¿De un lado las bestias? ¿Del otro, los cultos ecologistas? Pues no, gracias. No hace falta leer a Benjamin ni ver Fahrenheit 11/9 para aceptar que hay toda una amplísima línea de bestialidad civilizada. Hitler no nació en Tanganika. La bomba atómica no la arrojó Corea. Incluso sin contar el genocidio de Irak, repasemos otra vez la lista de países que EE.UU. arrasó en nombre de la democracia. O el trato despiadado de Obama con la inmigración latinoamericana. En fin, un largo etcétera. La barbarie late por doquier, sobre todo, oculta en los pliegues de las naciones que poseen una alta definición en cuanto a sus exigencias estatales. No hace falta que Sorogoyen se apoyase en un supuesto caso real de la Galicia profunda para encontrar materia prima con la que documentar la bestialidad humana. Es un error, que Sorogoyen no comete, ambientar la xenofobia en Galicia. Además, esta película no va de xenofobia. No se entiende cómo algún crítico se ha despistado tanto.
A pocos se les ha ocurrido que Los olvidados de Buñuel sea una película pensada contra México. O que Deliverance, de Boorman, sea una película pensada contra los estadounidenses. O Perros de paja contra Inglaterra. No perdamos el tiempo. La verdad es que la película de Sorogoyen, que es magnífica y a la vez muy discutible, se desmarca desde el comienzo de cualquier maniqueísmo fácil. Hasta los siniestros hermanos Anta tienen algo de humanidad, de sensibilidad y humor, unos rasgos que les hacen todavía más temibles. Sin ninguna clase de efectismo, sin sangre a borbotones ni gritos, el terror se mezcla en esta película con la dulzura de la vida agrícola. Aunque vista por unos ojos un tanto alienígenas, los de los franceses Olga y Antoine, los de su alucinada hija Marie, cuando vuelve tras la muerte de su padre.