La derrota de Occidente, E. Todd, ed. Akal, 2024

¿EL FIN DE LA ANGLOBALIZACIÓN?

(La derrota de Occidente, E. Todd, ed. Akal, 2024)

Muy europeo, el libro de Todd es también un largo alegato contra la hermandad que ha sido yugulada entre nosotros. Pero el miedo físico a la delación, incluso a la socorrida acusación de negacionismo, quizá explican la ausencia de debate, en España y en otros países. Todd sitúa ya en la ausencia total de debate en Inglaterra y Francia ante el discurso de Putin del 24 de febrero de 2022, donde anunciaba la entrada de tropas en Ucrania en una «Operación Militar Especial» e intentaba explicar la invasión de Ucrania, un completo descrédito de la democracia. ¿Estamos ante un libro cancelado? Frente a tal censura, algunos intentamos en un debate reciente en Galicia abrir un espacio de libertad dentro del actual ambiente de vigilancia y censura. Acaso aquello fue sólo una primera cala en la naturaleza intrincada de lo que actual y realmente somos, incluyendo en esto las implicaciones progresistas y minoritarias con la hostilidad genocida que practica Occidente. Es posible que la clave de estos tiempos esté menos en la crueldad extrema de nuestros malvados oficiales, admirados o denostados, que en el silencio multitudinario de los justos. 

                Es conveniente no olvidar, para enfocar este libro provocador y difícil, lo que Nietzsche llamaba platonismo: la decidida voluntad occidental de elevarse por encima del común devenir terrenal, una «aversión contra el tiempo y su ‘fue'» que constituye la clave, no sólo de todos los símbolos cuasi religiosos del Progreso occidental, sino también de sus giros conceptuales, nuestra progresiva preferencia por esquemas, conceptos y modelos, en detrimento de la presencia viva de las cosas mortales. Sin la aversión puritana que funda la carrera occidental, fenómeno implícito a La derrota de Occidente, no se entendería ni el inmenso esfuerzo de despegue antisemita del III Reich ni el actual asco democrático ante Rusia, convertida en el negativo de nuestros ideales. Y el problema, para el Nietzsche que Todd no cita, no estriba en la mera existencia del concepto, relativo a una multiplicidad de cosas y útil para ordenarlas y catalogaras, sino en que poco a poco, como es esencial a la modernidad, el concepto acabe sustituyendo a la experiencia física en estado bruto. En ese caso estamos ante una sacralización de lo que nació como un instrumento, en una elevación ficticia donde la realidad desaparece a manos de la organización social. Toda la ardua investigación de Weber sobre el espíritu «platónico» del capitalismo parte de esta intuición nietzscheana, omnipresente en el libro de Todd y, a la vez, apenas mencionada.

I

No es otro el trasfondo filosófico de este libro prácticamente censurado fuera de Francia. Que sepamos, ni siquiera existe una versión para la esfera angloamericana. Giorgio Agamben fue quien lo dio a conocer en España. Curiosamente, en el conservador diario ABC, le dedicaba hace unos meses unas páginas inquietantes. Desde entonces, hasta un reciente artículo de Manuel Cruz, el silencio ha sido clamoroso. Adelantemos que lo grave no parece estar en que el libro de Todd pueda usar fuentes estadísticas discutibles, las utilice abusivamente o mal, en favor de las hipótesis de las que de antemano parte. Fuera del aparato estadístico, que el historiador y demógrafo usa con profusión, lo preocupante de La derrota de Occidente es usar el concepto weberiano de religión, que incluye su potencia cognitiva, para un diagnóstico de nuestra actual decadencia cultural y social, demográfica, económica y moral.

            Cruz tiene razón en que es el concepto antropológico de religión el eje de todo el libro. Muy lejos de Blumenberg o Löwitz, Todd analiza nuestra crisis actual como el resultado de una secularización que de ningún modo podía emanciparse de la trascendencia en categorías inmanentes, toda vez que procede de cosmovisiones religiosas simplemente degradadas. Acaban inevitablemente en una pérdida de fuerza de la religión, donde Todd –siguiendo a Weber- sitúa la savia de una nación y de toda sociedad civil. Es posible que en este punto nuestro antropólogo e historiador, como buen francés, sobrestime el papel del protestantismo norteño en menoscabo del catolicismo sureño. Pero la hipótesis no varía. Lo característico de la modernidad, y esto es lo que ahora ha entrado en crisis, es aferrarse a una religión siempre triunfante, con el agravante de que gradualmente la religión es reducida a un «estado cero» cuya consistencia no sirve para cohesionar una sociedad. No estamos ya en el relativismo escéptico de una posmodernidad donde han caído los «grandes relatos», pero cuya alta cultura aún conserva la ilusión del avance. Ese estadio sería todavía algo así como el grado zombi de nuestras sociedades. Ahora estamos en el grado cero, donde la inercia del adelgazamiento espiritual ha cristalizado en otro dogmatismo, en una redoblada ceguera ante la diversidad del mundo. La órbita neocon que toma cuerpo en la «oligarquía liberal» que gobierna Occidente ha optado por una duplicación de la violencia (p. 47) como forma de disfrazar su crisis de valores, su pérdida de influencia y el vértigo consiguiente.

            Así pues, aunque La derrota de Occidente errase en las fuentes estadísticas, cosa que no es probable en tal rigor historiográfico, se mantendría la provocación de un diagnóstico que ve en el desmantelamiento de la religiosidad la pérdida del vigor social, moral y económico. Para Todd es la liquidación de la energía religiosa, en una variante autista de lo que los escritores rusos del XIX llamaban nihilismo, lo que explica la impotencia de Occidente ante el mundo multifocal que actualmente se abre. El uso de la violencia en Ucrania, en Gaza y medio mundo –incluida la violencia suicida del mass killer– es la expresión de un agotamiento de los recursos morales, ideológicos y religiosos. El declive demográfico y de las estructuras familiares vendría de una crisis religiosa a manos de eso que se llamó nihilismo, que ahora Occidente, en el grado cero de su religión, quiere convertir en una especie de nuevo dogma, aunque carente de verdades comunes y vinculantes. Cuando el nihilismo se convierte en el sustrato social, insiste hasta el final Todd, todo es posible; cualquier cosa, incluido lo peor.

            A la manera de un antropólogo maduro, Todd se sitúa muy lejos de nuestra actual obsesión laica de encontrar una inmanencia correcta que nos salve del reto y la dificultad de lo trascendente. Un extraño y reciente Manifiesto conspiracionista, un libro mucho más agresivo que éste, pero también menos creyente en la posibilidad de corregir el curso antes de que sobrevenga la catástrofe, sostenía una tesis similar: mientras no aceptemos la trascendencia ínsita a cada ser, Occidente está condenado al fracaso cultural ante los mundos exteriores. De ahí el redoblamiento de una violencia genocida, que según Todd ha encontrado en el nihilismo de relevo ucraniano un combustible fatal. Es posible que el analista español Rafael Poch tenga razón al decir que el actual conflicto europeo sólo se explica como un intento por tener las manos libres en Oriente Medio y tapar la masacre de Gaza. En este punto, que atañe al nombre de Israel, Todd es prudente. De cualquier modo, insiste en que emprendemos guerras que no se pueden ganar, incluso con el férreo control del aparato informativo.

II

Adelantemos que el libro de Todd no carece de defectos. Tiene al menos dos bastante llamativos. El primero, y esto  es muy «europeo», es una noción un tanto elitista y parcial de lo que es Occidente, con la ausencia destacada de referencias al universo latino y sobre todo hispano, esos seiscientos millones de personas que son cruciales en el mundo que se abre y que también desdibujan otra clave del libro, la hipótesis de una paulatina desaparición del Estado nación. La segunda carencia, más grave para un diagnóstico preciso de la violencia en este estadio cero de la religión, es la extrema prudencia en el diagnóstico de la violencia israelí, epítome de la violencia occidental en esta crisis terminal. La derrota de Occidente, de acuerdo con la biografía del propio autor y con los miedos actuales europeos, está recorrido por una preocupación constante en torno al judaísmo, también por un socorrido «antisemitismo» que sería índice de la salud democrática de una cultura. Habría que decir que aquí que , como buen francés y europeo, quizá Todd es extrañamente tímido. En el Epílogo de este libro se sigue hablando de un «conflicto palestino-israelí», habitual expresión que obvia una agresión furiosa de setenta años. Se olvida que la Alemania actual no es antisemita y, que sepamos, posee –no sólo en cuanto a Rusia y Palestina- una libertad de expresión y acción limitada. Se olvida también que el Israel actual no es exactamente antisemita, y sin embargo dista mucho de ser un modelo de democracia para los pocos –o los muchos- que disienten de su política mayoritaria.

            Volvamos a unas magníficas e inquietantes novedades. El libro de Todd es «relativamente pesimista» (p. 24). Lo es relativamente porque, aunque los BRICS aparecen muy tarde (p. 243), la emergencia de una posibilidad multipolar es el motivo de fondo de su alerta y su virulencia crítica. Todd no se extiende en esto, pero en un momento genial parte de la base de que uno de los puntos débiles de su libro es presuponer que Putin es inteligente. Para empezar, Insiste Todd, Putin es el producto de un proceso de formación del liderazgo que, como ocurre en China, es muy superior al nuestro.

            Parcialmente oculto en la proliferación de datos sorprendentes y anómalos, propios de un investigador histórico que ha buceado desesperadamente en cifras escondidas, lo más incómodo del libro de Todd es su ejercicio de antropólogo sobre nosotros. Con total impertinencia, nos trata como si fuéramos una tribu. Bajo nuestras pretensiones universalistas, somos para él una etnia local como cualquier otra, con todos los prejuicios, la mitología, los tótems y tabús propios de una cultura limitada en el dédalo de la tierra. Todd está muy lejos de intentar un brillante ejercicio meramente académico. Más bien se dedica a «simplificar» y «exagerar» para hacer visibles tendencias ocultas (p. 124 y p. 142). Las suyas son hipótesis difíciles de demostrar, pero que necesitamos desesperadamente (p. 104). No busca la perfección académica, sino la comprensión de un desastre (p. 190). Se diría que hasta las frecuentes referencias personales a su propia biografía, y a sus anteriores libros, remarcan lo que La derrota de Occidente tiene de libro urgentemente moral, de alegato contra un estadio peligroso de nuestra cultura, su casi completa ceguera con respecto al estadio actual del mundo.

            También en el plano geopolítico, siguiendo a Weber y a Freud, lo irracional e inconsciente (p. 24) es para Todd eje de nuestra poderosa presencia en el mundo. La preocupación de quien ahora (p. 48) ejerce de «antropólogo estadounidense» de los años sesenta, es no salir nunca de la matriz religiosa de las sociedades (p. 24). En tal aspecto, es posible que este libro tenga algo que ver con aquel complejo e incomprendido trabajo de Huntington donde, muy lejos de Fukuyama, se analizaban los conflictos de finales del XX desde el punto de vista de las primarias líneas de empatía religiosa y cultural que recorrían el planeta. Ya entonces El choque de civilizaciones insinuaba que difícilmente la fuerza militar podía compensar la decadencia cultural del espacio angloamericano.

            La constante obsesión de este ensayo es estudiar lo grande, la sociedad y sus grandes emblemas, desde «lo pequeño»: lo comunitario, las estructuras familiares, las discretas prohibiciones y rituales que se repiten bajo las revoluciones culturales y sociales. Nuestra cultura normativa es destripada desde una oculta cultura antropológica: la sociedad (Gesellschaft), analizada desde una oculta comunidad, una más o menos enterrada Gemeinschaft. No hay referencias a Tönnies, pero es continuamente latente en estas casi trescientas páginas. Fijémonos en un caso que podría parecer nimio: ¿qué significa el avance de la incineración frente a las prácticas tradicionales del enterramiento? En suma, qué significa hacer desaparecer los cadáveres, que no quede rastro de la muerte y que esta no pueda tomar cuerpo en una tumba, un lugar donde mirarla de frente? Lo mismo con el matrimonio homosexual o las prácticas de transición sexual. En ningún caso se trata, en este francés laico de origen vagamente religioso, de una vuelta nostálgica a valores tradicionales, sino de estudiar –por ejemplo- qué significa antropológicamente que una sociedad haya de santificar, contra natura, un matrimonio completamente desligado de la descendencia? O una elección de sexo completamente desarraigada del cuerpo real, de la herencia natal. Al margen de una ideología reaccionaria o progresista, el pensamiento de Todd no tiene ningún problema en analizar ontológica y antropológicamente los signos de nuestra deriva hacia la moralidad cero, la cultura cero, la religión cero; también, por cierto, un paralelo humor cero (p. 154).

            Dicho sea de paso, Todd nunca explicita lo que debe en estos conceptos –el nihilismo de la religión cero– a un pensador que descendía de la seriedad con que Bataille consideraba a lo simbólico: Jean Baudrillard, otra bestia negra del progresismo insularizado. Para una noción antropológica de la cultura la tierra está viva. En ningún caso parece haber mapa mudo, pues los territorios y las poblaciones están recorridos por vectores simbólicos de fuerza. La geografía habla siempre a través de las poblaciones. La antropología debe estar atenta a los signos con los que una sociedad se expresa, precisamente a través de sus pequeñas pervivencias comunitarias. Lo oculto de una sociedad puede más importante que sus grandes manifestaciones espectaculares.

            En ningún momento, sea con la religión tradicional o con su declive, esa furia religiosa –de religión cero- llamada nihilismo, Todd deja de poner en el centro de nuestra tribu el papel clave de las creencias. Y tampoco deja de analizar cómo ellas, en su crisis nihilista, han taponado lo que había que ver y oír, los signos reales a los que había que atender para que fuéramos más inteligentes ante la complejidad real que vuelve, después de décadas de predominio de cierta ficción ilustrada. Aunque no se llega a hablar de Ilustración activa, zombi y cero, es normal que el ciudadano medio español, italiano o francés se enfade con este libro –cosa que se vio también en el seminario de O Picón-, al fin y al cabo en él nos están tocando la religión laica del consumismo en la que hemos trasmutado una vieja pasión religiosa, inevitable en todas las etnias. La humanidad siente miedo ante un exterior que no cesa, así que es normal que se defienda como puede. La religión es clave en ese punto, aunque sea en la forma de un nihilismo furioso. La decisión de oponerse o silenciar este libro es también la vieja furia inquisitorial en negar que tenemos miedo al demonio del afuera, que el rey está desnudo o que la tierra se mueve.

            Todd no se extiende en esta categoría de lo religioso como empalizada de defensa, pero analiza nuestras pasiones laicas –el tamaño, el dinero, el espectáculo, el miedo al otro- como un resultado distorsionado de la centralidad de lo religioso. La tribu tiene miedo a los monstruos del pantano, así que es normal que distorsione todo lo que le recuerde a un exterior anómalo. Y sin embargo, dentro de su relativo pesimismo, La derrota de Occidente parece creer continuamente en la posibilidad de que los herederos de Cristo despierten de su letargo, se liberen del velo estadounidense de furia y oscurantismo y consigan hacer pie en otra comprensión del mundo. Aunque los BRICS aparezcan muy tardíamente, aunque el paradigma de Israel nunca sea radicalmente cuestionado y el universo árabe apenas sea mencionado, los otros –con el nombre preferente de rusos– no dejan nunca de representar la posibilidad de otro Occidente y otra Europa, más atentos a una trascendencia que parece pedir la misma tierra.

III

La insistencia en el nihilismo que estaría detrás de nuestra decadencia, incluso económica, sigue significando la insistencia en poner en el centro las creencias. La última religión laica occidental, y esto nos enfrenta a casi el entero resto del mundo, significa apostar de continuo por una nada segura (Nietzsche) frente al algo incierto de la existencia. Hasta en los muertos tememos ese algo incierto, por eso es necesario de tapar la lenta muerte propia con multiplicando los cadáveres destrozados de los otros. Entre nosotros hay que tapar la muerte haciendo desaparecer el cadáver del ser querido en la incineración. Nada que recuerde a una presencia viva de lo otro, en este sagrado grado cero de nuestras creencias, es tolerable nuestro tiempo lanzado, en una velocidad de escape (0/1) que se multiplica precisamente con un cero limpio, muerto. El cero no existe, pero es precisamente la base de una cultura empeñada en despegar de la naturaleza

            Todd también insinúa que Occidente ha encontrado en el recambio perpetuo, en la movilidad continua, en la obsolescencia programada de toda certeza una forma de esquivar la realidad, cualquier relación con la verdad. Religión cero también significa moralidad cero y verdad cero. En un mundo donde basta que un hombre puede sentirse mujer para hacerse mujer, o viceversa, ¿qué queda de cualquier referente. Por ejemplo, ¿cómo creerse que un pacto con Irán no puede violarse al cabo de tres meses? En general, ¿qué lugar puede ocupar alguna noción de verdad en un mundo invadido de narcisismo, individual, nacional y «global»?

            Es preciso insistir en que esta nueva visión global de nuestra condición no tiene nada que ver con el celebrado Imperio de Negri. Si bien Todd no niega que la nube de las abstracciones repetidas sea una de nuestras armas favoritas para escurrir la realidad, achaca continuamente la responsabilidad de esa huida ontológica a centros de poder bastantes precisos, particularmente, la sordera cultural de la insularidad angloamericana. Aislamiento imperial del que Europa, también la dulce Francia, lleva décadas endeudada, en parte para huir de lo trágico que es común a la especie. Todd insiste en que la decadencia cultural e ideológica de Occidente, el cénit del nihilismo, también ha significado redoblar su grado de violencia. En cierto modo, tenemos en el mass killer estadounidense –metáfora individual de lo que Chomsky llamaba primer estado delincuente– la imagen de un nihilismo que sólo encuentra en la destrucción algún tipo de referente. Como si la liquidación de todo referente exterior, como hace Israel –el ejemplo prohibido en Todd- con sus vecinos, fuera la única posibilidad de que nuestra condición democrática cero no tenga espejos, ningún destello externo que le devuelva su condición aberrante.

            Occidente destruye los mundos exteriores, sataniza a Rusia y China, para blanquear su malestar, la intuición de que en realidad ya no tiene nada que ofrecer. Esto también es el nihilismo, una conversión íntima a la nada… que debe acompañar la reducción del otro a nada. Todd llega a mostrarse piadoso (p. 245) a la hora de seguir diagnosticando este nihilismo y ponerle más nombres. ¿Por Israel, otra vez? De hecho, en su libro jamás se habla de un judaísmo cero, que tal vez sería una buena categoría para designar la nula relación con la alteridad, la de la verdad, de la sociedad hebrea actual, esa verdad que un día fue el mamá de una existencia peregrina.

            Lo nuestro, parece decir Todd, es simplemente un ombligo expandido con el opiáceo de una violencia que hasta ayer ha sido impune (p. 272). Pues bien, ya no lo es, y el mundo pasa cada vez más la factura por ella. La derrota de Occidente centra en la Rusia de Putin nuestro odiado Otro, recordando que es una nación inmensa cargada con toda clase de recursos naturales. Recuerda incluso que hubo un momento en que la administración estadounidense, y la misma CIA, reconocía en los rusos una profunda diferencia cultural que había que atender, para tratarlos o combatirlos. Nunca, hasta la llegada maniquea de los neocon, se pretendió borrarla del mapa, anularla o fragmentarla. A veces Todd sugiere (p. 177) que hemos inventado a Rusia como chivo expiatorio ideal. Insiste en que la Federación Rusa es una región de la tierra vasta y despoblada, con un índice de natalidad bajo y aquejada de una dramática falta de hombres. Esto, junto con su admiración por Occidente hacen ridículo el temor de que Moscú quiera adueñarse de Europa. Quizá no es tanto eso, se sugiere en este portentoso libro, como el temor europeo y occidental hacia un contagio populista que podría venir de Rusia. Esa sería la más temible invasión de esta «democracia autoritaria» que es la actual Rusia, facilitando tal vez que los pueblos europeos se subleven contra las élites correctamente minoritarias que los maltratan.

            Sólo había tres reivindicaciones rusas innegociables (p. 84) frente a Ucrania: Crimea, la seguridad en el Donbass y la neutralidad de una Ucrania no nuclear, fuera de la OTAN. No es tan lejano a lo que pedía Kennedy en la crisis de los misiles cubanos. Pero la Francia actual, la Europa y los EEUU actuales no sólo han preferido ignorar esas tres reivindicaciones razonables. Todd repasa someramente toda la lista de agravios y agresiones que, mucho antes de Maidan y el apoyo europeo a los neonazis, han forzado a Rusia a tomar la determinación de una operación militar que Todd insiste que es militarmente muy limitada. Sólo 120 mil soldados, una cantidad proporcional a las que empleaban las naciones occidentales en las guerras coloniales (p. 86). Antes Minsk fue sólo una farsa, pero todos necesitaban entonces ganar tiempo.

            El comunismo ruso, se insiste en este libro, el comunitarismo no nació de la mente calenturienta de Lenin, sino de la propia estructura de la familia jerárquica rusa, cosa que ya reconocían viejos análisis y que hubo un tiempo que la propia CIA entendió. El mismísimo KGB, ocupándose de todos al detalle, no dejaba de ser un remedo del viejo paternalismo familiar. Nunca entendimos, para empezar, que la URSS no cayó por las presiones externas de Occidente, sino por razones internas (p. 14). Por eso mismo la gigantesca nación, para sorpresa general, se hundió con Yeltsin. Es posible que ese hundimiento haya facilitado la ilusión óptica de un estallido ruso, dificultando la comprensión de que con Putin ha vuelto para quedarse una Rusia indestructible. Todd, sin ambages, repasa los logros de este hombre, a quien considera –insistiendo que este es el punto más débil de su libro- un político inteligente. Para empezar, tiene una relación íntima con el capitalismo de libre mercado. En segundo lugar, está atento –¿lo hace Von der Leyen?- a las reivindicaciones de la clase obrera y a las necesidades populares. Ha metido en cintura a la clase oligárquica de Moscú y San Petersburgo como, por cierto, el Estado ucraniano no ha hecho con sus oligarcas. Además de esto, Putin ha logrado un descenso en picado de la mortalidad infantil, una bajada drástica del índice de suicidios, del nivel de alcoholismo y de los homicidios (p. 30). Cualquier parecido con Stalin, insiste Todd, es un disparate. Dentro de los parámetros que en este libro se denomina una «democracia autoritaria», Putin permite además una libertad casi total para entrar y salir del país. Lo que para Todd es muy importante, ha logrado un índice muy bajo de antisemitismo. Lo peor de todo, insiste La derrota de Occidente, es que Putin alimenta sin cesar un populismo peligroso para nosotros, pues nos recuerda sin cesar la forma despótica, propia de una oligarquía liberal, con que la UE y Occidente olvidan y maltratan a sus pueblos.

            Menos mal que Putin es de extrema derecha y así sólo puede tener relaciones fraternales con China, Cuba, Venezuela, Irán y Corea del Norte. ¿Es posible que tampoco a ese hombre le perdonemos sostener una intransigencia común, tradicional y humanista que el progresismo minoritario, elitista y políticamente correcto, ha querido liquidar? En el análisis de Todd, Putin es uno de los nombres de una sensibilidad para lo común que el puritanismo de nuestra cultura insular, apoyada en el elitismo de unos medios que giran en bucle, ha bloqueado.

IV

Como antropólogo e historiador, aunque se muestre conocedor de la idiosincrasia eslava, Todd apenas entra en detalles del carácter de la cultura rusa, su pasado y su presente. Sólo recordemos que la abolición de la servidumbre en Rusia se produce en 1861, unos años antes que la abolición estadounidense de la esclavitud. Sólo recordemos que la ciencia y la literatura rusas son, desde el siglo XIX, de primer orden comparados con sus homólogos occidentales. El Caramillo de Chéjov, de 1887, dibuja ya el mapa completo de las preocupaciones actuales sobre la contaminación y la extinción de especies vegetales y animales en la tierra. El beso, del mismo médico rural llamado Anton Chéjov, es de tal complejidad, de tal panteísmo anímico donde mal y bien se mezclan –la nobleza y la servidumbre, las mujeres y los hombres, la dicha y la desdicha-, que una mentalidad típicamente occidental naufragará cien veces antes de tener una visión final equilibrada. Toda la literatura de Dostoievski está asimismo recorrida, en esa tierra tan cristiana, por un anti-puritanismo donde el Altísimo y lo Ínfimo se mezclan inextricablemente, haciendo de casi cada personaje una encarnación bifronte del endemoniado y el salvado. Estamos, no hace falta decirlo, a años luz de la predestinación protestante, muy lejos del maniqueísmo puritano que se ha adueñado en los últimos tres decenios de la cultura woke y anti-woke estadounidense.

            Si nos asomamos a Limónov, sólo el retrato de Nueva York contenido en Soy yo, Édichka, nos desbordará por todas partes a la hora de reconciliar esa audacia cognitiva con los tópicos turísticos de una cultura atrasada y brutal. Hubo un tiempo en que la literatura y el teatro angloamericanos giraban en torno a los motivos y las formas rusas. ¿Qué sería de El guardián entre el centeno sin Memorias del subsuelo? ¿De la Calle 42 sin el Tío Vania? Etcétera, etcétera. Fijémonos sólo en un detalle cultural nimio, la diferencia en el diseño de dos armas de dos de las naciones más poderosas de la tierra: el M-16 y el fusil de asalto AK 47 (Kalashnikov). Nada que ver, ni en la forma ni en la funcionalidad, entre uno y otro. En uno prima la limpieza del diseño; en el otro, capaz de hundirse en el barro y seguir disparando, prima una complejidad rústica que los rusos y sus aliados manejan muy bien. Es la misma diferencia que hay entre El beso y un relato occidental contemporáneo. De un lado, la rugosidad terrenal; del otro, la limpieza moral. Inmoral para nosotros, una rugosidad terrenal es parte de la pasión rusa por la forma, desde el contructivismo hasta la mística del cuadrado en Malévich.

            Esto por no hablar del cine de Sokurov, por ejemplo en Taurus. De Polustanok, del bielorruso Sergei Loznitsa. Si escuchásemos con atención –no lo haremos- una reciente entrevista de Duguin con Tucker Carlson, asistiríamos a un «repaso» a los orígenes de nuestro individualismo que está a cien años luz de lo que Inglaterra y EEUU nos han vendido como modernidad, una dialéctica infernal entre el aislamiento solipsista y su histérica conexión posterior. Todd no se extiende sobre toda esta constelación de señales, pero da la impresión que las tiene muy en cuenta en su toma de distancias con respecto a nuestro reciente –no tan reciente- racismo anti-eslavo. Revolotea por La derrota de Occidente, sin ser tematizado expresamente nunca, la idea de que nuestro furioso nihilismo no soporta la rugosidad panteísta de la cultura rusa, un laberinto terrenal ajeno al maniqueísmo y donde bien y mal se mezclan sin cesar. El comunitarismo se vincula también con eso, pues supone la afectividad de un cara a cara personal que se asienta en un dédalo de herencias, de tierras, ríos, apellidos y linajes.

            Religión cero, verdad cero, moralidad cero, humor cero: nuestra ortodoxia nihilista. ¿Cuál es la clave de la cultura rusa? La certeza, incluso matemática, incluso decimonónica y «nihilista», de que no existe el cero. En Chéjov y Tolstoi la vulgaridad mayoritaria está sometida a una intensa variación. Nadie es nada, tampoco en Limónov. De modo que toda nuestra cultura digital está allí envuelta por una poderosa cultura analógica de alta indefinición. Una mística del cero, en forma de llanura, de nieve infinita, de oscilaciones del rubor en los rostros, está detrás de la cultura rusa. Una mística del cero donde el vacío o la nada son siempre algo, al menos una cualidad real mínima, a veces casi imperceptible: las oscilaciones de la luz en Taurus, los estados de ánimo de los personajes en Dostoievski. El frío donde se puede pasear… o donde no se puede ni cazar.

            Muy europeo, decíamos, el libro de Todd es también una larga queja por la hermandad que ha sido yugulada. El cero como ilusión occidental cualitativa, el cero que está tras la mitología redentora de la IA y de nuestro nihilismo. El cero del recambio perpetuo, el de la pantalla en nieve y el guarismo mágico de la multiplicación del uno. Vivimos en un nihilismo consumado. Aunque ese ideal sea una forma de suicidio y lleve a la destrucción violenta de todo lo que encuentre a su paso. Todd insiste en que en el nihilismo todo es posible, hasta lo más inimaginable. Sin embargo, las ondas de expansión de este nihilismo ondulatorio se estrellarán una y otra vez contra el rompeolas ruso. Todd calcula cinco años ante la catástrofe completa de Occidente en el Este. Y su aliado privilegiado, un nihilismo ucraniano en cuya trampa ha caído Washington, no correrá mejor suerte. Las cosas han ocurrido como si el propio nihilismo ucraniano, paraíso hasta ayer de los vientres de alquiler, fuera una copia aguada del ruso. Una copia carente de raíces, lo cual ha impedido que ese nihilismo pueda volver sobre sus pasos. Las explicaciones de La derrota de Occidente sobre el suicidio lento de las élites ucranianas ante Rusia (p. 83) oscilan entre el masoquismo, la ceguera y un inconsciente paneslavismo que ha atrapado a Ucrania en una espiral de autodestrucción: «una necesidad de conflicto que revela una incapacidad para separarse». 

            Todd no es para nada un reaccionario, pero ve el cero del nihilismo en el descenso drástico de la natalidad; en la incapacidad para descender, apearse del supremacismo urbano-ilustrado y bajar a tierra. La conquista del matrimonio igualitario, donde la descendencia es imposible, nos iguala a todos en el cero. Desgajados de las raíces naturales, de la singularidad natal, personal y de género, se nos condena a flotar en la ficción un espacio virtual. Es el nihilismo llevado hasta los extremos suicidas de la intervención en el cuerpo.

            En esta economía libidinal y nihilista el mismo Estado, frente al mercado, o la derecha frente a la izquierda, dejan de tener otro sentido que el meramente escénico. Igual que las diferencias entre los ciudadanos woke y los anti-woke, pues todo es intercambiable en este fondo de indiferencia que nos arma. Es en este panorama antropológicamente transgénico donde los verdes alemanes pueden apoyar con argumentos de izquierda el sionismo y donde el ardor bélico feminista –al estilo Kaja  Kallas- se ha convertido en una fuerza nueva para las iniciativas armadas de un Occidente en estado terminal. Sin el racismo progre que ha alimentado la endogamia occidental, la indiferencia ante la matanza de Gaza sería incomprensible. Tanto en Israel como fuera, lo que asombra hoy, y hace a Occidente moralmente inferior, no es la sevicia de los malvados, sino el silencio de los justos y la ausencia de debate. RT está prohibida en Europa.

            Empujados a la indiferencia de la igualdad aritmética, Todd no tiene reparos en extenderse sobre una especie de racismo LGTBIQ+. El vacío del nihilismo empuja a una variación espectacular. Si es el individuo aislado y estresado quien ha de multiplicar los contactos, no es tan difícil imaginar la relación entre la atomización social individualista y la histerización del contacto, de la sexualidad. El espectáculo más o menos pornográfico –primeramente en la información media- es el cemento que vincula una atomización siniestra. Los hombres están separados por una versión tecnocrática de aquello mismo que les vincula. La derecha divide con el Mercado; la izquierda sistémica conecta los restos con el Estado. Una se alía con la otra para que el bloque resultante sea inapelable. Es en estas circunstancias, las de un complot político contra lo real, donde el choque con fuerzas exteriores es imprescindible para que Occidente despierte de su sueño. Minoritario y a la vez supremacista.

            El capítulo VII, «Del feminismo al belicismo», no deja de ser la crónica de una versión perversa de la consigna «Lo personal es político». Ya hace mucho que los argumentos sensibles de la mujer tienen un papel impresionante en nuestro ardor guerrero, antes de Golda Meir y Margaret Thatcher. Después de Condoleeza, Madeleine Allbright y Hillary, Kamala Harris, Sanna Marin, Úrsula y Kaja Kallas, la Viceministra europea que pidió, en nombre de los derechos humanos, partir a Rusia en trocitos. Esa ha sido nuestra estrategia «feminista» con los estados y las culturas incómodas: balcanizar y fragmentar; devolver a la edad de piedra del enfrentamiento tribal y después, si acaso, confederar. Después de las bombas de fragmentación, McDonald’s para reunirse. El progresismo vigilante aporta en el actual capitalismo sensible, no weberiano (p. 164), la fuerza que a la sola derecha le faltaría. Donde no llega Nancy Pelosi llegan Trudeau, Bono o Tarantino. Pensemos en Harari como modelo anglobal: joven y guapo, judío y progresista, homosexual y vegano, es ideal como fuerza «moral» de apoyo a la incesante campaña de Occidente sobre el exterior atrasado, despótico y heterosexual, del mundo eslavo o árabe. Evidentemente, los tiempos están cambiando. Aunque no en el sentido que pensamos en los años sesenta, pues hoy un progresismo minoritario dirige la violencia militar de un capitalismo atomizador.

            Verdad cero. ¿Qué sentido tiene mentir sobre la posibilidad de cambiar un par de cromosomas XY por otro XX? (p. 202). Si todo se puede elegir, ¿en qué queda la más mínima obligación de verdad? Si lo común tiende a cero, también lo harán la sexualidad, la seducción y el amor. ¿No es este panorama poshumano de nihilismo, donde el otro es sólo una punta estadística de nuestro capricho narcisista, donde se extiende el cultivo de mascotas como avatares ideales, gemelos de uno mismo? La libertad de expresión individualista ha pulverizado la igualdad, la fraternidad, y también la relación corporal y anímica con uno mismo. En este panorama, Todd pone a Rusia como el índice exterior de un iceberg fatal que nuestro Titanic masivo ha creado. Entiendo que en la invitación que hace este libro de atender a Rusia se nos está invitando primeramente a atender de otro modo a los pueblos, a la alteridad infinitamente minoritaria que constituye a las mayorías. 

Ignacio Castro Rey. Muxía, 30 de diciembre de 2014


Mara Giménez Sarabia entrevista a Ignacio Castro Rey

ASCUAS DE DICIEMBRE. Preguntas de Mara Giménez Sarabia

1. ¿Cuál ha sido tu evolución en los últimos años?

¿Cuánto más viejo más pendejo? Espero que no. No sé si he «evolucionado», pues en cierto modo sigo con las obsesiones de hace cuarenta años. Quizá soy un poco más prudente, menos arrogante e insensato. Si es así, me ha costado mucho. ¡Somos todos tan tercos, tan autistas! En cuanto a lo que permanece en mí, siguen obsesionándome la muerte, el pueblo llano, la vida común. Y esto hasta la más extrema vulgaridad: comprendo muy bien a Pasolini, al autor de Lolita… Posiblemente en la letra y el estilo filosófico no he conseguido ese giro mundano, pero sí en una violenta pasión escondida. Vivo más atento al otro, con menos prisas. Y menos colérico tal vez. De todas formas, no sé a quién le puede interesar mi evolución. Es posible que, en el fondo, sea tan perfeccionista e intransigente como siempre. A la vez, tuve con frecuencia cierto sentido del humor, no siempre negro. Me gustaría pensar que no lo he perdido… Sigo siendo muy impaciente, la verdad, y eso no tiene un fácil remedio. Sólo querría alcanzar, en palabras de un amigo, una impaciencia metódica, frenada.

2. ¿Por qué ese desprecio por la política?

No hay tal desprecio. Es que, en conjunto, los políticos me parecen la casta más nociva que pueda imaginarse. De un extremo a otro del arco parlamentario, han conseguido no saber nada de la calle, de la vida real. Con honrosas excepciones, casi siempre ajenas al supremacismo «primermundista», llevan décadas sin pisar literalmente el barro común. Fíjate lo que ha pasado en Valencia: por la derecha y por la izquierda, es una vergüenza la insensibilidad hacia el dolor, la desgracia y el fango. La derecha no cree en Dios, la izquierda no cree en el Pueblo: aun suponiendo que sean dos cosas distintas, el nihilismo resultante es terrible, pues en él cualquier aberración es posible. Y lo grave es que apenas nada tiene consecuencias, tampoco en el escándalo de Gaza, pues el narcisismo político ha logrado una impunidad casi perfecta al protegerse en una especie de narcisismo expandido, de clase media. Como en las redes, fingimos pelearnos, pero vamos todos juntos: Hoy «Me gusta» por ti, mañana por mí. Me acuerdo de la frase de uno de los hermanos Panero: «La política es la organización del espanto». Pensemos en las persecuciones medievales que han sufrido dos personas tan distintas como Rubiales y Errejón… Monstruosamente inmoral, nuestro Estado profundo ha externalizado en una sociedad obscena, aunque moralista hasta niveles inquisitoriales, una caza del otro que nos sirve sin cesar un chivo expiatorio, blanqueando así el malestar general… Esta mañana atravesé un parque del Retiro atestado de gente que corría para sudar: todos parecían desesperados por expulsar la basura tragada el día anterior… y la que vendrá mañana. Sobre todo, hay que decirlo, la basura de la indiferencia. Hay una frase reciente que me impresionó: «Lo peor de este mundo no es la crueldad de los malvados, sino el silencio de los justos». Sí, tal vez tienes razón: algunos aborrecemos esta sociedad opulenta y su política. En conjunto es una maldición bíblica que antes, cuando la izquierda no estaba vendida, entendíamos simplemente como barbarie capitalista.

3. Estamos cerca de unos días convencionales de paz y buenos deseos. Sin embargo, incluso en ellos seguimos rodeados de titulares, de informaciones incontestables y respuestas categóricas de la ciencia, la publicidad, el periodismo, la política… En el fondo escasean las dudas, la ambigüedad y las preguntas. Si tuvieses que condensar tus inquietudes, ¿en qué pregunta las resumirías?

Qué difícil. Después de lo que te he dicho antes, tal vez la pregunta clave sería esta: ¿Cómo conservar el humor y el amor, cierta inocencia, una especie de suave fortaleza en esta sociedad autista, sometida a la obscenidad de una iluminación incesante? Mientras esta misma sociedad tolera o ejecuta, muy cerca y sin inmutarse, matanzas genocidas… A veces, expropiados de distancia metafísica y serenidad, algunos nos sentimos prisioneros del rencor. ¿Te ocurre a ti también? No parece muy saludable. Es posible que necesitemos, hasta por razones políticas, un cierto estado de gracia, casi una nueva beatitud.

4. En medio del incansable diseño que nos protege, ¿dónde encontrar hoy la belleza?

En el afrodisíaco de una atemporal pobreza, en su inocencia escondida. En cualquier lugar donde se atenúen los focos y se callen las «estrellas». Podría ser que las perversiones y la pornografía, incesantes y sumergidas, no sean más que una forma desesperada de buscar algo «real», aunque sea aberrante, en medio de una ficción social interminable. Simone Weil decía que la belleza sensible es el índice mudo de la verdad, pues allí se da la confluencia inesperada del azar y el bien. Ahora bien, ¿dónde está hoy el azar, la espontaneidad? Por motivos incluso médicos, es urgente imponer zonas libres de información que nos permitan el acontecimiento del encuentro, con la belleza y con algunas epifanías de verdad. También con el prójimo, y con ese desconocido que hoy es uno para sí mismo. La iluminación incesante genera una distorsión fatal, un conductismo masivo donde sólo es posible lo similar. Es preciso buscar umbrales donde las cosas y las personas todavía puedan latir. No hay otro camino si queremos recuperar en la existencia su derecho a sorprendernos, una potencia de metamorfosis que es esencial a lo que está vivo.

5. «Inteligencia artificial y crueldad calculada»: el subtítulo de tu último libro parece elocuente. Sin embargo, ¿a qué te refieres con el término Antropofobia?

No se trata de misantropía, aquella especie de desamor en nombre de algo, quizá otro mundo posible u otra humanidad. Antropofobia nombra el racismo insular de la anglobalización que nos ha colonizado mentalmente, un supremacismo fluido que odia todo lo que huela a esa vieja humanidad –fea, supersticiosa, sentimental- de las afueras. Los elegidos del norte quieren sustituirnos por una élite de cerebros mutantes. Hablan continuamente de la abyección de los otros, rusos y musulmanes, nunca de la nuestra. Hablamos del calentamiento global, nunca del enfriamiento local. Al faltarles el latido solitario de un corazón, los expertos que nos mandan son de una estupidez criminal. También completamente incultos, pero eso sería secundario. Lo grave es que su estupidez, que nunca es muda, resulta impunemente asesina en este desierto del nihilismo.

6. La tecnología en boga causa estupor porque parece que la palabra humana resulta cada vez más superflua y que todo lo que se puede decir queda ya dicho por las IA. ¿Queda por decir algo distinto?

La creatividad y la inteligencia son un producto de la finitud, de los accidentes inesperados y del «atraso» de vivir. Sobre esta cuestión clave los apologetas de la IA no dicen más que idioteces. En medio de su habladuría constante –un chat nunca contesta «no sé»-, lo importante está oculto, sigue todavía por decir. Con una intención minuciosa y despiadada, mi libro quiso retratar las entrañas furiosas de la inteligencia artificial. En su velocidad combinatoria, la IA es completamente parasitaria de la vida común y sus intuiciones. No sabe nada de la inteligencia porque no sabe de su fuente, el dolor. Tampoco sabe que su voluntad de perfección tecnológica es monstruosa, pues nació para facilitar las matanzas. En primer lugar, para expandir entre nosotros lo que Kafka llamó «asesinato del alma». En segundo lugar, para facilitar el genocidio de los pueblos que molestan. Que le pregunten a los parientes de los suicidas, a la inmensa legión de muertos en vida de Londres o París, a los expulsados por el sistema al infierno. No a Harari o Elon Musk, esos marcianos multimillonarios, sino a los gazatíes. Como a veces logran la literatura y el arte, es urgente asaltar la tecnología y someterla al analógico suelo común, a los sentimientos que brotan de él. Aunque quizá lo mejor sería, en el plano anímico, ignorarla completamente. Es posible que algunos artistas como Handke, Sokurov o Malick nos estén dando alguna pista.

7. El imperio del dato y de los algoritmos deshumaniza la vida hasta acostumbrarnos a vivir sedados tras lo que se nos empuja a desear. ¿Hemos puesto en venta nuestros deseos? ¿Podemos desear algo distinto a lo que nos ofrecen los dispositivos digitales?

Inesperado y oscuro, el deseo nos empuja fuera del goce egocéntrico. Nos lleva por sendas escarpadas y humilla el narcisismo, ese instinto adolescente de elegirlo todo, escogiendo sin cesar identidades seguras que nos protejan. Es cierto que, con una servidumbre voluntaria que no tiene parangón, hemos puesto en consigna nuestro deseo… a cambio de la visibilidad colectiva, de compartir una actualidad espectacular. Todo el mundo quiere salir en la foto global, por eso la redundancia es el fondo de la «diversidad» informativa. Nos repetimos como cotorras sobre los temas que consideramos importantes: la sexualidad normativa y la prostitución, Ucrania y Venezuela, Rusia e Israel… Vamos siempre en manada, bajo un conductismo que nos ahorra pensar ni indagar en otras posibilidades. Esta sociedad «juvenil» padece un miedo senil a estar a solas con nada, a entrar en la encrucijada solitaria de la que parten todos los caminos para un posible encuentro. Pero sin «conspirar» desde el secreto, la frustración y el aburrimiento están servidos, por mucho que los maquillemos con efectos especiales.

8. ¿Es la filosofía una panacea para frenar el imperativo tecnológico? Se hablar mucho de esta disciplina como un saber crítico y contra-hegemónico, pero en muchas ocasiones acaba siendo absorbido por diversos intereses políticos o económicos.

No sé si hay atajos… Quizá la única panacea sería atreverse a soportar el silencio, sus rumores. La alta definición del conocimiento y de las revelaciones pertenecen a la penumbra de las letras, sea en Joyce o en Cervantes. Esto es algo que la radiante anglobalización nunca entenderá. Gracias a la coacción informativa la literatura está en franca decadencia. También es cierto que la academia ha convertido a la filosofía en una disciplina a veces cómplice de lo peor, de nuestra tendencia instintiva al apartheid. Pero bajo esta costra infame de los compromisos conductuales, subsiste otro pensamiento y mil veredas escondidas. La ética de Badiou o la Teoría del Bloom son dos de ellas, pero hay muchas otras. Y también ensayos que no vienen de la filosofía, sino de un pensamiento menos endeudado. Entre otros libros, La derrota de Occidente (E. Todd) es un formidable ejemplo reciente.

9. En Antropofobia te refieres en muchas ocasiones al miedo y aludes a la obediencia masiva de un «conductismo basado en el miedo». El miedo como potencia anti-política y como elemento que impide la vertebración de lo común. ¿Nos hemos acomodado al miedo, de manera que sirva para que nos digan qué debemos hacer y qué no, sin tener que complicarnos demasiado la vida?

Me temo que no vas muy descaminada. No tener miedo es de locos. El miedo es necesario, pero hay que dialogar con él. Ocurre como si hoy el miedo, y la consiguiente alienación, se hubieran cristalizado, se hubieran disfrazado al fundirse con la diversión y volverse sexys, descarados, sin ninguna culpa. Si no hay culpa bajo el narcisismo reinante, no hay nada que cuestionar. Vivimos de un miedo sumergido, del que no se puede hablar. Mientras tanto, nos divertimos con estruendo. Esto hace muy difícil encontrar a alguien que escuche, que cuestione el canon informativo y se atreva a pensar, sin miedo a ser tachado de negacionista. El miedo sin testigos, sin interlocutores, estalla en el pánico. Tanto en el que está detrás de la obediencia masiva –escandalosa desde la pandemia- como detrás del paso al acto brutal, eso que llamamos terrorismo… La multiplicación de psicólogos funciona en proporción inversa a la capacidad de escucha del prójimo, que hoy es más o menos un inválido existencial equipado tecnológicamente. Temo no estar exagerando mucho. En tal caso, habría que echarle a este panorama una mezcla de paciencia, humor negro e inteligencia agresiva, que no es tan fácil.

10. Aludes a una condición de caminantes que está siendo borrada por las prisas, por la velocidad social. ¿Podemos seguir siendo caminantes, nómadas que van resistiendo de experiencia en experiencia?

El tiempo, aquí y ahora, es el gran enemigo del capitalismo. Fíjate cómo se esconden las arrugas, cómo se exilia la vejez. Y después la incineración, para que no quede rastro del cadáver. Es así de simple: esta sociedad «del conocimiento» no soporta lo real, el espacio irremediable del tiempo. Nuestra religión nihilista, como decía Nietzsche, prefiere una «nada segura» antes que un «algo incierto». Como la finitud común es el espectro de fondo que recorre los sótanos del capitalismo, se intenta hacer del tiempo una cronología contable. Toda la velocidad social de esta tecnocracia, de su oligarquía liberal, está dirigida contra el instante, contra ese lapso incontable de tiempo donde podría ocurrir algo. La «superstición de la cronología» (S. Weil) obliga a que vivamos en una sociedad de esclavos del mañana. El terrorismo cambiante de la moda impone una constante pedagogía de la espera bajo el lema: «Esto –la IA o lo que sea- sólo está empezando». Vivimos así en el sedentarismo invisible del reemplazo perpetuo: la obsolescencia programada afecta no sólo a los ordenadores, sino también a las opiniones. Sin embargo, todas las metáforas del tránsito espacial –caminante, transeúnte, peregrino, nómada- resultan simpáticas porque aluden a otra cosa, al posible acontecimiento de una experiencia física de lo inconsumible. Nómadas son los que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio. Por eso las pocas verdades que nos alcanzan, a veces con gloria, provienen de seres vagabundos, que casi nunca son célebres ni millonarios.

11. Qué es la libertad para Ignacio Castro Rey?

Algo muy difícil para nosotros, los contemporáneos. De buena gana nos libraríamos de ella. Los gobernantes lo saben, por eso cuentan con nuestra colaboración. La libertad es el coraje para estar a la altura de la singularidad mortal en la que hemos nacido, aunque tengamos un hermano gemelo. Esa radical diferencia, natal y anímica, nos exige sobrevivir inventando algo que todavía no existe ni tiene equivalencia. Por tal razón, los existencialistas decían que la vida más común tiene que parecerse, si no quiere sucumbir, a una obra de arte. Esto exige vivir arrojado a los segundos, a la labor un poco agotadora de adivinar sin descanso el presente y estar atento a sus signos. Creo que la libertad no tiene nada que ver con la alegre facilidad consumista de escoger en un menú servido por otros. Esto puede valer en un restaurante; no fuera, en la vida anterior y posterior a nuestras cómodas mesas. La libertad de expresión política es sólo la di-versión masiva de la obediencia, allí donde el «narcisismo de las pequeñas diferencias» adorna y oculta la seguridad de las grandes convergencias. La interactividad es el disfraz lúdico y civil del feudalismo tecnocrático al que nos hemos habituado, eso que a veces se ha llamado interpasividad. Creo, en suma, que es imposible recuperar la libertad si no reinventamos un modo artístico e inclusivo de «violencia», una manera de distanciarnos para regresar, para poder infiltrarnos.

12. Dime un libro, una autora o autor que puedan cambiar la vida, para bien o para mal.

Hay tantos escritores olvidados: Rilke, Lispector, Chéjov… ¿Libros? La hora de la estrella, ese «réquiem por todos nosotros» (Lispector). También Agamben, sobre todo en La comunidad que viene. Este breve objeto me ayudó a vivir, permitiéndome concebir una gloria, una bienaventuranza compatible con la más clandestina vulgaridad. Es urgente atreverse a ser nadie para recuperar una épica posible. Necesitamos otra vez un pesimismo histórico que nos devuelva la ironía de una jovialidad en lo trágico. Mientras eso no ocurra, nuestra comedia diaria seguirá siendo espantosamente insulsa.


El papel militar de nuestras emociones

El uniforme militar de nuestras emociones

Hoy lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva gradualmente a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde con el enfriamiento de las relaciones personales, la desconfianza en el prójimo, la judicialización de la vida cotidiana, el auge de la novela policíaca y también de la psicología. Etcétera, etcétera.

                Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la «aventura» de la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y con su predestinación, que se muestra en las riquezas mundanas y facilita un aislamiento individualista que convierte a cada uno en potencial empresario y, a la vez, en mercancía. El prójimo desaparece en aras del ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. todo esto encarna una creciente ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el hedonismo de la vida labriega, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.

                Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese este con aire protestante, católico o laico, tampoco es ningún capricho de ningún conspirador. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar al Santiago de los años 60 y 70 muy trabado por el corsé del recato, mientras -muy cerca- el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.

                Después el capitalismo, para sobrevivir y expandirse, se calienta. Hasta hoy, con un creciente enfriamiento real y calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy, más divertido y «turístico». Y todo ello con una emoción artificial expandida, como un anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.

                Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, muy artificiales, anteriores a la IA y tanto o más controladas que ella.

                Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Público cautivo que debe sentirse víctima y solicitar ayuda. O ser solidario con las víctimas: la victimización es nuestra forma de odio al otro. Todos somos libres, pero somos igual de víctimas; vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los rusos y los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de  nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault) de antaño. Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras es feliz, mientras tiene una intensa y casi obscena sensación de libertad. La ruidosa libertad de expresión, con su dosis de crueldad, de los prisioneros. Nula libertad de acción, maniatada por la economía; máxima libertad de expresión, maniatada por la perversión polimorfa de los medios y las redes.

                Vivimos en un Estado en red; solo por ello, doblemente persuasivo, doblemente despótico. Conductismo en red que explica, supongo, la amplia pasividad ante Gaza. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decida vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece a manos de un onanismo expandido. A manos, en definitiva, de un narcisismo expandido.

                La pornografía no es, en todo esto, un submundo emocional y subsidiario, sino algo central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. El totalitarismo del entretenimiento, que usa inteligentemente las emociones para mezclar cadáveres con anuncios de colonia, explica la impunidad terrorista de Israel. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI, que poco después de destrozar mujeres y niños palestinos pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. Mientras vibran en otra fiesta techno. La cocina puntera, dicho sea de paso, también es emocional, vale decir, inundada de ardores, colores y gritos, de sensaciones y sabores. La visibilidad no es nada sin la pornografía del impacto.

                Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con la perspectiva de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si para esa izquierda Errejón es «un monstruo», es obvio que tal progresismo -sexo, drogas, rock and roll- no tiene ya palabras ni conceptos para los demócratas asesinos de Palestina y Líbano. Así nos va. ¿Está libre de esta obscenidad impotente los fallos humanos en el reciente desastre de Valencia? Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información -que mezcla niños destrozados con anuncios de hamburguesa- tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier sensación. Fíjense en la vocalización ansiosa de las locutoras, cuenten lo que cuenten. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que hasta entonces había oído sobre el tema era pornografía, no estaba exagerando. Literalmente, la pornografía guía al más normal telediario y es el pegamento que une la diversidad temática del entretenimiento.

                Existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando podríamos estar a punto de llorar, de sentir algo no entretenido, pasamos ya a la siguiente carcajada o al siguiente meme. Somos felices cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Hasta le felicidad es obligatoria, y peligroso negarse a ella. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría -cuando se libre de la acusación de negacionista- salvado de la alienación que nos hace tan felices, mientras arrasa cualquier rastro de vida.

                Gracias a la guía masiva de la percepción, a través del espejismo de la diversidad cerramos una y otra vez la enorme secta que hoy es Occidente. No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo. El pequeño, crucial apocalipsis de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.

                ¿Tendremos mañana fuerza para este regreso ancestral, moral y primitivo? ¿Tendremos fuerza para comunicarlo después? Todo este humor, negro y marrón, es imprescindible para no convertirnos en cínicos, ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse, incluso a solas. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 15 de noviembre de 2024


Seminario

QUEBRAR LA OBEDIENCIA PROGRESISTA. Preguntas de ESHER PEÑAS sobre GUY DEBORD

1. Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?

En cierto modo, siendo difícil, Debord no es ningún enigma. Desgraciadamente, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como si fuera la peste, la certeza de que el auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada que nos intenta gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progreso atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Ocurre que la vieja y oxidada alienación pretende ser divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Debord tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo en boga, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord la inmediatez de una fresca violencia. Esta certeza utópica es lo que lo hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y actual.

2. Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él preconizó?

Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial. Con frecuencia, los visionarios rezan para que sus profecías no se cumplan y sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica, excesivamente pesimista. Lejos de esto, por desgracia, Debord acertó plenamente en su pesimismo, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La obra crítica estaba hecha. Podemos decir que después… murió a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con el espectáculo fúnebre del miedo, mientras un colaboracionismo generalizado de la izquierda facilitaba un estilo bovino de gobernanza. Debord también se libró de ver cómo una matanza infame, la de Gaza, se convierte en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando a Israel y su terrorismo de estado. Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de calma que, entre nosotros, sólo parece posible cerca de un umbral clandestino, en un claroscuro escondido. Esta distancia no es otra que la de la vida común, cuya inmediatez real es inaccesible a la historia. Es ahí donde descansan las ideas de Debord, cerca de nuestra espera y sus sentidos larvarios.

3. Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?

La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, por ejemplo, que llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por lo social y la historia. Y así es, pues el peculiar situacionismo debordiano partía una y otra vez de la potencia afirmativa de la muerte, del enigma común. Tal vez Foucault, a pesar de su clarividencia nietzscheana, no supo nunca hasta qué punto la muerte puede estar viva… En tal sentido, creo que Debord le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo, por cierto, a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles que Debord adoraba, muy anteriores a esta entrega nacional a la estúpida corrección europea y estadounidense. A Le Corbusier y a otros les debe algo también, pero más por oposición espantada. No obstante, en Debord la cólera siempre está envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de humor atemporal, casi una picaresca. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese -como Nietzsche- en el dios-niño de un desamparo vuelto: hacia lo abierto.

4. ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?

Una apuesta por el aroma entremezclado de los espacios terrenales frente al espíritu del capitalismo y la seguridad de su cronología despiadada. Entiendo que Debord propone, con la travesía y el pasaje de la deriva, una potencia de metamorfosis corporal y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por la exterioridad que nos afecta, por los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un modo de ser libre del encierro espectacular. Es posible que esto sea parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla dirigida contra nuestra patético retiro a la visibilidad y el empoderamiento urbano.

5. Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?

El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en otras palabras, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, tranquilizadora o segura. Por este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que hoy ofrece volver al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos capturen, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.

6. ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?

Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, sería aceptable. Y ya no sería mínimo. ¿Quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema sobreviene cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos a todos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para que sigamos encerrados, estresados, y produciendo. En suma, reproduciendo la miseria mental y moral que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de él es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro. No sé si la izquierda actual empoderada puede entender algo de esto.

7. ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos nuestra propia vida?

No creo que Debord dejase de creer que una construcción duradera, a diferencia de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre la base de una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Tenemos para ello todo lo que se necesita, empezando por la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», esa incertidumbre natal que, asumida, nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. La servidumbre interactiva a la que actualmente se ha rendido en bloque la izquierda sólo se podría invertir con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida.

8. Para el filósofo, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?

Entrando en los signos del miedo, venciéndolo desde dentro. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco Debord y que también recogen otros. Tal vez a la manera de Simone Weil, de Zambrano o Lispector, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, una borrosa escena primordial que nos engendró y después nos ha sido expropiada, puede librarnos del hechizo que ejerce la circulación incesante de noticias, de marcas e imágenes. Esto exigiría volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que nuestra estadística realizada, toda esta contabilidad totalitaria de la política, la información y la economía. Si no volvemos a una buena relación con el vacío, es imposible romper con el espectáculo que nos convierte en autómatas.

10. «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thatcher, ¿no hay alternativa a este sistema?

Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la promesa de no regresar más a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es el complot político contra lo real, la promesa de que su Afuera terminó. Por culpa de esta promesa espectacular de separación, la inquisición acaba triunfando a través de las causas más laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con la alienación caliente e inclusiva que se le ofrece, pues esta le promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita la ilusión de una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Es una ilusión puritana, pero doblemente eficaz porque actúa sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse, su temor a escuchar lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau y Sánchez dicen con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrena, y sus pueblos de mierda, para apuntalar el jardín del confort. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático que se expande, no se puso la vida fácil. Tampoco entre sus amigos de izquierda.

11. ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?

No es fácil tal intensidad estratégica. Sobre todo, no es fácil tal atrevimiento impolítico. Pero nunca debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través del capitalismo woke y su histérico dictado normativo. Para rebelarse contra este poder uterino no basta hoy con una política. Hace falta una ética y una metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que actualmente roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las verdades nos vengan de gente de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres, muy distintos a Debord, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos que mantienen la llama de la resistencia: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar la llamarada de una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay otros nombres, de mujeres y hombres que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos. Como él pilló al vuelo la ambición polimorfa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vivan de Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.

12. ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?

Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando. Disparaba en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, como Debord entendía el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y expandirlo como forma de vida. Es la estrategia de conservar dejando ser, de salvar dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Cage. Pocos como Agamben han recogido filosóficamente este reto.

13. Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?

No hay avance sin retroceso. Un despegue pretendidamente global ha de esconder también un sótano siniestro, inusitado. Además, los posmodernos -más que nuestros abuelos- le tenemos pánico al vacío, a lo abierto. Para defendernos, en el sentido reactivo de la palabra, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de lejanía, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza con devolvernos a la vida. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más sibilino y mortífero. La cólera de Dios se ha posado en la sonrisa de un Yo deslizante, en el prójimo endiosado e inescrutable que nos vigila. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.

14. ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?

Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en este sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord demasiado lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otra inocencia, que se atreva a jugar incluso con la muerte, puede librarnos de esta oferta enfermiza de salvación social, que nos asfixia hasta en los sueños.

15. A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?

El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. Esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario y elitista que nos salva. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, en una «nada» que no tolera reconocimiento, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esa primera concesión a la oferta envenenada de nuestro estatismo continuo.

16. Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?

Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que expande nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por paradójico que parezca, a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Sería entonces un miedo invertido, transformado en la potencia más íntima de la finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord, no se sabe si debemos ser pesimistas o ingenuos. Como él mismo, tal vez haya que ser las dos cosas, aunque con hemisferios sensitivos y corporales distintos.


Seminario

Seminario “El enigma Guy Debord”

Seminario

Coordinación:
Ignacio Castro Rey y Rodrigo Castro Orellana
Organización:
Departamento de Filosofía y
Sociedad (UCM), Seminario Foucault
Complutense
Lugar:
Sala Mediateca., Instituto Francés de
Madrid, (Marqués de la Ensenada, 12)
Tres sesiones entre el 24 de octubre de 2024 y
el 22 de enero de 2025

Correo electrónico: seminariofoucaultcomplutense@gmail.com
Web: https://www.ucm.es/sfc
Entrada libre y gratuita hasta completar aforo

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