El pintoresco asunto de un autobús que, con un mensaje ingenuamente reaccionario dirigido contra la nivelación unisex, ha levantado el escándalo de «incitar al odio», vuelve a resucitar la asombrosa moralina reinante en una sociedad que, para ocultar la violencia normalizadora que ejerce, pretende convertirse en vigilante integral de los límites que de ningún modo se pueden rebasar.

Con una histeria ética que hace añorar épocas más liberales, la democracia global practica así una intolerancia que causaría asombro en el franquismo. En realidad, ¿a quién hace daño que unos supuestos fanáticos de la naturaleza creada por Dios defiendan libremente su mensaje de que los niños y las niñas son distintos? Hace falta ser muy mojigato, y estar muy inseguro de la igualdad que defendemos, para creer que esa tontería naturalista incita al odio, mayor que el que ya circula entre nosotros. Bastaría con no subirse a ese autobús, ni siquiera mirarlo, para que se acabase parando en cualquier barrio apartado.

Pero no, teníamos que hacer famosos a esos ultras y, de paso, localizar un cómodo foco del mal a liquidar. Lo de menos es que esos parias del autobús pertenezcan o no a la «derecha ultra-católica». Lo que importa es que el odio a la singularidad, a una posible disidencia no domesticada, siga tejiendo la malla de un siempre inestable consenso. Y esto sin necesidad de un cuerpo especial de vigilantes. La sociedad entera, dirigida por una vanguardia natural encarnada en la información, vigila a cada uno de sus miembros. Esto quiere decir que también la represión ha sido personalizada, pues cada uno se vigila a sí mismo. La policía sobra cuando el cuarto poder está en primera línea.

La banalidad de nuestro bien es así, siempre amparándose en la caza de malos de pacotilla. Una sociedad que -según Debord- no tiene en realidad nada que ofrecer, pues vive del nihilismo de un recambio perpetuo, solo puede justificarse por el supuesto peligro exterior que le rodea. Resulta así que la lista de enemigos de la transparencia democrática no cesa de relevarse. Niñas musulmanas que van con su velo a la escuela, anuncios machistas, cristianos conservadores, rusos, peligro amarillo e invasión de inmigrantes: en suma, estamos rodeados. Todo vale entonces para defender la integridad de la excepción democrática que es el primer mundo. Con China, Arabia Saudí y Rusia no podemos, ni queremos, pero mantener prietas las filas del progreso exige de vez en cuando expulsar al limbo a gente inofensiva a la que podemos machacar a bajo coste.

Se trata de chivos expiatorios de nuestro malestar, fáciles enemigos que carecen de apoyo en el sistema y no recuerdan que la libertad de expresión es un material muy flexible. Nuestra tolerancia es intocable hasta que algo no homologado nos pone en bandeja el castigo que revitaliza un maltrecho consenso. Entonces ponemos en pie una «tolerancia cero» con los que piensan abiertamente diferente, sobre todo si resulta barato liquidarlos. No le faltaba razón a un pensador que recordaba que la extrema derecha corea a gritos lo que el entero arco parlamentario musita con la boca pequeña.

El método es de un automatismo perverso. Para aliviar la esclavitud macroeconómica que maltrata a la mayoría dejamos que el puritanismo de las minorías reconocidas -casi siempre obsesionadas con el sexo- dirija el espectáculo de nuestra cultura modélica. Delegamos en lo minoritario -¿también los niños transexuales?- la tarea de consumar el ideal de una democracia material, no sólo «formal», encarnada además al minuto. Igual que antaño, una visible microfísica cultural debe compensar la oculta macrofísica económica. Toda la precariedad laboral y existencial que nos asedia, con su dosis de tormento gradual, se compensa con la obesidad mórbida de las conexiones sociales y su cohorte de enemigos oficiales. Se trata de una escalada moral de origen norteño, aunque penetre en nosotros por el sur de la izquierda, hoy cándidamente tradicional.

 

Encarnando un rostro del mal, el demonio es el más antiguo forjador de creyentes. Y nuestra democracia, que no puede demostrar casi nada, necesita sobre todo creyentes. De ahí el éxito de ese delicioso neologismo, una postverdad  que es usada para referirse a «circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». Acogemos así a algunos refugiados seleccionados mientras enviamos al exilio a todos los nuestros que molestan, amenazando la sagrada normalización del bienestar. Pocas iglesias han sido tan eficaces en el reparto maniqueo del bien y el mal. Ahora bien,  ¿no es en el entorno de esta hipocresía, en una hipocondría progresista que tapa nuestra cruda pragmática diaria, donde avanzan Trump y otras alternativas más descaradas que se acercan?