LA CABAÑA PENSANTE

A propósito de Roxe de Sebes, de Ignacio Castro Rey

Y a modo de Carta

Recuerdo que, siendo yo niño, dibujaba muy bien. Mis compañeros del colegio me lo decían con la boca muy abierta, y hasta me admiraban aquellos maestros que, todavía por aquella época, no se obstinaban en ser profesores. Con cuatro o cinco años, elaboré un cómic (entonces eran simplemente tebeos). No sé por qué elegí este motivo: Cristóbal Colón. No tengo idea del porqué. Me recuerdo en el patio de la casa pobre de mis abuelos, que para mí era un palacio, en el madrileño y suburbial barrio de Usera, dibujando carabelas y, en su interior, marineros a punto de perder toda esperanza; todo ello enmarcado en viñetas repartidas sobre cartulinas blancas. De repente, el vigía exclamaba: ¡tierra! No tenía conocimiento, aquel hombrecillo, de lo que descubría; solamente atisbaba. Y yo me atisbaba también en esa manera mía, infantil a más no poder, de dar forma a una historia consabida. Como recibía la bendición de mis mayores, el producto de mi acción me compensaba del cumplimiento de las obligaciones que, como todo niño, empezaba a interiorizar con fastidio por esos años y en esas fechas. Los años son los de todos, en tanto que hemos pasado por ellos; las fechas son mías.

De repente, el vigía enmudeció. Después de un lustro, hacia los once o doce años de edad, perdí mi talento (si es que, en verdad, lo tenía). Fue de la noche a la mañana. (Mucho después supe que a otros niños también les pasó). Esa mañana, no recuerdo exactamente el día, fui incapaz de dibujar. Lo intenté, ciertamente, pero ya no me salía. De repente, dibujaba como cualquier otro niño. Dibujaba igual o peor que los niños que, hasta la mañana del día anterior, admiraban mis dibujos, lo que en ellos pudiera haber de excepcional y la solvencia e inmediatez con que los producía. Fui consciente de ello inmediatamente. Con la misma inmediatez con que dibujaba hasta entonces, desde entonces fui inmediatamente consciente de que ya nunca más volvería a hacerlo. Más que el hecho de perder sin razones suficientes mi habilidad con los lápices, me sigue sorprendiendo hoy algo que, entonces, no me sorprendió: el hecho mismo de que, habiendo perdido mi talento, no me extrañara en absoluto de la pérdida. En efecto: no me recuerdo extrañado o perplejo ante la terrible sustracción de lo que, hasta ese momento, había sido uno de los nortes indiscutibles de mi pequeña vida. Recuerdo que me conduje con discreción hasta que, con el paso del tiempo, mis compañeros y maestros dejaron de esperar mis dibujos; razón suficiente de que podían sobrevivir perfectamente sin que les proporcionara eso que tanto les admiraba (o, al menos, yo así lo creía).

 

No lo volví a intentar; hasta tal punto me convencí de la falta de misterio de semejante pérdida. No lo intentaba en público, pero ni siquiera me esforcé en privado por recuperar ese don que, tal como vino, se fue. Muchos años después, la experiencia de aquel niño que fui, del niño dibujante, se actualizó en forma de atávica amenaza. El niño que dibuja se transformó en un joven que compone canciones, cancioncillas, y, finalmente, en un hombre que escribe y recibe la bendición de sus iguales, de sus amigos, de sus amores: unos versos por aquí, unas prosas por allá. ¿Y si me vuelve a pasar (me decía, me digo), esta vez con la escritura? De la noche a la mañana, me recuerdo, dejaré de escribir. Albergo la esperanza de que me acompañe entonces la discreción del pequeño dibujante y de que, lejos de aterrorizarme, entienda que tampoco es la escritura la tierra que debo atisbar a lo largo de mi vida. Cuando este futuro anterior se cumpla, desearé entender lo siguiente: que esa tierra ya estaba descubierta y que yo simplemente la habré contemplado (sembrado, hollado) con la integridad que entonces me exigía. Si a la sazón pierdo esta potencia que todavía por esta época actualizo en la medida incierta de mis posibilidades, por algo será. O acaso por nada.

 

***

 

¿Qué tiene esto que ver con Roxe de Sebes, el libro de mi amigo Ignacio Castro Rey? Creo que si no todo, mucho al menos. Sin abundar demasiado en razones, me explicaré.

 

Ignacio Castro Rey ha utilizado, viene utilizando maravillosamente, “la escritura como camino de vuelta”. Sus mil días en la montaña son la prueba de lo que digo, de lo que escribe. ¿Se fue a la cabaña para escribir, para pensar? De ello da cumplida respuesta en el Prólogo, que por sí mismo justificaría la publicación de sus cartas, de sus diarios, de sus poemas leves y rotundos. Como se trata de un amigo, no es preciso adularle. Si fuera un enemigo, tampoco invertiría en ello más tiempo del que se tarda en convencer a alguien de su genio: poco más de tres líneas. Ignacio Castro Rey es amigo de verdad, lo cual quiere decir, tratándose de filósofos o de poetas, que lo que nos une poco tiene que ver con nosotros y sin embargo es, para nosotros, lo que más importa.

 

Nos importa la vida, empezando por la nuestra. Sin embargo…

 

La nuestra no es una vida muy nuestra. Lo hemos sabido sin esperar a padecer las consecuencias de pocas, aunque verdaderamente cruciales, elecciones y acciones coherentes (gloriosas o desafortunadas). Una de estas elecciones, que no se deciden a ciencia cierta, le llevó al pensador a la cabaña. Algunos dirán que semejante elección ya estaba prevista, conforme a la tradición: Heráclito, Rousseau, Thoreau, Wittgenstein, Heidegger, etcétera. Si al escritor le hace falta silencio y una habitación, el pensador no se conforma sin una cabaña. Ignacio se retiró a la suya y allí, a cuerpo de Rey sin súbditos que lo aclamasen, erigió un altar en el interior del Castro. (Todo juego de palabras participa por igual de la estupidez y del ingenio). Lo que de juego tenga la escritura de César, heterónimo del hombre de la cabaña, es cosa que trasciende las reglas manidas del retruécano, de la aliteración y del anagrama.

 

***

 

No se trata, ahora y aquí, de cuestionar la experiencia del hombre llamado Ignacio. ¿Quién está en condiciones de hacerlo? Menos aún se trata de glosar su precioso libro con réplicas o camelos, a la manera de un crítico que necesita soliviantarse para después apretujarse en solemne amistad. El libro está a disposición de quien lo quiera leer, de quien desee someterse libremente a la regla del amor (intelectual y sensible) que encierra toda escritura emanada de la experiencia y fundida con ella. Cualquier otra cosa sería un error cometido a sabiendas, el reverso de una decisión calculada que, como bien escribe el autor y suscribiría Derrida, no es una decisión sino un cálculo: el cálculo aplicado sobre un libro, de manera que el crítico salga reforzado tras su lectura y ambos, escritores de primer o de segundo grado, lo celebren con un cóctel invertido, a la salida de la cena, con el intelecto agradecido y la barriga llena de sintagmas y flores bienintencionadas. No se trata de celebrar que aquí, de nuevo, no ha pasado nada.

 

¿Qué celebramos, entonces? Un libro. ¿Y cómo se celebra eso?, ¿de qué se trata? Se trata de arrimar otras experiencias a la suya (desde el principio, de la manera dulce y abrupta con que se impone un recuerdo infantil); se trata de celebrar la experiencia que no siempre es un libro y de acercar otros conceptos a los suyos, trufados de percepciones y afectos, siendo este y ningún otro el motivo que nos ocupa. Aquí ha pasado algo, sin duda.

 

***

 

Quizá (pero este quizá es un “tal vez” de verdad, un quizá que no pasa de eso), tal vez, digo, este cesáreo afán por “volver a la presencia salvaje de las cosas” (Castro Rey dixit) sea, desde el punto de vista de otro vigía tan atento al movimiento y a las zozobras y a las derrotas y a los instantes como el hombre de la cabaña, una vuelta de tuerca en la presencia siempre mediada de las mismas. De las cosas mismas que, pasado el tiempo, parecen ser otras, incluso cuando estas se muestran en su modulación más presentida, inmemorial y simple como siendo esencialmente las mismas por mor de sus avatares y contingencias. No en vano, Ignacio rescata del hatillo de las representaciones a sus buques insignias y, de este modo, escribe y se (nos) confiesa:

 

Más acá de la mitología urbana moderna, sin embargo, los afectos y el sentido común, la religión, el arte y la filosofía, constituyen la forma anómala de un pensamiento que entre nosotros aún puede completar el círculo.

 

Si de repente el vigía gritara ¡Hegel! en vez de ¡Tierra!, otra gaya ciencia nos desencantaría. Religión, arte y filosofía: ¿lo Absoluto, otra vez? Como buen existencialista sin doctrina, el hombre de la cabaña no necesita rendir cuentas cada vez que habla. Cuando sea menester, se presentará ante nosotros con las galas que han de cubrir las vergüenzas del probo academicista. De la saga de Kierkegaard, de la saga de los niños rebeldes que van desgranando sus causas, de la saga de los genoveses y de los nómadas que buscan sede al albur de cada percepción (¡Berkeley a la vista!), en el tinglado insolente que se descubre al rascar la superficie etérea de cada idealización, devolviendo a la materia lo que es del César y recobrando así su nombre, el de pila, rebautizándose mil días después con sus mil noches de sueños innominados a cuestas.

 

No es mi deseo mentar demasiado a tales o cuales prohombres de las letras filosóficas, tarea que empieza y acaba con un acto arbitrario (¿por qué estos en vez de otros?, ¿por qué Hegel en vez de Nietzsche, y por qué no Kant en vez de nada?), para acabar no haciendo justicia al hombre que ha escrito un delicioso libro a medias con su cabaña. ¿Fuiste tú, amigo, o fue la cabaña a medias con la imagen que de ti mismo te hacías? Leemos:

 

La historia de aquel periodo de montaña es la de intentar vencer a la razón con el pensamiento. Utilizar la escritura como camino de vuelta, para desandar día a día la tendencia a la selección, frente a la nuda existencia, que está incrustada en nuestra soberbia cultural. Alcanzar la simplicidad de la finitud, reaprender a morir para intensificar los giros del día. Este método un poco salvaje, y no una obra en sí misma inteligible, fue lo que quedó de aquel periodo de soledad sonora.

 

***

 

Al leer, al disfrutar Roxe de Sebes como solamente disfrutan los niños que intercambian a ratos sus juguetes, he pensado sin embargo en algunos otros, pues también lo fueron, niños, que han pasado a la historia con los nombres de Claudio o de Jorge Guillermo Federico (siguiendo la inveterada, pero ya perdida costumbre, de traducir lo foráneo a la lengua materna, naturalizando las diferencias hasta restablecer las confianzas): Lévi-Strauss y Hegel, cuyo nombre ya salió de la garganta del vigía. Ante la remota posibilidad de superar la mención arbitraria, abracemos al menos los usos a los que cada inteligencia se adhiere: apenas un par de libros, de entre mil montañas de escritos, que no pueden pasar desapercibidos para quienes, en la soledad del piso urbano o de la cabaña montaraz, coinciden en tomarse el logos muy a pecho: llámese pensamiento, llámese vida.

 

He pensado en la Fenomenología del Espíritu, por supuesto, pero también en el capítulo final de Tristes trópicos, en el que, haciendo alarde de un monumental hegelianismo invertido, el amigo del pensamiento salvaje (¿hay pensamiento que no lo sea?) advierte que no basta con decirlo o con escribirlo, que no basta con advertir lo que será en relación con lo que es y con lo que ha sido, puesto que esas fases, las etapas de un orden o desorden o caosmos (filogenético o biográficamente considerado), debe recorrerlas cada cual por sí mismo. Cada cultura acaso, cada ocaso de civilización. Siendo así, el hecho de que la humanidad no aprenda de sus errores no es la refutación de la enseñanza moral de la historia, sino la condición de posibilidad de que esta continúe (salvo deflagración o hecatombe que no deje testigo sobre la faz de la tierra). Dicho a la manera de Roxe de Sebes o de lo que de aquella experiencia en la montaña se colige, con palabras escritas mucho más tarde, depurado el ambiente cartesiano que entrañó aquel desafío metodológico (“de seguir el orden geométrico de las vivencias y someter todo a la prueba del camino”), y extraídas de su Prólogo:

 

Es ya un tema clásico la crisis que atraviesa el que ha quemado demasiadas etapas y está obligado a una metamorfosis. Aunque sea casi inconfesable ante los demás, ¿quién no pasa por un exilio cruel antes de romper con un mundo e inaugurar otro? Se dice que la serpiente se queda ciega mientras muda la piel. Sabemos también que Borges, antes de poder volver a salir a la calle, estuvo días enteros encerrado en un cuarto a oscuras. Lo que hace de aquel tiempo montañoso algo crucial, que siempre ha de volver, es la integridad con la que esa vieja necesidad de retiro se tuvo que llevar a cabo. Esa misma crudeza, sin embargo, complica las cosas en el hilo de la memoria, de cara a intentar una cronología. Un hombre puede llegar a entender cien complejidades externas. Pero comprender la propia vida, precisamente en sus lapsos germinales, eso roza lo imposible. Falta ahí distancia. Falta de tal modo la razón de lo que se hizo, por encima de todas las razones, que sólo más allá de lo que llamamos juventud, ya en “il mezzo del cammin di nostra vita”, cuando uno cambia (pongámonos por un momento optimistas) los efectos inmediatos de la acción por la paciencia del pensamiento, puede intentarlo.

 

Remisión cumplida: “Volver a mí” (escrito no por Heráclito sino por Ignacio Castro Rey, de noviembre a diciembre de 1983). Palabras que deben ser tomadas con alegría, pero no a la ligera. Muy en serio.

 

***

 

¿Volver a mí? Cambiemos de cabaña por un instante. Retrocedamos hasta entrar figuradamente en la cabaña del Oscuro, tal vez la primera que merece ese nombre. No lo haremos como los extranjeros de la historia, deseando hallar al pensador con el ceño fruncido. Ya sabemos que en la cocina también hay dioses. Sabemos también que el fuego quema y que en el río, ese en el que nadie se baña dos veces, te puedes ahogar. Estamos llenos de prevenciones y, no obstante, porque también estamos ávidos de invenciones, necesitamos un refugio en alta montaña, un lugar donde cobijarnos y, a la vez, dar cobijo a la experiencia. Al peligro, al afuera. ¿Quién no desea proveerse de los fulgores de una llama antigua? ¿Qué recóndita necesidad es esta?, ¿qué extraño maridaje con el exterior? ¿Qué clase de nupcias declaran la extimidad (Lacan), cuando dicha relación no puede ser sino inocentemente adúltera? La cabaña de Heráclito es el prejuicio natal de toda cabaña ulterior, filosófica o poética.

 

“Prejuicio natal” es una de las bellas expresiones que Ignacio Castro Rey incluye y repite en su libro, como si de la repetición misma debieran extraerse para después interiorizarse, o viceversa, las más originales diferencias. Le preguntamos al Oscuro, y este nos responde: “Me investigué a mí mismo”. No ha respondido “he vuelto a mí”. ¿Por qué? Importa mucho pensarlo. Tan en serio como si estuviéramos de broma (parafraseando al padre Freud).

 

***

 

Identidad y diferencia: tal es lo que importa pensar de nuevo (sin que tal novedad nos devuelva, en un gesto mal envejecido de tan usado por los cortesanos de la cabaña transformada en palacio, a los automatismos de cierta “ortodoxia heideggeriana”). Volver a mí es el “prejuicio natal” que impele al juicio maduro del que ha atravesado un periplo considerable en relación con su propia historia. Pero este prejuicio siempre se descubre después, bajo la forma de una proposición (o de un libro) si el descubridor es juicioso y, además, trenza escrituras alrededor de premisas que son versos y de versos que son verdaderas síntesis, más disyuntivas que especulativas, que animan a proseguir la búsqueda desde el reconocimiento de un encuentro primero (en el orden del ser, transcurrido el tiempo: de cada cual consigo mismo y en relación con los otros). En tanto que nos ha sido posible emitir un juicio respecto de lo que somos  (en forma de verso o apotegma), en tanto que nos es posible enjuiciar nuestra existencia más inalienable (incluso si el veredicto nos declara alienados, ahora y siempre), el tiempo ha pasado irremediablemente. Y el tiempo pasa conforme a las cosas que pasan. El prejuicio natal, según esta idea popular del tiempo, consiste en creer que uno puede volver a ser lo que es en relación con lo que siempre fue, aun antes de que el prejuicio se expresara. (Advertimos que no puede ser este el prejuicio del autor, pero es necesario confirmarlo para mayor gloria de su libro). En un sentido bien distinto, el lema pindárico exhorta: “llega a ser lo que eres”.

 

Entre “volver” y “llegar a ser” media una diferencia trascendental, aunque nos parezca intrascendente. Se trata de una diferencia ontológica que, desde el momento en que se expresa, nos condiciona psicológicamente a la hora de pensar y sentir (de pensar lo que sentimos) de una u otra manera. Si no nos determina en el orden del ser, sí al menos en el orden del conocer (y de su empresa más difícil: el auto-reconocimiento). Del modo como entendamos esa diferencia se sigue una Impresión retroactiva o una Idea que dará sentido al tiempo, dotándolo de orden e inteligibilidad, aunque no se trate de un enésimo orden dicotómico o gélidamente intelectual, sino de un desorden que se deja pensar (articular, por consiguiente), cuya contemplación ha requerido una grave disciplina sensible y lógica (“conócete a ti mismo”, según la célebre provocación délfica).

 

Nadie puede “volver” a sí mismo (“volver a mí”), a no ser que aceptemos que hay un sí mismo previo (un verdadero “prejuicio natal”) al que volver. Si consideramos que la identidad es producto de las diferencias, “volver a mí” será a lo sumo una forma poética o una antífrasis del “llega a ser”. Este asunto trascendental cobra, entonces, una enorme trascendencia. En él se juega toda clase de identidad: del individuo, del grupo, de la nación, etcétera. Si la identidad es resultado de las diferencias, ¿significa eso que estamos absolutamente a merced del tiempo que pasa, es decir, de las cosas que pasan y nos pasan en el tiempo? No necesariamente. La identidad se construye a la vez que se deconstruye, salvo para los aspirantes a construir un Tercer Reich a partir de las ruinas de su propia existencia, y no está dicho que no podamos emitir un juicio que declare: esta vez sí, ¡he encontrado mi identidad!

 

La lectura platónica podría representar un término medio entre la concepción natalista del ser (“volver a mí”) y el prurito constructivista que niega toda identidad menos la que se construye para deconstruirse (destruirse o reconstruirse) acto seguido sin criterio (sin crisis real) ni huellas reconocibles al hilo de la existencia. Aunque el mito de los metales del alma (el prejuicio natalista de Platón, por así decirlo) puede indicar lo contrario, el ideal de perfectibilidad, que sin duda Aristóteles desarrollará desde la lectura entre líneas del maestro (o entre voces si es verdad, como se afirma en la Carta VII, que lo más importante no fue escrito), tira del carro de la existencia. Y ello aunque no se trate, y precisamente porque no se trata, de un carro alado. Ya que el prejuicio natal no puede ser desmentido, tampoco puede ser confirmado. Eso sitúa los juicios del que se abraza a su prejuicio natal bajo el orden de lo poético, evitando de este modo cualquier error categorial (mas conviene reconocerlo, explicitarlo). Si además se trata de superar lo racional abstracto (la “razón superadora”: el Entendimiento en términos hegelianos) con vistas a alcanzar el pensamiento (el “Espíritu”, dicho también en esos términos), no hay nada que objetar: ambas cabañas, la del Oscuro y la del Amigo, pueden perfectamente colindar. He aquí la declaración que deseábamos encontrar, y que en efecto encontramos:

 

En su compleja inmediatez, la naturaleza es la forma soberana del lenguaje, una corriente de signos que sólo se capta en el esfuerzo extremo de lo poético.

 

***

 

¿Se resuelve así, poéticamente, la cuestión? El problema de fondo es que poéticamente no se resuelve nada. La poesía absuelve de antemano, o después, lo que la filosofía juzga después, o prejuzga de antemano. Entre los filósofos contemporáneos que más merecen ese nombre, no necesariamente adscritos a lo que vagamente se llama “postmodernidad”, la noción de Acontecimiento desempeña un papel similar al que jugaban las especies ínfimas para el pensamiento antiguo: aquello que desbarata los planes (la planificación del Entendimiento, o de la “razón separada”) o que irrumpe contra todo pronóstico, favoreciendo los más natalicios prejuicios. Sin embargo, también eso puede ser dicho y comprendido de acuerdo con el Espíritu, en su sentido hegeliano, a la busca sin captura (sin retención en las celdas abstractas, separadas, de una Razón penitenciaria, bajo la estricta vigilancia de un Gran Carcelero que convierte en partija todo lo infinito que toca) del “universal concreto”. Singularidad es otra manera de referirnos a eso que acontece y que desborda, así pues, las categorías de la unidad y de la pluralidad (dicho ahora con Kant), de lo general y lo particular, del género y la especie, pero también de lo social y lo (simplemente) individual, trasunto del consabido atomismo de las voluntades erigidas en libertades de acuerdo con un tinglado insolente (bajo la etérea coartada de los Derechos tan incumplidos como inalienables).

 

Que la singularidad pueda entenderse como un resto, ahí donde los géneros y las especies, las separaciones (abstracciones) racionales y las encomiendas del protectorado de la Razón se rebelan como criollos a los que les ha llegado el momento de liberarse del yugo administrativo que les ha proporcionado (¡precisamente!) semejante ocasión, abre la puerta a otra especie de pensamiento que acaso prefiere colarse por la ventana o descender por la chimenea, si la hubiere, como el dedo de un ciclón que aviva las brasas domésticas y voltea con suerte, buena o mala, los espacios que delimitan lo público y lo privado. Filosofía y poesía se encuentran entonces, se reencuentran en contra de las prescripciones académicas (ese platónico prejuicio de madurez que convierte al poeta en un poseído sin conocimiento de causa y que tanto bien ha hecho a los malos poetas que habrían deseado contar, en su hoja de servicios, con haber sido expulsados de alguna polis) y a favor de un nuevo espacio: la habitación del escritor, la cabaña del pensador, el cenobio del eremita. No hay, sin embargo, consistencia y completitud en el sistema abierto de la existencia. (El teorema de Gödel vale también para la vida). Ninguna posición existencial se deduce de tales o cuales premisas biográficas. Lo que hay, cuando lo hay, es una decisión (en lo que estaremos de acuerdo César o Ignacio Castro Rey, Derrida y el que suscribe). Es así que ni el científico ni el poeta ni el filósofo, así como tampoco el hombre cualquiera (abstracción de orden inverso a la colección de roles que empeñan socialmente las irreductibles existencias), pueden arrogarse ningún privilegio respecto a su ubicación dentro del pensamiento. Del pensamiento… Esta vez dicho con Deleuze y a propósito de Hegel, pero contra la resolución hegeliana del Absoluto (en el concepto): pensar, se piensa de muchas maneras. Hay distintas cabañas, plurales formas de habitar y de enjuiciar o desprejuiciar el lugar que uno escoge o que se ve obligado a adecentar merced al prurito moral que aún le acompaña[*]. Y el mismo prejuicio natal con que alguien se identifica, siquiera sea para desbordarse en vitalísima pluralidad, a otro le confirma que un buen día, de la noche a la mañana, sin saber por qué, dejó de dibujar para dedicarse a otra cosa. O tal vez, pero solo quizá, para no dedicarse a ninguna otra cosa que no sea rememorar que hubo un tiempo, cuando los juicios del niño alcanzaban su umbral, en que algunos dibujaban carabelas que en realidad eran cabañas. Cabañas sobre mares que, en verdad, eran la única tierra firme bajo sus pies, aconteciendo singularmente hasta el atisbo final del vigía: fin del viaje. ¡Tierra! Tierra a la vista, tierra a la mano… (Dejemos la “ortodoxia heideggeriana” para peor ocasión: Roxe de Sebas no la necesita). Lo que resta tras todo eso que hemos sido y que recordamos haber sido y que nunca más seremos… Y eso ¿cómo saberlo a ciencia cierta? ¿Quién te dice, viejo, si alcanzas felizmente esos años y esas tus fechas, que no tomarás de nuevo el lápiz, las hojas en blanco, las cartulinas? Lo que resta tras todas las sumas, lo que nos divide y al tiempo (cuestión no solo de ánimo, contra lo que querrían los reductos psicologistas de la injusticia social: ¡levántate y emprende, estúpido proletario existencial!) nos multiplica o reduce… ¿Quién te ha dicho que saliste alguna vez de la cabaña? Pero tú ¿quién te crees que eres? Que ello pueda ser algo en vez de nada ¿acaso no da que pensar? Tú, ella, yo, él. La cabaña son varias cabañas: arte (fotografías), religión (poesía), filosofía (reflexión). César no pide permiso para salir de una y entrar en otra, porque está en su casa. Su reino son mil días.

 

***

 

“La raíz telúrica de la polis” remata magistralmente Roxe de Sebes. Si los dos momentos más peligrosos de un vuelo son el despegue y el aterrizaje (más que el vuelo en sí), Ignacio Castro Rey ha sabido resolver ambos con la pericia de un formidable comandante. Con estas últimas páginas consigue lo que tal vez no intenta, y por eso lo logra. Consigue que volvamos al principio, descontado ya el Prólogo, para revivir con el autor su experiencia, esto es, sus contemplaciones, quietudes y andanzas. Remata el texto, devolviéndolo a la vida. Todo este comentario se vacía de sí mismo, de su aparato literario y de sus glosas técnicas, tras la lectura de las últimas y ciertamente telúricas páginas del libro. Acaso no habido hasta ahora, por mi parte, más que “guiños gremiales, típicamente filosóficos”, como se advierte en la tercera parte del libro (en el preludio a las Cartas), introducidos por obra y quién sabe si gracia de otra experiencia personal, en este caso la mía, extraída no tanto de los prejuicios natales cuanto de los recuerdos de aquello que, tras la infancia, se perdió con ella irremediablemente: la posibilidad de dibujar así y, por tanto, de alegrarme la vida de una cierta manera. Al completar la lectura del libro, nos damos cuenta de que el prejuicio natal nada tiene que ver con un juicio infundado al uso (de acuerdo con la lógica atomista de la individualidad abstracta). En el origen (“fatalidad primaria”) no hallaremos partículas indivisibles desprovistas de cualidades, como los átomos de Demócrito, sino hechuras irreductibles que, sin embargo, demandan su articulación, aunque inestable: homeomerías existenciales, siguiendo metafóricamente el magisterio de Anaxágoras. Mas son las contingencias (no es un Nous anterior al despliegue), son los azares de la existencia (el “desorden del tiempo” es el sistema) de acuerdo con las relaciones entabladas, todas ellas posibles en tanto que reales, pero no por ello composibles o deseables en la misma medida desde la perspectiva natural del existente (Leibniz), desde la naturaleza singularizada del viviente (Spinoza), aquello que actualiza la vida (la potencia, dicho con Nietzsche y Deleuze) o la malogra, sumiendo entonces al individuo, a la vez que lo produce (la “individualidad” es una categoría social, económica), en la lógica atomista de la indecisión o de su corolario político, el decisionismo histriónico y permanente que, sin prejuicio ni prolepsis, sin territorio ni disciplina, se asegura el fracaso de toda determinación o, lo que viene a ser lo mismo, el éxito descualificado de cualquier iniciativa (sustrato de las actualísimas éticas empresariales que subliman sus exhortaciones bajo el imperativo del emprendimiento a condición de que dé igual lo que se emprenda, es decir, de que ninguna voluntad decida convertir su nomadismo en sede, su apuesta en pasión o su vida en contrahechura de lo indeterminado y solamente cuantificable: banalidad pura). Siendo ello así, ¿suscribiría el autor aquellas palabras de Clarice Lispector, a la que en algún momento se cita de pasada, respecto a “la experiencia más grande”?

 

Yo antes quería ser los otros para conocer lo que no era yo. Entonces entendí que yo ya había sido los otros y que eso era fácil. Mi experiencia más grande sería ser el otro de los otros: el otro de los otros soy yo.

 

¿No es lo mismo que decir?: “La montaña me expulsó sin remedio cuando ya no fue exactamente imprescindible”. El otro de la montaña, cuando esta ya no se mueve a voluntad de uno, soy yo.

 

***

 

Así también los lápices y los barrios (Lavapiés, el Bronx o Usera), las avenidas (“se podía decir que aquella era casi una vida neoyorquina: madrugar, afeitarse, leer, escribir, pasear y tomar notas, hacer fotografías…”) y los ojos de buey: en cada crisis de veras, aparece un Moby Dick que incita a la búsqueda. (Algunos aprovecharán la caza para cartografiar intensamente lo aburrido de la espera). Añadimos así una nueva ventana a nuestra monadología en marcha. Tales aberturas al exterior refuerzan un prejuicio que se abre paso y se confirma sin necesidad de construir una axiomática vital, de antemano condenada al fracaso. Conviene, sin embargo, conservar las llaves maestras cuando los espacios ya son otros. Roxe de Sebes es, en este sentido, una colección de llaves, entre las cuales su autor incluye, conforme a su hechura honorable (“honestidad antigua”) y, sin contradicción en los términos, un poco canalla (en el sentido del tango), alguna que otra ganzúa capaz de abrir las puertas blindadas de la solemnidad que convierte en desencanto todo lo que toca. La posibilidad del encuentro no está garantizada. De ahí la búsqueda. De ahí la posibilidad que incita y su resto sapiencial: “la sabiduría de un inevitable fracaso histórico es la fuente de cierta vitalidad que no necesita cómplices”. ¡Sea!

 

¿Qué se ha celebrado entonces? ¿Qué clase de criatura ha nacido en forma de libro, traduciéndose al castellano desde su versión antigua? Llegados a este punto (y final), reparamos en el equívoco que ha orientado mi extensa Carta; pues no se trataba tanto del tiempo, cuanto del espacio. Al haber celebrado el nacimiento del libro desde la perspectiva moderna de la subjetividad, con su tinglado de reservas y antinomias a cuestas, hemos soslayado que se trataba más bien de un renacimiento. De una traducción, en la que el autor se traduce a sí mismo. Que el equívoco haya sido posible es también un motivo de celebración: ¿cómo el espacio (la comunidad) se convierte en pasajero de sí mismo? La memoria es un reflejo condicionado del sentido externo. La “vuelta” (a uno mismo) solo es probable a través de la escritura: poema, diario, carta. Pero la suma improbabilidad del retorno (real) no excluye la posibilidad ínfima del mismo.

 

***

 

No es una novela de formación ni un ensayo, aunque poético, estrictamente edificante. Roxe de Sebes es un libro sapiencial que rememora… “el deseo de un día áureo que nunca llegaría así. Más tarde es cuando uno puede decir: tampoco hacía falta”. ¡Bravo, Ignacio! ¡Salve, César! Los que desean vivir, aún, te saludan.

 

 

 

Casa de la ventana, cabaña 89, 4º D:

De alguna noche a alguna mañana de octubre de 2016.