La derrota de Occidente
Queridos amigos, hace aproximadamente un mes, os envié un texto de Agamben, «El ocaso de Occidente» (ABC, 30/7/2024), que comenzaba de esta forma: «Para quienes saben leer con cierta lucidez los signos de los tiempos, es evidente que estamos viviendo el fin de la cultura que, para abreviar, podríamos llamar Occidente. Sin necesidad de recurrir a profetas como Spengler que lo anunciaron hace ya más de un siglo, también un historiador inteligente como Emmanuel Todd, a través de un análisis detallado del declive demográfico, de las estructuras familiares, de la desaparición de la religión y del triunfo del nihilismo en todos los aspectos de la vida social, nos obliga en un libro reciente (La derrota de Occidente, ed. Akal, 2024) a enfrentarnos a lo que él llama la derrota y la autodestrucción de la cultura occidental. Sin embargo, como cualquier diagnóstico apocalíptico, este tampoco sirve de nada si no somos capaces de comprender lo que significa vivir el fin de una cultura. El fin de una cultura, en efecto, no es un acontecimiento puntual que pueda fijarse como un hecho cronológico. Es más bien un proceso continuo que, en un momento dado, llega a una crisis, término al que conviene devolver su significado original de «juicio». ‘Krisis’ –palabra procedente de la medicina griega, en la que designaba el momento en que el médico debe decidir si el paciente morirá o sobrevivirá– significa a la vez «juicio» y «separación» y vivir el fin de Occidente significa que también nosotros estamos hoy llamados a juzgar y separar –como en realidad deberíamos haber hecho en cada instante– lo que está muerto y lo que está vivo, lo verdadero y lo falso que hay en nosotros y a nuestro alrededor».
Movido por la curiosidad, busqué inmediatamente el libro de Todd, sobre el cual reina hoy, meses después de su publicación, una especie de cortina de silencio. Enseguida me quedé estupefacto. Es tal el caudal de pensamiento e información anómalos que se vierten en La derrota de Occidente sobre nuestro pequeño mundo «global», ya desde las primeras páginas que aquí os facilito (cortesía de la editorial Akal), que casi no se entiende cómo el libro no ha sido prohibido. Tal vez porque eso llamaría la atención sobre su contenido: recordad la publicidad involuntaria que la torpeza del Estado francés hizo de La insurrección que viene. Aunque en este caso hay una diferencia inquietante. Todd no es en absoluto un «radical antisistema», sino un maduro historiador que es parte integral de la cultura francesa.
A pesar de que no vivimos tiempos de lectura, donde los libros pinten mucho, La derrota de Occidente me parece un objeto maravillosamente peligroso, pues nos obliga a un cambio de 180º en la percepción de lo que la derecha y la izquierda considera obvio en nuestro entorno geopolítico. Sobra decir que el libro de Todd exige una «lectura crítica»: es crítica en estado puro, esto es, nada que ver con lo que hace a diario el neoliberalismo imperante y una izquierda, en general, tan complaciente con él.
Como nos recuerda Agamben, el libro de Todd no busca aumentar nuestro nihilismo escéptico, sino darnos armas intelectuales para combatirlo. Me pregunté enseguida si Akal permiría publicar las «Diez sorpresas» iniciales de la Introducción, poco más o menos seis páginas. Aquí van. Argumenté la petición ante Akal con el siguiente argumento: por elocuente que sean las reseñas que se puedan hacer en un futuro inmediato, necesitamos esas pocas páginas para contribuir a que nuestros amigos y lectores nos crean.
Vosotros tenéis la palabra. Gracias por vuestra paciencia y curiosidad. Hasta pronto,
Ignacio Castro
DE LOS HIJOS. Taller de cine y filosofía
El taller comienza el sábado 12 de octubre on line y se prolonga 7 sábados más hasta el 30 de noviembre.
Las sesiones serán a las 5 de la tarde, en España y a la 9 de la mañana en México.
Inscripciones: limo_producciones@hotmail.com
EL OCASO DE OCCIDENTE
Para quienes saben leer con cierta lucidez los signos de los tiempos, es evidente que estamos viviendo el fin de la cultura que, para abreviar, podríamos llamar Occidente. Sin necesidad de recurrir a profetas como Spengler que lo anunciaron hace ya más de un siglo, también un historiador inteligente como Emanuel Todd, a través de un análisis detallado del declive demográfico, de las estructuras familiares, de la desaparición de la religión y del triunfo del nihilismo en todos los aspectos de la vida social, nos obliga en un libro reciente a enfrentarnos a lo que él llama la derrota y la autodestrucción de la cultura occidental. Sin embargo, como cualquier diagnóstico apocalíptico, este tampoco sirve de nada si no somos capaces de comprender lo que significa vivir el fin de una cultura. El fin de una cultura, en efecto, no es un acontecimiento puntual que pueda fijarse como un hecho cronológico. Es más bien un proceso continuo que, en un momento dado, llega a una crisis, término al que conviene devolver su significado original de «juicio». ‘Krisis’ –palabra procedente de la medicina griega, en la que designaba el momento en que el médico debe decidir si el paciente morirá o sobrevivirá– significa a la vez «juicio» y «separación» y vivir el fin de Occidente significa que también nosotros estamos hoy llamados a juzgar y separar –como en realidad deberíamos haber hecho en cada instante– lo que está muerto y lo que está vivo, lo verdadero y lo falso que hay en nosotros y a nuestro alrededor.
Como comprendieron los teólogos, los primeros en abordar el problema del fin de un mundo, anticipando en el plano de la filosofía de la historia las tesis que Freud traduciría en términos psicológicos, toda cultura contiene en sí misma, desde el principio, dos elementos opuestos, uno que conduce a la disolución y la muerte y otro que nutre y mantiene la vida. Y, sin embargo, mientras estén históricamente vinculados, los dos elementos se condicionan mutuamente y dependen necesariamente el uno del otro. Así, San Agustín, retomando las tesis de un brillante teólogo, Ticonio, que inspiró decisivamente el pontificado de Benedicto XVI, concibe la historia de Occidente como resultado del cruce de dos ciudades, la ciudad de Dios y la ciudad terrena, que siguen estando estrechamente unidas (el santo de Hipona escribe ‘perplexae’, densamente entrelazadas) hasta el momento final de la gran separación, en el que los buenos y los malvados, la vida y la muerte, se dividirán. «De esto se deduce» –escribió Ratzinger cuando aún no era Benedicto XVI– que el Anticristo pertenece a la Iglesia, crece en ella y con ella hasta la gran separación, que será introducida por la revelación definitiva«.
La desintegración de Occidente es, literalmente, la disolución progresiva e imparable del nudo que mantenía unidas la vida y la muerte, la verdad y la mentira, la libertad y la esclavitud, lo legítimo y lo ilegítimo, la guerra y la paz, el dialecto y la lengua gramatical, que de esta manera se volverán indiscernibles. Porque en el momento de la disolución los dos elementos, que ya nada mantiene unidos, lejos de separarse, tienden a fusionarse y caer el uno en el otro. No debemos dejar escapar este momento, que coincide con el presente, porque solo en él puede ocurrir la ‘krisis’, el juicio sobre el propio tiempo, que interviene para separar de nuevo lo que pretendía haber hecho indistinguible. Para quien pronuncia este juicio, cada día es el último día, cada instante es el decisivo. De hecho, en el momento de la disolución, precisamente lo que está muerto se disfraza de vivo, mientras que el elemento vital es rechazado en el pasado como si ya no estuviera vivo y es a este pasado al que el juicio histórico debe mantener abierto el acceso.
Lo que ha ocurrido en los últimos tres años es que este juicio no ha sido ejercido o lo ha sido solo de forma marginal y por unos pocos, mientras los medios de comunicación repetían en masa e irresponsablemente las consignas de la confusión y de la mentira. Así, el estado de excepción se ha confundido con la ley, la mentira con la verdad, la tecnología con la naturaleza, la medicina con la religión, situación tanto más peligrosa cuanto que, si la sustitución de lo verdadero con lo falso se vuelve integral, quien miente ya no sabe que miente y lo verdadero y lo falso, la buena fe y la mala fe se confunden en su mente hasta el punto de hacerle perder todo sentido de la realidad. Esto significa que la mentira escapa a su control y puede volverse en primer lugar contra él, obligándole a actuar en contra de sus propios intereses hasta el punto de conducirle, como ocurrió con las vacunas y como está sucediendo según todas las pruebas con la guerra de Ucrania, a la autodestrucción.
Creo que muchos se han preguntado por qué Occidente, y en particular los países europeos, cambiando radicalmente la política que habían seguido en las últimas décadas, de repente decidieron hacer de Rusia su enemigo mortal. En realidad, existe una respuesta perfectamente posible. La historia muestra que cuando, por alguna razón, fallan los principios que aseguran la propia identidad, la invención de un enemigo es el dispositivo que permite –aunque sea de manera precaria y en última instancia ruinosa– hacerle frente. Esto es precisamente lo que está sucediendo ante nuestros ojos. Está claro que Europa ha abandonado todo aquello en lo que creyó durante siglos, o, al menos, creía creer: su Dios, la libertad, la igualdad, la democracia y la justicia. Si ya ni siquiera los sacerdotes creen en la religión, con la que Europa se identificaba, también la política hace tiempo que perdió su capacidad de guiar la vida de las personas y de los pueblos. La economía y la ciencia, que han ocupado su lugar, no son en modo alguno capaces de garantizar una identidad que no tenga la forma de un algoritmo. La invención de un enemigo contra el que luchar con cualquier medio es, a estas alturas, la única manera de colmar la creciente angustia ante todo aquello en lo que ya no se cree. Y, ciertamente, no demuestra mucha imaginación el haber elegido como enemigo a quien, durante cuarenta años, desde la fundación de la OTAN (1949) hasta la caída del Muro de Berlín (1989), hizo posible librar en todo el mundo la llamada Guerra Fría, que parecía, al menos en Europa, definitivamente desaparecida.
Contra aquellos que estúpidamente intentan encontrar de esta manera algo en que creer, hay que recordar que el nihilismo es el más inquietante de los invitados, pues no solo no se deja domesticar con mentiras, sino que únicamente puede llevar a la destrucción de quien lo ha acogido en su casa.
Giorgio Agamben es filósofo: (Publicado curiosamente en ABC, no en El País)
PREMONICIONES ÁRTICAS
JOT DOWN
‘La ciudad sin luz’: premoniciones árticas
20 de julio 2024
A pesar de generarle sentimientos encontrados, Iñigo Errejón llegó a hablar recientemente de una desolada orfandad al terminar «La ciudad sin luz», primera parte de Mil ojos esconde la noche. No es de extrañar. La intensidad carnal de los personajes y situaciones que Juan Manuel de Prada recrea es tal, el ritmo que nos acoge en ese universo ficticio es tan vivo que muy bien se puede producir, al término de convivir con esos perfiles en hervor, la aflicción de un vacío. Quizá la sensación de orfandad se alimente finalmente de algo parecido al temblor de una emoción que en La ciudad sin luz late por todos los poros y, sin embargo, en la vida corriente hemos dejado languidecer.
Es posible que la necesidad social que llamamos ficción exista precisamente como sucedáneo de unas existencias expropiadas, puestas en consigna por el afán público de seguridad. De manera que necesitamos una transfusión artificial para inyectar la sangre que nos falta. En tal sentido, la novela de Prada cumple con creces este cometido médico de la narración contemporánea, pues durante días y días permite compartir la energía personal de un peligro que apenas es compatible con nuestro vigilante civismo. Hasta las insinuadas orgías sexuales entre Paul Eluard, González-Ruano y su mujer prometen un encuentro que, si no envidia retrospectiva, suscita al menos la pasión por otra humanidad, esté poblada o no por perversiones insólitas. Al fin y al cabo, también para las perversiones necesitamos un alma que hoy parece en sordina.
Años 1940 y 1941 en el París ocupado por Hitler. La primera sorpresa es que la fauna del exilio republicano y de las delegaciones oficiales de la España franquista, en medio de un sinfín de personajes intermedios, es mucho más compleja de lo que ha imaginado una cansina memoria histórica. A años luz de nuestra actual ideología cainita, de Prada nos acerca a muchos humanos que no sentaríamos de buena gana en nuestra mesa. Algunos de ellos son directamente unos monstruos, pero a cambio están muy vivos. Incluso han sufrido a fondo, sin testigos y sin diagnóstico. Algunos escriben páginas empalmadísimas de entusiasmo teutón, pero hay también falangistas meapilas y católicos que no quiere ser nazis; falangistas que leen a Baudelaire y fascistas melancólicos que admiran a Rusia. Encontramos asimismo oficiales de las SS que se enamoran de bailarinas españolas, catalanistas judaizantes que gustan de De Chirico; franquistas aristotélicos y también, por supuesto, mucha grisalla «nacionalseminarista» que el Ausente (José Antonio) despreciaría… Entre María Casares, Céline y Picasso, entre Marañón y el embajador Lequerica, más –entre otros- Serrano Súñer, el dédalo español en Francia se muestra en un abigarrado esplendor de intrigas, ambiciones y competencias cruzadas. La novela de Prada es un encuentro coral, pero con todos –salvo quizá el protagonista Navales- ejerciendo de ventrílocuos. Cada quien es la voz de un amo escondido.
Secreteando prebendas, pisos expropiados a judíos y sobres llenos de marcos para los periodistas afines a Goebbels, la vida sigue en el escenario de una Francia que sobrevive, con pulsiones reptantes y clandestinas, bajo un inicialmente respetuoso triunfo ario. Prada confesó un día que había escrito esta larga novela como si fuese libre, también de la larga abyección europea en la que ha caído la actual España democrática. Así pues, puede que nuestro escritor sea libre incluso del moralismo sectario que condena a unos para que otros se salven, como si el mal estuviera sólo de un lado. Aquí no, pues unos y otros –con cataduras morales muy distintas- chapotean en un limo gris que mezcla el miedo con el hambre, las intrigas con los burdeles y el limosneo. Y esto de un modo tan intrincado que ni siquiera el «carguismo» que tienta a algunos cínicos puede salir fácilmente indemne.
Todos conspiran, pero tienen a la vez algo de humanos que sueñan, que sienten miedo y todavía piensan en un posible mal peor. Los momentos en que aparece Ana María Martínez Sagi, antigua lanzadora de jabalina y después poeta, atormentada por un pasado furibundo en los años de sangre, son de una ambigua dulzura que raya el desconcierto. También para el duro Navales. Él es el «antihéroe» en torno al que gira la trama. Y quizá lo es por haber conseguido –como pocos- no ser nadie, ni mucho menos feliz, tras su máscara de falangista poderoso e intrigante. Desafectado de los suyos, Navales ha logrado mantener su alma ocupada por un hueco que arde. Pocos como él permanecen despiertos para contemplar el sigiloso amanecer, como «si esa paz interesase a su alma en llamas». Es esa delicadeza escondida la que a veces desactiva la hostilidad de la roja Ana María, permitiéndole que su zozobra descanse. Eventualmente, permitiéndole también confesar su tormento con una voz oprimida por la yedra del llanto. Navales reconoce que esa mujer tiene la virtud de resucitar «al hombre compasivo que yo no era». Roja y bollera, le araña el corazón que él creía –y querría- de pedernal. En medio de una enorme inmundicia, los encuentros de ellos dos transcurren en una preciosa y lenta duda donde el rencor de ella y la amargura de él quedan en suspenso. El limbo de atreverse a permanecer desconocidos les absuelve, mientras los dos se entregan a un cansancio que no quiere dar un solo paso, ni siquiera revisando el turbio pasado que comparten en direcciones opuestas.
La figura central resulta en extremo contradictoria, incluso en su aversión a lo que él llama «irenismo chocho». Prada ha querido dibujar en Fernando Navales el bellaco que todos aborrecemos, aunque también esboza en él algo de un alter ego triste y temible que algunos podrían desear bajo la molicie de los habituales pactos. También por su humor negro, Navales es odioso y a la vez adorable. Más que resentido, como una y otra vez él mismo reconoce, es un hombre vaciado: entre la soledad de su casa en Vincennes y el vacío de su vida. No deja de haber una especie de insólita dignidad moral en su suspensión anímica, armada de una aristocrática distancia hacia los sucesivos decorados que transita. Protagonista de esta primera parte y de la siguiente entrega, «Cárcel de tinieblas», así como de la anterior Las máscaras del héroe (1996), ¿la crueldad de Navales es la de una santidad enmascarada, martirizada, quizá un poco cobarde? Tal vez esto sea mucho decir. Por lo pronto, él querría ser cínico, pero su corazón tránsfuga no le deja. Mientras cae «el oro vencido de la tarde» sobre su cáncer anímico, más que un resentido Navales parece un amargado radical, un desesperado sin dios. Y a veces sin causa, un poco al estilo de Poe, hablando –pongamos por caso- de la soledad tiznada de los Campos Elíseos.
La paciencia botánica en las descripciones que nos sirve Navales es también un trabajo de clasificación entomológica que nos permite estar y ser envueltos, pues su síntesis sensorial tiene cualquier efecto menos ficticio. Los momentos donde aparece la endemoniada y preciosa niña Mariuca, con sus piernas delgadas y sus ojos luminosos de oro tostado, cual trigo en agraz, son estelares. Aunque a medias entre la lascivia contenida y la admiración platónica, entre el asco moral y el pavor que busca otro mundo. Navales es lo que se dice humano pocas veces, pero si llega a serlo nos puede dejar más bien sobrecogidos: «Cuando nos sentamos, la tarde, como un animal herido, se recostaba jadeante, violeta y violenta».
Pasemos ahora a la jungla del lenguaje. En principio, hace falta la orfebrería de un clásico para alcanzar la precisión verbal del refranero. Fijémonos en algunos momentos del monólogo interior de Navales: cuerpos bregados; carroñas exquisitas; alborozo de babuino; ojos esmaltados de lágrimas; respiración empenachada por el frío; automatismo unánime de lelos… Con un uso desenvuelto de la crueldad popular, el castellano de Prada –por boca de Navales- es de una riqueza desconcertante, casi ofensiva, pues nos obliga a acudir al diccionario cada tres minutos. Sus juicios lapidarios, la sevicia sintética que emplea en esta novela recuerda a veces la de Valle, incluso cuando se habla machadianamente de «atónitos palurdos sin danzas ni canciones». Una de las ventajas del autor de esta primera parte de Mil ojos esconde la noche, que no es moralista, es no ahorrarnos ninguna mugre. Tampoco cuando habla de esos franceses que nos desprecian, como unos bárbaros caníbales, mientras sus mujeres se ponen cachondas deseando el ardor de un español que «les deje el coño apestando a ajos». A veces con ternura, Navales practica una suerte de sabiduría sensorial, una estirpe de pensamiento capaz de vivirlo todo en la intensidad del instante, sin aplazamientos estratégicos. Por ejemplo, cuando nos habla de un patio interior donde las ratas fornican con denuedo y los niños del vecindario se entretienen propinándoles garrotazos en mitad del coito. Plusmarquista de la excepción soberana, extraterrestre en medio de humanos taimados, cerca de Navales oímos que ya no queda caza mayor en París. Todo se desenvuelve en una espantosa medianía donde las dagas entran dobladas. A veces parece que todo lo que trajo el III Reich sólo le da forma wagneriana a la carnicería sectaria que ya era la cotidianidad moderna.
Atendamos al espesor conceptual de otros fragmentos: «Viola, ese aire augusto y delincuente, muy curtido de relentes… se rió con su risa de cuerdas rotas y bronquios a la virulé». Más escaparates móviles de carne inasequible. Y risas de nitrato de plata entre espejuelos leprosos: la roña torna más incitante una joya antigua. Mientras un cielo inmóvil, de calor cenagoso, bruñe nuestro fanatismo en hervor. Y un alud de sandeces en reata tapa músicas escondida del derrumbe. Así hasta el infinito. La novela de Prada no sólo es larga; es además peligrosamente intensa, poco menos que agotadora. De ahí la más que probable orfandad al término de un viaje físico que nos transforma.
Es inevitable que en toda buena novela restalle una sabiduría que, asombrosamente, todavía puede ser necesaria. Al fin y al cabo, a pesar de nuestro resentimiento ecuménico, la posibilidad de la muerte nos nimba levemente todavía. Por eso podemos llegar a saber que una amistad entre espíritus puros sólo se da en ultratumba; que a un santo descatalogado nadie le reza. O que la cobardía es también una forma de clarividencia. «Uno es artista como es santo o vidente… La sensatez y el pragmatismo sólo producen animales caseros». Mientras, entre el pentecostés de los lamentos, un sol fingido calienta las miserias de quienes, pese a saberse muertos, necesitan seguir sonriendo.
«Me enterneció su candor. Todo en la vida, hasta las aspiraciones más aparentemente inalcanzables, tiene un precio; y mucho más barato de lo que la gente se imagina». Navales siente todo eso y más, mientras agiganta su soledad con un relumbre de oro furtivo en la mirada. La soledad es lo mejor de él, que con frecuencia le eleva sobre los otros. «Yo solo tengo orgullo –dice-, que es el doctorado de la vanidad». Amargado brillantísimo, resentido rezumante, Navales está por encima de la horda ideológica y el periodismo de combate porque para él renunciar al estilo se le antoja más duro que renunciar a la honra. Los fanáticos somos así, reconoce. Y aún así no puede evitar que algo, de vez en cuando, remuerda su dormida conciencia acanallada. Para más inri, Navales reconoce que se acuerda de todo. Quizá porque todavía sabe algo del complejo de culpa: «Un segundo después de decirlo me avergoncé un poco de mis palabras». Él es aproximadamente ese tipo de personajes que casi todos respetan porque, siguiendo un instinto teológico, no saben muy bien lo que hacen. Con frecuencia se limitan a seguirse, oyéndose hablar: «Y estaba diciendo, increíblemente, la verdad. Sentí miedo de mí mismo».
Por el ventanuco se colaba una luz de luna sucia y exangüe, tan sucia y exangüe como su alma. A la vez que se avergüenza de abrazar el cansancio de Ana María Sagi, esto le hace feliz, aunque estuviese ahondando su desgracia. Con la honestidad de una impaciencia convertida en método, su corazón de tránsfuga se puede sumar a la alegría de ver triunfar una vocación de caballo que libera a María Casares de su pretendiente alemán. Navales puede llegar a confesar: «Empezaba a darme cuenta de que los rojos sin ambages, al estilo de Fontseré o Ana María Sagi, me inspiraban un sincero afecto». Cosa que no ocurre con los otros, estrategas más tibios. Por eso a ella puede llegar a abrazarla, como si fuera su hermana pequeña y descalza.
Empero, siguen las ganas de joder como si no hubiera un mañana. «En el patio angosto, la noche que ya se cernía sobre París me ladraba, jadeante y confusa, mientras la sangre me batía en las sienes». El oficio de espía y soplón le gusta. Le exige cinismo, crueldad, inteligencia, cierta frigidez incluso. Es un oficio «eminentemente intelectual y distante, no exento de dandismo». Lo cual no le impide de vez en cuando ablandarse, imperdonablemente.
Tardaremos un tiempo en saber quién es Navales. Hasta el punto de que es difícil imaginar el futuro literario de este hombre, cualquier versión de la anunciada segunda entrega. Prada ha logrado con él tal complejidad humana, existencial y ética, que no sé si Unamuno podría ayudarle a dar un destino terrenal a este personaje, brutal y algo sublime. «Dime la palabra, madre», musita Dédalus en Ulises. Confiemos en un dios menor de ese linaje para el momento postrero del hombre que ha llegado a inquietarnos.
Ignacio Castro Rey. Picón, 16 de julio de 2024
España para ingleses
Sin duda, Cristina García Rodero es una de los mejores representantes españoles de lo que se ha dado en llamar fotografía antropológica. En 1983 es becada por la Fundación Juan March para recorrer España y captar el enorme volumen de imágenes del que se extrae esta exposición, un tanto caótica, del Círculo de Bellas Artes. Rodero es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y la primera persona de nacionalidad española que entró a formar parte de la Agencia Magnum. Ha recibido el Premio Nacional de Fotografía (1996), la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes (2005) y el Premio Ortega y Gasset a su trayectoria profesional en 2024. Además, es la primera mujer doctora honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha (2018).
Recorrimos con cierta calma todas las salas de la España oculta, en gran medida pobladas por fotografías conocidas. Quizá el primer problema no es tanto el contenido en sí como el amasijo, la acumulación indiscriminada de fotografías maestras con otras más discutibles. Es como si quien ha comisariado esta exposición, quizá la propia fotógrafa, tuviera problemas con el vacío, con el silencio. También algunas fotografías podrían tenerlo, como si no pudieran reposar en la vida que intenta retratar.
Reunidas en una muestra de 152 imágenes que recorrerán otros museos y salas de España, García Rodero se explica: «intenté fotografiar el alma misteriosa, verdadera y mágica de la España popular, con su pasión, el amor, el humor, la ternura, la rabia, el dolor, con su verdad; y los momentos más intensos y plenos en la vida de los personajes, tan simples como irresistibles, con toda su fuerza interior, en un desafío personal que me dio fuerza y comprensión y en el que puse todo mi corazón». Nadie le puede negar a Rodero su ojo de artista, el buen hacer, el dominio del oficio, la experiencia, la pericia profesional a la hora de escoger las tomas, el ángulo, el encuadre de la imagen. Incluso cierta clase de amor, de ternura hacia sus criaturas. De ahí el sacrificio personal que debió suponer atravesar esa España profunda, que enseguida quedó medio vacía.
Las dudas que suscita esta dilatada antología pueden ir más allá del comisariado y sus criterios de montaje. Uno de las características de esta muestra es que Rodero parece haber escogido como sustancia de sus tomas lo más torcido, el ángulo más espectacular, lo más escabroso y truculento. La niña que bosteza, el gesto iracundo de una vieja, una mano caída, la pierna infantil asomando desnuda, el rostro deforme en una esquina parece que han de ser el centro oculto de imágenes colectivas que, sin esos detalles, serían para Rodero insulsas. El punctum de Barthes, ese punto de fuga que vincula una fotografía con lo que nos punza y la convierte en misteriosa, es con demasiada frecuencia un detalle grotesco que enlaza la imagen a lo más zafio, poniendo en sordina la poética del resto. El pueblo que se retrata es demasiado parecido a la España brutal que nuestros políticos quieren «cambiar», con la habitual delicadeza y sabiduría que caracteriza a las élites.
Fijémonos en una fotografía magnífica, «La confesión», esa soberbia estampa de una mujer de pueblo inclinada ante un cura, a cielo abierto. Desde la posición reclinada de ella, entre la superstición y la entrega, hasta la cara inescrutable de él, de despótica indiferencia, todo retrata un pueblo arcaico entregado a las peores costumbres. Es como si a Rodero le faltara con frecuencia piedad y escucha para los detalles poéticos de una escena: si no hay algo tétrico, esta no se compone para ella. El resultado es un pueblo que sería necesario civilizar, redimir, modernizar. «Hay que cambiar la vida de la gente», diría un político cualquiera sin antes bajar a la calle para ver qué es la gente. Rodero ha bajado, pero pocas veces se apea de su condición de intelectual visitante, armada de cámara y del prejuicio conceptual hacia una España que, cuando menos, oscila entra la poesía y el espanto. Así casi siempre. En «Procesión de Santo Cristo», la cara de uno de los primeros hombres de la procesión ha de estar sutilmente atormentada con un claroscuro irreal para que el conjunto funcione. Una y otra vez parece que si no hay diablo, sucedáneo artístico de la noticia, no hay nada que fotografiar. El contrapunto de esta estrategia tétrica es que cuando Rodero intenta captar sólo instantes de belleza, como en esa niña dormida entre burritos, el resultado de la pose es un poco dulzón.
Con raras excepciones poéticas, de puro amor por lo insignificante e instantáneo, demasiadas de sus tomas están guiadas por la búsqueda de lo raro y lo espeluznante, lo anómalo y sutilmente monstruoso que escoge una persona urbana que no está habituada a lo popular. Tal vez por eso recorre el espacio excepcional de la fiesta, y no la vida cotidiana del trabajo, para seleccionar ahí lo que roce lo esperpéntico. ¿España es así, el mundo es así? Lo de menos es que estas «instantáneas», como tantas otras fotografías, sean el producto de una larga elaboración. Que hayan sido cuidadosamente preparadas o maquilladas para después, escogiendo entre decenas de disparos, ser minuciosamente seleccionadas entre un ingente material que se desecha. Lo importante es que esa detallada selección -qué quitar es siempre parte del proceso final de creación- se queda mayoritariamente con lo más turbio, lo más chocante y grotesco, seleccionado dentro de una humanidad que la artista no parece amar. Como Rodero no abandona casi nunca esa soberbia «distancia crítica» propia del orgullo urbano, pocas veces entra en el misterio de las escenas. Es posible que ya solamente le llamen la atención las que tienen algo de escabroso. Creo que John Berger diría que esta fotógrafa parece desconfiar de esa abigarrada mezcolanza popular que se puede saborear a lo largo de un viaje por el campo.
Los turistas, patrios y extranjeros, se deleitarán con esas imágenes anómalas donde el espectador queda automáticamente del lado del bien. Como lo retratado es cuando menos inquietante, si no grotesco o siniestro, la sala iluminada y el empaque pulcro del visitante ven redoblada su decencia cívica. A pesar de que García Rodero dice tomar distancias con lo que llamamos fotoperiodismo -su formación es artística, insiste- comparte con el impresionismo informativo cierta función anímica de blanqueo, ese lavado de almas ante la brutalidad de la noticia sin la que la actualidad periodística no sería ansiosamente devorada. Lo retratado tiene algo de horrendo, cuando menos chocante, de modo que el visitante que contempla el trabajo impecable de la cámara resulta salvado al situarse como espectador y juez de una panorámica moralmente dudosa en la que él no está implicado. El espectador goza de lo escabroso, tomando distancias, por el simple hecho de que eso turbio no es dejado caer a su poética potencial, sino situado frente a nosotros como grotesco. Hace mucho tiempo Handke escribía: «Hemos sido educados para contemplar siempre la naturaleza con un estremecimiento moral». Esa naturaleza es ahora el pueblo español, que no puede ser visto sin una separación moral que convierte al visitante en alguien elegido. Acompañando a la artista en su periplo crítico, sentimos que nosotros no somos parte de esa amalgama bárbara.
Falta en este trabajo la piedad, la delicadeza, la interrogación que no libraría a un fotógrafo que dude. Falta la metamorfosis propia de un artista que, al acabar su trabajo, ya no es el mismo, pues se ha transformado en él. No es el caso, pues Rodero mantiene un control estricto donde ella no se mancha. Quizá cuando Inge Morath recorre media España en los cincuenta, cuando Rulfo recorre Oaxaca en la misma década -por citar sólo dos experiencias clásicas- el procedimiento es muy distinto, pues allí el polvo, la pobreza y la riqueza, la fealdad y la belleza de personajes y paisajes traspasan los filtros de la cámara. Algunos grandes fotógrafos se preocupan sobre todo de captar la poética oculta, incluso en un pueblo arrojado a la miseria, bajo un gran angular de la información que hace mucho, coaligado con la normalización económica, hace estragos. Robert Frank, ante un pueblo estadounidense también sospechoso de crueldad latente, tuvo esa piedad capaz de captar la ambivalencia. En Rodero parece que la ambigüedad casi siempre ha de estar polarizada hacia una mueca, algo deforme.
¿Se muestra una España oculta? No, es más bien la España que siempre está a mano. Es un adelanto de la nación turística, entreverada con las tradiciones y a la espera de la mirada aviesa y moral del flâneur urbano. Rodero recoge la punta estadística de una España miserable, escandalosa y brutal. El largo recorrido de feria en feria no es el del peregrino que busca cielos y visiones, sino el viajero profesional que es becado para disparar su cámara cientos de veces y seleccionar las imágenes más chocantes, incluso las más «feas». Algún psicoanalista podría decir que no hace falta que aparezca lo inquietante para tener la certeza de una profundidad inconsciente. Tal ambivalencia moral también late cuando la vida transcurre furtiva, en una inercia indetectable para los cazadores de noticias.
Finalmente, es para preguntarse si la fama merecida de esta excelente fotógrafa sería la misma sin una cuestión de fondo que es ajena a ella y de la que apenas se habla, un auto-odio típicamente español. Estamos hablando del inmenso complejo de culpa de una cultura que es sierva de la leyenda negra norteña que se ha cebado más sobre el presente, sobre una España actual que intenta lidiar entre las naciones, que en el pasado inquisitorial y sangriento del Imperio. Es posible que culturalmente seamos hoy una colonia, cargando con un pecado incomparable que todavía hay que expiar.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 3 de julio de 2024