La inmortalidad que hoy se nos promete desde la elite de la ciencia no sería creíble sin este Übernarcisismo que nos ha hecho día a día tan imbéciles. El sujeto radiante que somos ya no puede morir, tampoco sufrir un dolor de muelas ni aceptar el fin de una relación. Sería muy instructivo vincular esta histeria de la continuidad, que es la del aplazamiento sin fin, con el éxito actual de las series televisivas, vistas normalmente en un ordenador en el que manejas los mandos, la velocidad y la pausa.

Acabar con la muerte no deja de ser un intento terminal de exterminar el dolor entre nosotros, es decir, de erradicar la vida en su misma fuente. Representa también la voluntad escénica de democratizar, aunque no sea precisamente con tarifa plana, la adorada condición de esa superstar que es «eterna» porque no sabe nada de lo trágico y vegeta en un paraíso artificial, que sería muy aburrido si no estuviera sostenido con toda clase de drogas y efectos especiales.

La ventaja inmediata de toda esta inyección quirúrgica de seguridad, felicidad y belleza es que nos permite ignorar el dolor en el rostro del prójimo. Sin embargo después, en una especie de venganza freudiana, hará más dura la inevitable decadencia de un ser terrena. Todo lo rechazado como mortal vuelve más tarde como algo letal, a veces incluso putrefacto. Igual que los labios y pechos inflados con silicona adquieren un aspecto mórbido al cabo de dos años, así envejecerá el transhumano, aunque fuera de campo y mezclado con el resto de desechos urbanos indistinguibles. Prometidos a la infinitud numérica, inflados de sustancias que prometían prolongarnos, nos pudriremos en secreto con el tono verdoso que adquieren los embutidos que caducan en la nevera.

Este último «asalto a la muerte», delirio totalitario que es tan viejo como el mundo y tiene naturalmente en el nazismo uno de sus hitos, tenía que ser retomado en estos tiempos de bienestar obligado. Después de la muerte del arte, de la muerte de la verdad y de la muerte del hombre, había de tocarle el turno a la muerte misma. Esta cultura, que ya hace más de un siglo Nietzsche diagnosticó como decadente, solo entiende la salud como el cumplimiento de unos parámetros hedonistas de consumo. La inmortalidad virtual se convertirá así en el cenit de un luminoso campo de concentración para elegidos (los apestados siguen fuera, azotados por toda clase de calamidades) que está libre del diálogo con el límite que siempre fundó la comunidad humana. Sería otro triunfo más de un puritanismo angloamericano que siempre entendió la Seguridad a partir de lo que Steiner llama la «doctrina de la separación», aislando a los elegidos en un recinto libre de indios, virus y alimañas peligrosas.

Así pues, el cielo que ahora se nos vende a los ariodigitales beneficiarios del mundo libre, también debe estar libre de cualquier peligro arcaico que sugiera que hay límites y el progreso, en términos absolutos, no existe. De ahí que nosotros, elegidos por la nueva infinitud azulada de las pantallas, nos acercamos en la sucia presencia real al inexpresivo silencio de seres clónicos, genéticamente maquillados. Nuestra alegría no se alimenta ya, como es ley para el resto de la humanidad, de una relación con la condición mortal, sino de las conexiones elitistas servidas por un limbo de expertos. Era legendaria la envidia de los dioses, sumidos en el tedio de una inmortalidad sin grietas, hacia unos humanos empujados por la emoción, la contingencia y la finitud. Pero la actual diversión infinita ha de ignorar la universalidad de la contingencia, la potencia de lo irregular, para poder vivir en la ingravidez de una coreografía espacial. A los opulentos consumidores de este penúltimo sueño de despegue solo les queda, para no morir de éxito, imaginar la ficción de una rebelión de las máquinas.

En el fondo, con la promesa posmoderna de inmortalidad no se trata tanto de eliminar la muerte final (fuera de los focos, la eutanasia extinguirá a los perdedores en el secreto rojizo de las conexiones) cuanto de eliminar el peligro común y diario que nos hacía humanos. Esto lo dejamos para los otros, esa oscura humanidad que seguimos bombardeando en Siria, Gaza o Libia para después recuperar sus restos lacrimógenos, con mascarillas, en algunas ONG que hacen su agosto en las costas del Mediterráneo.

Este panorama futurista dibuja ciertamente una variante perversa de la pulsión de muerte, prometiendo ahora la prolongación indefinida de una vida muerta en su raíz, gestionada en su alma, traspasada en su cuerpo por los nueva casta de esos redentores técnicos que, a la hora de la verdad, no saben ni qué hacer con una simple gripe. Un profundo pesimismo vital guía esta euforia técnica. Se trata de lograr que la vida sea una enfermedad crónica, igual que el cáncer, diseñando un humano que debe sobrevivir como un inválido equipado (Virilio), un tarado al que solo pueden salvarle las conexiones externas. Estamos en realidad ante un ataque en toda regla a la vieja autonomía radical de cada ser humano. Al ceder en nuestra condición mortal, cedemos también en el único territorio intransferible desde el cual podemos ejercer una fuerza, resistente al totalitarismo de esta transparencia social con la que se nos promete salvarnos.