El ala, el tornillo o la rueda son la expresión de un lenguaje dinámico. Además, siguiendo la gramática
intrínseca a la época moderna (las Luces han dejado atrás la lenta piedra, el hierro de la Edad Media), de
la época del motor mecánico a la de la comunicación electrónica despega entre nosotros una progresiva
ingravidez[1]. Desde las especulaciones científicas y la ficción del siglo pasado, tal vez el espacio esté
ideado para acabar con los espacios reales del hombre, para analizar la tierra en una enorme dinámica
que borre el ser del lugar, la necesidad de estar en algún lado particular, situado por el daimon de la
finitud. De ser esto así, «el espacio» no sería nada precisamente espacial: de hecho, no tiene cuerpos, ni
pesos, ni lugares, sino que está más bien diseñado en abstracto (coordenadas, dimensiones), con el
modelo puro de la cronología lineal. El nuevo imaginario representa en realidad el fin de la idea de un
Viejo Mundo, de cualquier Finisterre. Ya no hay confín, pues todo es orbital, sin fin. El viaje espacial le ha
puesto fin a todo límite, en una nueva frontera donde no hay vecinos, ni enemigos (¿se especula con la
vida extraterrestre buscando precisamente el incentivo y el referente de alguna confrontación?). En
cualquier caso, la carrera espacial no tiene tanto la meta de buscar vida fuera como el de mantener aquí
la tensión hacia afuera, hacia una ensoñación que nos libre de la pesadilla que es para nosotros el giro
incesante de los seres y las estaciones, el regreso de un anciano enigma inescrutable[2].
Salamandra, nº 11-12, Madrid, 2001-2002
Ignacio Castro Rey, Madrid, Octubre 2001.