Es significativo el papel del boca a boca en unos tiempos donde los grandes medios acaparan la imbecilidad global. Te hablan bien de una película. Vas. Comienza entonces algo lento y quebradizo, donde parece que no puede pasar nada. Piensas: «Ah, ya me la sé». Y no, afortunadamente no es así. Conforme avanza la cinta, gota a gota, cierta tristeza te va sobrecogiendo. Nunca subestimemos el poder de lo nimio y los detalles. Wells entra en ellos y saca joyas intangibles.
Tenemos todo tipo de cremas para ocultarnos, también del sol. No las hay todavía para protegerse de la vida, pero sin duda nos está matando un tipo de sobreprotección que rechaza las grietas. No es de descartar que a Calum, uno de los dos protagonistas de esta historia sin argumento, le falte, en su melancólica indefensión, algún trauma que le hubiera rehecho a la «normalidad», a la capacidad de mentir en la ficción social compartida. Si es una obligación moral de los tímidos -y padre e hija lo son- estar armados y ser temibles, con solo once años Sophie parece más valiente y madura que su padre.
Calum es tan cordial como enigmático. Difícil no quererle. No porque presintamos que ha desaparecido en la bruma del tiempo, sino porque -en pleno mediodía de unas vacaciones turcas- él es la desaparición encarnada, con los bellos ojos dubitativos de los perdedores. Por lo que sufre en silencio, hasta le perdonamos -igual que hace su hija- que la deje sola en la escena inolvidable del karaoke, y que la abandone después la noche entera. Esta escena es quizá de las más impactantes, donde la cobardía de él queda a flor de piel y donde ella, con la voz quebrada y desafinada, sostiene la letra de una canción que lo dice todo. No se entiende, sin embargo, por qué el actor que hace de padre, Paul Mescal, es la celebrada estrella de este largometraje. Su hija Sophie, Frankie Cotio, resulta adorable con sus bromas y sus caritas de hámster, su silencio observador y alguna imponente frase metafísica.