"Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí". Ernst Jünger, Los titanes venideros.

 

Nuestros ridículos temores actuales con la violencia de cualquier ruptura hacen que todo se encharque en el aplazamiento, en un consenso sin término. Preferimos más bien morir en vida, a plazos. Si antes las vidas eran de Dios, y era un pecado mortal arrebatarle ese derecho al Creador, ahora las vidas son de la sociedad y la situación, en este punto sensible, es parecida. Todo ello agravado por el temor social al contagio. En una sociedad que no cree en la potencia trágica del individuo, todos los demonios se conjuran con el temor a la conducta inducida. El cuerpo general siente en el suicidio un mentís al presente, y esto es demasiado para una sociedad que no puede concebir nada que respire fuera de su transparencia. Hasta el punto que se pueden poner mamparas en el madrileño Viaducto de Segovia y la prensa entera dirá que se trata de parar el viento. En Italia, en Francia o España se teje una espesa cortina de silencio en torno a ese momento “estelar” de la humanidad. A través del cuerpo medicalizado, de la vida asistida hasta el final y de la donación de órganos, la muerte debe llegar a ser un epifenómeno de las tecnologías de trasplante.

 

La verdad es otra. Ante lo intolerable, al hombre le queda al menos elegir el modo de morir. El suicidio, una vieja práctica de la humanidad, sugiere que la muerte jamás ha dejado de ser un núcleo afirmativo de la comunidad y el lenguaje, una posibilidad extrema en la libertad del hombre. Quitarse la vida como forma de soberanía demuestra que el prisionero no lo es del todo, que el esclavo no lo es totalmente, que la mujer desesperada aún guarda una carta bajo la manga. Nietzsche siempre ha recordado que el pensamiento del suicidio, que los seres humanos tienen en algún momento, es una forma de situarse ante un límite con el cual los otros dramas son relativizados. Vivir con el suicidio, no suicidarse, recuerda Antonio Dafos en este curioso libro que hoy comentamos, una Carta óptima (Ediciones Farniente, Granada), dedicado a la figura literaria de las “últimas voluntades” de quien decide partir.

 

Kant no lo vería así, pero el suicidio representa una de las “ideas regulativas” de la razón, arrojada a veces a la sinrazón del mundo. El libro de ediciones farniente es, para empezar, un excelente catálogo de los mil matices que hay en ese momento liminar y en los signos que envía a la humanidad que sigue, pisando este suelo sublunar. Sin ninguna frivolidad literaria, Sergei Furst, Gabriel Cabello, Antonio Dafos y José Tito Rojo, entre otros, desgranan el espejeo de ese umbral de las decisiones. El suicidio está al alcance de cualquiera, es más, su sola posibilidad otorga a cualquier existencia la dimensión épica que la sociedad sólo le concede a los grandes. Esto, junto con algunas cartas preciosas de suicidios célebres y algunos otros documentos que no solemos frecuentar.

 

¿La vida como un accidente de la muerte? Ni siquiera está claro, en el borde de lo que sugiere Dafos, que los animales no se suiciden. Por poner un ejemplo conocido, al margen del mito de los lemmings, no parece lejano al suicidio el gesto de la corza que salta delante de los perros para alejar a la jauría de la camada indefensa. La respuesta de que es el instinto la que guía en este caso al mamífero no dice mucho, toda vez que ya no nos sirve la definición decimonónica y mecánica del instinto. Es verdad que, argumenta Dafos, un animal que se suicida sería “como un animal que hablase”, pero lo cierto es que casi nunca nos paramos a escuchar lo que los animales podrían querer decirnos, tanto en su reposo como en su actividad. El caso de las máquinas puede ser similar, precisamente para que la ficción sea verosímil. El ordenador de 2001 revive y se rebela ante la inminencia de su desconexión. La novia autómata de Solaris pasa a la vida a través del dolor y la inminencia de la muerte.

 

Lo “absoluto de la decisión” (Sartre), frente a la relatividad de una época, no sería nada sin la posibilidad de poner en juego la propia vida. El hombre tiene la muerte, es propietario inalienable de esa primera violencia, y esto hace de su existencia un absoluto que ninguna sociedad, edificada contra esa comunidad de lo trágico, podrá emular ni expropiar, aunque lo intente por caminos ingeniosos. El enemigo del Estado-mercado es por eso la existencia cualsea, la mortal independencia del individuo. Es normal que una sociedad que se pretende inmanente se sienta celosa de la muerte, “esa virgen” (Borges). De ahí que por todos los medios se intente disolver lo trágico y expropiar a las vidas de ese primer capital, de esa última decisión.

 

Amanecer con la evidencia de que el interior se ha convertido en pulpa, dice este precioso volumen. Pero el actual estado larvario, esta lasitud bloomesca impide incluso el suicidio, que exige al menos un último momento de tensión, de decisión, de heroísmo. Y es esto lo que la Sociedad odia, que alguien tome una decisión a solas, al borde mismo de la desaparición. Por tal razón, al margen de las intenciones reales de Durkheim, se puede decir que no es casual que el estudio sociológico del suicidio coincida con el auge del poder social, cuando la sociedad delega en el individuo, antaño súbdito y ahora ciudadano, un control personal de su existencia.

 

Bajo esta censura social, Carta óptima recorre con deliciosa impertinencia algunas zonas de sombra. Gabriel Cabello recuerda que “nadie se suicida solo” (Artaud): Cada suicida es carne viva destejiendo la carne de este mundo. Con Kant (lo recordaba en su día Houellebeck), a veces sólo por deber tiene sentido prolongar nuestra vida, mantenerla entre los otros. A veces por deber es necesario terminarla. Cabello insiste en la idea del suicidio, por tanto, como técnica del yo. “Nada de prepararse para la muerte, esperándola, sino que es la muerte misma la que debe ser preparada como una extensión del cuidado de sí (…) plantear el suicidio en términos de libertad, en términos de reapropiación de la relación consigo mismo (…) la escueta constatación de que quien toma cada día de su vida como el último puede decirse a sí mismo al iniciar el descanso: ‘he vivido’”. Claro que en la palabra espera hay una cierta ambigüedad, que seguramente no se le escapa a Cabello. Entre quien espera y acepta su muerte y quien la adelanta y prepara, no hay necesariamente tanta diferencia. ¿No es suicidio el de quien se entrega a su muerte? Cristo, Simone Weil dejando de comer, el enfermo terminal que por fin se entrega. ¿Dónde acaba el suicidio y dónde empieza el sacrificio? ¿Dónde la muerte natural y dónde la inducida? Tal vez, aunque no siempre, el que decide morir sacrifica su Yo por el sentido inmortal de su existencia.

 

Gabriel Cabello escribe en Carta óptima: “Algo así como lo que Jean Genet decía de las esculturas de Giacometti, esos semidioses capaces de engendrar en torno a sí un vacío profundamente silencioso que comunicaban ‘al innumerable pueblo de los muertos’ la que Genet consideraba la única gloria: ‘el conocimiento de la soledad de cada ser y de cada cosa’”. El “ser-para-la-muerte” heideggeriano nunca ha sido algo negativo o morboso, sino la más alta la posibilidad. Cabello sigue: “en nombre de una libertad cuyo sentido no podría describir pero que de algún modo conoce. La que exige que borremos el registro de huellas que lo vuelve todo potencialmente rastreable, que no aceptemos el compromiso que implica la palabra información”. Al contacto con la muerte toda evidencia se esfuma; por eso posiblemente el suicida tiene la esperanza fundada de que su muerte permita una resurrección retroactiva, una revisión radical del pasado, posiblemente distinto a sus propios ojos ante la inminencia de la última decisión. El caso “está cerrado”, como dice Maiakovsky, pero en ese cierre todo será recapitulado de nuevo.

 

Camaradas, “De verdad no se puede hacer nada”. Llegado el caso, irse es la única manera de permanecer. Stefan Zweig argumenta en su carta de despedida, extrañamente serena y razonable: “mejor terminar en buena hora y erguido”. Ahora bien, ¿qué es la buena hora? Y sobre todo, ¿qué significa erguido? Buñuel se mantiene hasta el final, héroe de tantas leyendas, doblado como un árbol viejo. Los que le rodean encuentran en ese lento declinar una épica de la desaparición. De ahí que este pequeño libro sea respetuoso con los mil matices que puede tomar la muerte. Desde la mujer que se arroja al vacío mirando en el último momento a la cámara hasta la dulzura final de Maiakovsky, sin culpar a nadie y casi pidiendo disculpas: “Lili ámame… La barca del amor se estrelló contra la vida corriente”.

 

Citado por Furst, Mainländer recuerda: “Nuestro mundo es el único medio de alcanzar la inexistencia”. Es lo que decía un clásico del siglo XX, más cercano a Bataille que a Foucault: es preciso resistir a la tentación prematura de desaparición para lograr que la desaparición obre en los cuerpos. De ser así, el reto estoico de ser capaz de morir, de elegir una muerte propia, consistiría en mantenerse en vida con una buena relación con el mundo de los muertos. Así hasta que el enigma culmine la propia existencia.

Las razones del suicida “sólo pueden estar del otro lado” (Dafos). Pero no hay otro lado, ése es el problema. Por tal razón “Se teme incluso que tal vez se sueñe, que muerto aún pudiera alcanzarle la vergüenza, de modo que desea que se extinga el universo tras él”.

Antonio Dafos recuerda estos otros versos de alguien que levantó la mano contra sí mismo: “Nuestras palabras / nos impiden hablar. / Parecía imposible, / nuestras propias palabras”. Aún así, seguir encontrando en esa impotencia un signo, la relación con una imposibilidad que hace que la vida siga, es la tinta de una última carta óptima. Nota final que cualquiera ha de escribir antes de partir, al menos en la forma de un gesto.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, abril, 2013
Publicado en FronteraD

descargar texto en pdf