío, de un porvenir que aún carece de lenguaje.

La creación señala que vivimos en la «prehistoria» desde siempre, para siempre. La historia es el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, que hace posible experimentar algo que escapa a la historia. La vida no es histórica: una época (su misma idea, sin más, es mucho menos neutra de lo que parece) designa únicamente el conjunto de trabas de las que hay que desprenderse para devenir, es decir, para crear algo nuevo, permitiendo la irrupción intempestiva de lo no previsto. No hay por tanto ninguna necesidad radical de la institución Arte, puesto que la obra forzosamente se produce allí donde cada actividad logra abrir la intensidad de una línea de fuga, de retorno a lo desconocido. Hay que escapar de la Cultura, hacer cualquier cosa para crear desde fuera[3]. De hecho, la escritura, la pintura no tienen otra finalidad que el viento, la de liberar a la vida de las coagulaciones que la cercan. Es totalmente cierto que únicamente se escribe para los analfabetos, para los que no leen, o al menos no nos leerán. Se escribe para los animales, incluso para volver a la mudez de lo mineral[4]. Por eso el mejor arte siempre está a un paso del abandono del Arte, aunque sólo sea porque la intensidad de la obra abraza lo enigmático, dándole cuerpo a lo invisible. Tal abandono, entonces, no tiene por qué tomar la forma trágica de Rimbaud o Hölderlin. Con frecuencia no es más que el instantáneo regreso poético, que la obra facilita, a algo desde antiguo ya visto, que estaba perpetuamente ahí, pegado al magisterio no intelectual de la materia. En cualquier caso, la creación respira más cerca de la gente que no tiene obra (públicamente expuesta, catalogada) que ese producir a medias propio del elitista supermercado del arte.

Muy particularmente, la incomodidad de la pintura radica en que alude a una escandalosa simplicidad, fulgurando en los tonos de sus superficies tensadas. Sin duda, frente a la instalación, el lienzo es signo de superficie, evoca la limitación de la piel telúrica como insoslayable espacio de encuentro. La misma llaneza del cuadro alude al destino de una errancia legendaria en las planicies. La tela parece insistir por sí misma en la tentativa de una síntesis de la complejidad reinante, hasta insinúa la vocación de un sistema, de una geometría de nuestras pasiones. Pero el cuadro levanta además la vertical de la horizontalidad, una vidriera de contacto con lo sacro. El fulgor de su pátina parece convocar el aquí de la trascendencia. Como la llama, la pintura santifica un lugar precipitando la presencia de lo ausente en todas partes. Lámina, película, tabla, lienzo son metáforas de la fragilidad del escenario de relación entre hombre y cosmos, lo interior y lo exterior. Imagen del entre, la frontera, el limes: en todas partes, en ninguna.

La potencia de lo pictórico, por otra parte, se basa en la antigüedad mítica del color, de la marca y la aparición de un símbolo. En última instancia, brota de la infancia de la especie, de la indefensión de una humanidad que sufre y juega bajo los climas. Desbordada por la desmesura que la habita, la vida necesita dejar huellas, grabar, imprimir, fijar el paraje y la memoria del asombro. Sin el dibujo o la muesca, el mamífero erguido no reconoce su territorio, no religa su vivencia bajo la desmesura del cielo. De manera que acontece en esa tensión superficial, que junta el adentro y el afuera, el presente activo y el pasado enterrado, la deriva lenta de los continentes, la memoria de migraciones y de caza. La pintura es una representación del suelo y del cielo cuarteado, de la precipitación que los une. La misma entropía, la gravedad que actúa sobre las ondas en el agua, o rebajando montañas, empuja hacia la llanura, al silencio de un tiempo mineral.

Toparse con un límite, tocarlo, palparlo, dibujarlo: ¿no es éste es el sentido de la palabra ex-posición? Se pinta siempre la frontera. Y además de un modo en el que nada puede aparecer como simplemente negativo. ¿No está toda pintura, por su propia resolución plástica, contra el «nihilismo» funcional que caracteriza al tiempo técnico? Tal vez, como se ha sugerido, eso ocurre a partir de la gratuidad extrema que proviene del duro «interés» que mueve a la economía trascendental del ojo. Con ese gesto de trazar el grafo primordial, que la pintura contiene y rememora, se testimonia un sobresalto remoto y profundo. Pintar saca continuamente a flote las capas subterráneas del pasado. El lienzo habla, en este sentido, de la imposibilidad de la evolución. Hace un trabajo de alquimia con el color que, después de dos mil años, insinúa que estamos donde estábamos (es obvio que, como ayer, esto no es hoy fácilmente admisible). Pone toda hondura en acto, recogiendo esa vieja sabiduría según la cual lo más profundo requiere una máscara, en la cual lo más abisal es la piel. La pintura, pues, como medicina de las superficies. Y éstas no se contraponen a la profundidad, que retorna incesantemente arriba, sino al pensamiento «abstracto» que escapa de las superficies para interpretar su sentido desde otra parte, desde una ilusión suprasensible.

Con toda esa carga inmanente la pintura es lenta, tanto en su génesis como en su contemplación. No puede ser consumida sin que ella a su vez consuma a quien la mira (consume al individuo consumidor, para hacerlo devenir cualquiera, desconocido). De ahí que sea incómoda y a la par fácilmente orillada por la velocidad segura de la telecomunicación. Frente a la ambigüedad de un cuadro, la compleja instalación con manual de instrucciones, la imagen tecnológica o las pantallas tienen con frecuencia la ventaja del mensaje social, del autoservicio, de la interactividad. Comparado con el lienzo, podríamos decir, la instalación forma parte de la lógica televisiva: entra en el espacio del espectador, divierte, impresiona, escandaliza, remite al entorno mediático. Tal incitación a «participar» es, de hecho, intrínsecamente gregaria. En el fondo, incluso con su carga de ironía y crítica perversa, muy edificante, pues pulveriza el silencio de la existencia (del que la obra daba cuenta), el enigma de la materia, de su irreparable finitud.

Es evidente que todo aquello, en tiempos tan espectaculares como los actuales, es cuando menos incómodo. Comparada con la tecnología audiovisual, la imagen pictórica no es rápida, ni cambiante, ni está conectada, sino más bien sola, cargada de reposo (una quietud que condensa todo movimiento) y misterio. No oferta la posibilidad combinatoria de lo múltiple encadenado, sino más bien el peligro de lo que ocurre, sin programa. Incluso la pintura consagra humildemente un lugar, aunque éste sea ambiguo: ¿el lugar, el ahí (Da) de toda existencia? No es global, ni nítida, ni comunicativa. En realidad, para el pintor no hay nada que hacer, nada que criticar, nada que señalar: todo está bien, con tal de que pueda ser pintado (incluso esa niña que va a ser violada ante los ojos de Kirilov). Pintar redime al dolor de su parcialidad, lo pone más allá del bien y del mal. Pero además, por si todo esto fuera poco, hay otra dificultad: a diferencia de las costosas y complejas instalaciones técnicas, que mantienen la exclusiva creativa en quienes dominan los últimos metalenguajes (en definitiva, en el Norte), pintar es algo que puede hacer cualquiera. Y no sólo cualquier ciudadano occidental. Con simples pigmentos de la tierra, el nativo (de hecho, la inmensa mayoría de la humanidad) aún adorna la casa, la barca, el cuerpo para el día de fiesta, los instrumentos de la ceremonia.

2. Ortodoxia

Por supuesto, los caminos del Ereignis son inescrutables y el arte puede, debe incluso aparecer en cualquier medio, sea o no convencional. De hecho, cuando ocurre, la irrupción de la obra borra todas las convenciones, incluidas las de su supuesto lenguaje específico. En cualquier arte hay materia si hay el silencio que constituye la matriz de su presencia nuda. Una instalación que, más allá de toda propuesta expresa, logra romper con el misterio de su ensamblaje el tiempo social, facilitando así el regreso poético a un espacio pre-social de sentido (ni crítico, ni político ni informativo), a una vastedad que evoca el enigma de la materia, es en definitiva escultura. Una en la que no hay ni un adarme de ese silencio no social de la obra, es discurso, finalmente, periodismo disfrazado. Pero estamos justamente criticando una intolerancia social; hacia la exterioridad que se abre en el aura de la belleza, que ha inundado a parte del mundo del arte y prima constantemente unos medios sobre otros. La presión contra la ambigüedad asocial de una obra de arte que se presente desnuda, sin gran aparataje escénico y textual, no puede cesar en una sociedad que odia todo lo que huela a existencia singular, en suma, a soberanía de la finitud. Este es el significado de la preferencia hoy sistemática hacia la obra más o menos discursiva, cargada de «propuestas», frente a la simplemente «estética», tratada con el desdén que se reserva para lo insulso o acrítico. Como si en la simple belleza no hubiera sentido, y una fuerte crítica de la vida, aunque ciertamente no interpretable de inmediato, ni reducible a propuestas unívocas.

En esta misma línea, el disparate de señalar en la pintura una intrínseca «vuelta al orden» provino no sólo de una manera pueril y acartonada de entender el desorden, sino también de una ofensiva incesante del poder comunicacional. Para empezar, éste sostiene siempre una visión mecanicista de la cercanía, un típico empirismo de origen norteño que (no sólo en la versión angloamericana) se alimenta de, y a su vez alimenta, el poder del consenso social. Así como la obsesión por la catedral-sexo se da solamente en una sociedad de palurdos ante el secreto, ahora nos encontramos con un Arte que funciona contando únicamente con el previo encierro del consumidor, en suma, con la ablación de su sensibilidad en una vorágine de guiños de supuesto saber. Al respecto, la proliferación del letrero ST, además de reflejar la ausencia de ninguna experiencia singular (a cambio, se presume de la relación con los textos[5]), se da en un marco de hipertitulación constante: el catálogo, el crítico, la prensa, el museo, la marca de la galería, del coleccionista, del artista, etc.

El apuntalamiento de los resortes espectaculares y referenciales en el arte atiende y estimula los intereses de una estirpe que no mira, que se ha prohibido la contemplación, la relación con la alteridad del exterior. Aquélla, que era el techo de cierto mundo, es efectivamente antieconómica, como la misma quietud de la que se nutre. Aunque, frente a USA, Europa representó durante mucho tiempo un oído para ese asombro ante la proximidad de lo trascendente, aquello que el capitalismo prohíbe desde el comienzo, actualmente lo «espectacular» (¿comienza ya con el tamaño y la movilidad de nuestra querida Norteamérica?) triunfa convirtiendo lo social en referente, el medio en fin. Tal proliferación, lo cual es muy consolador, tapa el mensaje poético de la materia, de la finitud. Bajo este prisma, desde luego, es normal que se prefiera la performance, con su narcisismo individualista que complementa una intensa socialización, al tejido pictórico y la autoridad de su presencia muda. Es normal, por otra parte, que nunca haya habido menos acción y más actividades. Incluso el arte «radical» busca encerrar la acción en el autismo de espacios de lujo. Mientras antes se presuponía la acción libre y se buscaba su cúspide excepcional en la contemplación, ahora ésta está prohibida (casi como el mismo silencio) y se busca simplemente combatir el peligro de atrofia muscular estimulando una incansable interactividad.

El «sistema del arte» contemporáneo intenta alcanzar la comunicación por fuera, en una línea de huida ante la pobreza de la finitud, ante el enigma de la nuda materia, enganchada a la cháchara social del discurso. Con un finalismo típicamente protestante, manifestado en su constante palabrería (la estupidez nunca es muda, ha dicho Deleuze), carga de referencias externas la supuesta independencia de cada pieza[6]. Ciertamente, una vez separados del hálito de la cercanía, del espíritu de la materia (esto es esencial aldesencantamiento que acompaña al origen del capitalismo), parece que sólo con esa inflación discursiva puede tener lugar algo parecido a la obra de arte. ¿Por qué hoy la vanguardia conceptual del arte suele estar sistemáticamente contra la forma y su acabamiento, contra la simple idea de belleza? Acaso porque en aquella experiencia latía un sentido que la sociedad mediática teme: el sentido del sinsentido, de aquellas afueras que conforman la comunitario frente toda «asociación» particular[7]. Antes la contemplación culminaba la actividad, del mismo modo que el ethos natal se entregaba después de un largo esfuerzo. Pero como en nuestra época el consumidor no se arriesga en ninguna decisión libre, no conectada, tampoco puede gozar del otium de la contemplación, que sería para él una parada disolvente, sin frutos. Tal lugar tendría incluso un tinte siniestro, pues se experimenta en él la zozobra de lo Otro sin la fortaleza de la seguridad social, de manera que ese afuera aparece como algo insoportablemente vacío.

Por el contrario, lo que quiere la religión técnica triunfante, de carácter neuróticamente social, es lo múltiple de las referencias y el consumo, la crítica focalizada, la ironía, en suma, un estruendo informativo que simule soldar fragmentos de vida previamente asegurados por el aislamiento. En efecto, al no afrontar la desmesura asocial de lo exterior, el arte contemporáneo se vuelve correctamente conservador en su movimiento, gregario, previsible. En vez de abrirse en solitario a una irrupción violenta que sea autónoma, libre justamente en su relación con lo irremediable, suspendiendo en ese punto clave el orden de las mediaciones y fundando comunidad, ha de solicitar la complicidad social del rehén-espectador, que debe conocer el manual de instrucciones de la pieza, la historia crítica del artista y del movimiento que representa, los guiños informativos que le dirige la red de museos y galerías.

En este punto, la modernidad querría simplemente sucederse a sí misma, perpetuándose en un registro más lúdico. Apoyándose en la infausta vanguardia del maldito, como su reactiva moraleja social, al genio atormentado de otras épocas le sigue la resaca postmoderna, con su cínica asunción del mercado. Esto funciona casi a la perfección con la doble estrategia de mercado y nihilismo, pretendiendo anular la diferencia entre creación y crítica, incluso entre la obra y la chapuza. La gigantesca maquinaria que rodea al arte, por puro instinto social, querría tapar esa especie de autocalado para la supervivencia que se da en toda poética, esa mala salud de hierro en la que el mismo peligro afrontado es lo que salva. Al asumir su mortalidad constitutiva, la obra continuamente resucita. Mitificante y desmitologizadora a la vez, encierra dentro de sí un mecanismo de autocorrección, una autocrítica desde y hacia la misma existencia. Frente a la inflación conceptual, la obra transgrede sus propios postulados teóricos o estéticos con un resultado que podríamos calificar de inconsciente. Con una terquedad irritante e inoportuna, saltando sobre constantes celadas mediáticas, el arte y la réplica espúrea tienen la misma intrincada relación de filosofía y sofística. La obra se presenta discretamente, el sucedáneo, con toda la vehemencia que puede brotar de la doxa de una época. Tal vez por eso el simulacro no resiste el paso del tiempo, ni le preocupa, instalado como está en la propia rapidez de su circunstancialidad, abundantemente avalada por documentos críticos (que además se encargan de relativizar toda obra independiente que pudiera servir de referente). Y todo esto dentro de esos escenarios para la exhibición de lo correcto donde la creación muere prácticamente de éxito, envuelta por el sacramento del consumo que administra el nuevo clero, el cuarto poder que dicta la legitimidad[8].

En tal universo telemático, amenazado en realidad de aburrimiento terminal al haber cortado el lazo con una singularidad para la que no hay «concepto», se reproduce la apresurada voluntad de impacto que conocemos. Esa búsqueda de un efecto de hipnosis por sobredosis, la cultura del shock, del ruido ensordecedor y la amplificación, son el resultado de una falta de vínculo con la exterioridad. Con frecuencia, se quiere escandalizar a la más estúpida derecha (preferiblemente norteamericana) para después vender como «radical» una producción que en realidad, ante una existencia que tiene en su propia indeterminación su esencia, es completamente puritana, no pasa de ser periodismo extremo. Buscando instalarse como la minoría perversa de una mayoría radicalmente incuestionada, no suele haber ahí ni una gota de sentido que no esté polarizado tontamente por un enemigo diseñado, que salva de la incómoda ambigüedad de la finitud común. Sólo el aura tradicional del «arte» libra a todo eso (que a veces ni siquiera tiene reparos en presentarse como un «metalenguaje para especialistas») de su escandalosa connivencia elitista con el poder del que depende directamente. Como máximo, cubriendo más o menos su ala izquierda, justo lo que el poder actual necesita para, si ello fuera posible, eternizarse.

Sin embargo, no es más libre la palabra que la cosa. Cuando el artista renuncia a la autoridad del objeto, a fijar algo insobornable que representa la imperiosa necesidad de nuestras elecciones, ha de someterse a la autoridad de la opinión pública. Así, el supuesto «no estilo» de la ortodoxia contemporánea (híbrido, crítico, multicultural) es perfectamente identificable por una variopinta diversidad que debe tapar el imperativo de la supervivencia. Casi nunca se trata de escultura pues, propiamente hablando, no debe tener materia ni forma. Ni solidez, pues, en general, esas piezas huyen de lo pesado, lo macizo, lo elemental. Proliferan colores desvaídos, mates, y superficies asignificantes (a veces con los colores chillones de los ordenadores). Cables, bombillas, vómitos en primer plano, pantallas complejas, fotografías. Rostros tapados que aluden a seres clónicos, sin interior ni expresión, sin rostro. Y sobre todo, ni una sola esquina de silencio, que es el demonio de esta ortodoxia, pues hay grabaciones o textos por todas partes.

Frente al misterioso balbuceo de lo que aún llamamos obra de arte, la producción media de la postmodernidad está poseída de un dogmatismo enfermizo. En el fondo, vive de un mensaje perfectamente cómplice del mundo de los medios: la inexistencia del referente existencia, es decir, de un sentido de la violencia de su sinsentido, de lo exterior a nuestra endogamia social y a su voluntad de dominio[9]. El halo de todo ese «multiculturalismo» es falso, pues bajo él la cultura es la de siempre, típicamente occidental y suprasensible, aunque ahora conformada por una estructura «compleja» que se ajusta a los perfiles microfísicos de los nuevos terrenos a conquistar. En un plano complementario al del deporte y espectáculo, al de la misma televisión, con el sistema del arte contemporáneo se trata de contribuir a organizar el tiempo social. Es un mecanismo vanguardista de entretenimiento que debe disolver cualquier asomo del afuera que amenaza, a pesar de todo, con irrumpir entre los hombres[10]. Todo ello suele llevar el calificativo de «divertido». ¿En efecto, no es significativo que le encante a los niños, también a esos niños grandes que son los adultos «perversos»? Aunque se presenta como el no va más de la ironía, ese entramado no perviviría sin una infantilización social sin precedentes y el consiguiente retroceso ante lo trágico, esto es, ante la jovialidad en el vacío que caracteriza a la creación.

En algún lugar se ha dicho que hay toda una inercia de ocupación que se pretende «conceptual», cuando en realidad su objetivo es muy primitivo. Paradójicamente, ocupa con el concepto el lugar de la materialidad, de su matriz irreductible. Tal maniobra reproduce finalmente el viejo beneficio de la vida eterna. La razón tecno-instrumental secuestra el «no concepto» que hace original a la obra de arte, que la hace nueva y efímera, como la mañana que viene de la noche. A cambio, nos hace sentirnos contemporáneos, lo cual es ahora un consistente premio. Si se habla fácilmente de «fin de la filosofía» o de «muerte del arte» es en la seguridad de que nos quedan los medios, tan globalizados que hacen aparentemente innecesario el roce con lo inhumano del exterior y la extraña operación poética de la forma. Cierto, la creación únicamente es vital, una cuestión de supervivencia, mientras persista la amenaza de lo informe. Así, la muerte del arte resulta una noción muy edificante. Por una parte, nos convierte automáticamente en póstumos, en suma, en los primeros de un nuevo escenario que sigue marcando el norte de una nueva diferencia entre «civilizados» y «atrasados». Por otra, avala el imperio de la veloz mediación, el abrigo seguro que oferta, agigantando la sombra del crítico frente al creador y librándonos del demonio de la inmediatez, de la finitud que hace a los hombres iguales, con el narcótico elitista del comentario erudito[11]. El fragmento, la multiplicidad de un medio in-finito que se convierte en mensaje único tapando el sentido común del desamparo, hace tiempo que es el gran relato de esta época, la cobertura («multicultural», por supuesto) que hoy promete el poder. De otro modo, caídos en la intemperie, no nos atreveríamos a diagnosticar el término de aquello que, como arte, tiene precisamente en la violencia de un final su constante recomienzo.

3. Días

¿A quién se le escapa que toda esta lógica va esencialmente dirigida contra el viejo dolor de los humanos ante el límite que es condición de su independencia, su desconocida libertad? Los medios portan la promesa, en esa mediación sin fin que también caracteriza al sistema del arte, de proteger al hombre contra el dolor, articulando una fortaleza colectiva ante la presencia intransferible de la alteridad. Pero, ante todo, así protegen a la sociedad de lo que podría venir de fuera, de una existencia cuya singularidad no puede conocer descanso[12]. Precisamente la creación, como algo vital, brota de un defecto constitutivo de información en la naturaleza humana. Tal defecto, sin el cual ni siquiera podríamos ser comunitarios, que hace que lo informe siempre acabe arañando su pared y exigiendo un salto, un devenir distinto. Estar abierto al acontecimiento de la libertad, de la relación con un sí mismo que siempre se escapa, exige estar desconectado (en algún punto clave) de la red social, perdido, dispuesto al encuentro. De no ser por una herida así, tampoco podríamos sentir piedad hacia el sufrimiento del otro. El mundo de la conexión global, que ha de vivir «cableado» por temor a ese acontecer no homologable, a la incomunicación primera de la que brota lo nuevo, va así estrechamente unido al más sistemático aislamiento con respecto a la raíz de la existencia, separación que a su vez debe ser compensada con una dependencia espectacular redoblada.

Pero es que tampoco, sin la herida de la no forma, puede haber conocimiento, pues lo «diferido», el retraso propio de la receptividad, es la condición de una razón que inevitablemente piensa después del acontecimiento, subordinado a su imprevista emergencia. De hecho, cuando el pensar consigue una relación más directa con la inmediatez, en la poesía, es al precio de admitir lo imposible en el centro[13]. Por tanto, esa obsesión mediática por la instantaneidad trasluce la voluntad de sortear la lejanía, la alteridad que sostiene el presente, poniendo por medio una higiénica distancia. Los medios venden precisamente aislamiento frente a la soledad, que era un estar a solas con la proximidad intransferible de lo Otro. Sólo después de esa separación (ante al desgarro cardinal del sí mismo, ante la interioridad de los otros) pueden ofertar con éxito un sucedáneo de sociedad.

Se crea siempre desde la coacción de lo no comunicable, una suerte de estado de sitio. En este sentido, todo trabajo artístico es «negro», clandestino, con frecuencia inconfesable (así, es natural que quien está en la fiebre de la creación necesite un doble, un intérprete que le conecte con el cuerpo social). Mientras tanto, el artista aguanta el desprecio que sobre él vierte la época (en principio inevitable, puesto que la creación irrumpe con algo que se aparta del consenso establecido) viviendo la comunidad futura que emerge en la obra, un porvenir que aún carece de lenguaje. La libertad del arte es abrupta, vista desde lo social cristalizado, pues no puede tener equivalencia en ningún modelo general, por «democrático» que sea. Tal libertad es necesario alcanzarla una y otra vez, incesantemente, en formas que ni siquiera se prevén a sí mismas. Acaso por esa «inmadurez» insuperable el artista ha de estar frecuentemente rodeado de jóvenes, «marginales» con hambre de lo nuevo, de un devenir enigmático de las cosas. La libertad no tiene más fin que ella misma, es decir, mantener el sagrario de la vida singular, lo no sabido de sí, volviendo una y otra vez a ser desconocido.

El propio Kant vio la distinción entre administrar, incluso bien, contenidos ajenos y atreverse a ser libre[14]. Lo que Kant no podía saber es que ese atrevimiento tiene el precio de adentrarse en el bosque de lo inculto, dialogando con lo que para el público es locura, empujados por el imperativo casi animal de convertirla en algo adánico, parecido a la hierba. El caso del «genio», hoy en día tan denostado, tiene más que ver (así en el romanticismo) con una vida que necesita un esfuerzo mortal para recrearse, que con ninguna cuestión ligada a no se sabe qué privilegios aristocráticos. Por el contrario, la violencia carnal de la creación es, por principio, entrañablemente popular. Si cada hombre, para abrazar su existencia, ha de ser un artista es porque está sujeto por aquello que para toda civilización es inabordable[15]<.

Ante esta cuestión, más «política» que «estética», la modernidad se sucede a sí misma con la ideología postmoderna, si bien es cierto que acentuando el encierro en un parque que, como pocos, teme a las afueras. Buena parte de nuestras gloriosas conquistas técnicas, desde el sexo libre al fin de la Historia, desde la globalización informática a la clonación, tienen relación con el pánico cerval a lo heterogéneo, con esa pasión por lo uniforme que actualmente encuentra una versión casi lúdica en la fiebre del consumo. Al respecto, no está nada claro que no sigamos siendo primos hermanos de los nazis, por más que nuestro campo de concentración sea indudablemente de «geometría variable», más o menos adaptado al ritmo de cada cuerpo[16]. En efecto, es posible que en esta cuestión del poder la versión más inquietante sea la más ágil. Ejemplarmente, la que se encarna en la estampa del «amigo americano». No precisamente en la América de Whitman o Borges, sino en la potencia mundial que fascina a tantos intelectuales europeos. Tal «inmanencia» federada culmina la metafísica occidental, su teleología y su sueño de apartheid, en una movilidad que se expande sin complejos, con un estilo plenamente cinematográfico. Y es natural que esto atraiga, cerrando un modelo planetario, pues completa la vieja aspiración de seguridad occidental (el capitalismo es fundamentalmente eso) con la policromía del melting pot. Después de todo, se defiende lo «multicultural» una vez que la cultura no es más que un adorno: después de que la tabula rasa de la economía hace de cada hombre un punto emisor en la pantalla de la globalidad reinante. ¿La misma potencia espectacular de la imagen norteamericana (en el cine, en el pop, en la televisión) no resulta de juntar la higiene separadora de la economía con una fluidez elemental, sin nostalgia?

Ahora bien, es cierto que en el fondo no hay ningún problema. ¿Qué problema iba a haber que la vieja humanidad que lloró a todos los muertos no hubiese ya conocido? Tenemos nuestra zozobra, los segundos que fibrilan, el coraje y la muerte. Lo más escandaloso, para la ideología de esta época, es que finalmente no hemos perdido nada, pues seguimos viviendo en un mundo impulsado por la «irracionalidad » de los afectos. Hasta en nuestro tedio y miseria, desde luego en nuestro miedo, y en el odio, hay algo de esa grandeza. Por más que la religión del momento se esfuerce en convencernos de que podemos morir en la Red, y hasta nacer en ella, nosotros (que nos querríamos religiosos y humanistas a la manera de Pasolini) sabemos que eso es únicamente una broma, aunque macabra. Esta certeza nos permite, bajo el juego de la cólera, que tal vez utilizamos sin más fin que el de impedir que lo social se cierre sobre el pensamiento (evitando que «lo que es del César» inunde a «lo que es de Dios»), una serenidad de fondo, incluso despreocupada con la estupidez que amenaza y envuelve. Sólo nuestra inquietud, nuestra ajenidad central nos obliga a poner el no como condición del , el pesimismo en lo positivo como condición de la afirmación existencial. Aun comprometidos con la polis, esta filosofía nos libra de la metafísica de antaño, del politiqueo, del sectarismo partidista.

La cripta de nuestra soledad, generadora de encuentros y tan antigua como el polvo, nos aleja de la religión social de la época. Pero incluso en esta distancia, en la violencia que ha de ejercer sobre la cosificación del presente, ha de haber ironía, hasta la benevolencia. Como la propia vida, el arte y el pensamiento no pueden tener seriamente enemigos. Han de ser capaces de lidiarlos, rodeando la «nave» de la historia con el devenir que no tiene historia, mezclando el no y el sí, la ruptura con la reconciliación. El pensamiento y el arte (en definitiva, el amor a la existencia mortal) nos libran de un agotador cara a cara con el poder que, inundando otras décadas más ingenuas, quizás era parte del poder.

A pesar de todo, ¿se nos puede acusar de nostalgia? Naturalmente, pero sólo de lo Abierto. Mantenemos una añoranza sin objeto (el vacío no es ningún objeto), sin anhelo de retorno a ningún pasado de aldea, de salto a ninguna órbita prometida. Como dice un amigo, mañana no hará menos frío, ayer tampoco lo hizo. Las fulguraciones del pasado o del porvenir sólo son para nosotros una metáfora de la posibilidad que vivimos como presente, de la incertidumbre con residimos en el día a día. Distancia que, sin duda, tiene relación con nuestra incapacidad (cómo lo hemos intentado) para dejar de ser críticos, aunque no tengamos ya ningún puerto seguro donde amarrar el deseo. Por fortuna, la pesadilla de la Historia se limita igualmente con la certeza de que no podrá descansar nunca en ninguna plaza o mercado, por multicolor que sea. Nos basta, en nuestra pequeña guerra de guerrillas, con saber esto. Tal vez todo se reduce a ser capaces de volver una y otra vez del estruendo de la ciudad a la selva del sentido, durmiendo en su secreto.

1. Cfr. Martin Heidegger, «El origen de la obra de arte», Caminos de bosque, Alianza, Madrid 1995, pp. 38 ss.

2. Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Pre-Textos, Valencia, 1988, pp. 473-476. Hay además una impagable reflexión sobre el concepto de pueblo, en su relación con un nomadismo irreparable, en Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 224-229.

3. Jean Baudrillard, «La comedia del arte», en la revista Lápiz, nº 128-129, febrero de 1997, pp. 53-57.

4. Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, Pre-Textos, Valencia, 1980, p. 85.

5. Preferentemente en inglés (aunque el público al que se dirige sea español y el texto original sea de Foucault y escrito en francés), pues la mayoría de los artistas «emergentes», en correspondencia con su posición elitista-suprasensible, son activos embajadores de la espectacular globalización que sirve al Imperio.

6. Cfr. Ignacio Castro, «Impresiones sobre Nauman», revista Cruce, nº 1, Madrid, abril de 1994, p. 17-21.

7. Cfr. Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable, Vuelta, México, 1992, pp. 18-22.

8. Cfr. Eugenio Trías, «El criterio estético», en Vértigo y pasión, Taurus, Madrid, 1998, pp. 200-210.

9. Heidegger, siguiendo a Rilke en uno de sus trabajos más bellos, ha descrito la tarea del poeta en este tiempo de penuria como la de lograr un «estar-desamparados» vuelto hacia lo abierto, invirtiendo de este modo la separación. Martin Heidegger, ¿Y para qué poetas?», Caminos de bosque, op. cit., p. 287.

10. «Hay que mantener ocupados a los que esperan. La espera debe estar organizada de principio a fin». Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 61.

11. Es parte de esta corriente consoladora, hoy mayoritaria, la colección de tópicos que Danto ha articulado en forma de libro. Arthur C. Danto, Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 26-50.

12. «La esencia del Dasein está en su existencia». Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo, FCE, México 1951, § 9, p. 54.

13. Cfr. Jacques Lacan, «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», en Escritos II, Siglo XXI, México, 1975, pp. 233-238.

14. Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 1995 (11ª ed.), p. 121.

15. La verdad es en última instancia arte, que es el valor supremo y la gran medicina. Crear es la gran redención del sufrimiento: «tenemos el arte para no hundirnos en la verdad», para que no se rompa el arco del pensamiento. Como no hay suelo «objetivo», causal-fenoménico que nos sostenga (eso es una ilusión óptico-moral), todo hombre ha de ser un creador para simplemente existir: » gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia» («Sobre v erdad y mentira en sentido extramoral», en Nietzsche, Barcelona, 1988, p. 47). En realidad, debido al enigma que es el suelo del hombre, no existe más que lucha, valoración, creación, perspectivismo. Por eso dice también Nietzsche que las verdades, incluidas las de la ciencia, son metáforas que han olvidado su condición. Efectivamente, la metáfora, como el mito, no es superable: envuelve al pensamiento, es su origen y su destino.

16. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, op. cit., pp. 151-170

Ignacio Castro Rey, enero 1998

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