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"impresiones sobre Nauman ", (Bruce Nauman , Cruce nº0 , Madrid, enero 1994)
De desolación está herida la
puerta.
Isaías, 24, 12.
Señalemos primero, en esta retrospectiva de Bruce Nauman, unos innegables
motivos para no ser indiferentes, sino más bien para sentirnos impresionados,
desconcertados, irritados, fascinados. Acaso todo esto ya no es poco. Es sabido que
esta irrupción brota de una toma de distancias del artista con el inicial minimalismo,
dándole voz a una experiencia más abierta y vital, incluso expresionista. Seguimos a
Nauman cuando quiere mostrar que la otra cara de nuestra tecnológica transparencia
es la sangre y el terror. Supongamos que además, en principio, le damos la bienvenida
a esta multiplicidad interdisciplinar que desparrama el tradicional marco del cuadro,
aparentemente limitante, para hacerlo entrar en acción en el mismo espacio del
espectador, con las consiguientes incursiones de lo cotidiano. Sin embargo,
inmediatamente, también pensamos que la desconfianza hacia la pintura, la propia de
Nauman y un acomodado linaje de artistas, puede expresar el desconocimiento de la
violencia que latía en la obra clásica, algo que hacía hablar a la pintura o a la
escultura en todo el abanico de lo sensorial, más acá del medio material que utilizase.
Desde luego, no es necesario que la obra entre expresamente en otros campos
expresivos para que tenga un fuerte acento espacial. La pintura lo ha sido
frecuentemente desde una intensidad "formal" que arrastraba un galaxia de volumen,
olor, sonido... De ahí ese magnetismo que produce en la totalidad de la percepción.
Sin esa unión de los sentidos en una turbulencia preconceptual no se entiende ni el
efecto en la modernidad de la cueva de Altamira, ni el de Velázquez o Cézanne.
Pues bien, creo que la desconfianza de Nauman hacia la pintura y el arte
digamos "formal", así como su interés por lo ajeno al taller artístico (la investigación
del propio cuerpo y su espacio, lo social, etc.) indica que no entiende la expansión
abarcadora que está en juego en toda creación. Refleja incluso una concepción
estrecha del arte, que vive aún en la oposición forma-contenido, interno-externo,
concepto-materia. Nauman afirma con frecuencia la necesidad de referirse al mundo
exterior al estudio. Pero no habría que "referirse", sino integrar ese absoluto exterior
dentro, en la densidad de una obra singular. Hay más espacio en una pintura que
asuma esa inmanencia, la exterioridad como pulpa del hic et nunc, que en Nauman y
en otros, que no parecen siquiera plantearse abordar el exterior en la convulsa belleza
de un solo punto, de un golpe.
En realidad, esta aparatosidad multidisciplinar no es capaz de captar la tensión
de ese mítico instante en el que Beuys, Cage y hasta Warhol tienden a poner el eje de
la obra y de la fascinación que ejerce. Incluso en afirmaciones cargadas de buena
intención y que podían ser muy plausibles1 no dejamos de ver constantemente en
Nauman la ignorancia del Jetztzeit, de la forma artística como aprensión de la
sustancia instantánea del tiempo2. Dice él en otro momento del catálogo: "la pintura
no nos va a llevar a ningún sitio". Ahora bien, ¿a dónde hay que ir? Una cierta
incapacidad para entender que en arte toda "dirección" (teórica) debe subsumirse en la
reverberación de una impotencia irrepresentable, marca un límite estético y ético en
Nauman, en quien cualquier sentido parece obsesionado con una orientación irónicocrítica
más o menos expresa.
El desconocimiento de ese universo autocontenido de la obra en la tensión de
la forma, tensión que remite al enigma de una presencia desnuda, se muestra también
en la necesidad de incluir en el acabado de la obra, como si éste no bastase, una
referencia explícita al "proceso", a la dudas, a las ideas desechadas. En pocas
palabras, el deseo de impregnar la obra de "ideas" obedece a la incapacidad para
materializarla de un golpe. Todo esto, el jadeo de una larga travesía, con sus
intrincadas referencias a otras posibilidades, debía estar en la violencia del acabado,
exigiendo del espectador un esfuerzo para captar lo irreductible en la singularidad
extraña y solitaria de la obra. Pero el camino de Nauman es otro. Las vehementes
declaraciones del tipo "Una forma global de pensar el arte"3 sugieren un discurso más
que una obra, en la que eso "global" debía estar asumido en la densidad muda de cada
pieza construida. Por el contrario, con un procedimiento más bien representacional, el
artista quiere llegar a esa totalidad por fuera, mediante "otro tipo de influencias, con
la ayuda de filósofos y escritores"4.
Si la obra de Nauman parece generar automáticamente una inflación de
palabras (la misma extensión de los títulos indica eso) es como en el reverso más fiel
de la falta de potencia en la resolución plástica, que es donde debía estar condensado
el pensamiento del artista. Carencia que también se delata en esa obsesión por la
ironía dirigida, la denuncia concreta, el enfrentamiento y la provocación buscadas,
gestos que de antemano limitan el alcance de un trabajo artístico, incluso su humor.
Es en el significado ambiguo del acabado material donde el artista propiamente debía
"exponer su pensamiento", en el caso (no imprescindible) de que lo tenga. Pero ello a
un precio que Nauman quizá no estaría dispuesto a pagar: con la radical ecuanimidad
(y su consiguiente ausencia de rentabilidad inmediata) que, a diferencia de la ciencia
o el periodismo, caracteriza al arte.
Por el contrario, intentar escandalizar a los puristas de la escultura (o "estar en
las antípodas de la historia del medio", como insiste uno de los admiradores del
artista) con esa hechuras de fibra de vidrio sin pulir, o con la mezcla de elementos
heterogéneos, no deja de ser un objetivo limitado por lo académico. Parémonos, por
ejemplo, en A rose has no teeth, obra que según Neal Benezra "revela con sutileza
tanto la deuda de Nauman con el filósofo -Wittgenstein-, como la visión iconoclasta
del artista hacia la escultura pública, con su tradición de erección definitiva, escala
monumental y noble propósito"5. Sin este fácil enfrentamiento hacia el ala más torpe
del academicismo, hoy en día bastante inofensivo, la obra de Nauman perdería su
energía. El resultado, en definitiva, es sólo un academicismo al revés, un trabajo
episódico, si acaso preparatorio de otros, no condicionados ya por la toma de postura
ante un enemigo tan fácil.
El uso constante de la palabra en estas sofisticadas instalaciones es una
expresión más de los límites del artista a la hora de darle una materialidad rotunda y
autosuficiente, en primer lugar, a la experiencia de la muerte. ¿Cuál es el resultado de
esa dependencia en el campo de lo estético?: que casi todo, hasta la torpeza plástica,
está justificado discursivamente. En lugar de volcarse en darle una forma soberana a
esa temible exterioridad de la que constantemente se habla, el artista se dedica a
extender su crítica. En la soledad de un acabado, que quizá ha renunciado a la palabra
para acercarse a un sentido irrepresentable, debe estar el afuera, asumido en su
misterio con la convulsión de un lenguaje nuevo, y no en las fáciles referencias más o
menos verbales. El resultado último es que apenas hay piezas de Nauman que
funcionen por sí solas, sin un referente externo, artificial, que con frecuencia incluye
la anterior obra del artista, sus ideas, el aval de museos y galerías, ríos de palabras de
la crítica, etc. La tiranía retratada en Caga en tu sombrero-Pon tu cabeza sobre la
silla, las escenas de agresiones filmadas, los discursos grabados, la rata atormentada
por la batería, el "payaso soez": buena parte de estas instalaciones no funcionan sin
tener algo enfrente, o fuera, a lo que se alude, a veces siguiendo además los tópicos de
los medios6.
Las obras que podrían funcionar sin esa dependencia (el violinista solo que
emite una sola y lacónica nota afinada en dead, la cámara que filma la nada y el
silencio de lo subterráneo, la "habitación insensible" que expulsa fuera nuestra alma),
están tan sobrecargadas por un entorno de significación chillona, que su fuerza se
pierde en ella. Indudablemente, se despliega mucho ingenio en tal entorno, pero
demasiado condicionado por un cierto impresionismo sociológico, que además
entronca de modo oportunista con las preocupaciones públicas del momento. La obra
debía pasar por alto esta ruidosa y efímera circunstancialidad que nos rodea, al menos
utilizarla como mediación para algo que roce lo no circunstancial. De otro modo, ¿por
qué hacer arte y no política, o crítica, o ciencia? ¿Quizá porque bajo la coartada del
arte, de su ambivalencia y su prestigio, se mantiene mejor un discurso que sólo como
discurso político sería inconsistente?
Que quede claro que el trabajo de Nauman nunca deja de ser sugerente. Seres
que son torturados una y otra vez, estrafalariamente vestidos para que así sea más la
humillación, escenifican una alegoría de nuestra propia condición de muñecos sujetos
a un programa de repetición. Por otro lado, la combinación diabólica de inocencia y
violencia, en un juego infantil que estalla gradualmente. En Clown torture
encontramos una inteligente puesta en escena de la vigilancia que nos envuelve, su
interrogatorio y su tortura. El payaso es visto por un público que ocupa el lugar del
interrogador, la máscara es escudo de la crueldad y el sinsentido. Mientras, absurdos
juegos de palabras, la cercanía del juego y la tragedia, de la agresión y la hilaridad, la
conversión de la tortura en espectáculo, nos hieren con una desolación que toca la
carne de nuestras creencias. Un pentágono de cabezas cortadas, o un carrusel de
animales degollados colgando con sus crías, que golpean el suelo al girar, escenifica
el circo de la violencia, convertida otra vez en espectáculo. En Círculo de diez
cabezas / Arriba y abajo, los miembros humanos suspendidos muestran la
instrumentación y la inanidad de lo más espiritual del hombre. Nauman también nos
atrapa en experiencias de vigilancia dentro de espacios desesperadamente angostos,
en habitaciones de luz intensa que, con su forma triangular, provocan una especial
inseguridad. O con túneles complejos, metáfora de una tiranía silenciosa y planetaria.
El contrapunto de rata y batería muestra la complicidad siniestra entre la diversión y
la angustia. Una mano ahorcada pone otro límite ambiguo a través de una pantalla. Y
el desierto de habitaciones insensibles, fragmentos opacos de cuerpos humanos, sillas
invertidas como metáforas de víctimas humanas martirizadas en triángulos de hierro.
Así pues, según se ha insistido cien veces, estamos no simplemente ante arte,
con su "inocua" recreación estética, sino ante un discurso más, aunque
pretendidamente contundente y mejor elaborado que otros. Sin embargo, visto con la
intransigencia impolítica del arte, si este es el discurso, resulta un poco ingenuo
(¿funciona justamente por eso?). Para empezar, en lo político: la tiranía no es esa, el
poder no es un mecanismo externo que ordena y constriñe al individuo, sino la
capacidad de multiplicación violenta, incluso en el crimen, que hoy tiene cualquiera.
La crueldad, hoy también, no es esencialmente esa, no tiene esas figuras claras y
externas, fácilmente imputables... Ni la vigilancia y su claustrofobia asfixiante es algo
tan localizable. El gran ojo blanco que no duerme, el que nos recluye, no habita en
habitaciones angostas o intensamente iluminadas, sino en nuestras conciencias,
ocupadas a la par por la víctima y el verdugo de un poder terriblemente democrático
(ese que nos hace sigilosamente hostiles o autistas, también en el "arte", a todo lo que
viva en un exterior anónimo que nunca tiene la palabra). ¿Y la crueldad, la tiranía que
no derraman sangre, nuestra violencia, la del mundo de los negocios y el arte, la de la
filosofía, no es también asesina en su sutil medio? ¿Nuestra crítica "radical" va a
centrarse sólo en lo externo, en lo que es obvio y que además ya tiene cauces de
expresión políticos? ¿No debía volcarse más bien en esta crueldad interna y no
fácilmente achacable a un enemigo fijo? Nauman sustancializa el poder, la vigilancia,
la represión, como si todo eso fuesen presencias determinadas frente a nosotros, que
sólo seríamos víctimas ante ese mecanismo externo del cual nosotros no formamos
parte.
Ante todo, fuera ya de lo político, nuestro artista es bastante corto en cuanto a
la dimensión de la angustia y la muerte. Hay una seria limitación en este punto, pues
al fin y al cabo la angustia que se nos refleja (la del clown o la rata, la de la habitación
vigilada o el animal cosificado) tiene objeto, protagonista y víctima7. Repito que en
los pocos casos donde el sufrimiento no aparece demasiado enmarcado, la inflación
del mensaje envolvente es tal que esa posibilidad resulta en buena medida
neutralizada. Falta en el conjunto de este trabajo, creo, la implicación de la
interioridad en el universo del mal, una dimensión existencial de la violencia que
explicaría su registro político, enmarcándolo y ajustándolo. A falta de eso, el
resultado es un discurso ingenuo, hasta edificante, pues en definitiva quiere tener un
sentido particular sobre un sinsentido también particularizado (el del "sistema" de la
crueldad, el del absurdo o la vigilancia organizada). Pienso que otro tratamiento
menos parcial del horror permitiría precisar el discurso político, contenerlo, atacando
la coacción que ejerce esta época en el ancho campo "microfísico" de las almas. Pero
eso sería ya hacer lo que al parecer no se quiere hacer: no un discurso, sino
simplemente arte, desnudo en un temblor sin objeto.
Habría que decir que, en general, buscar "el efecto de un palo de béisbol sobre
la nuca del espectador", según se ha repetido de boca del artista, es un objetivo ajeno
al arte. Incluso un objetivo de antemano sospechoso, por su carácter aleccionador y su
espectacularidad. Posiblemente el arte ha de trabajar con otra perspectiva, más
modesta y silenciosa, más reconciliada con el goteo lento del tiempo. Y esto, acaso
porque ahí el obrar es deudor de una fulguración "instantánea" que no pertenece a la
cronología medida socialmente. El arte, sea cual sea la ideología del artista, está
ligado a una perspectiva absolutamente "conservadora" en un punto clave: ha de
conservar el misterio del dolor tal y como siente que ha advenido al mundo, en el
origen de su memoria. Como artista, se ha forjado de hecho en esa vivencia
socialmente inconfesable (que le impide, por ejemplo, entrar en la mecánica de la
división del trabajo). En este sentido, de un modo ajeno a la mitología progresista
moderna, el arte está comprometido con el eterno regreso de una escena primitiva,
con lo que ésta tiene de fatal necesidad. La fortaleza de la libertad que nos brinda
estriba en afrontar la coacción de lo necesario, no en apartarse de ello.
Ahora bien, ¿está preparada la escuela en la que bebe Nauman para tal
afirmación? Y lo peor no es que su ausencia sea mojigata o puritana, sino también
desarmante. Si se tratase de subvertir el orden social reinante (no es seguro que
Nauman, tan mimado por el poder actual, esté en esta línea) es también infinitamente
más útil partir de la positividad de la existencia en su ser-para-la-muerte. Después de
todo, ¿qué le queda al hombre común frente a un poder cada día más incitante, menos
"represivo" y más "productivo", qué le queda más que su valor ante lo trágico, su
potencia afirmativa ahí?
Estoy en contra, en cualquier caso, de que se le quite a la gente lo único que
tiene frente al Poder, una experiencia tan abierta del dolor que se transmuta en
autonomía, en singularidad. La angustia y la finitud no es esa vivencia neurótica que
Nauman retrata. Lo más escandaloso de la muerte, en ese afuera libre de la
instituciones culturales, es que se transforma en mundos posibles (a veces, hasta
produce dividendos). En el hombre vulgar, la vivencia del dolor y la finitud no tiene
culpables, es tan ancha como el horizonte, y justo es ese desamparo en lo inhóspito lo
que le devuelve una y otra vez a la existencia, pues le permite invertirse desde el
fondo. Tanto el arte como la religión o la filosofía, cada una a su manera, dan cuenta
de esa unión paradójica de extremos. Aun una versión desgarrada de la muerte, como
la del existencialismo o la de Celan, tiene algo de esa grandeza y desmentiría aquí a
Nauman. En el mismo Beckett, no en vano es uno de los herederos de Joyce, hay una
intensidad poética que tiende a esa inversión.
Que se nos entienda. No es que estemos precisamente contra la "patología",
todo lo contrario. Simplemente, al menos en el campo del arte, pensamos que sufrir
no justifica mostrar de cualquier modo el sufrimiento. El artista tal vez está obligado a
sufrir más, entrando en un dolor sin amparo ni culpables. Está obligado a caer a
plomo, a ser tan libre en la caída como para poder volver con la inocencia de una
obra; inocencia que está, no antes, sino al otro lado del infierno. Vista así, la neurosis
(el frenesí del payaso torturado, del letrero enloquecido, de la cinta que emite un
sonido sin significado, de la rata encerrada) es un retroceso frente a la locura, frente a
la potencia vital de la muerte y su conversión en figuras cotidianas.
Por lo demás, no parece motivo suficiente haber leído a Beckett, incluso
haberlo leído bien, para considerarse artista. Aún suponiendo que una visión atroz de
la angustia sea hoy "radical", precisamente después de Beckett, eso no tiene por qué
dejar de ser otro discurso más, una producción que no perfora el entramado de las
circunstancias epocales, que no entra, valga la expresión, en lo ontológico. La misma
dificultad para lo poético, para lo incondicionado de la belleza, que vemos en muchos
otros intelectuales, se muestra en Nauman. Sólo que desplegada esta vez con un gran
nivel de medios y con indudable talento. Es cierto que del arte emana necesariamente
una multiplicidad de sentidos, también circunstanciales; pero recordemos que tal
multivocidad (en Ribera, en Nolde, en Mario Merz) brota de una problemática
carencia de dirección fija, pues la obra está centrada en ese referente de sinsentido
que se abre en la belleza. En el caso de Nauman, encontramos toda la riqueza que se
quiera en el discurso, pero en aspectos secundarios, pues falta ese extremo "mensaje",
que nunca se libra de la ambigüedad, alimentado por lo afirmativo de la condición
mortal.
Es un escándalo que la belleza, esa experiencia de un erguirse de lo imposible
(en una imagen que funde una presencia singular con la libertad de la totalidad, según
Bataille8), ya no sea vista como el motivo fundamental de la obra de arte. El crítico
Robert Storr habla en Nauman de "un deseo de conocimiento de nuestras
circunstancias reales más que de un embelesamiento estético"9. Pero esta frase, que
sentimos fiel a nuestro artista, sólo expresa de nuevo la ignorancia hoy general de la
función de conocimiento que realiza la belleza, trayendo a una presencia sensible lo
que es, desde siempre y para siempre, inconceptualizable. Como la torre de la crítica,
particularmente la angloamericana, cree en general en una "realidad" empírica externa
al pensamiento, realidad que éste debe representar (aunque no sea "unívocamente"),
se concibe lo estético al margen de la forja de alteridad que se realiza en el
conocimiento y al margen también de lo ético. De este modo, se le quita a la
ambigüedad de la inmediatez su amplia capacidad anónima, de la que se nutre el
artista, para erigirse en obra. Después de esta operación, el discurso que resta, incluso
para el arte, es el de una radicalidad limitada, encauzada. De la mano a la boca,
Marioneta, Violines violencia silencio y otras piezas muestran que Nauman vive en
una especie de fragmentación sin cielo, que hasta olvida esa insistencia de la Gestalt,
tan cara a Nauman, en la omnipresente totalidad de la forma perceptiva. Y un
fragmento que ha olvidado la temible totalidad que lo habita (la de lo singular,
sostenida en una emergencia irrebasable de la muerte) es un "fragmento
fragmentado", muy cómodo, que depende por fuera de una globalidad que ha de
conocer y gestionar el experto, sea crítico o artista. Francamente, después de esto
cuesta ver esas "verdades místicas" de las que nos habla el artista en su conocido
letrero luminoso.
Creo que la sociología, el retroceso que ésta encarna ante lo absoluto de la
finitud, es lo que explica el culto incondicional hacia Nauman entre la intelectualidad.
De una manera muy sofisticada, pero coincidente con la ortodoxia imperante, la oferta
con la que nos tienta este artista es la de apartarnos de aquella soberanía simple de la
finitud que es afrontada en otra línea de trabajo, hoy por hoy minoritaria. No
encontramos en Nauman esa capacidad para el silencio que experimentamos en
Cummings o en Feldman. Más bien el metalenguaje de un discurso dirigido a
entendidos, todos ellos muy bien informados, ocupa el primer plano. Con Nauman
estamos ante un arte hecho más desde el conocimiento, cómplice o crítico, de la
última historia del arte, que desde una relación directa con la mudez de las cosas y
con exterior que no tiene historia. Pero de ser así, ¿dónde está la radicalidad del
artista, su solidaridad con lo frágil, con lo ignorado por las mayorías, si comienza por
ignorar todo lo que no está recubierto de palabras?
Una olímpica ignorancia del halo de lo ahistórico10, de aquello que subsume la
negatividad de la muerte en la circularidad de la existencia, recorre casi al completo
esta exposición. Se podría incluso sospechar que es a falta de crudeza en la vivencia
del dolor por lo que reaparece una y otra vez la sombra tópica del narcisismo. De él,
se diga lo que se diga, se multiplican escandalosamente los ejemplos: Plantillas de
neón de la mitad izquierda de mi cuerpo, Espacio vacío que hay bajo mi silla, Mi
apellido ampliado 14 veces, Autorretrato en forma de fuente, Arte maquillaje, etc. Es
posible que la intención de Nauman sea mostrar una identidad "dispersa", así como la
doblez y el camuflaje del mundo contemporáneo. Lo cierto es que eso se intenta con
una identidad omnipresente, con una lógica autorreferencial que tiene una función
más torva que la simplemente comercial.
Aceptemos, tal como están los tiempos, que el onanismo, incluso un cierto
grado de autismo, es inevitable. No obstante, de ahí a hacer de ese viejo mecanismo
de alivio el tema, convirtiendo la necesidad en virtud, hay un abismo. ¿Qué es lo que
queda, por ejemplo, en ese emblemático Autorretrato en forma de fuente, aparte de
guiños a la superficie del arte del momento y una utilización del valor referencial de
la imagen del artista? Resulta estrechamente unitario este discurso, y no salimos de
nuestro asombro al ver a qué nivel funciona. Desde luego lo hace, pero cuando ya
estamos en el terreno del culto, con la tribu reunida en torno al encantamiento de
alguno de los nuevos gurús. ¿Quién dijo que murió el "aura"?: ¡se ha trasladado del
objeto externo, ahora ignorado por la maquinaria social, al emergente sujeto-estrella!
Imagino que el mecanismo es sencillo: la glorificación del narcisismo del otro
justifica el nuestro, con el consiguiente aplauso general de lo que ya está atrincherado
socialmente, sordo ante un afuera anterior al arte y sin nombre.
¿Cuál es la coartada que hace que este narcisismo, y su desprecio de la
experiencia radical de la exterioridad, resulte implícitamente disculpado? En suma,
algo bastante gremial: que la vocación externa de este discurso es "progresista",
incluso radicalmente crítico con el sistema. Se supone que esto le exime de toda
sospecha de reaccionarismo, ¡como si lo que se dice en el discurso pudiese restañar
una falta que ha acontecido antes, al ignorar esta existencia que aúna lo singular y lo
universal bajo una finitud soberana! Hay una reacción profunda y sutil ante esa vieja
experiencia, ética y estética a la par. Que esta obra sea ante todo discursiva, cuando el
marco en que se presenta y del que vive, el halo del arte, es el de lo no discursivo,
hace de ella algo bastante represor de ese simple devenir de la vitalidad de la muerte.
Llegados a este punto, vale para la órbita de Nauman una pregunta que hoy pocas
veces se le hace al artista: si no tenemos valor para afrontar esa completud de lo
irresoluble, ¿por qué no dedicarse a otra cosa, y así al menos no tapar esa constante
obra que realiza lo innominable en el presente?
Insisto en que la clave de la entrega general a Nauman, que en Madrid ha
llegado a extremos de una unanimidad grotesca, está en que nos sirve para apartarnos
de una vivencia de la muerte más simple y dura, que no admite la parcialización y el
enfrentamiento. Si este artista es aplaudido es porque lleva al extremo un prejuicio
que le rodea, que tiene en común esa misma incapacidad para lo no sociológico, lo no
circunstancial, lo no político o no maniqueísta. Juan Manuel Bonet señaló con acierto
que lo que se valora en Nauman por parte de la crítica de ahora es "su capacidad para
incomodar... A la postre, su sintonía con las cuestiones del día, con la dichosa
cantinela del politically correct que tiene obsesionados hoy a los intelectuales
norteamericanos"11. Aunque no fuese exactamente así (de alguna manera, Nauman es
incorrecto), podemos concluir que, a falta de una potencia artística que juntase
estética y ética, se pone la coartada de lo político en primer plano. Gran parte del
éxito de este artista estriba en que, justo en un punto crítico, nos aparta de esa
intemperie total en la que bebe una humanidad sin títulos. Nuestro miedo sería el que,
si renunciásemos a la nueva ortodoxia que él representa, nos encontraríamos solos
frente a la indefinición de la existencia, sin dique social, político o conceptual, sin el
referente del museo y la historia del arte moderno. Sin más asideros, en suma, que la
arriesgada inversión, desde el fondo, de ese horror que gravita en lo diario. De
confirmarse esto, Nauman estaría enfrentado a un sistema del que por otra parte vive:
sin la hoy por hoy mayoritaria voluntad de huída frente a la vitalidad común de lo
inhóspito, tal arte no podría subsistir.
Estamos tan saturados de sociología e historia, de referencias estrechamente
conceptuales, que nos cuesta atender a una finitud extremadamente simple, menos aún
darle la palabra. Y esto no es exactamente inocente, pues aquella escucha nos quitaría
la exclusiva de la alteridad. Sin embargo, no es en absoluto cierto que en el arte
contemporáneo siempre ocurra eso, predominando lo discursivo por encima de la
escucha al rumor desnudo de la materialidad. Esto es un prejuicio, una forma
unilateral de ver las cosas, pues hay en una ancha tradición reciente, también
norteamericana (Rothko o Motherwell, pero también Plath o Twombly) una atención
a lo irreal de la presencia real, a un horror fundamental que se transmuta en formas de
vida, que entronca con el viejo arte de la tribu que carecía de institución artística. En
una minoría significativa de lo que nos ha fascinado en los últimos años persiste una
viejísima irrupción de un halo sin tiempo que logra esa comunicación primaria. Sin ir
más lejos, en Bill Viola (recordemos aquella instalación de los cuatro durmientes
convirtiendo su sueño en obra) se da un afrontamiento de la normalidad luminosa de
la muerte que raramente vemos en Nauman.
En cualquier caso, una corriente norteamericana ha conseguido esa resolución
de simplicidad, hasta el punto de tocar un plano de inmanencia (cuasi "oriental") de
un modo que ahora le cuesta a Europa. Finalmente, es posible que no sea tan extraña
esa audiencia más europea que americana para un arte como el de Nauman, lleno de
referencias eruditas, inmerso en la onda de la crítica y de cierto conceptualismo
politizado. Para calibrar nuestras actuales dificultades, atendamos a esta frase de
Agnes Martin, que coincidió con Nauman en el Reina Sofía: "No hay nadie que no se
pueda pasar toda una tarde frente a una cascada. Es una experiencia muy sencilla; te
sientes cada vez más ligero y no desearías nada más. Todo aquel que se pueda sentar
un rato en el campo, encima de una piedra, puede apreciar mi pintura. La naturaleza
es como apartar una cortina; penetra en ella. Quiero dibujar una respuesta vaga como
esta... No una respuesta específica, sino el tipo de respuesta que da la gente cuando se
deja atrás a sí misma. A menudo una experiencia de la naturaleza es una experiencia
de humilde alegría... entrar en un campo visual del mismo modo que se cruzaría una
playa vacía para mirar el océano". Existe una fotografía del viejo Cage que, en su
sonrisa de sabiduría colmada, parece aludir a esa polvorienta memoria de un
desamparo salvado en la corriente, vuelto a la existencia.
Una prueba para el arte podría consistir en lo siguiente. Entra en la exposición
con la última imagen de la pulsación exterior, de esa inmensidad inconceptualizable
que se agita en el afuera rasgado (el mismo que tenían delante nuestros antepasados
de las cuevas) y comprueba cómo se comporta el arte frente a esa incesante obra
anónima. Este trabajo no resiste tal prueba, la de un sentido ajustado al absurdo de la
inmediatez, eso que sentimos todavía en las caras del metro, las nubes reflejadas en
los parabrisas, las voces de los críos en el atardecer. Cuando salía de la exposición de
Nauman me introduje en una gran habitación vacía en la misma planta, una sala por
supuesto ignorada por el público. Había más belleza allí, más silencio, incluso más
discurso, en aquella enorme estancia poblada de ecos y sombras solas, que en el resto
de la planta cargada de referencias ruidosas.
Siendo interesante, Nauman es en gran medida un obstáculo. Tapa esa
dimensión extrema y común de la angustia que le permite invertirse en corriente de
notas, afirmando una existencia común e innominable. Él mismo es un producto de la
sociedad que pretende criticar. No hay la suficiente distancia y soledad como para que
su trabajo no sea unilateral, pasajero. En este aspecto, está ahí para que saltemos por
encima de él. En ese salto se ajusta el valor de su obra.