Primer Acto.

Si subsiste, ¿qué hacemos con la energía sobrante? Quiero decir, con nuestra generosidad todavía muscular, nuestro deseo de vivencias, de riesgo, de pruebas. Este deseo de que ocurra algo, la necesidad de vivir una experiencia que por fin nos rebase y nos arranque de este aburrido aislamiento conectado. Y no preguntamos por nuevas formas de turismo, claro. Después del verano, simplemente, uno a veces languidece en las terrazas como un caballo en un parque temático.

Ah, Dios, aquellos matices verdosos del cielo marino al anochecer. Y las ramas de julio cayendo sobre nuestras cabezas, en las esquinas de sombra donde nos demoramos. Y las chicas en la proa luminosa de la lancha rápida, recortadas más tarde contra la espesura húmeda del fondo. En verano el ocio se llena de ecos, esperando tener un invierno en el que emplearse. Cuando se acerca octubre y vemos que otra vez no va a ocurrir nada, algún órgano de nuestro interior –todavía vagamente animal- se pregunta, ¿era esto la vida? ¿Para qué un verano si no va a haber crudeza invernal, ninguna otra dureza distinta a la humillación a cámara lenta que llamamos economía?

Era buena idea de conservar la ley del verano, esta prodigalidad que establece al instante múltiples relaciones, hasta el corazón de diciembre. Pero no es fácil lograrlo. Para empezar, tampoco encontramos un mal al que enfrentarnos, una miseria, una cobardía abierta contra la que luchar. Ni mal ni bien; ni carácter, ni estaciones. No tenemos ya ni el retiro invernal ni la aventura estival. Navegamos todo el año en términos medios más o menos funcionales.

Chapoteamos en una divertida paradoja. Nos quejamos continuamente del fantasma del paro. No obstante, casi todas nuestras potencias están en paro técnico. Excepto algunas energías destinadas a la economía diaria, a sobrevivir en su rutina, nuestro sistema nervioso está al ralentí, en reserva. El miedo al paro, ¿no viene a significar que, finalmente, sin la conexión social del empleo ya nos queda muy poco, pues hemos dejado nuestros sueños en la Consigna de las vacaciones?

¿Es por esta razón, entre otras, que necesitamos con tanta fruición la pista de entrenamiento de las tecnologías? ¿Buscamos así un sucedáneo de mundo y relaciones, de polémica, de viaje? Pero el medio es hoy el fin, el mensaje. Y tal supuesto entrenamiento no parece tener fácil ocasión de jugar algún día su partido real.

Cuando la presencia real, llamémosle conversación o encuentro, está por doquier en crisis y sometida a acoso, ¿en qué momento tendremos ocasión de demostrar lo que sabemos, las filigranas que hemos aprendido en los pasillos virtuales? Nos queda la lectura, se dirá, y los amigos, la literatura, la poesía, la filosofía. Sí, los amigos, Dios les bendiga. Pero la amistad y la lectura –otra forma de la amistad- catalizan y le dan forma al viento de un afuera. ¿No puede ser también que la lectura y los amigos se difuminen precisamente porque falta esa experiencia exterior anónima y ya no hay nada físico que sintetizar, que organizar afectiva e intelectualmente?

Así, mientras la experiencia material se estrecha, las mentes siguen rápidos y livianos whatsapp. Es normal que la obesidad corporal y las enfermedades crónicas –físicas y mentales- se extiendan, pues falta un frente de choque. Si hemos abandonado la violencia de vivir, algún día –difuminado en el tiempo- nos resultará caro.

Segundo Acto

No somos ya seres de acción ni de contemplación, pues sobre los dos polos –que se alimentaban uno al otro- ha caído un estigma generalizado. No por implícito, menos eficaz. Uno de los dramas ocultos en lo que se llama –con un extraño sentido del humor- “sueño europeo”, ¿no es que no tenemos nada que coordinar, ningún peligro común que sea necesario conjurar, reunir, pactar? Al faltar toda violencia en nuestro paisaje, y quedar solamente el precio de la mantequilla y las tablas numéricas de la convergencia, es normal que hasta la economía se resienta. La literatura no se alimenta de la literatura, la economía no se alimenta de economía. Éstas son devoradas por el arresto domiciliario, una burbuja informativa incapaz de generar ninguna riqueza real.

Nos pasamos el día, se ha dicho con cierta gracia, abriéndonos unos a otros la puerta. Es entonces normal que la ruda Inglaterra se resista, que el Sur y el Este resistan, que la juventud y los pueblos se alejen de un “sueño” europeo convertido hoy en siesta burocrática. ¿Sueño? Sí, el deseo infantil de dormir, de balancearse en la somnolencia de la normalidad.

Por fuera, la furia islámica, la elementalidad americana o eslava, debían confirmar la razón de nuestro civilizado retiro europeo. Pero eso no basta. Es comprensible así que la gente busque vicios anómalos –la pornografía expandida en forma de información-, que haya de vez en cuando imprevistos estallidos de cólera, formas de crimen sin precedentes. Aún así, los cuerpos siguen acumulando grasa y colesterol, problemas vasculares y alergias, metástasis de diversos tipos.

También es normal que la juventud, nuestra gran reserva india, clave en sus pieles distintos emblemas. Por algún lado es necesario salir de la publicidad, de la violencia a cámara lenta de la anestesia social. En la época de la velocidad numérica, todo lo carnal languidece en una coreografía lenta. Para compensar, se tolera el culto a personajes excesivos.

Un cuerpo expropiado de un exterior en el que sangrar, entregado a la promiscuidad de lo social, ha de buscar instintivamente –al menos- un frente de patología en el que experimentar los límites. El primero es la información, su búsqueda constante de horrores en los otros. La neurosis propia de los tiempos de paz se convierte en psicosis de las poblaciones cuando la paz se hace eterna. Ahora bien, ni en Texas ni en la Ría de Arousa bastan la televisión o Internet como sucedáneos de mundo, por mucho que tiendan a la obscenidad. Veremos entonces nuevas aberraciones analógicas.

Entreverada con la vida corriente, subsiste la cuestión ética y estética del carácter, de la coherencia de las personas. ¿De qué hablamos, de la amabilidad, la educación, la fidelidad, la gratitud personales? Resulta ya difícil nombrarlo. Tiene relación con el ensimismamiento profundo de la personalidad, cada uno en su empresa del nombre propio, en esta época de conexiones continuas. Cada uno se mira “sus partes” en el último modelo de iPhone.

Diríamos que en este plano de inmanencia traslúcida, la del omnipresente dios social, la norma es vivir como si hubiera otra vida. Jamás la trascendencia ha sido más perversamente eficaz. Nada se lleva hasta el final, ni el amor ni el odio. Ni se apuran las situaciones, ni se toman las cosas –lo dicho, lo acordado, incluso lo pedido- en serio. Por eso uno puede pasarse la vida volcándose en posibilidades que no pueden agradecer el esfuerzo, gastando energía inútilmente, desperdiciando fuerzas en gente que ni se ayuda a sí misma ni agradece la generosidad que viene de fuera.

Fijémonos en otro dato divertido. Resulta incluso difícil lo que se dice fracasar, no digamos ya tener enemigos. Pero sin enemigos, sin algo que odiar, ¿cómo podemos tener amigos, de qué les sirve nuestra declarada fidelidad? Sin enemigos, ¿de qué valen los amigos, qué prueba han pasado que demuestre su cercanía? Pocas veces ha sido tan turbia y perversa la mezcla de conocidos, amigos y enemigos. Pocas veces ha sido más viscoso el automatismo en el que se refugian los nombres propios que nos rodean. No importa, pues el entretenimiento de la información organiza una indiferencia masiva. Sin creer en ningún dios, transitamos hacia otra vida prometida mañana, en los múltiples canales que miman nuestro narcisismo.

Tercer Acto

Naturalmente, faltaría más, somos demócratas. No es que seamos “tolerantes”, es que amamos al otro, incluso aunque apeste –¿fuma?-, precisamente en lo que tenga de abominable. Necesitamos la contaminación de su singularidad, la patología de su palabra y su presencia. Somos así de atrasados, de milenaristas.

Claro que, por esto mismo, no podemos creer en la Democracia. ¡Por favor, esa ridícula promesa de administración transparente! Que además, desde el principio, ha cometido y comete toda clase de crímenes –sobre todo, el de una neutralización silenciosa de las vidas- contra unos humanos marcados previamente con el estigma del mal. Reconocemos que la fe es crucial en todos los campos, hasta para ligar. Pero, puestos a creer en una figura cenital, necesitamos cosas más reales, más simples e inmediatas. Algo así como el silencio o la amistad. O el odio, el amor, el llanto, la fuerza. Hasta el Dios de la vieja religión nos parece preferible a esta oferta policial de regulación que se llama democracia y se ha limitado a santificar una nueva y polimorfa obediencia.

Vivimos bajo una elite, que bien puede ser alternativa. Bajo su reino, fijémonos en que nadie tiene sed. La sed, ¿sería demasiado bíblica? Como norma, la inmensa mayoría –también dentro de las minorías- ha cancelado su errancia, se ha actualizado y ha fundado una pyme con su diferencia. Ha llegado a un estado civil, a una empresa del nombre propio y su ansiado reconocimiento. Ha conquistado su logo y ahí está, con o sin subvenciones, ocupando un lugar bajo el sol espectacular de la oferta.

Personalización masiva, singularidades en red. Lo alternativo lo es frente al resto de alternativas que agotan el campo del reparto. Es solamente una marca frente a otra en la distribución policial de los nombres. Raramente lo “alternativo” incluye dentro de sí el alter por venir, el nomadismo, la búsqueda, una buena relación con la infancia. Se trata con frecuencia de otra minoría cristalizada, luchando por su trozo de pastel. Consciente de sí misma, encantada con su radiante identidad.

Al margen de esta comedia barata, lo minoritario sigue siendo la mutación de cualquier mayoría, una variación de la maldita identidad de la que siempre partimos, a la que hay que traicionar, una y otra vez. De ahí que quien esté fuera –por honestidad, por ambición u orgullo- de ese idiota reparto de emblemas identitarios sea obligado a volverse poco más o menos invisible, como un tímido extranjero. Los nuevos marginales caen así en la labilidad de quien convive con su vejez y con su infancia. Todos los extremos les tocan, como una sombra que se adelanta a su cuerpo y les impide tener una imagen, una estrategia, una cronología.

¿Una prueba de que el planeta occidental está acristalado en sus alternativas es que la gente atraviesa los espacios –calles, bares, metro, museos, ferias- con una dirección prevista y la mirada fija en un punto ilocalizable? Comparemos Francia con Colombia, EEUU con Italia. Ni mirar ni escuchar, en esto se concreta lo que llamamos desarrollo. Expresión de una libertad condicional: no se mira, se reconoce. No se mira más que lo que llega a la seguridad rutilante del aislamiento, lo que se parece a un anuncio en pantalla.

Bendita transparencia mundial. Puedes circular impunemente, escudriñando a quien quieras –incluso en ferias alternativas de arte- como si fueras de otro mundo. Y nadie te ve. En medio de esta intensa luminosidad, nunca ha sido más fácil el camuflaje, volverse invisible. Simular la simulación es fácil, hasta divertido. ¿Se debe esto a que el espectáculo social es una organización mundial de la ceguera? A cambio, es cierto, el público cautivo posee la seguridad, la seguridad de una muerte a plazos.

Loado sea este oscurantismo radiante. Ser artista comenzaría hoy por mantener una buena relación con esta nueva clandestinidad, un secreto que late por doquier. Ser un espía en este mundo y trabajar para un “bloque” hipotético, el de la vida elemental y el afecto; un bloque mutante, no reconocido por ninguna potencia mundial.

Con esta posibilidad continua de triunfar y ser ignorado, de aparecer y desaparecer –entrar y salir, estar presente y ser invisible-, difícilmente el panorama podría ser más divertido. En medio de este fundamentalismo de la identidad, este “integrismo del vacío” propio de la sociedad del conocimiento, la provocación es lo más fácil del mundo. Aunque, también es cierto, prácticamente gratuita, inútil. De “tarifa plana” también ella, pues apenas tiene ningún efecto.

Cuarto Acto

Recordemos la atención flotante que ha de tener el que todavía es nómada en medio de este sedentarismo portátil, vagando entre los signos de la multiplicidad mercantil. De ahí la legendaria alianza en el vidente –Sokurov, Malick, Loznitsa- entre percepción y teología. Metafísica y lascivia, tragedia y comedia. Quien busca lo que late entre, más acá de los muros invisibles de nuestra prisión traslúcida, lo ama todo y lo desprecia todo.

“Tú quisieras un mundo –decía Hölderlin-, por eso lo tienes todo y nada a la vez”. Pensándolo bien, no es tan extraño que el cáncer sea el azote de la época. A través de una miríada de pantallas, vivimos en cada hora mil ecos que taponan cualquier posibilidad real. Precisamente por esto, a veces se ha recordado que somos tan libres que no elegimos nada, ni nos comprometemos con ninguna vía. La economía que preside nuestra vida colectiva, ¿es algo más que un simulacro de acumulación contra el vacío? No es tan extraño que la metástasis sea el signo del momento, la gran enfermedad crónica. Metástasis, un “más allá del reposo” en el que hemos depositado todas nuestras esperanzas de huida.

Huir de la simplicidad del dolor y la muerte, de la común ley de gravedad. Éste es todo el secreto de nuestra maravillosa consistencia social. Como versión monstruosa, el cáncer es sólo el negativo celular de nuestra velocidad de escape. Una sociedad que teme al silencio, que no puede pararse en ningún “tiempo muerto”, sólo tiene la esperanza de multiplicarse y correr. Así pues, hasta las células entran en esa vía.

¿Una mentira ha de ser tapada rápidamente por la siguiente? Ni siquiera hay mentira si no existe lo real, una primera versión, y vivimos en una burbuja desde el principio secundaria. Así es el estado informativo. El cáncer es a los tejidos lo que la información es a las mentes. En los dos casos hay que aprender a convivir con una enfermedad asumida como crónica, pues tiende a confundirse con el tiempo normal de las vidas.

Naturalmente, el Norte ha triunfado, pero cediendo a un catolicismo social generalizado, espectacular y masivamente alternativo. Si es necesario, apuntalado por la izquierda con Marx y Freud. No sólo en el evidente caso español, también en Alemania o en Inglaterra vivimos a la espera del milagro, al acecho del “efecto especial” que nos salve de la indiferencia. Que nos salve de una normativa que nos neutraliza y nos cala hasta los huesos.

Nuestras hipotéticas historias amorosas –o sea, el matrimonio con la propia imagen, el divorcio perpetuo como pareja– tienen algo que ver con esta nueva creencia laica en el milagro. Así como nuestras esperanzas mesiánicas en el sexo, en las series televisivas, en el último escándalo informativo. Hace tiempo que tal o cual fenómeno alternativo ocupa el lugar de la Virgen María. Hay que creer, es cierto, creer en algo: Antonio Molina, Russian Red, Marx, Žižek, Haneke, Tarantino u Obama. Ahora bien, por razones médicas ¿no sería conveniente revisar de vez en cuando nuestro santoral?

Quinto Acto

Mientras tanto, ¿qué es la comunicación cuando el abismo entre unos y otros es insalvable? Todo acercamiento afectivo al otro crea histerias de reacción puritana –“Mi cuerpo, mi espacio”-, cuando no paranoias anticomunitarias o anticomunistas. De hecho, la simple oferta de colaboración, de compromiso “desinteresado” –aunque, de acuerdo, no haya nada desinteresado- causa perplejidad y crea sospechas. Se piensa enseguida: ¿qué querrá éste, lo de siempre?

Tiene gracia, pues la paridad ha colocado al varón en la misma posición ursulina de la mujer moderna: “¿Qué querrá ésta, lo de siempre?”. Tampoco el varón actual quiere “compromisos”, sólo multiplicar los contactos. Con frecuencia, los que te “siguen” en Twitter sólo querrán convertir tu proyección luminosa, su supuesto aislamiento solar, en una estela.

Somos devotos obedientes del espectáculo social, por la derecha y por la extrema izquierda, debido a que el centro político está ocupado por el pánico al silencio, la fe nihilista en que en lo indefinido, que carece de imagen, no haya nada. Toda la sociedad reza: por favor, que el afuera no sea nada. A Dios rogando y con el mazo dando, la información se encarga día a día de demostrar que a la humanidad exterior le va todavía peor que a nosotros. Al menos, aquí no se sangra: la religión numérica se sostiene con una prueba física, groseramente analógica, constante.

Como el mensaje es el medio, toda la sociedad reza: por favor, que el tiempo muerto, el silencio y lo indefinido no sean nada. El silencio concentra así todos los demonios, por eso tememos a los márgenes, a las sociedades religiosas, al paro y la exclusión social. También a lo durmiente, todo lo lento o misterioso, lo que no se manifiesta. El culto al trabajo y a la actualización profesional –reforzado por el credo tecnológico de la economía- es el culto a la alta definición de la identidad bajo la radiación global. Por fin hemos llegado al auténtico fin de la historia. Ser es tener un perfil, estar conectado.

El antiguo fetichismo de la mercancía se ha extendido al horizonte entero del cuerpo social. El pequeño formato de la historia actual funciona con la rotación rápida, la multiplicación de las conexiones, la participación y la visibilidad. Esto es la comunicación, que cualquier idiotez pueda ser famosa durante diez minutos. La ilusión de sociedad –aislamiento y conexión, individualismo y cobertura- se ha convertido así en un incomparable opio del pueblo. Las redes sociales completarán el efecto viral para el cual las Iglesias son muy torpes, pues nada funciona ya sin un poco de pornografía.

¿Qué hacer, todavía, preguntará alguien? Para empezar, trágate el silencio –es posible que en este punto a Marx le entre algo de sueño-, trágate una muerte que es anterior. Lo demás, incluidos estos destellos eventuales del verano, vendrá por añadidura. Frente a la muerte siempre somos jóvenes, todavía. Y esto no sólo por esa inmensa ancianidad que nos hace pequeños, sino también por la dulce ignorancia a la que nos convoca. Benditos sean los mortales, de ellos es el momento, la única forma posible de eternidad.

Sin embargo –sí, sin embargo: ya terminamos-, desde los tiempos de Heidegger, la conminación a ser alguien –y no cualquiera- se ha acentuado hasta el infinito. Dado que carecemos absolutamente de amistad con el afuera, ahora habría que decir: “Sólo un diablo puede salvarnos todavía”. Sí, un diablo, por favor: el reverso diabólico de este oscurantismo radiante.

¿Salvarnos de qué?, se pregunta el típico profesor universitario mientras se apoltrona en su neo-feudalismo ilustrado. Salvarnos de usted y de todos los salvadores, habría que contestarle. Salvarnos del horizonte mundial de la oferta para tocar por algún lugar el desierto, esa misteriosa posibilidad, esa borrosa suma total de nuestra independencia. Esa cifra, sin dígito, del afuera que todavía nos aterra y nos espera.

Once de la mañana. El gris invernal de los árboles se raya con una fina lluvia continua. Amables, despreocupados, violentos: así nos quiere el ser femenino del mundo.

Ignacio Castro Rey. Madrid, enero de 2014

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