(Winter’s bone, Debra Granik, 2010)

Coníferas, bestias y hombres hermanados por la supervivencia en un escenario natural degradado del profundo Missouri, en la zona montañosa de Ozark. Mujeres y hombres huraños chapotean en el barro de una tierra parda, mientras se siente la humedad y el frío en los huesos, a pesar de que la nieve todavía no ha llegado. Sí lo han hecho el silencio y la cobardía de los hombres.

Una humanidad desaliñada, abandonada, obesa, ajada por la rudeza de entorno. Las arrugas, las greñas, el hermetismo de los gestos son los propios de unos seres deformados por unas duras condiciones de vida, olvidados de la mano del gobierno y de Dios. No hay ni un solo negro, creo recordar, y sin embargo esta “América” tampoco es exactamente wasp. Desde los tiempos de Deliverance, Far north o Frozen river no nos acercábamos tal vez a la pobreza rural estadounidense. Sin necesidad de tornados, aquí la catástrofe hace mucho tiempo que ha llegado, a cámara lenta. Y ha venido para quedarse. Ante todo, en esta depresión masculina tratada con juego, rencillas, música montañesa y metanfetaminas.

De la misma manera que ocurre tras las guerras, son las mujeres las que reconstruyen el mundo tras cada catástrofe, que aquí es cotidiana en esta tristeza de cortar leña, cuidar del magro ganado y tapar los agujeros que dejan los vicios de unos varones derrotados. Si teníamos alguna duda acerca de la superioridad del sexo débil, Granik acaba con ella.

La rudeza de este entorno degradado, que ya ni siquiera es rural, se refleja en el aspecto desastrado y soñoliento de los hombres. Solamente una narración compleja y pulida, en este caso basada en la novela de Daniel Woodrell, permite este realismo, este acercamiento en seco a la masa bruta de la vida. Todo tiene un poco la minuciosidad del insomnio. Pero para este naturalismo hillbilly hace falta una intención moral bien trazada, una narración y una tecnología fílmica que consiga regresar al verismo de una realidad que impresione por sí misma, sin ideología visible. Es tan erróneo mostrar la cara del monstruo como poner en primer plano la moralidad desde la cual se habla. Ésta debe aparecer a través de la prosa del día, no subrayando nada con subtítulos.

Sólo la dulzura de Ree y sus dos hermanitos, luchando desesperadamente por salir adelante una vez que el padre ha desaparecido, como tantos, consigue relajar a veces las cuerdas de esta hostilidad generalizada donde árboles, animales y hombres luchan por sobrevivir al invierno. Al hermetismo de la tierra los hombres responden con el hermetismo de unos ojos vidriosos. Pero la candidez resuelta de Ree desorienta un poco a estos hombres toscos.

Con sus jardines llenos de desechos, Winter’s bone tiene a veces la belleza de un limbo. En todo caso, Debra Granik no se recrea en el horror, al estilo de tantos realizadores. Al contrario, el escalofrío lento que nos recorre el cuerpo proviene de una escenario donde no hay criminales sofisticados y víctimas indefensas. La violencia, más sorda que desatada, trascurre incrustada en el paisaje, con seres humanos que pasan del banjo y la balada al crimen con la misma naturalidad con la que los árboles se mecen al viento. Incluso la escena del cadáver pálido del padre yaciendo bajo las aguas gélidas del río, mientras su hija ayuda a cortarle las manos para probar su muerte, o la ardilla recién cazada que es destripada por el niño, la asumimos como parte de una atmósfera. Para confirmar esta salvaje inmanencia, Winter’s bone muestra que son las mujeres, en un escenario de hombres mudos, las que encarnan lo mejor y lo peor de este mundo. Tanto en la resolución violenta cuando la joven Ree ha de ser escarmentada y asustada, como también en el asomo de piedad, cuando la chica, sobrina de los mafiosos del pueblo, ha de ser ayudada.

¿Es que ser parientes no significa nada, grita Ree? No, poco, apenas nada en este mundo arrancado de la armonía campesina y arrojado a la anomia. A diferencia de tantos de sus compatriotas, Granik no sólo no abusa del formato de la violencia sino que incluso logra mostrar la ternura un poco avergonzada que asoma a través de esta trama de mezquindad, lodo, silencio, odios y frío.

El ganado para sacrificar muge en el mismo barro donde los hombres callan. Nihilismo y banjos. El personaje de Lágrima es magistral en este cruce de caminos que no llevan a ninguna parte. Impresiona también el respeto que las mujeres, capaces de lo peor, mantienen por lo más siniestro de sus hombres, al mismo tiempo que pueden actuar al margen cuando las cosas aprietan. Curiosamente, también en la reciente Animal kingdom la abuelita del clan representaba lo más pérfido, capaz de trenzar sonrisas y encontrar las palabras de planes implacables mientras servía café en la cocina.

¿Recuerdan la sórdida Afliction, de Paul Schrader? No importa, nos sirve como ejemplo Animal kingdom en su formidable acercamiento a la ambivalencia moral de la condición humana, un laberinto de vulgaridad, miedo y malicia, fraternidad y crimen. Para mostrar la banalidad del mal, ciertamente, es difícil superar a la literatura angloamericana. Este acercamiento amoral a la carne de la especie, nosotros lo logramos con el Barroco y después en algunos momentos cumbres de nuestra literatura. Cada religión genera su ateísmo, y así Tavernier se acerca a la miseria de la Francia profunda en Todo empieza hoy. Pero este realismo amoral, con el cual comienza la auténtica moral, nos cuesta cada día más.

Nosotros, encantadores habitantes del sur protegido por el catolicismo social, cristiano o laico, estamos lejos de esa “desolación protestante” que permite una mirada despiadada sobre el entorno, lejos del manto paternal del Estado y sus cien prolongaciones civiles. Benditas sean, pues impiden que la gente enloquezca. Pero impiden también que la tristeza toque fondo y entregue sus perlas. En el mundo latino nunca estamos suficiente solos, caminamos en torno a los padres. De resultas de lo cual adviene este cine y esta música tan sentimentales, tan efímeros. Ellos, los anglos y sajones del norte, han perdido toda esperanza de redención social y todo amparo hace tiempo. De ahí la limpieza de estas obras que nos estremecen por su crudo verismo.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid,20 de marzo, 2012

descargar texto en pdf