Con lo difícil que se ha vuelto vivir, tal vez no sobra lo que podríamos llamar un «filósofo de cabecera». No hablo sólo de una consulta para dudas conceptuales o literarias, sino también de un acompañamiento personal para dudas existenciales, más o menos inconfesables. Esta idea se corresponde además con la dimensión práctica que, desde Epicuro, ha tenido la filosofía. Efectivamente, es imposible pensar sin transformase a la vez en otra cosa.
Un hecho nuevo de esta época es la dimensión de la soledad, sobre todo en las ciudades. La psicología ha crecido mientras la humanidad, su capacidad de escucha, decrece en caída libre. Según un pensador español la escucha es el plano más alto de la acción. Pero escuchar es asomarse a una zona irresuelta de dudas y conflictos. Difícilmente puede ocurrir eso si vivimos integrados en una cultura del llenado, un radiante bienestar que excluye las sombras.
Durante mucho tiempo todos nos hemos creído autosuficientes. Fuera de tal narcisismo, en esta consulta filosófica se ofrecen no tanto lecturas, que también, como un contacto directo con otra voz de lo vivido. Incluidas preguntas que, por lo visto, hoy no se le pueden hacer a nadie. El tono de las sesiones y su duración serán tan variables como lo sea cada encuentro. Preferiblemente presencial, puede ser asimismo on line. El filósofo escuchará lo que atormenta a una persona que no suele hablar de eso ni tiene cerca oídos atentos para el otro lado de la consagrada imagen de cada uno. No se trata de la confesión cristiana, respetable. No es tampoco la consulta del psiquiatra o del psicoanalista, también respetables. En este caso la persona que escucha y habla no lo hace desde ninguna doctrina que haya que mantener como horizonte. Sencillamente, se buscará darle palabras al rumor secreto de una existencia. El filósofo que escucha va a tener inevitables prejuicios. Precisamente se trata, por ambas partes, de hacerlos tambalear en cada sesión. Es lo primero que se ofrece, una serenidad que brote del mal común que nos hace sufrir.
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