«Nada es más viejo que el fin del mundo»

Este libro llegará lejos. O no, pues nunca se puede menospreciar el alcance de la estulticia mundial. Y el Comité Invisible (A nuestros  amigos, Pepitas de calabaza, 2015) es muy duro con nuestra idiotez global, con el conjunto del progresismo y también con lo que solemos considerar su ultraizquierda. Es posible que sean más comprensivos con los que luchan en Oaxaca o Egipto. Con las mil insurrecciones occidentales en las que están insertos, el Comité Invisible es más bien intransigente. Casi podríamos decir que lo que otros, incluso desde el entorno de Syriza a Podemos, podrían llamar elitismo es una de sus mayores virtudes, pues tal aspereza teórica les libra de los límites habituales de lo político, incluida esa gestión radical que busca desalojar una ideología o casta determinada en nombre de otra hegemonía. Lejos de facilidades partidistas, A nuestros amigos es un libro violentamente filosófico a la hora de pensar la clave del poder occidental. Una de las cuestiones que le va hacer difícil la vida -por más que se publique a la vez en ocho idiomas- es que, tanto en el lenguaje como en las ideas, pone a prueba nuestra implicación sensible con lo que demasiado fácilmente hemos llamado capitalismo.

 

1

Aunque compartan su ontología, ellos no parecen conformarse con la guerra de guerrillas en la que podíamos situar a Foucault y Deleuze. De alguna manera compleja el Comité Invisible aspira a una subversión total, no sólo destructiva, sino también afirmativa. ¿Cómo? Es ésta la única cuestión que, política y filosóficamente, no parece preocupar mucho en las instancias policiales que desde hace años les persiguen, haciéndoles famosos.

 

Antes y después de una crisis en 2001 de la que nada se sabe, Tiqqun y el Comité Invisible cuestionan radicalmente el monopolio académico del pensamiento con unos libros en los que aun sin retirásemos -por absurdo que fuese- esa agresiva carga política, quedarían como impagables libros de filosofía, a la altura de lo mejor del siglo XX. Combinando momentos teóricos de Deleuze y Benjamin, de Foucault, Agamben o Heidegger, con sutiles elaboraciones propias y otras de autores -Baudrillard, Virilio- que nunca citan, Tiqqun y el Comité Invisible nos retan desde hace años con un mapa insólito de la dominación y de aquello que la desafía. DeTeoría del Bloom a Llamamiento, de Teoría de la Jovencita a La insurrección que viene, pocos libros pueden alterarnos como estos. Pocos pueden infiltrase así en nuestras vidas y cambiar la inercia de nuestras percepciones.

 

La política extática no encarna sólo otra concepción de lo político, cargada con iluminaciones que algunos no han dudado en calificar de mesiánicas, sino también la propuesta de vivir de otro modo, de habitar de manera radicalmente distinta el mundo. De lo que se trata, dicen, es de llenar el vacío que la democracia mantiene entre los átomos individuales por medio de una atención mutua de unos a otros, por medio de una atención inédita al mundo común (p. 67). El problema es entonces sustituir el régimen mecánico de la argumentación por un régimen de verdad, de apertura sensible a lo que está ahí. Desde estos presupuestos, es normal que fustiguen sin piedad la utopía de una democracia directa a través de los nuevos medios que, de hecho, nos han convertido en nudos de una red extenuante.

 

Habitar plenamente, he ahí todo lo que se puede oponer al paradigma del gobierno (p. 177). Claramente, ellos están muy lejos de lo que otros llaman hegemonía: «Quien tiene relaciones de mierda no puede sino llevar a cabo una política de mierda» (p. 179). No hay duda de que meterían en este pestilente paquete a buena parte de lo que hoy consideramos militancia alternativa. Y sin embargo, de acuerdo con la lógica de cierta violencia inclusiva, a ellos se dirigen. A ellos y no a nosotros, los que leemos filosóficamente a Agamben y a Nietzsche. Aunque también los que tenemos pocas ilusiones políticas, melancólicos seguidores de Badiou, Han o Heidegger, quedamos atrapados por este texto, pues resulta más ontológico su furioso análisis del líquido amniótico que nos envuelve que el tedio consagrado que, por boca de Sloterdijk o Žižek, se suele llamar filosofía.

 

Pocos libros como Introducción a la guerra civil o éste que hoy tenemos en las manos, mucho más didáctico, podrían convencernos de que los estallidos en curso que el mundo ha conocido en los últimos veinte años caminan sigilosamente hacia un estallido histórico. Aunque no se comparta ni una sola línea de estas 258 páginas -cosa más bien difícil, dado la carga magnética de muchos pasajes-, A nuestros amigos es un texto que, como otros anteriores de este no-grupo, no deja indiferente a nadie. Y además, a distancia de tanta filosofía oficial, ésta no habla en clave erudita, por más que a veces ponga a prueba nuestra relajada capacidad de comprensión.

 

No es una ventaja menor, aunque desconfiemos de casi todo lo que se llama mundial, que se recojan con precisión decenas de momentos, testimonios y fenómenos de casi todo el orbe, exceptuando Rusia, China, Irán, Israel y algunos otros países que no participan en lo que ellos consideran el anillo de la guerra en curso. El carácter anónimo, más bien invisible de este medio alude al punto de vista, antes existencial que político, de una vida cualquiera. El Comité Invisible intenta analizar nuestro decorado con la audacia de una percepción atávica hoy prácticamente expulsada del orbe político.

 

Hay un espectro que no recorre Europa, pero alienta en cualquier esquina donde algo durmiente viva. Con una percepción ubicua muy atenta a la cultura angloamericana, estos amigos invisibles recogen tal cantidad de «información» -por hablar al modo usual- que nos sirven tanto preciosas imágenes de las últimas formas de control estatal como de la policía escondida en la fluidez tecnológica; tanto de las nuevas formas de vida como de otras configuraciones de la clandestinidad, la indiferencia y hasta la belleza de este mundo que parece agonizar. Ya sólo por todo esto A nuestros amigos se convierte en una formidable caja de herramientas, aunque susceptible también de usos perversos. Más de un experto de Interior, más de una unidad militar de elite acabará estudiando este libro para ponerse al día en cuanto a la era que viene. Estamos entonces ante una especie de Vademécum para situaciones de emergencia que vendrán, cada día más mezcladas con la ceguera organizada en este reino de la visibilidad total.

 

Hay tal carga sensitiva y conceptual, en esta ofensiva para deshacer la madeja del presente, que seas quien seas te ayudarán a rehacer algo de tu vida. Un poco, valga el símil, como esos cuadros clásicos que no dejan de mirarte mientras les miras. La ambigüedad central, tanto en el poder como en la vida, que el Comité Invisible ha captado les permite suscitar lo que quede en nosotros de existencia bajo las habituales identificaciones. Poco más se puede decir a favor de un libro. No hace falta ningún acuerdo, basta con la duda radical que siembran en todo lo que dábamos por sabido.

 

2

Una y otra vez, la tecnología aparece como un dispositivo para el distanciamiento y la separación, no para el acercamiento. De qué manera las tecnologías nos desarraigan de la sustancia ética de las técnicas que ya estaban incorporadas a nuestro cuerpo es algo de lo que se ocupan páginas centrales de este difícil volumen. No hay naturaleza naturalista, insisten, sino una elaboración técnica de las formas de vida (p. 133). En tal sentido, tecnófilos y tecnófobos dejan escapar la naturaleza ética de cada técnica, inserta ya en la carne.

 

La analítica que se vierte sobre nuestro uso apocalíptico del fin, como forma de distraernos de la catástrofe en marcha que somos nosotros (p. 30), no tiene precio. ¿Qué prueban tantas pantallas que hemos de poner entre nosotros y el mundo? Que la crisis actual es una crisis ante todo de la presencia. Algunas joyas de la mercancía tecnológica -el iPhone, el Hummer- se presentan así comoequipamientos de la ausencia (p. 32). Inolvidable también es la descripción que se hace del GPS for the Soul, ese ingenio creado para remediar tecnológicamente la desconexión real que producen las tecnologías.

 

¿Es la separación de lo sensible la metafísica que nos protege? Sí, el poder es logístico, se basa en las rapidez conectiva y homologadora de las infraestructuras. De ahí que los billetes de la UE hayan sustituido la figura de personajes históricos por puentes, acueductos y arcos (p. 89). El poder reside en la organización misma de este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Hay una metafísica, que tal vez Marx no imaginó, que guía nuestra economía política. Aquí radica el secreto, y es que no hay ninguno (p. 90). El poder se ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido con el decorado. Es a él a quien se llama defender, y no a los pececitos, en todos los llamamientos para preservar el medio ambiente (p. 93). El poder es el orden actual e inmanente de las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable y a merced de quien la gestione. En tal aspecto, el nihilismo metropolitano es sólo una forma bravucona (p. 95) de no admitir esa evidencia. Que una fracción de los anarquistas se autoproclame nihilista es completamente lógico. El nihilismo es la impotencia para creer en lo que sin embargo se cree; en este caso, en la revolución. Por lo demás, no hay nihilistas, sólo hay impotentes (p. 157).

 

Con tal poder inmanente encaja la idea de un Yo sin Yo, de un selfless self emergente, climático, constituido por la exterioridad de sus relaciones. Es la concepción cibernética de un ser sin interioridad (p. 120) la que se acopla a nuestro entorno automatizado. De ahí el éxito de las algunas variantes de espiritualidad, prestando un fondo de fluidez a la feroz empresa de sí mismo: Buda -y quizás Hume- es quien ha de estar de moda, no Descartes. Un sujeto que comparte todo al instante consigo mismo, también su recorrido a través de los campos y su ritmo cardiaco, no necesita nada parecido al alma. Encuentra precisamente un sucedáneo anímico en el equipamiento incorporado a los sensores corporales.

 

Coches, refrigeradores, aspiradoras y consoladores serán directamente unidos entre sí y a Internet. El debilitamiento existencial es así el precio de una silenciosa potencia reticular, que parpadea en pantallas planas. Llegamos entonces a la religión por otros medios: «Gracias a las redes difusas de sensores, tendremos sobre nosotros mismos el punto de vista omnisciente de Dios» (p. 123), dice entusiasmado un profesor del MIT. Y además, un dios maravillosamente politeísta. Ningún pastor, un solo rebaño era el resumen de Nietzsche.

 

No puede extrañar que A nuestros amigos desahogue ironías sobre una pretendida democracia real a través de las redes (p. 61) y los procesos asamblearios, incluido el estilo amortiguado -el aplauso silencioso, la sucesión de monólogos- del proceso español de las plazas (p. 67). Cuanto más fluido y ligero sea el ente, más democrático y cercano al corazón alternativo del sistema (p. 74): el single metropolitano es más democrático que la pareja casada, que a su vez es más democrática que el clan familiar, que a su vez es más democrático que el barrio mafioso.

 

De ahí esta sucesión de extrañas derrotas, teñidas de una aura de victoria. La barca asamblearia -Grecia, España- se estrella en la apoteosis de la pleamar ciudadana. En palabras de estos raros militantes: la embriaguez de la revuelta se extingue en la taberna de lacrisis (p. 146). No, tal radicalismo no nos pone las cosas fáciles. Y sin embargo, los jóvenes del Comité Invisible parecen encontrar una y otra vez en la presencia real el remedio, tanto existencial como político, a todas las decepciones. Un remedio, por qué no decirlo, que encuentra en la misma enfermedad la clave de la cura: «Ha hecho falta que centenas de amigos a los que les importamos un carajo nos likeen en Facebook para después ridiculizarnos mejor, para que recuperemos el viejo gusto por la amistad» (p. 128).

 

¿Es increíble que ellos puedan extenderse, casi con humor, sobre la crueldad amable de la mentalidad asamblearia? No, piensan libremente en la organización social de las smart cities (Barcelona), con sus receptores y generadores de servicios, como en la autogestión de una nueva y exultante policía. A su manera post-digital, los pensadores del Comité Invisible son brujos de la comunidad de encuentro, ese absoluto local que Deleuze defendía como espacio común de la individuación. De hecho, lo universal es en A nuestros amigos «lo local menos los muros» (p. 210). Lo cual no quita para que una de las urgencias sea ahora liberarse del atractivo de lo local, igual que antes hubo que hacerlo de la mitología global.

 

El desierto real, ese silencio de una presencia física cada vez más difícil, es la base de las redes sociales (p. 128). Y esto no sólo porque la entrada en masa de datos personales en Google, Facebook, Apple o Amazon denuncia al resto que no lo hace como atrasados, sospechosos o desviados potenciales (p. 125). Incluso la experiencia hipster de desconexión se presentará como algo volcado inmediatamente en las últimas conexiones. Ocurre como si dijéramos que ya es noticia también la ausencia de noticias. ¿Todo afuera ha pasado adentro? Verdaderamente, este libro nos regala un mundo orwelliano extremadamente emocionante. A poco que te descuides, alimentarás la fluidez sonriente de la máquina. Aunque el sentido del humor de A nuestros amigos está un poco enterrado, no se siente exactamente miedo, sino un envite provocador ante esta bestia uterina que se nos viene encima.

 

No se trata ya de ninguna vigilancia uniformada en especial, sino del terror de la moda. Es la moda lo que nos impide hablar, ver, sentir de modo distinto: ese terror que nadie ejerce sobre nadie, pero que se aplica a todos (p. 156). En estos medios se teme no ser radical como se teme en otras partes no ser ya tendencia, cool o hipster«. Byung-Chul Han ha hablado del terror de la inmanencia, pero el Comité Invisible -por razones políticas- no puede citar a Han. Lo ha hecho Teoría del Bloom con los adalides de la revolución conservadora, pero eran otros tiempos, probablemente, según ellos, menos urgentes.

 

Estamos pues ante una forma de gobierno arraigada en la transparencia de la libertad individual, no en su represión. Quierenproducirnos como sujeto político, como anarquistas, Black Bloc o antisistemas, y no simplemente reprimirnos. Sería preciso renunciar a nuestra propia legitimidad (p. 81) para combatir este orden proliferante que nos envuelve. Pues la libertad y la vigilancia dependen del mismo paradigma de gobierno. La extensión infinita de procedimientos de control es el corolario histórico de una forma de poder que se realiza a través de la libertad de los individuos (p. 137). Naturalmente sin citar a Jünger, A nuestros amigos recuerda que a un ser auténticamente libre ni siquiera se le denomina libre: simplemente es, existe, se despliega siguiendo su ser (p. 139). De ahí que este libro, en una línea de pensamiento muy distinta a la habitual, insista en enlazar libertad y arraigo. Soy libre porque estoy vinculado: la raíz indoeuropea de Freund y frei, de friend y free, es la misma, recordándonos que libertad y arraigo, en contra de nuestro dogma, son experiencias paralelas. Resultará difícil, bajo nuestra sacrosanta tradición, pero nos convendría seguir estos indicios caídos de la brecha entre dos mundos.

 

Se trata en todo caso de infiltrarse, no de enfrentarse. Y es necesario para ello quitarse la escafandra ideológica. En otras palabras, es necesario el tacto como virtud revolucionaria: ingresar en el corazón de las situaciones, unir el anarquismo con el coraje de algunas viejecitas católicas. Desaparecer, camuflarse: no sólo por táctica, sino por situacionismo político y ontológico. No somos tan distintos unos y otros, pues no es la ideología lo que nos diferencia, sino el papel que jugamos en los procesos en curso. De cualquier manera, la trampa y el drama de la simetría (p. 170) es mortal, esa idea -en Negri, por ejemplo- de combatir el imperio con un reverso multitudinario del imperio. Cuando la represión nos golpea, empecemos más bien por no tomarnos por nosotros mismos (p. 176). Nuestra fuerza no nacerá de la designación del enemigo, sino del esfuerzo hecho por entrar los unos en la geografía de los otros (p. 248).

 

Literalmente, la tarea revolucionaria se ha convertido en parte en una tarea de traducción. No hay un esperanto de la revuelta. No se trata de que los rebeldes aprendan a hablar anarquista, sino de que los anarquistas se conviertan en políglotas (p. 250). En cuarenta años de contrarrevolución neoliberal es este vínculo entre disciplina y alegría lo que ha sido olvidado en primer lugar. Lo volvemos a descubrir en el presente: la verdadera disciplina no tiene por objeto los signos exteriores de la organización, sino el desarrollo interior de la potencia (p. 253). Esto arroja serias dudas sobre nuestros prejuicios en cuanto a las decisiones no sometidas a la autoridad asamblearia.

 

Lo real es lo que resiste, reapareciendo por fuera. Sobre ese suelo mítico e inapropiable, todo es local, incluido lo global: El Estado, por ejemplo, es esa mafia que ha vencido a todas las demás (p. 206). Pero aún nos hace falta localizarlo, designarlo como coacción determinada o poder contingente (p. 205). Los propios hackers están en esta disyuntiva ética, basculando entre la policía mundial y el sabotaje (pp. 136-140).

 

La descripción ética del fascismo actual (p. 53) no tiene precio, como tampoco lo tiene las reflexiones sobre lo que es la guerra como rumor diario, recorriendo los bajos de toda tentativa de mera gestión (p. 72). El conflicto es la madera misma de lo que existe. Un guerra santa que no cesa, que está en nosotros como algo muy distinto a lo simplemente bélico, las carnicerías y lo militar (p. 151).

 

Es por los flujos que este mundo se mantiene, de lo que se deriva la urgencia de romper tal permanencia fluida, interrumpiendo la circulación. Es posible que el Comité Invisible tenga poco tiempo, en este libro, para dedicarlo a la forma impolítica de boicotear los protocolos del día. Y sin embargo, también en este punto vuelven con una metafísica a la que no estamos habituados. Bloquear es «una tentativa vertical de detener el tiempo» (p. 102), de bifurcarlo y posibilitar un encuentro.

 

Es preciso sacar el tiempo histórico de quicio, abrir una brecha en el continuum desesperante de las sumisiones (p. 216). Es necesario atacar al capitalismo en sus variaciones moleculares, esas que nos atañen a todos los progresistas. Sin ir más lejos, la multiplicación de reality shows y demás formas sádicas de competición intenta familiarizar a cada uno con los pequeños asesinatos entre amigos en los que se resume la vida dentro de un mundo de selección permanente (p. 196).

 

3

Terminamos con algunas pequeñas dudas de orden metafísico y político. Primero, la cuestión del anonimato: desaparecer, algo que ellos han hecho muy bien. El anonimato deconstruye el papel estelar de los autores, las excepciones y los nombres propios para infiltrarse en las situaciones, en sus comunidades ocasionales. Con respecto a esto, un pensador del siglo pasado comentaba: «Es necesario que la desaparición obre en los cuerpos, abra una línea de fuga, desterritorialice cada territorio. No se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: éste es el secreto del arte y de la seducción». En el caso del Comité Invisible, el arte y la seducción es la revolución.

 

Pero es importante estar atento a lo que los pensadores hacen, más que a lo que dicen. Todo pensador que pronuncia una sentencia y pone en acto el pensamiento, sea Deleuze o Badiou, lo hace con una afirmación que no es de nadie. Con frecuencia será también «Para todos y para ninguno» (Nietzsche). Si es suficientemente intempestivo, el pensamiento borra el rastro celeste del autor, casi todo lo que en su nombre propio quede de artículo de moda. El pensamiento puede ser en sí mismo praxis. Si lo logra, hace desaparecer el halo de una imagen estelar, la cantinela de los inevitables clichés. Sin embargo, a pesar de su compromiso político con la amistad, el Comité Invisible parece querer hacer inmediatamente político todo pensamiento. Como si vivir no fuera ya luchar, resistir. Como si no aceptásemos la relevancia impolítica de lo común, de aquello que no es visible ni inmediatamente histórico. De ahí tal vez que ellos no puede asumir que el nombre, signo externo de una individuación, es el único camino para llegar a lo común, a la comunidad de lo innombrable. De la misma manera, y esto está más en Nietzsche que en Hegel, no parecen aceptar que la singularidad personal es el único camino para la despersonalización, para realizar un individuación sin sujeto.

 

Es acaso por esto que hay que destituir todo lo que sean nombres: el «miserable» Beppe Grillo, el «siniestro» Dieudonné -lo serán, pero ¿había que decirlo? Por supuesto, tampoco sirven Negri, Stephane Hessel, Camus, Thoreau, Cristina Kirchner, Naomi Klein… Tampoco la figura del radical, del hacker, del pacifista, del tecnófobo. Se salvan muy pocos nombres, en general difuminados en el pasado o en una cierta clandestinidad de elite.  En realidad, es tal el hincapié en las estructuras -el orden geométrico del capitalismo- y el olvido de los nombre propios, que el Comité Invisible no siempre parece fiel su concepción existencial de la revolución. A nuestros amigos se convierte así en un libro donde pueden faltar amigos, un texto un poco estresante por la escasez de vacuolas reales y amistades en las que apoyarse. Por ejemplo, ¿es necesario hablar del «camarada Deleuze» para que él sea de los nuestros? ¿No basta con que él sea un amigo, un amigo -la expresión es de Blanchot- de lo desconocido sin amigos?

 

Casi nadie, de los nombres actuales que podrían hacerles sombra, es suficientemente revolucionario, puro o radical. Como sin la revolución la vida no fuese nada, A nuestros amigos pone en marcha una especie de sectarismo piadoso y sutil, mundial, inteligente. En su bendito anonimato, incluso con respecto a sí mismos -ningún mundo puede ver los instrumentos que le permiten ver-, mientras critican a otros llegan a realizar lo que podría ser una caricatura de sí mismos: «pacifistas y radicales están unidos en un mismo rechazo del mundo. Gozan su exterioridad respecto de toda situación. Están en las nubes, y de ellas sacan no se sabe qué excelencia. Prefieren vivir como extraterrestres» (p. 154). Etcétera. Naturalmente, no es exactamente así en el caso del Comité Invisible, es en cierto modo todo lo contrario, pero es difícil negar que algo de ese peligro late en ellos. Quizás les hace todavía más originales, y amables, mantenerse en tal ambivalencia.

 

Volviendo a los nombres, fijémonos en este momento: «Ha hecho falta arrancarse de la abstracción de lo global; ¿cómo arrancarse ahora de la atracción por lo local?» (p. 245). ¿Liberarnos de lo local, donde se da toda forma de vida, de secreto, de resistencia y de lucha? El alcance incluso de una revolución mundial -la informática- es también local, localizada en el tiempo y en el espacio; por tanto, condenada un día a extinguirse. Es en el absoluto local, teorizado por un Deleuze que desconfiaba de la historia frente a la potencia del devenir, donde ocurre todo: nacemos, crecemos, luchamos, odiamos, amamos y morimos. ¿Hay algo más? Si lo hay, no todo el mundo tiene ganas, ni tiempo ni dinero para viajar constantemente y gritar consignas ocho idiomas distintos. Lo universal es lo local «menos los muros» (p. 210): de acuerdo, es una forma de decirlo. Pero, ¿por qué no incluso con sus muros? Tal vez los muros son a lo local lo que la identidad personal es a los procesos de individuación impersonal: un punto de partida inevitable. Ahora bien, si «nada es local antes de que pudiésemos ser arrancados de ahí» (p. 204), otra vez queda lo local como un momento hegeliano de la histórico, un punto de partida para las líneas de fuerza mundiales. Dudamos que esto no esté otra vez demasiado cerca de una fascinación marxista por lo mundial que ha hecho el mundo tan invivible. Tampoco estamos seguros que no se esté resucitando la vieja condena del idiotismo local que, ya en la cabeza de Marx, facilitó tantas matanzas.

 

Todo se juega en una cuestión filosóficamente capital: la preexistencia o no de lo local, de las poblaciones y los pueblos, con respecto a toda lucha. Si se entiende la lucha según el modelo del movimiento colectivo visible que pasa a las pantallas, si los pueblos y las localidades no preexisten a ello (p. 202), estamos a un paso otra vez del racionalismo dialéctico que condena el atraso de lo real en nombre de lo histórico. Y en efecto, así lo parece a veces: «de la misma manera que no hay ‘naturaleza’, no hay ‘sociedad'» (p. 208). Ningún pueblo preexiste (p. 133): se llega a citar la famosa frase de M. Thatcher, como expresión de una evidencia que habría que reconocer. Es como si los miembros del Comité Invisible, a pesar de su excepcional compromiso con lo comunitario, se negasen a reconocer en su mirada panóptica y superestructural a los pueblos (p.189) y a unas poblaciones que preexistan mientras «la lucha» no las ponga en la era de la historia (p. 173). ¿Cuándo no hay lucha si se está viviendo? ¿No significa dudar de esto, a pesar de todo, volverle a conceder un papel clásico a la ideología política, volver negar el papel -político e impolítico a la vez- de la vida común, de la comunidad y la amistad?

 

Curiosamente, el propio existencialismo político del Comité Invisible lleva a ignorar la importancia -política y sensitiva- de la territorialidad estatal (p. 164). Irán, China, Palestina, Venezuela, Colombia, México, Rusia, Siria: ¿No hay un solo Estado que, al menos provisionalmente, valga la pena defender? (p. 248). El desprecio sutil de los nombres, y de las instituciones que se asientan en los absolutos locales de pueblos y territorios, tal vez afecte -a los ojos del Comité Invisible- al papel del Estado en la resistencia internacional frente al imperialismo. Por ejemplo, se alaba en A nuestros amigos (p. 179) una fragmentación molecular en la resistencia palestina que tal vez ignora la importancia, para ese pueblo en peligro, de un Estado.

 

El Comité Invisible vincula toda comuna a la lucha (p. 95), no al afecto o a la inacción, como si la alegría de convivir, la comunidad de un pueblo no bastara para justificar una existencia. ¿Por qué una comunidad ha de afrontar, porqué sólo existe si afronta (p. 216) el mundo juntos? ¿No es suficiente con el afecto, con hablar y cocinar, con vivir y permanecer al margen, en un mundo compartido? La alegría de estar juntos (p. 237), ¿necesita enemigos? A veces dicen que no y a veces parecen contestar que sí. ¿Y la alegría de estar solos y a la vez en el mundo, con todo el mundo enfrente o a los pies? Además, este compromiso entre comunidad y metas de lucha parece contradecir la magnífica frase de Tönnies que ellos mismos citan (p. 192): «Mientras que en la comunidad los hombres permanecen vinculados a pesar de toda separación, en la sociedad están separados a pesar de cualquier vínculo».

 

El caso es que, finalmente, no hay mucha alegría en A nuestros amigos. O no sólo alegría. La hipótesis podría ser ésta: Por faltar resolución trágica para afrontar la irremediable diferencia entre vida e historia, ¿falta también sentido del humor? ¿No es el humor, que rompe los protocolos policiales del día, suficientemente político?

 

Podríamos decir que si hoy lo personal y cotidiano va mal, con esa relajada informalidad de amigos y conocidos convertidos en zombis, es porque casi todos ellos parecen estar pendientes de una revolución general, aunque sólo sea tecnológica, informativa, ideológica o televisiva. ¿Es posible entonces que la maquinación de la policía francesa no sea algo mucho más siniestro que la feroz «empresa de sí mismo» que hará tan difícil que se lea A nuestros amigos? Después de todo, tal vez nadie tenga hoy suficientes amigos. ¿No buscarán incluso ellos, los que escribieron este precioso libro, esquivar la soledad que les atenaza en cada sitio con un recorrido internacional por todos los lugares?

 

La infancia, la historia. Si la oposición es entre democracia y verdad (p. 68) no hay mucho que hacer, pues una pertenece al orden ontológico de la historia y otra al orden ontológico del devenir (Deleuze), tal vez lo que Badiou llamaría acontecimiento. Con lo cual la oposición, y aun la reconciliación entre un polo y otro, serían poco menos que imposible o indeseable. Es esta lábil distinción entre devenir e historia -que para ellos es difícil a partir de una sacralización de la Historia que heredan de Marx- uno de los puntos más débiles del libro. A la vez, es también lo que lo hace tenso, intransigente, duro con sus amigos potenciales.

 

¿Qué hay de la indiferencia de los árboles a la historia, qué hay de la indiferencia de nuestra infancia a todo lo mundial? Indiferencia que no tiene nada de nihilista, sino que está implicada en una detención de tiempo que abre a otro tiempo. Pero si toda insurrección ha de volcarse en una revolución (p. 147), si todo acontecimiento ha de revertir en una nueva situación, si todo devenir ha de ser historia… nos encontramos otra vez cerca de una descripción triste de la militancia que una de las esquirlas de Tiqqun realizó hace años: «El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia reside ella misma en el interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad de sustraerse a ella o de interrumpirla» (Llamamiento).

 

Una y otra vez retorna la maldición, la tragedia de una simetría de la que ellos no pueden salir fácilmente. «A la pregunta ‘¿Tu idea de la felicidad?’, Marx respondía ‘Combatir’. A la pregunta ‘¿Por qué combatís?’, nosotros respondemos que por nuestra idea de la felicidad». Una felicidad difícil, pero inmediata. Sin embargo, ¿no habíamos quedado en que la guerra estratégica que es la vida no debe necesariamente pasar al acto de la carnicería, ni notarse bélicamente? ¿Qué hacemos entonces con la felicidad que combate sin estruendo en lugares logrados, enteros, que no necesitan tomar por asalto nada externo? Sí, rebelarse contra el hastío por la vida que se nos hace vivir (p. 51). Ahora bien, ¿y el hastío de la mejor de las vidas posibles? Al fin y al cabo, si lo real es lo que resiste (p. 211), lo que siempre reaparece por fuera, nuestras vidas están prometidas al reinicio de la tragedia. Y esto aunque la más clamorosa revolución lograse darle cuerpo a las mil insurrecciones que nos han permitido vivir.

 

Tiqqun significa reparación, restitución, redención. Ahora bien, la primera revolución es la de ser, la de existir. La otra revolución, histórica, tal vez sea posible cuando deje de ser tan imperiosamente necesaria. De hecho, con esta leyenda puede tener relación una misteriosa frase de A nuestros amigos que insiste, en los márgenes de Marx, en el carácter no necesario -económica, históricamente- de las revoluciones. Es cierto, tenemos que conceder a los detalles más cotidianos, más ínfimos de nuestra vida común, el mismo cuidado que concedemos a la revolución (p. 178). ¿Se puede atender a esos dos amos a la vez? Lo impolítico y lo político, la vida y la revolución: tenemos dos manos, dos pies muy distintos. Ya el título del libro le otorga a la amistad, sin duda acrecentada a raíz del vergonzoso asalto de Tarnac, un valor político fundamental. Nunca le agradeceremos lo suficiente a estos jóvenes el coraje -hasta cierto punto ingenuo- de percibir y pensar una contradicción que, precisamente en carne viva, sigue resultando vital.

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