«En la sociedad del capitalismo tardío, una ‘vida social real’ adquiere en sí misma características
de una farsa, con nuestros vecinos comportándose en la vida ‘real’ como actores y figurinistas.
La verdad final del universo capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de
la propia ‘vida real’, su transformación en un espectáculo espectral». 

Slavoj Zizek.

Es cierto que la normalización económico-técnica refuerza la necesidad de que el trabajo del arte, incluso el de la poesía, se haga consciente, enlazándose a la teoría y a la filosofía. Sin embargo, con un sello inconfundiblemente angloamericano (el imperio es el imperio) nos ha caído encima una edificante primacía de lo sociológico, de lo crítico-político, incluso de lo «divertido», en detrimento de todo lo que huela a ontológico, que ahora pasa por «aburrido». El resultado es que nuestro autosatisfecho orden de la comunicación global huye de los espacios de silencio como si representaran la peste del atraso. Sólo así se explica en el arte tal fascinación mayoritaria por las nuevas tecnologías, por los paisajes mediáticos, por el ruido de las «estrategias» y la huida a cualquier precio del simple estar-ahí de una forma. Cuando, sin embargo, el papel político de lo impolítico sería clave en un momento en que la coartada del poder, este poder microfísico que denunciaba Foucault, estriba en su fusión con las emociones «juveniles» de la individualidad.

En complicidad con esta radicalidad de lo impolítico podemos leer la exposición que nos ocupa. A diferencia de un arte que se recrea en la narrativa de un metalenguaje específico, Martínez del Río usa el ensamblaje de materiales para insinuar una y otra vez una ambigüedad original, una poética de la zona cero que sería necesario asumir, como eje de la condición humana, para conjurar futuras catástrofes. Con la imaginación de nuestros horrores de la paz el artista nos invita a que pensemos de nuevo la amenaza que se cierne sobre los humanos, incluso sobre los sometidos al beneficio del confort. Es cierto que ahora, en esta etapa «negra», la poética es menos expresa y lo que aparece en primer plano es una arqueología tenebrosa del maquinismo industrial. Pero en los dos últimos estadios, éste y el de Las cosas blancas[1], la idea es básicamente la misma: una reconstrucción monstruosa de nuestra normalidad para, al mismo tiempo, señalar la posibilidad que quedó atrás. Y esto no tanto quizá para añorar nada, un paraíso perdido antes de esta gigantesca alienación, como para bosquejar un estado de indefinición que sería consustancial a la especie.

Si acaso, actualmente se acentúa la desolación de la metamorfosis. Lo que antes eran raros seres, ahora son despojos casi en putrefacción; lo que se reconocían como larvas, hoy son muñones. Quizá, después de todo, persista un imperativo rilkeano: el de descender al horror, esperando que allí, donde todo se hace ley, se produzca un remonte[2].

La función ética del arte es reivindicar una posibilidad más alta que la realidad, que toda reificación social, con su masiva seguridad organizada. No obstante, nos defendíamos fácilmente de la biela, de las máquinas simples de metal. No ocurre lo mismo con estos constructos de función variable que operan dentro de un plexo cada vez más complejo de relaciones. De manera que, en una sociedad cuyo ideal es una neurótica seguridad, el arte ha de ser con frecuencia «terrorista», casi suicida, para poder llegar a las conciencias. Una colectividad superprotegida como ésta, con su lógica nihilista del cero muertos, además de provocar posiblemente la «venganza» de la entropía elemental, exige del arte el linaje de Kafka y Artaud, de Celan y Nauman. En suma, un poética que sólo puede donar alguna calma al otro lado de una catástrofe.

En este sentido, cada una en su registro, las actuales «cosas blancas» y las «cosas negras» dialogan tensamente, hablando unas y otras de su mutua pertenencia a un angustioso ámbito de transfiguración. En las piezas blancas que se muestran aquí, a partir de trozos caídos de nuestra marcha triunfal por los reinos del acero y el silicio, se vuelven a reanimar seres deformes que sufren, que insinúan esperar algo, reduplicando la zozobra que hemos querido dejar atrás. Tales despojos, monumentos a la descomposición, figuran en frágiles estructuras que semejan recintos de experimentación, separando dos mundos inconciliables (el de ellas, el nuestro). Separación que nos preserva, o las preserva, de una atmósfera dañina. Los materiales son actuales y leves, incluso «postmodernos», pero están comprometidos con una relación que alude a una carne lacerada. Como si estos cuerpos, crueles caricaturas clónicas de nuestro propio ideal de ligereza, estuvieran mutilados por la voracidad de la mundial transparencia.

Las cosas blancas resultan así de la cirugía radical que practica la claridad de esta época, logrando una combinación de autismo y comunicación asistida. Inexpresivas y al mismo tiempo hipercomunicadas, en la extraña estancia que habitan han perdido la integridad de sus vidas, quedando reducidas, en esta época de la comunicación global, a una queja muda. No hay aquí un trabajo puritanamente «conceptual», pues el peso, el enigma de la materia se recupera en la violencia del conjunto.

Esta exposición sería inconcebible sin el «accidente general» del que Virilio habla, resultado del choque de nuestras veloces sociedades contra el ritmo irrebasable de la existencia. Víctimas blancas de una violencia espantosamente correcta, estas cosas poseen la palidez de aquello que ha perdido la sustancia como resultado de una transfusión generalizada. Los plásticos, las rejillas envuelven una mutación que se ha convertido en crónica. De ahí que estas víctimas asistidas (¿asistidas para normalizar su sufrimiento?) yazcan sin melancolía ni expresión. Suspendidas sobre el silencio, una suerte de bebés acéfalos, larvas de nuestro insomnio, reposan en limbos de dolor amortiguado. Son despojos colgantes, latiendo en el estado intermedio donde querríamos modular la vieja tragedia de vivir, exiliados de la sucia tierra donde aún era posible, en la más extrema de las derrotas, la comunidad de la mirada y del lenguaje. Irrecuperables, sumergidos en un coma anterior al uso de la razón y al bautismo de la palabra: ¿no es algo así nuestro ideal de seguridad, aislado de la tierra mortal e hiperconectado con una suerte de eternidad social?

Junto a delicadas flores de plástico, como un jardín que florece del escombro nuclear, y árboles con pájaros helados, hay una especie de lirismo atroz en estas piezas. Inclusohaikus de lo siniestro puntean aquí y allá el paso de una estación que se adivina desolada. Al mismo tiempo, es difícil no sentir la maldición de las máquinas que se preparan para su propia supervivencia, al margen de su creador humano (como todo ese linaje de ingenios que se rebelan, hasta llegar al sufrimiento de la autómata de Solaris). Quisimos ser como dioses, creando zombis a nuestro servicio. Pues bien, ahora es evidente que algún día nos arrancarán los ojos.

Pero no todo es sutil en esta exposición, pues su autor combina el paisaje de confort autista con el terror de las máquinas negras que hemos destinado a los condenados, a los desheredados de nuestra luminosa promesa. Martínez del Río practica también una suerte de regreso a la primera fase industrial, una vuelta simulada al hierro y al hollín del comienzo. El artista vuelve así a sus orígenes «metalúrgicos», al trabajo con el simulacro de materiales pesados, que pueden cortar la carne. Como en una genealogía retrospectiva del delirio afelpado de las cosas blancas, ahora se trata de remontarse hacia atrás, a las primeras maquinaciones que diseñaron nuestro mundo separado, cuyas versiones bélicas aún lanzamos sobre las colinas peladas del Tercer Mundo.

Con todo esto se nos ahorra la tentación fácil de creer en un poder «acéfalo», sin centro geopolítico y sin víctimas marcadas en los nuevos campos de encierro (al estilo delImperio de Negri). Lo cual no impide tomar en serio, todo lo contrario, el carácter profundamente metafísico de nuestro orden occidental, aquello que desde Marx a Nietzsche se ha puesto en el eje de su funcionamiento. Ciertamente, la esencia de la economía no es económica, la esencia de la técnica no es técnica. Nuestra sociedad funciona primero con una reacción profundamente espiritual, y es esta separación del mundo de la finitud lo que nos permite después dominar a sangre y fuego el planeta.

La visión coherente de Martínez del Río se manifiesta en que incluso las máquinas negras, infernales, están acopladas a una utilidad inquietantemente indefinida (¿hornos crematorios en busca de víctimas voluntarias?). Como en los dibujos del artista, hay una resolución sólida en los perfiles, pero al servicio de un instrumento absurdo, que a veces recuerda a las maquinaciones imposibles de un Da Vinci psicótico. El resultado es una suerte de barroco perverso, una convulsión a la que le cuesta la belleza.

Es además omnipresente en estas piezas la referencia arquitectónica, la alusión a los grandes centros fabriles y silos que constituyen nuestro paisaje urbano. El negro, las sombras, el expresionismo alemán, la melancolía de los edificios vacíos. Parece evidente que no se nos oculta un viejo miedo humanista a la automatización, al delirio de la línea recta. Miedo sin duda nostálgico de una humanidad no sometida a esta dinámica global que parece querer consumir la misma existencia. ¿Es este miedo necesariamente «reaccionario», aun suponiendo que esta palabra tenga algún sentido unívoco después de toda la implicación bélica del actual progresismo multinacional?

El peligro aquí sería tal vez la ingenuidad de una añoranza de lo perdido, un «estado de naturaleza» inmaculado. Pero Martínez del Río se guarda bien de positivar su sueño, lo que daría lugar a otra pesadilla de coerciones, limitándose a seguir, con una cierta ironía, los perfiles abstractos de esta coacción actual. Y parece obvio que Kafka sigue siendo en este territorio un maestro de ceremonias, con su pesadilla de una Metamorfosis imprevista y una Ley que funciona sin ejercerse, como una pura forma que se abstiene de ejecutar nada[3].

Al querer la liquidación de toda singularidad, de toda sombra de existencia, el capitalismo global fuerza, como un estado durmiente, un doble fondo terrorífico que le acompaña por doquier, en cada punto (ese que resucita constantemente en el imaginario cinematográfico). Un poder microfísico, dividual, que ataca la esencia misma del individuo, presiente al mismo tiempo un peligro potencial en todas partes. La misma vida singular, para nuestra lógica, es terrorífica, al menos en estado latente[4]. Al eliminar el Mal de la finitud, nuestro Bien global y transparente no puede evitar duplicar un fondo letal en cada punto de luminosidad (que ya aparecía tras los rostros saturados de Hitchcock). Y el sistema quiere así las cosas, pues prefiere un exterior letal a un interior mortal: así exorciza el malestar constantemente hacia fuera[5]. De ahí la complicidad profunda entre el régimen global de la comunicación y el terrorismo, complicidad ya anunciada en el sensacionalismo feroz con el que los mismos medios mantienen la pasividad de la opinión pública.

Ahora bien, el terror que está a la vuelta de la esquina no siempre tiene protagonistas humanos. El sistema de lo artificial es tan gigantesco que basta un pequeña interrupción en un punto para desencadenar (en una versión dantesca del «efecto mariposa») un resultado catastrófico, como ocurre en los accidentes fulminantes de aviación, en las oscilaciones brutales de la bolsa, en los apagones de luz en las grandes ciudades o los virus que corroen la red informática. Día tras día, entenderemos mejor a Virilio cuando decía que todo lo que multiplica su tamaño multiplica su fragilidad. ¿Y cómo evitar esto, si Occidente entero está refugiado en el tamaño, en una masiva complejidad?[6] Una ambición global exige un accidente también global. No se trata de una nueva guerra mundial: la guerra ya está aquí, pues lo mundial es en sí mismo la guerra, la que Occidente lanza sobre el mundo.

Frente este integrismo, frente a esta nueva idea de la pureza en versión tecnológica, el arte siempre ha defendido una huida, una fuga viral a la impureza, a la indefinición de la existencia. En este sentido, la definición de estas máquinas que dibuja Martínez del Río, en la ambigüedad de su función, blanca o negra, insinúa siempre la indefinición de la existencia (una metamorfosis que siempre ha sido inminente). Por compromiso estético y ético, el artista busca en esa indefinición un envite de alta definición, el medio supremo de lo inmediable. Desde él, sobre toda la estupidez social y su religión de la mediación, se mantiene la ironía que nos resulta imprescindible para poder respirar fuera, escrutando los signos.

Debemos leer en este trabajo un acercamiento desnudo a la obra sola, es decir, a lo que en cada pieza (por muy recargada que esté de influencias) hay de orfandad, de mensaje que obedece a un núcleo de inconfesable necesidad. Hay en estas esculturas una configuración de nuestro vacío, como si no surgieran de otra posibilidad de expresión que la de erguir la singularidad de algo ilegible. Hablamos por tanto de un arte que no podía no ser hecho, pues cumple una función anímica de supervivencia, dándole forma a lo informe que amenaza a la condición humana[7].

En cada obra, naturalmente, hay mil ecos circunstanciales, pero lo importante es la síntesis no social que realiza, la demoníaca soledad con la que esas influencias se funden en una muda presencia, irreductible a ninguna representación externa. En otras palabras, entendemos estas piezas como emblema de ese empuñar la íntima impropiedad que constituye la posibilidad más extrema de la existencia[8].

1. Título de las exposiciones que el artista realizó en el espacio Cruce y en la galería Malone en los años 1999 y 2000, respectivamente.

2. La crítica contemporánea pasa frecuentemente por alto una diferencia clave: después de la «caída del referente» (experiencia que ya aparece en la figura nietzscheana de el camello) el paso consecuente del nihilismo es la caída como referente, un desvanecimiento referencial del que regresa algo aurático, sin representación posible en el campo de lo universal. En realidad, existe una tesis de filiación nietzscheana que resulta inadmisible para la filosofía universitaria, tal vez porque le arrebata la exclusiva del saber: hay un sentido de lo imposible, un estar-desamparados vuelto a la existencia que conforma su única «autenticidad» posible. Cfr. Martin Heidegger: «¿Y para qué poetas?», en Caminos de bosque, Alianza, Madrid 1995, p. 273. Seguidor atento de Heidegger, podemos encontrar en el último Lacan ecos de esta «inversión» extrema del nihilismo. Por ejemplo, en Jacques Lacan: «Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos«, Uno por Uno, otoño 1995, nº 42, pp. 9-10.

3. Algo parecido a esto constituye el paisaje de fondo de una novela sobre la que Borges nos había insistido cien veces. Dino Buzzati: El desierto de los tártaros, Alianza, Madrid 1976.

4. Jean Baudrillard: «L’esprit du terrorisme», Le Monde, 2 de noviembre de 2001.

5. Según Zizek, el sueño de una esfera aislada de la finitud real, cuyo escenario ideal es el paraíso consumista californiano, genera monstruos, la larga y paranoica lista de enemigos que necesita el imaginario norteamericano. Slavoj Zizek: «The Matrix, o las dos caras de la perversión», Acción Paralela, nº 5, enero del 2000, pp. 163-187.

6. «Por lo pronto nuestra técnica, nuestra arquitectura, nuestras ciudades se revelan como gigantescas ratoneras, concentraciones de gente dispuesta para el matadero (en las grandes urbes, hasta el crimen es en serie). Nos gustaría poder no pensar que cuando ocurre una catástrofe de este tipo se produce la muerte masiva que resulta de esquivar la terrenalidad de la muerte. Una voluntad gregaria de huida ante ella es lo que ha llevado a multitudes, a veces contra toda lógica, a hacinarse en las metrópolis. Desde hace tiempo, es la humanidad elegida, los guardianes del mundo libre, la que se concentravoluntariamente. Y es esa concentración la que facilita la labor de la catástrofe, sea azarosa o provocada. Al haber perdido la muerte su sentido afirmativo, sencillamente humano, sólo puede ser masiva, tomar la forma de esa masacre enloquecida de la gente que se arroja desde 300 metros de altura. Las personas que se lanzan al vacío eligen al menos en el último momento el modo de morir, es cierto, pero también expresan a su manera la inhumanidad que está implícita en el rascacielos». Ignacio Castro: «En torno a la destrucción de un símbolo», Microfisuras, octubre de 2001.

7. En este aspecto, la obra brota siempre del peligro de un mundo elemental, pre-democrático: «No consume nada que no le pertenezca, nace de su propia asfixia». Antonin Artaud: Carta a la vidente, Tusquets, Barcelona 1971 (2ª ed.), p. 49. Por el contrario, nunca entenderemos afirmaciones como la siguiente, sobre todo si se dicen desde la nación que practica la normativa social más salvaje: «El nuestro es un mundo de profundo pluralismo y total tolerancia, al menos (y tal vez sólo) en el arte. No hay reglas». Arthur C. Danto: Después del fin del arte, Paidós, Barcelona 1999, p. 20.

8. Martin Heidegger: El ser y el tiempo, FCE, México 1951, § 9. Sólo después de él, Sartre, Blanchot o Bataille han podido hacer cierta clase de afirmaciones. Por ejemplo: «La poesía, en un primer impulso, destruye los objetos que aprehende, los restituye, mediante esa destrucción, a la inasible fluidez de la existencia del poeta, y a ese precio espera encontrar la identidad del mundo y del hombre. Pero al mismo tiempo que realiza un desasimiento, intenta asir ese desasimiento«. Georges Bataille: «Baudelaire», en La literatura y el mal, Taurus, Madrid 1977, p. 43.

Ignacio Castro Rey, 4 de diciembre, 2001

descargar texto en pdf