Querido ser,

Justo ahora puedo ponerme  a escribirte, después de días y días de ocupaciones con frecuencia absurdas.

Como te decía, lo pasé muy bien esa tarde de copas con vosotras y Miguel. Da gusto sentir que, más allá del «cumplimiento del deber», uno mantiene relaciones espontáneas con seres humanos que viven y se expresan libremente, sin frenarse por la policía de la época.

Me gustasteis todas, me impresionasteis todas, incluido M. De la aparente «ingenuidad» de L. a la permanente reflexión tuya, de L. o de P., la tarde tuvo el encanto de un encuentro «sin paracaídas» que no se da todos los días.

En tu caso, lo sabes, me llamaron la atención al menos dos cosas. Una, no sé cómo lo decías, ese carácter tuyo tan exigente… que te lleva quizás a descreer con cierta rapidez, a perder la esperanza de que tal o cual persona esté a la altura y guarde algo distinto.

Sobre esto solo quise decirte el otro día (soy un experto en impaciencia y decepciones) que tenemos dos manos. Una debe manejar, también contra sí mismo, el látigo de cierta intransigencia, estresando a perpetuidad nuestra tendencia a la acomodación. Pero la otra debe manejar, creo, un sentido del humor sin el cual la vida se vuelve imposible. Esto es lo que oí en algún sitio, hace tiempo: «El sentido del humor es lo que permite que la diferencia entre lo deseado y lo posible no nos convierta en fanáticos».

Creo que el humor, muy parecido a la atención a los detalles propia del amor (decía la monjita de Lady Bird), es una tecnología punta que atiende más a la posibilidad, en las personas y situaciones, que a la realidad visible, ya efectuada. Es como la atención a otra existencia, escondida. Por lo tanto, le concede una segunda y tercera posibilidad a lo que nos rodea. Y todos necesitamos esa otra oportunidad. Me parece que hasta el «matrimonio» consigo mismo es difícil sin ese humor de una mano izquierda que sabe infiltrarse, más que enfrentarse.

Como ves, este hombre que tiene siete hermanas te está hablando de «tecnologías femeninas». Otra de ellas es la siguiente. Los varones  de nuestra cultura falocéntrica nos pasamos la vida soñando con una libertad que rompa con el pasado y lo heredado, con el útero matriz. Forzamos así una libertad de elegir que debe escapar constantemente de lo natal, de la fatalidad de haber nacido así, de un modo que jamás hemos elegido.

Para integrarlas, ya que no podemos con ellas, hemos querido encerrar a las mujeres en esta trampa mortal del universo moderno. La elección perpetua es el peor de los mitos dañinos en nuestro mundo libre. Y asumir que esto es un mito no significa rendirse ante nada. Ni tú ni yo hemos elegido el punto de partida, una «escena originaria» a la cual (queramos o no) hemos de volver una y otra vez. ¿Cómo vamos a crecer como no sea desde nuestro suelo, nunca elegido? No hace falta ni leer a Freud para aceptar esto.

No he elegido nacer, ni mi tono de voz, ni mi nariz, ni ser varón, ni mis miedos, ni mi nombre. Y todo eso, anterior a mí, es parte medular de mí, condicionando mis manías, deseos, sueños, temores, apetencias y elecciones. O mi «libertad» consiste en escuchar el signo de esa cifra natal o la estoy construyendo en el aire, según el diseño de una moda que me han vendido otros.

Ponte el nombre que quieras, querida, pero escucha una y otra vez tus signos natales. Nadie tiene otra riqueza que ese fondo de pobreza. Si se la escucha, además, no es pobreza. Solo desde ella es posible la aventura interminable de aproximarse al laberinto que uno es.

Existen unos jóvenes militantes en Francia, mujeres y hombres, que en el primer capítulo de un libro furioso y piadoso llamado La insurrección que viene (Comité Invisible) hace una descripción impagable de cómo la libertad ha de recoger la necesidad en la que hemos nacido. Esta idea estoica, tan antigua como el tiempo, está también en el libro de Rilke que os recomendé este año. Pregúntese si podría vivir sin ello, dice el poeta para averiguar si algo es de uno o no.

Solo era esto. Besos,

Ignacio

Madrid, 27 de mayo de 2018