Esther Peñas. Entrevista a Ignacio Castro

¿Es posible una izquierda libre del empoderamiento espectacular? Revisando un diálogo con Esther Peñas

  1. Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?

Por desgracia, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como si fuera la peste, la certeza de que nuestro auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progresismo atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Es como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Todo esto lo adelantó Debord, quien tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo de moda, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord una fresca violencia crítica. Su percepción de la inmediatez real, su apuesta por la profundidad sensible es lo que le hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y vigente.

  1. Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él previó?

Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial, una normalización del espanto que ha llegado a disfrazarse de felicidad. Con frecuencia los visionarios desean que sus profecías no se cumplan, que sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica y pesimista. Lejos de esto, Debord acertó plenamente, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La insobornable obra crítica estaba hecha: ¿cómo vivir con ella? Podemos decir que después… al menos, supo morir a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con un espectáculo fúnebre del miedo, mientras un negocio multimillonario introducía un estilo bovino de gobernanza. También se libró de ver cómo unas matanzas desgraciadas, en Palestina y Ucrania, se convierten en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando el racismo europeo con la lucha contra el «terrorismo». Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. Una izquierda empantanada en las perspectivas de género y la igualdad sexual, difundidos por el imperialismo de la universidad estadounidense, malamente podía tener ojos y oídos para lo real de una hecatombe… En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de paz que, entre nosotros, solo parece verosímil en el claroscuro de un umbral, un intersticio entre la vida y la muerte.

  1. Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?

La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos otros críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, quien llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por la historia. Efectivamente, así es, pues su peculiar situacionismo partía una y otra vez de la exactitud poética, de la potencia afirmativa de la muerte. A riesgo de que se revuelva en la tumba, casi podríamos decir que Debord fue un hombre de fe, pues le movió una creencia ferviente en lo visible que le mantuvo aparte de la ilustración universitaria. En tal sentido, le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud -y sus ecos en Breton-, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo por cierto a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles anteriores a esta entrega nacional al estreñimiento europeo y estadounidense. A Le Corbusier y a otros les debe algo también, pero más bien por oposición irónica. No obstante, en Debord la cólera siempre estuvo envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de un humor endemoniado. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese en el dios de un desamparo vuelto, salvado en la gracia de lo abierto. De algún modo, Debord pertenecía a una mítica y casi extinta aristocracia de la intemperie.

  1. ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?

Encontrando el acontecimiento dormido en las situaciones, propone someter el cuerpo enfermizo del ciudadano urbano a la cura de las afueras. La deriva es la incursión en la playa escondida de los espacios, al margen del espíritu furiosamente temporal del capitalismo, la seguridad policial de su cronología. Entiendo que Debord, con el pasaje que es la deriva, propone una potencia de metamorfosis corporal, perceptiva y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto radiante partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por una exterioridad sepultada bajo el cemento, a través de los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un espacio de libertad en medio del encierro espectacular. Esto es parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla terrenal dirigida contra nuestra patético retiro al reconocimiento urbano.

  1. Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?

El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en suma, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, ingenua o tranquilizadora. Debido a este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que ofrece devolvernos al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos cautiven, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.

  1. ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?

Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, adelante, sería aceptable. Ahora bien, ¿quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para seguir encerrados y produciendo. En suma, reproduciendo la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de Debord es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro. ¿Cómo? Con una relación barroca o incluso medieval con la vitalidad, libre de esta hipocondría histórica que aqueja a la posmodernidad.

  1. ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos la propia vida?

Todo depende de la relación que mantengamos con lo que nos da pánico. Pienso que Debord creía que una construcción duradera, libre de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Si lo natal está lejos, y a la vez es nuestra manera manantial, la escucha es el culmen de la acción. No creo que esto sonase mal a sus oídos, increíblemente juveniles. Tenemos para este salto todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», una indefinición original que nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. Atendamos un momento a la «comprensión» del ecologismo alemán hacia los métodos de Israel. El apartheid sionista ha cautivado al progresismo occidental porque aquel sólo es la punta estadística de una furia aisladora, de origen angloamericano, que ha invadido la pulcritud de la UE. La servidumbre interactiva, a la que se ha rendido la izquierda mayoritaria, sólo se podría frenar con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida. Bendito sea, aunque su ejemplo sea hoy difícilmente imitable.

  1. Para Debord, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?

Entrando en los signos del miedo, venciéndolos desde abajo. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco él y que también recogen otros. A la manera de Simone Weil, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, la borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce el tránsito incesante de novedades, marcas e imágenes. Deberíamos volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que cualquier actualidad, esta estadística totalitaria propia que es la política, la información y la economía.

  1. «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?

Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la ilusión de no regresar jamás a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es la cultura de un apartheid personalizado, el complot político contra lo real. Debido a esta promesa personalizada de separación espectacular, la inquisición religiosa acaba triunfando a través de las causas laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con esta alienación caliente y sexy que se le ofrece, pues esta promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Se trata de una ilusión puritana, pero muy eficaz al actuar sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau dice con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrenal y sus pueblos de mierda. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático, no se puso la vida fácil.

  1. ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?

En medio de nuestra coacción mental, no es probable tal intensidad espiritual. Pero no debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través de nuestro dictado normativo. Tras la obediencia masiva, una rebelión está preparándose. Aunque para rebelarse contra este poder uterino, no basta con una política. Hará falta otra metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las revelaciones vengan de gente anónima, de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres propios, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay muchos otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos, aunque pocos le citen. Como él pilló al vuelo la perfidia alternativa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vuelvan a Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.

  1. ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?

Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando al disparar en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, dado que tomaba el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y los artistas, expandirlo como forma de vida. En tal caso, sería la estrategia de conservar dejando ser, dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Duchamp y Cage.

  1. Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?

No hay avance sin retroceso. Un despegue global ha de esconder también un sótano inusitado. Para defendernos de la existencia, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de alejamiento, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza siempre con rehacernos. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más actual y mortífero. La vieja cólera de Dios se ha posado en la cólera de la identidad y sus cancelaciones, en la sonrisa de un Yo deslizante, endiosado e inescrutable. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.

  1. ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?

Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en tal sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otro candor, que se atreva a jugar incluso con lo peor, puede librarnos de esta oferta enfermiza de una salvación social que nos asfixia y nos ha convertido en arios digitales.

  1. A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?

El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. De acuerdo en que esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario que nos hoy blinda. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, que no tolera un reconocimiento público, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esta primera concesión, en la promesa envenenada de un estatismo continuo.

  1. Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?

Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que puede expandir cuerpos y mentes. Por paradójico que parezca, y a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Con un miedo invertido, transformado en una potencia de finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord no sé si soy pesimista o ingenuo. Como él mismo, quizá haya que ser las dos cosas a la vez, aunque con hemisferios corporales distintos.


Sobre el papel militar de nuestras emociones. Carta a Edgar Borges

Sobre el papel militar de nuestras emociones. Carta a Edgar Borges

Querido Edgar,

Perdona el habitual retraso en responderte. Sobre el papel de las emociones en nuestros dispositivos de poder, yo lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde al enfriamiento de las relaciones, a la desconfianza, al auge de la novela policíaca y también de la psicología.

Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y su predestinación, que facilita un aislamiento individualista que las convierte en potenciales empresarios y, a la vez, en mercancías. El prójimo desaparece: aparece el ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. Es una ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el liberalismo hedonista del campo, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.

Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese con aire protestante, católico  laico, tampoco es ningún capricho. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar a Santiago trabado por el corsé del recato… mientras el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.

Después el capitalismo se calienta. Enfriamiento real, calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy y «turístico». Pero todo ello con una emoción artificial, como de anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.

Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, más artificiales, anteriores y controladas que la aparición de la IA.

Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Todos somos libres, pero vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de  nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault). Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras tiene una intensa, casi obscena sensación de libertad. Nula libertad de acción, maniatada por la economía, máxima libertad de expresión, maniatada por la obscenidad de los medios y las redes. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decidan vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece, a manos de un onanismo expandido.

La pornografía no es, en todo esto, un mundo subsidiario, sino central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI israelíes, que mientras destrozan niños pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. La cocina puntera también es emocional, o sea, inundada de gritos, visibilidad y pornografía.

Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con las perspectivas de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier impacto. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que había oído sobre el tema hasta entonces era pornografía, no estaba exagerando.

Así pues, tienes razón, existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando estamos a punto de llorar, ya pasamos a la siguiente risa. Pero porque somos cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría salvado de la alienación que nos hace tan felices… mientras arrasa cualquier rastro de vida.

No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo, el de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.

¿Tendremos fuerza para este regreso ancestral, primitivo? ¿Y para comunicarlo después? Todo ello para no convertirnos en cínicos… ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.

Como ves, querido, no se consuela quien no quiere. Continuará, seguro. Gracias por la pregunta, un abrazo y hasta pronto,

Ignacio


Ignacio Castro Rey, críticas de cine

DISECCIÓN DE UNA DISECCIÓN

Anatomía de una caída es una película impecable que conviene ver. Thriller sobre nuestras intimidades acosadas, está fabricada casi al detalle y mantiene la atención durante sus más de dos horas. Obviamente ambiciosa, es consciente de su nivel. Así se le debe juzgar. No habría por qué juzgar nada, lo propio sería dejarse llevar. Pero como uno sufrió, y al final no acaba encantado, lo justo es explicar esa incomodidad.

Alpes franceses. La nieve y el frío configuran un elegante drama de altura. A diferencia de otros clásicos nórdicos, sin embargo, ahora no hay un fuerte debate humano y real que permita apearse del frío, compensarlo. Salvo la periodista que Sandra (Hüller) intenta seducir, y quizá el fiscal, todos se desenvuelven en el diseño de escenarios de élite. Samuel (Theis) y Sandra son escritores, pero sus respectivas pasiones literarias giran en torno a las sucesivas pruebas y argumentos que sacan de sus vidas. Pero no cualquiera puede elegir la nieve. Cuando Sandra se queja de que su marido la ha arrastrado a su lugar natal, y se vanagloria de no sonreír a los vecinos, está expresando la misma seguridad fría que vimos en la Sandra Hüller de Tony Erdmann. Naturalmente, Sandra es bisexual, como toda la gente de alto rendimiento que ha de buscar en el sexo un experiencia de riesgo. Anatomía de una caída es la «disección asombrosa» de un rompecabezas afectivo. No tan asombrosa, se podía decir, si tenemos en cuenta que los afectos están amortiguados en los cadáveres afectivos que son los personajes de esta cinta, como cuerpos dispuestos para el análisis.

Esta historia es sórdida, pero la directora sabe que juega con nuestra adaptación, blanqueando la inercia. Lo peor de la película es que lleva al extremo la habitual propia sordidez y, al hacerlo con tan buena hechura, al final salimos de la sala casi aliviados. Ante Sandra y su mundo, no nos va tan mal. El hecho de que la trama esté llena de palabras y mantenga su largometraje en un control estricto de los giros –a veces un tanto fatigosos- que saturan la historia de Sandra, no tan apasionante, pone en duda ese hechizo polémico que la directora pretende. Voluntad que también se manifiesta en el detalle insólito de que la protagonista, Sandra Hüller, presente off de record el apasionante debate que van a ver los espectadores. Y la propuesta de una ficción que debe envolver a la realidad, adelantarse a ella. Tal vez por eso los personajes de Sandra y Samuel se llaman en esta narración igual que los actores que les dan vida.

Justine Triet intenta atrapar al público con el  morbo de una relación con lo peor, pero lo hace de modo tan milimetradamente abierto, con tal indeterminación calculada, que cualquier suceso de la narración tiende a la impunidad moral. En la historia apenas hay lugar para una humanidad que no esté ahormada por la ambición de la inteligencia, omnipresente en un alto nivel de confort. Los problemas económicos de los protagonistas son también de altura, casi bursátiles. Los conflictos psíquicos, amortiguados por una educación que ha hecho del niño un talento musical. Expresión de esta Europa clonada, nadie parece sufrir a fondo. Ni siquiera Daniel (Milo Machado), el hijo ciego, que pronto se sostiene en su propia y secreta estrategia. Todos además se expresan maravillosamente, incluso en los peores momentos. De algún modo, como es tradicional en los escenarios urbanos, el encanto de la vieja humanidad pasa a las mascotas. En este caso, al perro del chalé alpino.

El hecho de que en la casa de los Theis todo pueda estar grabado –servido para un juicio- indica la emoción y la inteligencia artificiales que sostiene a los protagonistas, logrando una ficción que en cierto modo se adelanta a la realidad. La importancia de lo jurídico en esta historia no deja de señalar la relevancia de la copia, la prueba y la argumentación, en un universo encauzado por el diseño. Hasta el pequeño Daniel se adapta con relativa facilidad a la crueldad del formato jurídico. Ya antes de la muerte de Samuel, la vida en esta casa parece transcurrir virtualmente, duplicada.

La relación profesional y personal entre Sandra y Vincent (Swan Arlaud), a pesar de una atracción antigua por parte de él, nunca se precipita en nada. Es un buen ejemplo de la suspensión que atrapa a los personajes. A diferencia de otras muestras del «cine procedimental», incluso en la reciente El caso Villa Caprice, apenas ninguna lágrima es creíble, ninguna humanidad sin argumentos. Todo gira en una presencia calculada, sin calor ni unas entrañas que puedan pensar. Tendría gracia recordar con precisión el detalle insólito de esa protagonista, en otro juego que funde realidad y ficción, presentando al principio el apasionante debate que verán los espectadores. Igual que tantos progres empoderados, Sandra y Samuel no parecen contener nada de la vieja humanidad de sus padres. Incluso ellos dos, como padres, no tienen mucho de padres. Y esto ya antes de una ceguera filial que parece desdorar tan luminosa familia.

En esta historia la ficción se apodera otra vez de la realidad, que es justamente lo que el público quiere. A todo cerebro, sin nada de vísceras, deseamos una realidad donde no haya referente cognitivo ni moral. De ahí la importancia de lo jurídico y lo periodístico. Incluso cuando Sandra por fin llora, poco antes cuenta un buen chiste. Ella, podríamos decir, es una especie de elegante evasora de afectos. Nunca parece dejarse llevar. Como si apenas conociese la derrota, la caída sin red. Se supone que vive en un laberinto afectivo. En realidad, ¿dónde están aquí los afectos, libres de las estrategias de cálculo? Hasta el niño y el perro parecen tener coartadas.

El mercado de la opinión, las redes, el sexo, el Estado. Todo son mecanismos de desgaste donde nadie se enfrenta abiertamente a nadie. Cuando esto ocurre, se produce un juicio para resolverlo. Ahí es donde el fiscal, en un escenario de laboratorio, simula una especie de indignación moral. Pero la relación con el diablo, con la caída que es vivir, es mínima en este cine procedimental. De alguna manera imitando a América, ocurre como si las vidas ya no fuese posibles sin el Estado y su sistema judicial, si la amenaza de la ley no propicia un encuentro. En este sentido, la película de Triet responde a la judicialización de los últimos resquicios de la vida cotidiana, simétrica a la vigilancia obscena de un público voyeur. Estado judicial y mercado amoral se alternan. Occidente ha llegado al límite de sus fuerzas, no tiene mucho más que ofrecer. Expoliados los territorios de ultramar, ahora se dedica a los resquicios recónditos de la subjetividad.

Buscando el alivio de su propia miseria, todos opinan, son opinadores descorazonados. El morbo del público responde al interés de que alguien haya caído más bajo que uno mismo. Estamos ante una película muy bien hecha, pero de interés relativo. Bajo su piel brillante, Anatomía de una caída es monótona igual que un capitalismo avanzado donde todas las diferencias son consumibles. El trabajo de Triet sólo gana enteros gracias a nuestras vidas de mierda, que ponen la pasión que en la cinta falta. El conformismo de la expectación compensa la ausencia de sangre.

Como nadie es bueno, excepto un poco el perro, salimos a la calle más dispuestos que nunca a renunciar a cualquier decisión personal, desnuda. Según Triet, todo depende de estrategias. Y del suplemento de un «sucio secretito» francés que debe lavar las almas. Estamos ante una película hecha desde el apartheid moral que nos caracteriza. Después de aguantar dos horas y media, el escándalo del mundo y sus matanzas es menor al ver que también entre nosotros hay matanzas, aunque normalmente sin tripas. No hay nada como un buen conflicto existencial para que los verdugos puedan disculpar sus crímenes en lo mucho que sufren.

Finalmente, el suspense está otra vez al servicio de una suspensión de las decisiones, cambiando recuerdos y sensaciones. ¿Es casual que Sandra tenga que hablar en inglés, la lengua del nihilismo que nos nivela, cada vez que se enfrenta a una encrucijada? Igual que en los cenáculos de la UE, se habla inglés para no decir nada, ninguna verdad. La élite que sobrevuela la realidad usa una lingua franca para relacionar lo que no tiene relación. Puro comercio de sentimientos: Triet trabaja con este nihilismo. Casi nadie en esta historia un poco el abogado Vincent, un poco la periodista seducida- posee el erotismo de alguna inocencia. Si todos se expresan en público con una excelente oratoria es por estar entrenados en el reino del espectáculo, aunque estilizado al modo europeo. Anatomía de una caída tiene poco nuevo que contar, pues su caída ocurre con red. En bucle, como la versión musical que es obsesiva en esta historia.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 27 de diciembre de 2023


Palestinian author SUSAN ABULHAWA on GAZA and the PALESTINE struggle for LIBERATION

Susan Abulhawa is a Palestinian-American writer and political activist. She is the author of Mornings in Jenin—translated into thirty languages—and The Blue Between Sky and Water. Born to refugees of the Six Day War of 1967, she moved to the United States as a teenager, graduated in biomedical science, and established a career in medical science. In July 2001, Abulhawa founded Playgrounds for Palestine, a non-governmental children’s organization dedicated to upholding the Right to Play for Palestinian children. She lives in Pennsylvania. Her last book is «Against the loveless world». (https://www.simonandschuster.com/book…)


Correspondencia Ignacio Castro Rey

Cuidando la cólera

Buen año, querida,

Mil gracias por escribir. Es posible, sin embargo, que vivamos en sensibilidades distintas. Por ejemplo, me asombra que en el correo que me escribes enumeres un sinfín de problemas que aquejan a la humanidad y, casualmente, todos ellos sean coincidentes con los que ya está en primera plana de los medios: cambio climático, guerras, virus… ¿Guerras, qué guerras? No quiero dar lecciones a nadie, pero me escandaliza que olvides los centenares de miles de muertos que llevan a sus espaldas los palestinos. Eso no es ninguna guerra, es un genocidio. Los niños y las mujeres primero, claro.

Como sabes, el tema vuelve a estar de moda gracias a la barbarie desatada por el Estado de Israel. Aunque los grandes medios europeos lo hayan relegado, aproximadamente, a la página 26. Eso no es una «guerra», es una matanza que nos tiene como cómplices, pues buena parte de la élite europea -Universidad incluida- calla. ¿Qué hay que cuidar aquí? Tal vez la raquítica respuesta de los intelectuales europeos, especialmente de filosofía, se debe a que nos hemos cuidado demasiado unos a otros. Cuidarnos «unos a otros», en cierto modo, ya lo hacemos demasiado. Ello explica la censura encubierta en la que nadie se atreve a dar un paso al margen, o al frente. Ni en el tema palestino ni en casi ningún otro. ¿Alguien de la Universidad -por ejemplo- ha dicho sobre Rusia o sobre la Ley Trans algo distinto a lo que está mandado, a lo que ya dice «todo el mundo»?

Eres extremadamente prudente. Tal como están las cosas, yo no puedo serlo tanto. Por ejemplo, en cuanto a una juventud que es lo mejor y lo peor de este mundo. Por una parte, los jóvenes -con frecuencia, contra sus profesores- han protagonizado, de Estambul a Nueva York, las escasas muestras de asco y horror por lo que está sucediendo en Cisjordania y Gaza. Por otra, desgraciadamente, los asesinos de las FDI (Tzáhal) también son jóvenes, incluso cuando orinan sobra los cadáveres destrozados de los niños gazatíes. ¿Qué hay que cuidar aquí? Estoy en contra de cierta clase de cuidados.

Qué quieres que te diga, me parece un escándalo «cuidarnos unos a otros» cuando tenemos a los neonazis del sionismo en nuestras filas. Por cierto, de la poca gente que ha levantado la voz (Petro, Corbyn, Lula, Erdogan…) no son precisamente jóvenes. Mientras los cadáveres se acumulan, Sánchez y Yolanda callan durante casi todo el tiempo. Sin pretender dar lecciones a nadie, ¿cuándo entenderemos que el capitalismo que viene ha de ser, para mejor ejercer su labor de ablación anímica, rabiosamente joven? Por no decir alternativo. La bandera LGTBIQ+ puede ondear fácilmente en los tanques que revientan niños en Cisjordania. Después, la misma bandera seguirá en una fiesta techno.

Pensando en cuidar la vida, ¿te incomodaría si te digo que cada día que pasa entiendo más la resolución violenta de Hamas? Casi lo dijo Guterres: este «terror» no ha venido de un cielo sereno. No somos yo ni tú los «apocalípticos». Es el sistema, con el que la izquierda colabora -en Israel y fuera-, el que es apocalíptico. No estoy seguro de que para defendernos sea suficiente con volver a leer a Simone Weil, aunque la adoro, y cuidar el cuidado. ¿Hemos de cuidar también a los asesinos que tenemos al lado? Me parece que se trata más bien de empuñar un arma, aunque sólo sea la del lenguaje claro e incómodo.

Los intelectuales europeos han callado ante esta matanza por cuidarse en exceso unos a otros, constituyendo una torre incluso frente a sus alumnos. Creo que el cuidado pasa hoy por gritar algunas verdades, romper el pacto de silencio de las élites y volver a ser temible. Me escandaliza la complicidad de los intelectuales progresistas con el genocidio que se está ejecutando ante nuestros ojos. Y que se pueda prohibir la bandera palestina en Berlín, París y Londres impunemente, mientras los académicos siguen leyendo tranquilamente a Derrida.  Ante la matanza que está en curso con nuestra anuencia, el cambio climático, los virus y las cuestiones de género me parecen un lujo de señoritos urbanos. ¿La socialdemocracia en la que estamos inmersos no hereda todo los vicios de sordera y cinismo que Marx criticaba en la burguesía del XIX?

Estoy a favor de la justicia que sólo puede ejercer cierta violencia. Eso significa también conectar con lo mejor de la juventud, su rabia antigua ante la vergüenza que es el mundo de los adultos.

Como ves, no estamos totalmente de acuerdo. Pero gracias por darme la oportunidad de intentar explicarlo. No te preocupes por el viaje a Girona. Era sólo un viaje más y, posiblemente, dudoso en todos los sentidos.

Agradecido por escribir, te mando un beso y un deseo de feliz año, de nuevo,

Ignacio