"Un cielo infernal", entrevista de Mikel Arranz y Luis Roser a Ignacio Castro Rey para elpTV

«Un cielo infernal», entrevista con Ignacio Castro.

En esta entrevista a Ignacio Castro realizada por Luis Roser y Mikel Arranz, corresponsales de ELPTV, se aborda la problemática de las nuevas identidades a partir de la crítica que el autor realiza sobre el libro de Paul B Preciado Dysphoria Mundi (1). De allí a la despatologización y los conceptos de diversidad e igualdad.

Ignacio Castro Rey, es filósofo, crítico de cine y arte, gestor cultural y profesor. Es autor de múltiples artículos y conferencias. Ha publicado numerosos libros en lengua gallega y en español, como “Sexo y Silencio” en 2021. (2)

Su pensamiento abarca desde la tolerancia ilustrada a la crítica de la violencia cultural del poder contemporáneo.

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Piedad hacia el otro lado Entrevista con María Rodríguez (O Sil)

"Piedad hacia el otro lado". Entrevista con María Rodríguez (O Sil)

Pregunta: – En una sociedad global, dominada por la tecnología, por la inteligencia artificial y el consumismo, con continuas crisis socioeconómicas y políticas, ¿qué lugar debería ocupar la filosofía?

Respuesta: – La filosofía debería ser, desde cierta distancia solitaria, el reverso de nuestro espectáculo, discutiéndole a los medios la versión de lo que es la actualidad. Mejor dicho, pensando un presente que no cabe en esta caricatura que llamamos «actualidad». Se trata de leer el presente entre líneas, adivinando lo que está enterrado en el batiburrillo de una sociedad que funciona en circuito cerrado, girando en torno a su odio «global» al exterior. Pero me temo que hay tantas filosofías como personas o periódicos, así que cada una tiene su visión de lo que es real. Y muchas veces, en ausencia de una distancia con la velocidad informativa, que es nuestra forma de censura, la filosofía parece sólo un eco «intelectual» de la misma ceguera de los medios. En mi caso, y en el de algún filósofo que admiro como Agamben o Badiou, discutiría la simple idea de «sociedad global», que en realidad sólo es válida en el círculo vicioso de los temas de moda, dentro de nuestra redundancia viral. Realmente, ¿qué es «global»? Poco más que la uniformidad del consumo informativo y el endiosamiento de los titulares, un conductismo de masas que entretiene a una décima parte de la humanidad. Todo esto es una engañifa, pues en la propia Europa una buena parte de Francia, España o Italia viven sumergidas bajo la superficie estadística que la casta política gestiona. Lo que ocurre en un día cualquiera y en un lugar cualquiera resulta prácticamente invisible para nuestro impresionismo informativo, que opera en bucle y tiene una inteligencia bastante sectaria. Tras la corteza de su ideología, un ser humano tiene problemas –y potenciales soluciones- muy secretos, con frecuencia inconfesables. En momentos o cuestiones cruciales, ¿dónde está pues lo global? Aunque el trabajo de un carpintero se vea afectado por la guerra en Ucrania o el conflicto de Oriente Medio, con el encarecimiento de los materiales, del combustible y los portes, él tiene que buscar una solución particular. Donde está la ley general siempre hemos de buscar una fuga, una trampa vital. Pienso que vivimos en un absoluto local que se debate cara a cara con inquietudes singulares, con peligros y miedos muy concretos. La vida y la muerte, el bienestar y la pobreza, la tranquilidad y la inquietud, tienen siempre una raíz existencial, cultural y personal. Con frecuencia, el resto «mundial» sólo es un barullo elitista que intenta enredarnos. La dependencia de la mitología global es enfermiza, endeuda el alma y los cuerpos. Es el mundo mismo el que se resiste a la mundialización. No se trata de volver a otro individualismo, ya excesivamente imperante. Se trata de buscar soluciones elementales que han de tener un carácter real y escondido, libre de una «interdependencia» que está dirigida por expertos que ni siquiera nos conocen. Tus propias preguntas, pienso, brotan de un suelo de tormento y vivencia, de una percepción encarnada que no puede ni debe buscar cobertura planetaria. Tanto en la pasada pandemia como en las actuales matanzas, sobran respuestas «globales» y faltan preguntas vitales. Nuestros orgullosos valores universales son, desde hace demasiadas décadas, una disculpa para la sordera y la agresión. Creo que, entre otros muchos pueblos, los palestinos saben algo de esto.

P: – Hoy el hecho de pensar, ¿resulta más difícil que antes? La sociedad actual, ¿está perdiendo la capacidad de ser crítica con los poderes? Desde su experiencia de profesor, ¿cómo ve a las nuevas generaciones?

R: – Pensar siempre fue difícil, pues significa darle forma a lo que viene, en principio carente de forma. Si hoy pensar resulta más difícil todavía que antes es tal vez por dos motivos. Primero, porque se trata de pensar nuestra inmediatez, que es envolvente, no un pasado sobre el que guardemos una cómoda distancia. Segundo, porque el poder de contaminación mental de la llamada sociedad del conocimiento es inmenso, tanto o más opresivo que el de cualquier régimen de antaño. Desde mi experiencia de profesor, de adulto rodeado de jóvenes, no sé muy bien qué pensar de las nuevas generaciones. Pervive en ellas una adorable energía juvenil, un coraje y una generosidad intactos, atemporales. Al mismo tiempo, hay toda una moda joven, mimada por el sistema, que es casi lo peor de este mundo. Ser joven nunca fue garantía de nada: los neonazis también son jóvenes. A cualquier edad la juventud es un don, una actitud de aventura que nunca debimos perder. Pero hoy existe, revestido de un aire lúdico y juvenil, una trampa mortal en la conexión masiva, por cierto, dirigida en la sombra por cerebros seniles. Nuestra diversión obligada esconde una especie de fascismo emocional manejado por expertos muy maduros. Bajo la costra novedosa de «estar al día» buena parte de lo que el sistema nos ofrece es reiterativo y ocultamente viejuno. Si un cambio verdadero fuese posible tendría que partir de una alianza, en cada uno de nosotros, entre el corazón y la cabeza. Entre una jovialidad muscular y perceptiva, que nunca debimos perder, y un cierto temple anímico.

P: – En su obra ha analizado la sociedad y el mundo actuales. Durante la pandemia escribió En espera y Sexo y silencio. ¿Que ha supuesto para usted el Covid y cómo se ha reflejado la experiencia en estos libros, en su forma de afrontar el momento? ¿Qué pretende con ello?

R: – Escribí mucho en estos últimos años, madrugando incansablemente para apartarme de la histeria colectiva y seguir pensando sin pánico, al margen de la alarma y la excepción permanente que difunde el Estado-mercado. La pandemia fue también un experimento temible de gobernanza, redoblando los mecanismos de coacción para lograr una obediencia en bloque. Desde entonces, casi cualquier espontaneidad ha desaparecido bajo las normativas y los protocolos: antes de llamarte por teléfono, tengo que preguntarte si puedo llamarte; para ir a cenar a cualquier restaurante tengo antes que reservar, etc. Es moral y políticamente aconsejable librarse de este estalinismo democrático para seguir en una vida común que sigue siendo física, mortal, y nunca debe sentirse segura. Por mucho que lo pretenda el capitalismo woke, no vivimos en una cárcel de vigilancia intensiva. Tampoco debemos ceder ante el miedo al peligro, a unos accidentes que en la realidad son inevitables. Esos dos libros, muy distintos, tienen en común el himno al coraje de una vieja libertad que ha de lidiar cada día con el riesgo corporal y analógico. Los dos actualizan también una ironía crítica sobre los grandes mitos gregarios de este momento histórico, unos mantras que nos hacen esclavos de una concepción policial del mundo. Pienso que nos hace falta un nuevo realismo, que tendrá que volver a pisar el suelo y atreverse a ser sucio, aunque eso ofenda a los partidarios de la corrección política.

P: – Realmente, ¿fue el Covid el virus que más ha debilitado física y mentalmente a la humanidad?

R: – No sé en los mundos exteriores, entre nosotros el virus que más está debilitando a la humanidad es el miedo. Nos degradan los temores inducidos y la consiguiente depresión guiada, que le da la espalda incluso a la tristeza, una brújula que ha de ser personal e intransferible. Lo contrario de la vida no es la muerte, sino el miedo. Parece que esto lo sabe muy bien el poder atlántico y sus expertos aliados, que se pasan la vida asustando a la gente para que dependa de la solución «global» que ellos manejan. Los miedos son necesarios, pues nos despiertan, pero tenemos que modularlos. En el fondo, cada uno está bastante solo ante el mundo, como hace mil años. Igual que entonces, hay que sufrir y morir un poco cada día para estar vivos y sentir, para ser de algún modo eternos e inventar una insolencia ante el pánico inducido por los poderes de turno.

P: – Cuando estábamos recuperándonos de la pandemia y de su crisis sanitaria, social y económica, se produce la invasión rusa, un conflicto larvado que justamente entonces. Más tarde, las horribles escenas de Gaza. ¿Es una casualidad?

R: – No, no lo creo. Los tres eventos tienen en común la histeria ante lo otro, un pánico inyectado e infinitamente manipulable hacia una parte «oscura» de la humanidad. Tal como lo encaramos y lo provocamos, pienso que no fue ninguna casualidad el conflicto con los rusos y, más tarde, con los palestinos. Parece que los gobernantes, y un «cuarto poder» que casi siempre es cómplice de la casta política, buscan mandar desde la emergencia, ante una supuesta catástrofe inminente que mantiene al público cautivo y empuja las poblaciones a una obediencia bovina. Tal vez por esta razón, el comando estadounidense de nuestra moral democrática, tan unánime como sorda, no tuvo ningún interés en acortar el conflicto de Ucrania. Tampoco parece tenerlo ahora en detener las matanzas en Cisjordania y Gaza.

P: – ¿Qué opina del papel que están teniendo los medios de comunicación y las redes sociales en esta espiral?

R: – Esta es la palabra clave: espiral. Con geniales excepciones, los medios y las redes se dedican a alimentar una dependencia viral, en bucle. El sistema busca que nadie tenga impresiones independientes, libres de la empresa política y el inmenso negocio de la opinión masiva. De ahí que la censura haya vuelto con tanta fuerza. La función de los medios es adelantarse a las sensaciones populares, lograr que la más elemental percepción esté regida por los grandes grupos de opinión y los modelos políticos, bastante sectarios, con los que Occidente debe encarar el mundo. Este colectivismo tecnológico, personalizado en las redes para que cada uno tenga un papel narcisista de espectador interactivo, es un sistema tan despótico como el viejo feudalismo. Pero más eficaz, pues se apodera de las almas con una violencia afelpada, autista. Por eso hoy tanta gente, incluso ante escenas espantosas de matanza, parece abducida. Los anuncios se mezclan con la sangre, mientras la tragedia de los otros parece anestesiarnos. El derecho de pernada se democratizó en el derecho pornográfico de mirada, donde cada uno puede aportar su granito ególatra en la vigilancia intensiva. La libertad de expresión, ruidosamente emocional, es el calmante que hace invisible nuestra nula libertad de acción. Supongo que algún día debíamos dejar de trabajar para Elon Musk.

P: – La dinámica en la que estamos muestra retrocesos y síntomas de lo que algunos autores consideran una medievalización. ¿Qué piensa usted?

R: – No estoy lejos de este diagnóstico, aunque pienso que no sabemos nada de una Edad Media sistemáticamente injuriada. Parece ser que todo lo que permanece en la sombra implica hoy un pecado de atraso, del que hay que apartarse. Ante lo otro, vivimos protegidos por una especie de apartheid portátil. Evidentemente, las tecnologías últimas no son ajenas a este racismo democrático. Por todas partes funciona una especie de feudalismo horizontal, inclusivo y transparente, que nos ahorra habitar como seres desconocidos. También la coacción es hoy horizontal, personalizada y dispersa. Hasta en la salud, en la orientación sexual y en la alimentación, tenemos que seguir los dogmas dictados por un Estado alternativo, aliado con el mercado. Como se ha dicho a veces, somos prisioneros políticos del terror inmanente de la actualización, de una violencia inclusiva que demoniza cualquier independencia. Nadie debe quedarse atrás, ni fuera. Ahora bien, ante el dolor del mundo tendríamos la obligación moral y política de volver a estar religiosamente solos, dentro de nuestra piel y sus silenciosas percepciones. Es la única manera de recuperar cierta fortaleza, también para refundar otras comunidades de encuentro.

P: – ¿Qué se podría hacer para rebelarse contra esta dinámica de retroceso y quién podría o debería hacerlo, teniendo en cuenta que también la política está en crisis?

R: – La política es parte de este espectáculo endogámico que tiene la función de mantener apretadas las filas detrás de nuestro elitismo, sus líderes y sus tropas. Esto no quiere decir que no debamos elegir con cuidado entre las distintas alternativas. En el conflicto con Rusia o con el mundo musulmán, Corbyn o Mélenchon no son lo mismo que Biden, Trudeau o Sunak. Lo mismo ocurre con Belarra, Scott Ritten o Gideon Levy frente al sionismo perfumado de una Ursula von der Leyen. De otros líderes ni hay que hablar, pues son simples camareros del autismo europeo, este servilismo francés o alemán ante un delirio angloamericano que cree –desde su isla autoelegida- hablar en nombre del bien universal. De todos modos, la elección entre posiciones públicas a veces tan distintas, dependen de una insurrección personal que debemos mantener contra viento y marea. Si delegamos las sensaciones en la gigantesca empresa político-informativa, cedemos también el único terreno desde el cual podemos ejercer una fuerza. Debemos abrir todos los canales, también los prohibidos, para lograr que nos mientan todos y así, entremedias, poder conquistar una percepción propia, acorde con nuestros sentimientos. Nadie va a brindar gratis cobertura al sentir de cada uno, a las necesidades de nuestra común soledad. Sólo a partir de ella podemos percibir por cuenta propia y encontrar pequeñas comunidades que resistan la infamia global, en realidad muy parcial y sectaria. Sobre el sectarismo armado de nuestros valores universales sería bueno, de nuevo, preguntarle a unos palestinos que están siendo martirizados a diario.

P: – ¿Tiene en proyecto algún nuevo libro ahora mismo?

R: – Estuve estos años muy ocupado explicando dos libros que, cada uno en su terreno, defienden la idea de un vitalismo existencial, Sexo y silencio y En espera. Este pasado verano escribí Antropofobia, en torno al autoritarismo lúdico que esconde la Inteligencia Artificial. Acabo de terminar El materialismo de Dios, sobre la subversión política, cognitiva y moral que todavía encierra el humanismo cristiano y su concepto de persona. Tengo por delante un largo invierno dedicado a presentar y defender estos dos libros.

P: – En alguna ocasión da la impresión de tener una mentalidad «apocalíptica» ante los desafíos actuales. ¿Cómo ve el futuro de la sociedad, cuando menos la europea? Supongo que España y Galicia están dentro de este contexto general. ¿O ve alguna particularidad en nosotros?

R: – La palabra apocalipsis, etimológicamente, remite a la idea de revelar lo oculto, desde el envés. Pienso que sólo una nueva sacudida anímica puede salvarnos, librándonos de esta cobertura envenenada que nos paraliza, de su inmensa legión de salvadores profesionales. Habría que atreverse, en los momentos cruciales, a volver a estar solos, a una fragilidad que pueda buscar encuentros. Ahora bien, ¿cómo ser optimista en el momento actual, cuando los poderes establecidos han conseguido una obediencia diversa tan perfecta? Hay que mantener la esperanza: «También hay vida al otro lado de la montaña», decía un viejo alemán. Y no perdamos de vista que el otro lado comienza hoy en uno mismo, en el interior que hemos dejado adormecer. No creo por eso que la obediencia tome en España niveles particularmente apocalípticos. En cuanto a Galicia, es cierto que a veces parece un reflejo melancólico del miedo incrustado en Europa. El alabado «sentidiño» podría ser una versión hipocondríaca de la servidumbre terciaria que se vende desde el norte, envasada especialmente para los países vicarios del sur. Aunque ahora la unanimidad parece quebrarse con el escándalo de Gaza, en nuestra democracias la obediencia ha sido casi unánime, mientras las voces discordantes son tachadas rápidamente de negacionistas, «hijas de Putin» o «cómplices de Hamás». Es como si la normativa triunfante fuese una verdad religiosa que sólo puede tener enfrente a herejes, aunque hoy no se les lleve al fuego, que apesta, sino sólo a la invisibilidad y la cancelación. El silencio al que se condenan las voces disidentes es la siniestra cara oculta de la diversión espectacular, conseguida a veces con una alianza temible de mayorías y minorías, de derecha e izquierda. Los verdes alemanes son abiertamente partidarios del «derecho de Israel a defenderse», es decir, de asesinar a mansalva. ¿Se puede dar algún cambio importante en este panorama de servidumbre interactiva? No parece fácil, pero quién sabe. La gente vive como hechizada, inmersa una especie de coma moral e instalada en el automatismo anímico. A la vez, parece estar aguardando algo. Es nuestro deber conectar con esa espera silenciosa. Hoy en día apenas conocemos a los vecinos, así que conviene preservar un fondo afirmativo de duda.


Documental publicado por lahoradigital.com: ¿Qué pasó con Yugoslavia?

Documental publicado por lahoradigital.com
¿Qué pasó con Yugoslavia?
Boris Kozlov
24 de noviembre, 2023

¿Qué pasó con Yugoslavia? El engaño de nuestra vida” es un cortometraje documental en el que cuento lo que fue Yugoslavia para mí, en mi infancia y también mi versión sobre su violenta destrucción.


Sociopatía de la última normalidad. Ignacio Castro Rey GETTY IMAGES

Sociopatía de la última normalidad

Después del ridículo de la inteligencia israelí en el espantoso y extraño atentado del 7 de octubre, se trataba de restaurar el pánico a «la única democracia de Oriente Medio». El rock de Apocalypse now, mientras se mataban vietnamitas, tenía así que ser ampliamente superado. Lo nuestro es un fascismo ambiental adornado con música techno, como el de esos jóvenes de las FDI que, con cualquier orientación sexual, bailan frenéticamente después de reventar palestinos con sus temibles Merkava. Pero algunas lluvias de sangre caen sobre almas mojadas. Aunque el mismísimo Elon Musk reconozca que cada niño asesinado genera diez milicianos de Hamás, ¿no se trata precisamente de hamasizar, de fanatizar al máximo el orbe musulmán? ¿Lo conseguiremos? Nos vendría de perlas para tener los misiles siempre listos y justificar de antemano el amasijo sanguinolento de cadáveres civiles. Habrá que destrozar a muchas mujeres pero, ahora que hemos aflojado la generosa ayuda humanitaria a Ucrania, municiones no nos faltan. Tampoco bombas de fósforo ni proyectiles de uranio empobrecido.

¿Qué pinta, en este espléndido panorama de carnicería ejercida en plena democracia vegetariana, las constantes alarmas tipo Que viene el Coco? Milei, Le Pen, Abascal, Trump, Orbán, Meloni… ¿De qué hablamos cuando hoy usamos el miedo a un retorno del «fascismo»? Es esencialmente una patraña, la impostura de un espantapájaros manejable. Es la coartada encubridora que hace todavía más invisible la violencia perfecta del sistema, el glamour de diversidad con el que opera el narcisismo genocida de nuestras costumbres. La matanza apocalíptica de Palestina, impune para Israel y para Estados Unidos, no se explicaría sin la inquisición institucional en que han entrado hace tiempo las democracias, una ferocidad neocon que convierte al fascismo clásico en un exótico trampantojo. Como el nihilismo occidental cree no tener ya ningún referente exterior y ha conseguido sentirse rodeado de una jungla bárbara más sus representantes interiores, los ultras-, se puede permitir el lujo de no tener nada vitalmente afirmativo que ofrecer. Le basta con sus horribles enemigos, así que dedica buena parte de su energía a satanizar el resto de la tierra.

Ni vale la pena volver a repetir la lista de bestias, personificados o culturales, que semana tras semana acosan y refuerzan las fronteras de «Occidente». Es preciso darle forma incansable a los fantasmas externos. Intramuros, el ejemplo ideal de todos ellos es el viejo fascismo, trasmutado también en islamismo radical o en despotismo paneslavo, viejos fantasmas que blanquean la interactiva y limpia violencia simbólica del sistema. Si puede, incluso sexy. Fijémonos en el confort sonriente de cualquier reunión de Davos, la OTAN, el FMI o el G7. Las élites sionistas, de cumbre en cumbre; los pueblos, de abismo en abismo. Para justificar esta escandalosa desigualdad no hay nada como una posibilidad todavía peor, el retorno de los fachas.

¿Para qué los necesitamos? Pensemos otra vez en la suave Úrsula. Aunque partidaria impasible de la venganza sangrienta de Israel, no es de «extrema derecha». Al menos, comparada con Javier Milei. Pero a fin de cuentas qué más da, pues si ella no es «fascista» es sólo para cumplir mejor el despotismo neoliberal del imperio. ¿Recordemos con qué aplomo frío y serpentino encaraba las críticas del diputado irlandés Boyd? Igual que otras elegantes muestras de nuestro bestiario democrático –Trudeau o Rishi Sunak no le van a la zaga-, ella representa un «fascismo» tan encarnado y consumado que puede prescindir de cualquier simbología totalitaria. Mientras avanza con su casco de peluquería en la aplicación de la agenda 2030, sonríe levemente. Apenas se notan los hilos de veneno occidental en las comisuras de sus labios pintados. La izquierda debía tomar nota de este fascismo correcto, casi cool, que ya no se llama fascismo. ¿Lo hará? No, está demasiado ocupada en servir a un capitalismo reciclado.

Von der Leyen se basta sola con su equipo de maquillaje democrático. Le sobra Le Pen, ya no digamos Orbán, que serían un estorbo demasiado creyente y vehemente, demasiado explícito. ¿Para qué exhibir un ideario agresivo y abiertamente racista si este ya está cristalizado en la marcha imparable de la conspiración europea? Asomémonos a The Great Narrative, el documento Schwab & Malleret que es guía de fondo de la azulada agenda colectiva. Úrsula se basta en ella con su inglés cuasi perfecto, su resolución fría y democrática. Investida de dolor solemne, sólo hay que verla desfilando en el monumento al Holocausto de Berlín para imaginarse qué nuevos hornos crematorios, pero a fuego lento, están en su mente inescrutable. Este es el fascismo que viene, la pulcritud silenciosa de su globalismo en jet. ¿Alguien se imagina a esta mujer gritando, no ya por los niños de Gaza, sino por la muerte de su propia madre?

Tiene razón Marine Le Pen cuando insiste en que no es de extrema derecha. Con este tipo de inteligencia artificial encarnada que nos lidera, sobra el fascismo. Lo mismo vale para Yolanda Díaz, Jacinda Ardern o Boris Johnson. ¿Qué queda en ellos de corazón, de espontaneidad, de pasiones primarias? Nada. Les une la niebla, la tibieza flexible de su centrismo mundial. Se dijo cien veces, pero nadie estaba escuchando, que el calentamiento global es la cara virtual de un analógico enfriamiento local. Es fácil que Marx se haya quedado corto al retratar la crueldad sibilina, la ausencia absoluta de alma en esta burguesía socialdemócrata o derechista que nos dirige. Netanyahu arrasa Gaza y Cisjordania no con el racismo primario que explicitan algunos de sus subalternos, sino ante todo con el odio sistémico y tranquilo de una Hillary Clinton, una Kamala Harris, un Scholz. Racismo democrático que admite la bandera LGTBIQ+ ondeando sobre los tanques que aplastan palestinos. Es el sistema el que el radical en su voluntad integral de desarraigo y obediencia interactiva, y esto nos ahorra vociferantes extremistas. Estando al mando el estado de gracia democrática en la planificación del espanto, los radicales sobran. Son sólo un eventual adorno, útil para jugar con su amenaza y enseguida desmarcarse de ellos. Nuestro fascismo es fluido, como las pantallas de plasma. Hay inevitables daños sangrientos al defender la democracia, pero al menos no rajamos mujeres indefensas al estilo de Hamás o Hezbolá. Siempre hay algo potencialmente mucho peor, y eso es lo que hace sostenible el sistema.

En el reino de la trasparencia democrática  el odio ha de ser modulado y progresista. Si puede, esbelto. Se dice que Sánchez no descuida el espejo ni el cuidado diario de su cuerpo. Igual que su adorado Obama, tiene mucho cuidado en no recordar la corpulencia campesina del húngaro Viktor Orbán, no digamos de Trump o Putin. Nuestro airoso despotismo ni siquiera debe parecerse a Juncker, cuya relativa humanidad le llevaba a beber como un cosaco. ¿Qué significan en realidad estos signos de adelgazamiento anímico? La gobernanza occidental debe alejarse lo más posible de lo que se llamaba carácter y su rastro de vicios, de cualquier espontaneidad, con sus gases en el vientre y sus pulsiones visibles. Hasta las emociones han de ser de centro. Si buscamos en los diccionarios el significado de «psicópata» o «sociópata», diagnósticos aplicados hasta ayer a nuestros asesinos en serie, veremos que ambas categorías clínicas se ajustan a nuestros líderes de trajes y rictus impecables. «Déficit de afectos y de remordimiento». «Narcisismo y alta capacidad intelectual». «Uso malicioso de la seducción». «Manipulación de los otros en función de un fin escondido…». Todas las variantes de un trastorno bipolar son cada día más compatibles con una normalizada visibilidad, con los recomendables ademanes telegénicos donde sobra el mal aliento y la espuma de feria en la boca.

Los medios se pasan el día denunciando formas groseras de la violencia –el machismo, la extrema derecha, el islam homófobo, la caza y los toros…-, pero todo esto es un enredo para lavar las conciencias, el dispositivo de blanqueo de una violencia interactiva tan plana como las pantallas de moda. En el plano de nuestra arrogancia autista, sigue siendo útil la frase de la socialdemócrata Golda Meir: «Podemos perdonarle a los árabes que maten a nuestros hijos. No podemos perdonarles que nos hayan obligado a matar a los suyos». Y es esta violencia afelpada, común al amplio espectro del sistema, lo que hace que Massa se sienta tranquilo y confiado ante el triunfo de Milei, incluso tras sus loas al Estado que sigue asfixiando niños prematuros en los destartalados hospitales que quedan en Palestina.

Ignacio castro Rey. Madrid, 21 de noviembre de 2023


La impunidad criminal de los elegidos. Ignacio Castro Rey

El racismo democrático de los elegidos

López Obrador es un oscuro populista, peligroso para la transparencia democrática. Corbyn, antisemita. Xi Jinping y Maduro, unos dictadores. Erdogan, al-Ásad y Putin, déspotas y asesinos. Dentro de esta incesante campaña de incriminación de la humanidad exterior a nuestro «jardín» occidental, campaña sostenida por unas democracias sin exterior y cada día más normativas, Palestina es sólo el epítome, la metáfora colectiva de nuestro odio al otro, a lo Otro. Esto explica tanto su aura de emblemática resistencia en algunas minorías sensibles como que las democracias consientan en masa el genocidio que allí se está ejecutando. Después de la incursión terrorífica de Hamás, extrañamente fácil, si cierto humanitarismo pide una pausa es sólo en cuanto a la proporción, la intensidad y las formas visibles de la carnicería en la Franja. Además, el pacto implícito en unas matanzas que se han vuelto vitales para el mercado, es que la sangre no corra a la vista. Mejor fuera de campo, como en las «penas de telediario» y la caza del hombre que cotidianamente emprenden los medios para mantener la idea de que una jungla infernal rodea a Occidente.

Bajo esta hipocresía democrática, es preciso recuperar la idea de que una civilización sigue siendo también un documento de barbarie. Que sepamos, los colonos canadienses, australianos o estadounidenses no han tenido que rendir cuentas a nadie. Se trataba de desalojar a las pueblos nativos a cualquier precio. Que se exterminasen a tiros o fueran enviados a reservas infestadas de alcohol letal era un detalle secundario. La misma impunidad vale para la lluvia de fuego sobre Dresde, también para unas bombas atómicas que fueron arrojadas por el Estado más peligroso del orbe contemporáneo. El desprecio del otro es la regla de la grandiosa historia occidental. Hitler denominaba sub-humanos (Untermensch) a gitanos, judíos y eslavos, igual que Netanyahu llama «animales inhumanos» no sólo a Hamás, sino a todos los palestinos que se rebelen en armas contra la esclavitud. El genocidio es la norma en el surgimiento de nuestras naciones. Y precisamente esta ley es redoblada sin ambages cuando se puede ejercer sobre lo que se han llamado «pueblos sin historia». La propia carta de Marx (1853) sobre la conquista británica de la India es de un cinismo despiadado.

La izquierda hegemónica que, salvo honrosas excepciones, consiente la hecatombe de Gaza colabora con el capitalismo en un genocidio a cámara lenta de todo lo que sea natal, atávico y arraigado en las poblaciones. No es sólo una anécdota que un padre, tras votar durante años a los socialistas, pueda decir: «Lo han conseguido. Nuestra juventud no tiene hijos, no tiene religión, no tiene patria ni sexo». Aunque este hombre exagere, parece indudable que el desarraigo es el eje de un sistema que ya puede funcionar con cualquier ideología. La única condición es lograr apartarse, elevarse sobre unos oscuros pueblos considerados infectados del atraso del pasado. Precisamente el atractivo de Israel, para tantos intelectuales, es el de un apartheid por fin democrático. Justificado además espiritualmente, pues su violencia tiene la justicia histórica otorgada por una larga persecución. Los asesinos no lo son porque antes son las víctimas. Su arrogancia armada es por fin impune, libre de sospecha y absuelta por un pasado de víctimas únicas, como dice el periodista hebreo Gideon Levy. No es casual la matanza de niños palestinos. La descendencia de los apestados ha de ser decapitada de raíz, a bajo coste. Hace poco, una bestia Wasp decía sin inmutarse: «Realmente, ¿se pueden suponer civiles palestinos inocentes? ¿Lo haríamos con los nazis?». Y la izquierda instituida, en EE.UU. o en Francia, no es ajena a esta justificación democrática de la matanza. El propio Bernie Sanders clamaba hace pocos días por la necesidad de continuar con los bombardeos masivos. En qué nivel ha de estar el colaboracionismo occidental con la barbarie para que un tibio funcionario como Guterres, o una estrella radiante como A. Jolie, tengan que recordar en alto lo que los líderes europeos no dicen ni con la boca pequeña: que una cárcel gigantesca de régimen abierto se ha transformando en una tumba colectiva. En Francia y Alemania, en Argentina e Inglaterra, el anterior colaboracionismo con los nazis se prolonga ahora en el colaboracionismo con la matanza sionista.

La propia autoridad moral del judaísmo parece haber llegado a término al convertir la tierra prometida en una orgía sangrienta que amasa los cuerpos de los otros. Y con frecuencia, bajo un aire de fiesta. McDonnald’s sirve hamburguesas gratis a las tropas de la democracia. En unos de estos días, soldados israelíes que vuelven de una ronda nocturna disparan para divertirse a una enfermera palestina que espera su autobús en Cisjordania. La eliminación de la alteridad es la aspiración que anima el narcisismo de la actual vanguardia democrática. Es reconfortante que una exigua minoría judía proteste ante este festín caníbal de los elegidos, pero eso no cambia la ferocidad impune del progreso. Hamás, que antes de las Intifadas y de la financiación sionista era una simple organización caritativa, es la disculpa para blanquear la violencia apocalíptica contra los últimos «judíos de los judíos». Igual que, salvando las distancias, Franco y la extrema derecha es la cortina de humo que justifica la entrega actual de la socialdemocracia española a la disolución que nos impone el capitalismo europeo.

Fueron reconfortantes en estos días las tajantes declaraciones de Ione Belarra. Queda la siniestra duda de hasta qué punto son parte de una campaña electoral encubierta en la que Podemos puede y debe desmarcarse de Sumar y de Sánchez. De hecho, igual que en la publicidad, enseguida las alusiones de Belarra y Montero a los niños palestinos asesinados se mezclaron con los habituales mantras sectarios sobre el abuso sexual en la Iglesia, la obsolescencia de la monarquía y el derecho del progresismo a pactar con quien sea para continuar en el poder. En este punto se puede recordar que el calificativo de «facha» tiene en España el mismo efecto represor que el de «antisemita» en Europa: vale para encubrir un abuso democrático que no tiene ninguna humanidad exterior ante la que rendir cuentas.

Al margen de una tregua provisional, que sólo va a servir para ordenar los cadáveres y convertir a Gaza en un Lager gigantesco, como ya lo es Cisjordania, a Israel sólo podría pararlo sufrir miles de bajas en sus tropas. Al menos, la mitad de esa masa de cadáveres civiles que son el saldo de un mes de bombardeos en Palestina. Como es sabido, ese coste militar no se va a producir. Al apoyo incondicional de la «democracia más grande del mundo» y la tradicional parálisis de la ONU, se une la tibieza de China y Rusia. Y del Vaticano. En cuanto a Palestina, todo el mundo quiere mirar hacia otro lado. También unos regímenes árabes y musulmanes comprometidos hasta la médula con el modelo de apartheid capitalista que tiene en el estado de Israel su vanguardia minuciosamente construida. Que la nación que ejecuta desde hace setenta años el genocidio se presente a la vez como la única democracia del Oriente Medio dice algo acerca de la naturaleza de las democracias en este capitalismo tardío.

La impunidad de Israel es la de los elegidos, también en su condición de víctimas únicas del pasado totalitario europeo. De ahí que se impongan con un terror impune, del que forma parte esa acusación indiscriminada de «antisemitismo» que frena todas las protestas. Los pocos que resisten a la infamia del nuevo racismo es por ser fieles a un humanismo que, sin necesidad de ideología, resiste al conductismo masivo que se ha infiltrado a derecha e izquierda. Lo asombroso no es que Almeida, en plena masacre infantil, rinda homenaje al estado de Israel. Lo llamativo es que J. M. de Prada pueda ser mucho más tajante que Yolanda Díaz ante el intento de borrar a Palestina del mapa.

Es Bolivia quien rompe relaciones diplomáticas con Israel, no España, Brasil o México. Tampoco Egipto o Marruecos. Hoy en día sólo algunos versos sueltos están libres del sistema de reparto que impera en el orden político. El propio Mark Fisher, tan venerado en medios alternativos, ya adelantaba la necesidad de abandonar las «viejas causas» de la izquierda para centrarse en las rarezas que adornan el capitalismo. No resulta fácil desde entonces ser optimista. Si hoy el progresismo quisiera recuperar cierta intransigencia existencial, abandonando el colaboracionismo con un genocidio a fuego lento que es el eje del progreso capitalista, tendría que recuperar valores populares que hace tiempo la izquierda asocia al conservadurismo. Sería urgente una nueva alianza de distintas voluntades de resistencia humanista, pero esta no va a venir de una corrupción política implicada hasta la médula en nuestra flexibilidad cadavérica, en la gestión totalitaria de sus restos.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 13 de noviembre de 2023