Gracias a la coyuntura política, parecen prometerse mejores vientos para los estudios filosóficos en España. Pero no está claro que se deba ser muy optimista al respecto, ni con el despunte que se vislumbra en las vocaciones universitarias (alimentadas sin duda por «la crisis», motor eterno de cualquier pregunta filosófica) ni con los probables cambios legales en el estatuto de la filosofía en Bachillerato.

Es necesario señalar el retroceso general de las humanidades en casi todos los países influidos por el implacable pragmatismo angloamericano. En este punto, como en otros, nuestro positivismo civil reproduce estrategias militares. Y es bien sabido que una buena relación con la duda, quintaesencia de la filosofía clásica, no es ventajosa cuando se trata de contener al enemigo. Hace mucho tiempo, sin embargo, que Occidente no vive más que de sus enemigos, de ahí que cierta caricatura de Kant sea a veces tan eficaz (para mostrar, pongamos por caso, la superioridad de Francia sobre Irán) como nuestras temibles armas de destrucción masiva.

Entre nosotros, además, la radiante mentalidad industrial hace tiempo que desprecia la voz de los ancestros, el rumor oscuro de las lenguas muertas. También unas intrincadas reflexiones filosóficas que, a los fanáticos de la velocidad, siempre les han parecido tocadas por el tufillo laberíntico de un pasado que es necesario liquidar. Entre otras razones, para que nuestro impresentable presente no tenga un referente que le avergüence a fondo.

Sobreañadido, opera también el indisimulable odio Wasp al «pensamiento abstracto», debido a su difícil y lenta utilidad. Para una mirada pragmática, la filosofía siempre ha padecido (de Leibniz a Nietzsche) unas pretensiones no contextuales, ni históricas ni tampoco muy civiles, que la han hecho bastante risible, cuando no sospechosa de toda clase de atavismos arcaizantes. En resumidas cuentas la famosa «navaja» ya no es solo la de Ockham, pues el bisturí se ha usado a fondo en los mil recortes anímicos que hacen falta para que el Primer Mundo sea más veloz y laminado, más obediente a la normalización económica.

 

Para más Inri, nuestra querida España (mucho antes de los separatismos, recuerdan hace un siglo Ortega y Unamuno) ha padecido un secular complejo de culpa, una timidez política que la convierte en mimética de los modelos occidentales de alta velocidad. Y esto ha funcionado a varias bandas, sea con la admiración izquierdista hacia Francia o con la admiración derechista hacia Alemania, Inglaterra y EEUU. Una nación que se precie tiene en la educación el primer frente exterior, la primera línea de su ambición de perpetuarse. Pero no es precisamente nuestro caso. Si esta España acomplejada convierte la educación en constante arma arrojadiza del sectarismo partidista es porque teme cualquier iniciativa resuelta, dispuesta a salir al campo abierto en la liza de las naciones. Mejoraremos la soltura de nuestro inglés, la lengua de la nivelación, difícilmente el conocimiento histórico de nuestro pasado mundial.

Late además en la órbita occidental, invadida hace tiempo por el autismo de la comunicación, esa eficaz alianza de aislamiento real y conexiones virtuales, una cuestión muy simple que afecta al prestigio de los estudios filosóficos. ¿En la «sociedad del conocimiento» es conveniente pensar, practicar un pensamiento que no tenga un resultado práctico inmediato? Más bien se diría que basta con la Información, con el acceso masivo a las opiniones y datos que ya circulan… Más aún, que son ciertos porque circulan: ¿no es ésta la posverdad? La cultura informativa ha creado, es necesario decirlo, unas generaciones jóvenes y adultas incultas como pocas veces se han conocido. Y además se trata de una incultura cristalizada, fluida, sin ningún complejo de culpa.

Los profesores de filosofía, con demasiada frecuencia, se limitan a sazonar con un punto de formación tradicional (un poco de Hume, Voltaire y Marx no hace daño a nadie) esta incultura propia de las conexiones imperiales de la actualidad. Como en nuestra adorada inmanencia falta el coraje anímico y vital para lo que Deleuze llamaba «vacuolas de no comunicación», falta también la jovialidad y el descaro de la búsqueda. Es así que nuestros entrañables intelectuales, casi siempre pacifistas, se pasan la vida dándole vueltas a su rancias referencias, sin enterarse de que además de Kant existen nombres como Benjamin, Agamben o Comité Invisible, que harían de su pensamiento algo más provocador e incisivo. ¿Y qué es una filosofía que no consigue limitar el conocimiento, entristecer la opinión, dirían Kant y Deleuze? Nada más que un simulacro de lujosa excelencia en un mundo laminado.

Es así que los profesores no necesitan leer La comunidad que viene o Un habitar más fuerte que la metrópoli. Ni siquiera La trampa de la diversidad. Se conforman con el santoral habitual de su devocionario laico. No es solo que la lectura haya caído en picado gracias al entretenimiento masivo de las pantallas, nuestro «pan y circo» actual. Lo grave es que se ha recortado la experiencia física de la humanidad occidental, la experimentación analógica en un sucio exterior territorial que dejamos para los inmigrantes. Bajo este complot contra lo real, nos quedamos con el turismo, un nomadismo virtual (ciudades, lenguas, museos) inducido en distintas tarifas. Una humanidad enredada, cuyo ideal es no tocar la alteridad de la tierra nunca, ¿qué otra cultura puede tener que la de vibrar siempre en órbita, pasando de una referencia erudita a otra, de una imagen impactante a otra? En nombre de cierta exterioridad que habría que pensar para volver a ser humanos, Baudrillard afirmó hace tiempo: «Todo lo malo que le pase a esta cultura me parece bien». Pero es muy posible que nadie estuviera escuchando.

Y sin embargo, de Platón a Nietzsche, la filosofía siempre ha nacido del dolor, del miedo que produce el mundo. La ontología seguirá mientras haya asombro (Aristóteles); en suma, sombras y traumas, estas raras especies que hoy querríamos ver en trance de extinción. La huida masiva de lo trágico, que hace a las vidas tan tristes bajo el maquillaje social, es lo que alimenta el éxito barato de la comedia que pretende hacer seguro nuestro mundo. Es la «emoción artificial» lo que amenaza a esta civilización, la imposibilidad de sentir de manera primaria y por cuenta propia, dejando que lo percibido llegue al pensamiento, no una elitista inteligencia artificial que solo fascina a los Web junkie, a los niños e ingenieros.

El refugio de la filosofía en diversas alianzas con otras disciplinas (la hegemonía política, la ciencia, los estudios culturales) no deja de expresar también un cierto complejo de inferioridad, un sentimiento de culpa por todas las preguntas metafísicas, atormentadas y ahistóricas de ayer. La ontología no contextual, que está en la base del inicio filosófico, tiene desde hace tiempo (ya en Ortega, por lo demás tan sagaz) mala prensa. Es así que la normalización de las poblaciones arrincona la filosofía a una condición museística, tristemente departamental y universitaria.

Esto se manifiesta también, en paralelo a nuestra ideología política, en la moda académica de la dispersión erudita, de un saber especializado que impera en menoscabo de cualquier genio intuitivo del pensamiento. Triunfan por doquier las tecnologías sociales y virtuales de la dispersión, en detrimento de las tecnologías existenciales de concentración. Es normal entonces que se prefiera la información al pensamiento, Žižek a Simone Weil, Laclau a Pascal Quignard. Y por supuesto, una caricatura de Kant, que ignora su arriesgada investigación nouménica a favor del exitoso pensador civil, antes que Leibniz, Deleuze o Nietzsche, que quedan para el siglo XXII.

En resumidas cuentas, hay razones para pensar, aunque mejoren los planes de estudio oficiales, que pocas veces como hoy la filosofía ha estado tan en entredicho. Y esto desde nuestros propios corazones, endeudados con una doctrina de la circulación que nos prohíbe detenernos y que pueda resonar cierta desconocida raíz común, cualquier pregunta terrenal que amenace nuestra patética empresa del Yo.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 19 de octubre de 2018