desactivar la finitud

Es más que probable que el cine no naciese en principio para representar a la inculta tierra silente, a la
vida en general, sino más bien a la vertiginosa acción moderna (¿es casual que uno de sus géneros
clásicos sea el western?). Glorificándola, el cine nace como un mecanismo para reforzar la endogamia
creciente de la sociedad industrial, el antropocentrismo que le es implícito. Es el invento propio de un
colectivo que cada vez más se mira y se interpreta a sí mismo, poniéndose enfrente la imagen especular
que hace las veces de paisaje[1]. De ahí que acaso el cine sea, en conjunto, algo inevitablemente
norteamericano, al fin y al cabo USA representa la versión más fluida (eso es el sueño del Nuevo Mundo)
de la empresa occidental de despegue de la tierra. Al menos, recuerda Deleuze, el cine se hace
norteamericano cuando toma como objeto el esquema sensomotor, esto es, la acción que establece la
continuidad entre interior y exterior; así como el neorrealismo italiano nos presenta personajes que se
hallan en situaciones que no pueden prolongarse en acciones[2].

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Archipiélago, nº 60, mayo-junio 2004
Ignacio Castro Rey, Madrid, 9 de marzo de 2004.

liturgias de ingravidez

El ala, el tornillo o la rueda son la expresión de un lenguaje dinámico. Además, siguiendo la gramática
intrínseca a la época moderna (las Luces han dejado atrás la lenta piedra, el hierro de la Edad Media), de
la época del motor mecánico a la de la comunicación electrónica despega entre nosotros una progresiva
ingravidez[1]. Desde las especulaciones científicas y la ficción del siglo pasado, tal vez el espacio esté
ideado para acabar con los espacios reales del hombre, para analizar la tierra en una enorme dinámica
que borre el ser del lugar, la necesidad de estar en algún lado particular, situado por el daimon de la
finitud. De ser esto así, «el espacio» no sería nada precisamente espacial: de hecho, no tiene cuerpos, ni
pesos, ni lugares, sino que está más bien diseñado en abstracto (coordenadas, dimensiones), con el
modelo puro de la cronología lineal. El nuevo imaginario representa en realidad el fin de la idea de un
Viejo Mundo, de cualquier Finisterre. Ya no hay confín, pues todo es orbital, sin fin. El viaje espacial le ha
puesto fin a todo límite, en una nueva frontera donde no hay vecinos, ni enemigos (¿se especula con la
vida extraterrestre buscando precisamente el incentivo y el referente de alguna confrontación?). En
cualquier caso, la carrera espacial no tiene tanto la meta de buscar vida fuera como el de mantener aquí
la tensión hacia afuera, hacia una ensoñación que nos libre de la pesadilla que es para nosotros el giro
incesante de los seres y las estaciones, el regreso de un anciano enigma inescrutable[2].

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Salamandra, nº 11-12, Madrid, 2001-2002
Ignacio Castro Rey, Madrid, Octubre 2001. 

acerca de las Maravillas de la Vida a Distancia, (Texto utilizado en la enseñanza. No publicado.)

Cuando alguien discute la globalización o la técnica, discute el lugar que se le otorga, el alcance o el
sentido que se le debe dar, la hegemonía que se produce en ella, etc. En ningún caso discutir significa
forzosamente rechazar en bloque. Por lo demás, siempre hay elección, incluso dentro de un fenómeno
que se presenta como imparable o indiscutible (es ahí donde la elección precisamente tiene mérito, a
veces heroico). Una persona, una nación entera pueden elegir modernizar sus medios, pero otra cosa
muy distinta es entregarse culturalmente a la ideología que segregan esos medios (que con frecuencia
ocultan intereses particulares, muy poco «globales»). En otras palabras, una cosa es usar instrumentos,
otra cosa es dejarse usar por ellos. El texto de Echevarría es un ejemplo perfecto de esto último, de este
nuevo tipo de contaminación mental. Este optimismo tecnológico (según el cual el paseo es igual a
Internet, según el cual «nunca ha habido Naturaleza tan bella como la que Telépolis presenta con orgullo»,
etc.) es, por una parte, producto de los comienzos, donde siempre parece que la revolución técnica de
turno va a cambiarnos la vida. Esto ya se prometió con el telégrafo, con el tren, con la televisión: después,
para bien y para mal, la vida «sigue igual»… Por otra parte, dado que sus autores no son jovencitos
impresionables, podemos sospechar que este optimismo es interesado, parcial, tal vez propio de
privilegiados.

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Ignacio Castro Rey, Madrid, Octubre 2001.