AFTERSUN (Charlotte Wells, 2022)

Es significativo el papel del boca a boca en unos tiempos donde los grandes medios acaparan la imbecilidad global. Te hablan bien de una película. Vas. Comienza entonces algo lento y quebradizo, donde parece que no puede pasar nada. Piensas: «Ah, ya me la sé». Y no, afortunadamente no es así. Conforme avanza la cinta, gota a gota, cierta tristeza te va sobrecogiendo. Nunca subestimemos el poder de lo nimio y los detalles. Wells entra en ellos y saca joyas intangibles.

Tenemos todo tipo de cremas para ocultarnos, también del sol. No las hay todavía para protegerse de la vida, pero sin duda nos está matando un tipo de sobreprotección que rechaza las grietas. No es de descartar que a Calum, uno de los dos protagonistas de esta historia sin argumento, le falte, en su melancólica indefensión, algún trauma que le hubiera rehecho a la «normalidad», a la capacidad de mentir en la ficción social compartida. Si es una obligación moral de los tímidos -y padre e hija lo son- estar armados y ser temibles, con solo once años Sophie parece más valiente y madura que su padre.

Calum es tan cordial como enigmático. Difícil no quererle. No porque presintamos que ha desaparecido en la bruma del tiempo, sino porque -en pleno mediodía de unas vacaciones turcas- él es la desaparición encarnada, con los bellos ojos dubitativos de los perdedores. Por lo que sufre en silencio, hasta le perdonamos -igual que hace su hija- que la deje sola en la escena inolvidable del karaoke, y que la abandone después la noche entera. Esta escena es quizá de las más impactantes, donde la cobardía de él queda a flor de piel y donde ella, con la voz quebrada y desafinada, sostiene la letra de una canción que lo dice todo. No se entiende, sin embargo, por qué el actor que hace de padre, Paul Mescal, es la celebrada estrella de este largometraje. Su hija Sophie, Frankie Cotio, resulta adorable con sus bromas y sus caritas de hámster, su silencio observador y alguna imponente frase metafísica.

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POLUSTANOK (The train stop) (S. Loznitsa, 2000)

Una pueblerina estación de tren entre Moscú y San Petersburgo. El bieolorruso Sergei Loznitsa, en uno de sus primeros trabajos, parece hacer un homenaje al expresionismo de sus maestros rusos. De los que, por cierto, no reniega a raíz del actual conflicto ucraniano, lo cual le valió sanciones de la Academia de cine en la nación dirigida por el actor Zelenski.

La filmación es del año 2000, pero es tal la pobreza, es tal la sencillez de estas indumentarias campesinas que las escenas son casi atemporales y valdrían para cualquier otra década. Un lugar cualquiera, un momento cualquiera: precisamente allí donde no suele haber ninguna cámara informativa… Ni los políticos, de cualquier ideología, que quieren «cambiarnos la vida».  Para explicar su cine, Sokurov se preguntó en su momento: ¿Qué ocurre cuando no pasa nada? Así Loznitsa. Va directo al corazón de una humanidad desnuda, pillada cuando las defensas están bajas por cansancio, agotamiento y sueño. Fijaos en ese niño derrumbado de un cartel que anuncia la película. Es como si nuestro director pintase una pietà donde la Madre que sostiene el cuerpo yacente del Hijo no son la Virgen y Jesucristo, sino cualquiera. Sería curioso conocer las referencias pictóricas de Loznitsa para este retablo de todas las posturas posibles de una lasitud de los cuerpos vencidos. También en El sueño de Jacob, del portentoso José de Ribera, el rostro sin ojos del protagonista se desdibuja -por el sueño- en un limbo de dulzura donde cualquier expresión es posible. Solo queda el enigma de ser, el vértigo tranquilo de tener un cuerpo.

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As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022)

¿De un lado las bestias? ¿Del otro, los cultos ecologistas? Pues no, gracias. No hace falta leer a Benjamin ni ver Fahrenheit 11/9 para aceptar que hay toda una amplísima línea de bestialidad civilizada. Hitler no nació en Tanganika. La bomba atómica no la arrojó Corea. Incluso sin contar el genocidio de Irak, repasemos otra vez la lista de países que EE.UU. arrasó en nombre de la democracia. O el trato despiadado de Obama con la inmigración latinoamericana. En fin, un largo etcétera. La barbarie late por doquier, sobre todo, oculta en los pliegues de las naciones que poseen una alta definición en cuanto a sus exigencias estatales. No hace falta que Sorogoyen se apoyase en un supuesto caso real de la Galicia profunda para encontrar materia prima con la que documentar la bestialidad humana. Es un error, que Sorogoyen no comete, ambientar la xenofobia en Galicia. Además, esta película no va de xenofobia. No se entiende cómo algún crítico se ha despistado tanto.

A pocos se les ha ocurrido que Los olvidados de Buñuel sea una película pensada contra México. O que Deliverance, de Boorman, sea una película pensada contra los estadounidenses. O Perros de paja contra Inglaterra. No perdamos el tiempo. La verdad es que la película de Sorogoyen, que es magnífica y a la vez muy discutible, se desmarca desde el comienzo de cualquier maniqueísmo fácil. Hasta los siniestros hermanos Anta tienen algo de humanidad, de sensibilidad y humor, unos rasgos que les hacen todavía más temibles. Sin ninguna clase de efectismo, sin sangre a borbotones ni gritos, el terror se mezcla en esta película con la dulzura de la vida agrícola. Aunque vista por unos ojos un tanto alienígenas, los de los franceses Olga y Antoine, los de su alucinada hija Marie, cuando vuelve tras la muerte de su padre.

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EL SECRETO DE TUS OJOS (Juan José Campanella, 2009)

Benjamín Espósito (R. Darín) es oficial de un juzgado de instrucción de Buenos Aires, recién jubilado. Obsesionado con un crimen cometido veinticinco años antes, escribe una novela haciendo memoria. Tal vez para ordenar sus atormentados recuerdos, que incluyen un amor dejado en suspenso, y para recuperar de paso la autoestima de su papel, que ante sus propios ojos puede estar en entredicho. Toda la acción se desarrolla en dos tiempos muy distintos, con continuos retornos a una pasado de espanto y de amor que, en buena medida por la indecisión del protagonista, quedó inconcluso. La inconclusión del crimen duplica la inconclusión del amor entre Irene Menéndez y Benjamín, haciendo que ese pasado vuelva continuamente.

Por si los lectores de esta pequeña crónica no han visto la película, no contaremos el sorprendente desenlace final, después copiado -por supuesto, retocado moralmente- en un remake estadounidense. Baste decir que hay dos planos de suspense, los dos muy logrados: el que atañe al crimen cometido por Isidoro Gómez, cebándose en la joven Liliana Colotto después de una larga espera de deseo y miradas, y el que atañe a la pasión secreta que Espósito guarda hacia Irene, su superior en el juzgado que ambos comparten. Este segundo casi supera al primero, puesto que la indecisión constante de Benjamín con respecto a su jefa raya, digámoslo claramente, en la cobardía. Los ojos claros de Espósito no consiguen dar un solo paso, en ninguna dirección, hacia su amada jefa, que mantiene hacia él una mezcla de fascinación, prevención por sus métodos impulsivos -que a veces rozan la ilegalidad- e ironía por sus vacilaciones, propias de un pánfilo (sic). Diríamos que la ternura de Irene se queda corta al calificar así a su subordinado. Todo el coraje que Espósito mantiene en la investigación de la violación y asesinato de Liliana, coraje que no tiene reparos en saltarse la ley para encontrar al asesino, se disuelve después ante la aristocrática y serena imagen de su jefa, que casi juega con los titubeos del subordinado.

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LA PEOR PERSONA DEL MUNDO (J. Trier, 2021)

Al principio parecía una tentativa de revolución en una charca de ranas. ¿Por qué me fui del cine la primera vez, al cabo de solo una hora? Algunos estamos un poco hartos de los tormentos de la identidad en el «primer mundo». Y aquello parecía solo una adelgazada variación posmoderna sobre las cuitas de una pija que quiere ser alternativa. En definitiva, confusiones de identidad en una progre bastante correcta. Estudiar medicina con excelentes notas. Después, psicología. Después, fotografía… Al final, acabar escribiendo. ¿Como «todo el mundo»? Y ello con un fondo materno infinitamente comprensible. Mientras el padre, por supuesto, pronto aparece como un egoísta abominable. Estoy básicamente de acuerdo, pero lo hemos repetido demasiado. ¿Por qué, para facilitar qué trasvase?

«Me gustan las pollas flácidas. Me gusta ser yo quien la pone dura y no que me la claven sin más». ¿Estamos ante una mera inversión de papeles? Si ese fuera el mensaje, habríamos tenido razón al irnos en el primer intento. Afortunadamente, no fue así. Cuando iba a escribir contra esta película, volví a verla, tocado por la duda. De manera similar a Youth, cuya complejidad inicial parecía pretenciosa, mera decadencia manierista. Me alegro de mi impaciencia inicial y me alegro de haber revisitado este trabajo de Trier. Lentamente, en la segunda ronda se puede encontrar una preciosa variación de una vieja pregunta, igual de torturante para mujeres y hombres, para viejos y jóvenes: ¿Quiénqué soy? Es una de las interrogaciones que nos hace iguales, pues tiene que ver con el absoluto que es cada existencia ante la muerte. Julie no fallece, pero muere un poco cada día en su itinerario de choques y fracasos.

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