Siete pensamientos sobre museos europeos
El 28 de enero el filósofo Ignacio Castro Rey mantuvo una conversación con el escritor Roberto Valencia en la librería Enclave de Madrid. El motivo era comentar el último libro de éste: el ensayo Palacios, hangares y cuevas, en el que el autor destila sus impresiones sobre doce museos europeos. El libro, a medio camino entre la crónica de viajes, el ensayo literario y el análisis estético, ha sido publicado por La Navaja Suiza, y ofrece una lectura sobre el modo en el que habitamos y miramos los museos hoy día. El siguiente texto, escrito por Ignacio Castro Rey, realza y amplía sus contenidos filosóficos.
1. Intensidad
Estamos con este libro en un viejo dilema. De cómo la relación con lo abierto, al menos con esas pequeñas grietas que abren nuestro habitual encierro, se cura parcialmente al entrar en recintos que recuerden al silencio concentrado de un templo. De lo mayor a lo menor, en vaivén, Roberto Valencia afronta en los doce ensayos que componen su libro el milagro de una intensidad que brota cerca de la penumbra. Hay que decir que su obra logra cierta frecuencia de este prodigio en un mundo agostado por la iluminación. Con el talante de un peregrino que sabe aproximadamente de dónde viene, pero no adónde se dirige ni qué es lo que busca.
2. Significados comunes
Para explicarnos con un viejo dicho, diríamos que en esta vida se puede ser cualquier cosa menos un experto. Sin necesidad de conocer tal certeza, este libro da la impresión de que su autor sabe algo de ese lema y se lo aplica, atreviéndose a una impertinencia de existir que le libra de la tentación fácil de refugiarse en un metalenguaje para especialistas, una hornacina que esteriliza el arte lejos de la supuesta vulgaridad exterior. Por encima de todo, una y otra vez Roberto Valencia busca el sentido, significados comunes que permitan que la obra de arte cumpla su primera función: operar en nosotros una metamorfosis que despierte la sensibilidad enquistada del ciudadano contemporáneo. No hay dinero que pague, leemos, “la fuerza con que un museo libera nuestras restricciones mentales”. Estamos, pues, ante un método de caída libre que busca compensar el tedio museístico de una colección simplemente acumulada. Igual que en un bosque, dice nuestro autor, el museo podemos recorrerlo con una guía segura que garantice nuestros pasos en el canon cultural o elegir perdernos, preparándonos para un encuentro. Posiblemente los creadores siempre eligen este último peligro.
Y así, con un estilo que evoca a veces una “franqueza americana”, sentimos este libro desenvuelto, ingeniosamente atrevido a la hora de mezclar sin miedo las resonancias de lo otro en nosotros, las que provoca un espacio destinado a intensificar la percepción. Palacios, hangares y cuevas es un ensayo sobre la cueva de sombras chinescas que somos, ese primer recinto de ecos que es nuestra compleja personalidad. Utilizando el “heraldo de la transgresión” que es la obra de arte, este libro consigue que la primera persona —presente a veces en los pronombres uno, se…— vuelva a ser lo que finalmente es, un pasaje para que lo impersonal acaezca. Se diría que los numerosos nombres propios que lo pueblan —de Oteiza a Bourgeois, de Kiefer a Benjamin— son una ocasión, una pista de despegue para el nombre común, aquel rosario de amplias designaciones en las que resuena un horizonte compartido. Exagerando un poco, diríamos incluso que los nombres propios son usados por Roberto Valencia como vasos comunicantes, jalones para un posible manual de especulación extraterrestre. Y no lo olvidemos, nadie ha conseguido nunca demostrar lo contrario: que es posible que el aura de algo muy lejano sea la esencia de la tierra. De ahí tantas especulaciones marcianas, antiguas y modernas, ante los cuadernos de Anna Frank, ante las momias egipcias o ante los cuadros de Ribera.
3. Descansar del estruendo
No siempre será verano, había recordado Hesíodo, construíos cabañas. Las inclemencias interiores y exteriores del tiempo, la “tormenta abstracta del afuera” (Deleuze) exige ventanas altas y moradas que resistan. Posiblemente los prejuicios de cualquier mente ya es la primera casa; desde ella a veces nos aventuramos, tanteamos las afueras. Las salas de los museos, los templos o las cuevas son recintos para protegerse de la influencia continua e indiscriminada del exterior, para que su precipitación —rumores, colores, formas de sombra— ocurran con cierto orden asumible.
Como recuerda una broma habitual, existe el tiempo para que todo no ocurra a la vez. Lo mismo con el espacio. Ahora bien, al margen de la hipocondría urbana es paradójicamente la intemperie, la fascinación y el pánico ante el exterior, lo que genera nidos del tiempo y espacios de recogimiento. Las iglesias, los museos y conventos no existiría sin la necesidad de descansar, de concentrarse y destilar con cuidado un mundo de estruendo. Tanto en México como en España o en Rusia —es prodigiosa Santa María de Kazán en San Petersburgo— son adorables las iglesias para lograr esa primera oración que es el reposo. No sólo eso. Palacios, hangares y cuevas nos sugiere también que cada aparición, al detener el tiempo y desdibujar la ilusión de diversidad que es el resto, genera su propia gruta. Hay un benéfico “efecto túnel” en la percepción intensa (fenómeno que Virilio trata muy bien en su Estética de la desaparición). Se produce así la paradoja de que lo cerrado —una habitación propia, una timidez, una torpeza, un tartamudeo natal— es la ventana que nos abre, permitiendo atisbar lo inconmensurable y prepararnos para la hipnosis de las alteraciones perceptivas. Las afueras de Pasolini, que le importan a Roberto Valencia, no serían nada sin el límite sombrío —encierro y claraboya a la vez— que siempre nos acompaña.
4. Violencia perpetua
Se dice en una de sus páginas que los museos y las cuevas suelen afianzar una curiosa extrañeza con respecto a nosotros mismos. Tal vez todo depende de que guardemos una sana desconfianza hacia nuestras percepciones habituales y no descansemos siempre en la rutina de una observación que se repite. Debe darse, digamos, una rara bonhomía, una honestidad dubitativa para que la percepción abandone su tentación de duermevela y el recinto, casual o escogido, excite de algún modo esa “alucinación fundamental” (Lacan) que constituye a cada uno. De otro modo no ocurrirá nada memorable, nos limitaremos a engrosar las capas de “cultura” que garantizan una existencia blindada, con su inevitable dosis de autismo. En cada tramo de estas doce sendas que abre en su libro, Roberto Valencia se adentra en una especie de violencia perceptiva que eventualmente nos sacude, liberándonos del polvo informativo que otorga cobertura. Por egoísmo bien entendido, un poco altruista, no se trata tanto en Palacios, hangares y cuevas de acumular más datos del pasado, sobre la masa que ya nos hace sordos, sino de generar dudas en el presente. De otro modo, aunque uno acuda con frecuencia al gimnasio, la obesidad sensitiva está servida. Con ella, también cierta modorra intelectual que no debe ser muy buena para salud, al menos si a esta la entendemos al margen de los consejos televisivos.
Todo lo que no sea “iluminación, desvelo, catarsis”, insiste Valencia, es perder una oportunidad de transformación, aunque uno acumule muchas medallas turísticas del tipo “Yo he estado allí”. Aparte de los selfies del narcisismo obligado, una y otra vez subvencionado por una sociedad que se cree por fin global, la auténtica ganancia del museo consistirá en la función cuasi médica que hayamos logrado con la visita, logrando una pequeña metamorfosis a través de la “rumorología de la duda”. Al fin y al cabo, igual hoy que hace siglos, en el sentido mas amplio, el arte es una tecnología primaria, el primer reparador de la “gran tragedia universal”. No sólo en la crueldad de tiempos pasados, también en la ristra secreta de diarias humillaciones actuales, el empequeñecimiento ante el “misterio y el pavor de lo eterno” puede tener el provecho de curarnos de la neurosis expandida que es normal en la civilidad contemporánea.
5. Dos totalidades
Hay, leemos en este libro, una colisión de dos totalidades en la visita al museo. De un lado la vertiente “romántica”, que vive de zonas de sombra que vuelven, umbrales que no operan sin que a la vez nos impregnen. Del otro, la vertiente cultural y democrática, ligada a las nuevas tecnologías, a la información y a las pantallas planas. En aras de una transformación de la sensibilidad, siempre moralmente necesaria, Roberto Valencia apuesta por la primera. Se pronuncia a favor de un impacto casi cultual, una inmersión ritual que nos ahorre el tedio de los folletos informativos. Que además, están a mano y todo el mundo puede conocer.
6. Nostalgia de la pérdida
Con el arma de este libro podríamos preguntarnos qué es lo genuino. Aquello que nos parte. Lo que divide el día, parece sugerir Valencia, aunque sea con dulzura. El autor señala que a, veces, ocurre una atmósfera sigilosa que duele, y eso nos arroja a los segundos, a un milagroso transcurso temporal que no estaba contabilizado. De este modo uno entra en “el alba de nosotros mismos”, diría Cézanne, una especie de registro virginal que todavía subsiste en la percepción. Es difícil no asociar este acontecimiento con la vuelta alucinógena de lo atemporal, un tiempo sin cuenta que surge a través del habitual tiempo histórico. A pesar de las prevenciones propias del ilustrado anómalo que es, ocurre como si Roberto Valencia nos propusiera mantener una duda atemporal, aunque con la otra mano mantenga ciertas prevenciones cívicas. No es casual quizá que Palacios, hangares y cuevas cite tanto a Nietzsche. Tal vez uno de los bajos obstinato de sus páginas es el combate moral contra la “superstición de la cronología”, tal como nos pedía Simone Weil.
7. Nostalgia de la pérdida
Lejos de esa furia progresista que se propone erradicar toda nostalgia, a Valencia no le cuesta reconocer, en medio del hechizo de tantos altares olvidados, cierta melancolía por la hermandad perdida. Otra antropología universal vuelve a pesar del tiempo fósil y veloz, casi sin historia, que tiende a sepultarnos. Nuestro orden social parece devuelto entonces a los intersticios de una cultura primitiva, de ahí el espectáculo clandestino de nuestro desconcierto. A su vez, esto remite al mito de unas primeras tecnologías donde, conviviendo con los elementos, sólo nos queda el reto de superar el vértigo al empuñarlo. Escribiendo sobre Baudelaire, Bataille habla de un modo de salvación que consiste en “asir el desasimiento”. Vencer la muerte atravesándola: ¿tendremos que volver, gracias a la bendita fatalidad de ciertos heraldos de transgresión, a este suelo elemental? En cualquier caso, los momentos culminantes de este libro parecen respirar muy lejos del turismo cultural, pues en ellos la mera tragedia de vivir que la obra de arte recuerda propone silenciosamente envolver la humillación contemporánea de vivir así, en medio de protocolos de seguridad.
Publicado en Zenda libros.
24 de febrero 2025
Desolación y progreso en la España vacía
Entre neblina y encinas, el aspecto de los campos de Ciudad Real a las 9 de la mañana es de una belleza letárgica. Recuerda a algunas visiones metafísicas, casi extraterrestres, de Rilke en Toledo y en Ronda. La estampa es como la de una especie de bienaventuranza a cámara lenta, con toda la precisión onírica de un cuento. El misterio terrenal de siempre, digamos, aunque sumado ahora a la soledad posmoderna de los campos. El mundo, el demonio, la ausencia de carne. Más tarde, en Valdepeñas, risas de niña en cascada pondrían la nota de calor y color que en ese sobrecogedor amanecer faltaba.
Cerca de Manzanares, tras las intensas impresiones de un viaje a La Mancha, hasta las ratas de la casa, el aire gélido de la noche y el sueño en un sofá ante el fuego pueden tener un punto de autenticidad ancestral. Igual que lo que hoy queda de elemental, el halo de todo aquello era poco menos que futurista. En las zonas bajas apenas hay animales, como comprobamos en distintos paseos. Otra cosa serían, quizá, las partes altas del monte. Pero estábamos a finales de diciembre, con la caza esquilmada, y probablemente es normal que el panorama fuese así de silente, vacío de trinos y rastros.
No es exacto sin embargo el título de «España vacía». Hemos vaciado esta tierra con nuestra servicial afición al espectáculo y a la masificación, con unas políticas vicarias de la Europa que quiere un sur turístico lleno de camareros. Hemos empobrecido adrede las regiones profundas de una nación todavía no rendida ante la estupidez mundial que habla en inglés. La España que se enfrenta a solas al silencio machadiano de los campos, a la misteriosa tragedia de la meseta. Y la hemos vaciado no sólo de personas, sino también de agua, de plantas, de animales. En esta cultura terciaria nada humano debe permanecer ante el silencio de la tierra, testigo de su tempestad abstracta de polvo y crepúsculos. Nada debe permanecer ahí salvo el desierto antropológico, una ausencia de gente que se acompasa a unas tecnologías alternativas que avanzan. Excepto las placas solares y los molinos de viento, no quedan ahora testigos del misterio de la llanura. Ningún «silencio de Dios» que inquiete a los hombres, que hace tiempo son –casi todos ellos, desde los escolares a las amas de casa- pequeños dioses mimados.
El silencio del invierno contemporáneo se duplica en el silencio de las nuevas tecnologías. Cada casa abandonada tiene también su parpadeante antena parabólica. Sería tal vez perturbador analizar la desaparición de la clase obrera y campesina en relación a este narcisismo de masas que se ha apoderado de las pequeñas villas y las grandes urbes, donde todos quieren su parte en el pastel de una visibilidad ruidosa que parece nuestra única creencia. Cuando la tarde del domingo cae en Chinchón o en Colmenar de Oreja, después de un intenso fin de semana de turismo y consumo, las calles desiertas parecen reproducir dentro de cada villa el divorcio que hemos consumado con todo lo que no sea nuevo, liso y radiante.
No es tan asombroso que la ausencia de brazos en el campo –sólo queda alguna pierna de paso, alguna mirada turística*-, el despoblamiento de pueblos y labores, más el abandono del trabajo agrícola coincida con la ausencia de animales salvajes. Estos seguían al hombre –posiblemente también el lobo y el oso- para aprovecharse de los rebaños, de las sobras, de algún niño perdido. Si el ser humano se retira, y lo que queda es sólo la mecánica automática de una agricultura intensiva, con pesticidas y algunos cazadores, es normal que el animal también desaparezca**.
Se mantienen las mascotas, claro. Rurales y urbanas, son los adornos ecológicos de nuestra catatonia civilizada. Incluso las granjas de carne son los signos animales de un narcisismo cada día más vegano, que no quiere oler los cadáveres. En casi todos los paseos apenas había pájaros, pues no tienen qué comer. Los pájaros seguían al ganado y a las siembras. Parte de ellas, salvo las viñas y algunos olivos, son hoy un ralo simulacro de grano y pesticidas para recoger subvenciones europeas. Imitación de un cultivo intensivo para un abandono real y efectivo, también intensivo. La Europa que obedecemos quiere que el sur sea turístico. En esas estamos, siguiendo sin chistar los mandatos raciales del norte.
Quizá lo más impresionante es la desaparición del agua. Esta es resultado, más que del cambio climático global, de la desidia regional y local. Resultado de un artificial riego masivo en zonas de secano, reforzado ahora con las energías renovables. Es un escándalo lo que se intuye: unas nuevas tecnologías eléctricas, placas solares y molinos de viento, que le ponen la puntilla a la desertización del campo. Las tecnologías punteras hacen invisible, ecológica y rentable, la destrucción de todo lo primario. Que el agua retroceda, más y más abajo conforme más la perseguimos, significa que la superficie queda desecada, sin plantas ni refugio para los animales. En venganza, a veces es un agua insalubre, posiblemente también para los animales.
Mineral, animal, vegetal. Hasta para el profesor Ortega los tres reinos acompañaban al hombre como su fondo, sombras de una humanidad que sabía algo de espectros terrenales. Los tres reinos que ahora se retiran dejan la presencia humana en un anuncio, un resto virtual, un perfil reducido al mínimo. Bastante inexpresivo además, como esos urbanitas encasquetados en su pelo y maquillaje, su móvil y los auriculares de su música favorita. ¿Igual que nuestros propios líderes sociales y políticos, con su humanidad correcta y adelgazada, poblada con una sonrisa de agenda? Esta bendita nación, hoy terciaria como pocas, con una pasión de servicios que sólo tienen los modernos conversos, ha dejado el silencio de ser, no espectacular ni juvenil, para la España vacía. Vale decir, para la tristeza de las veletas silenciosas en algunas historias de Erice y de cuatro viejos que aguantan.
Nueva Europa radiante. ¿Qué otra cosa subvenciona que el desarraigo de la tierra y de los sentimientos, un desafecto manipulado por algoritmos sesgados a distancia? De ahí su inmensa burocracia flotante, vampirizando –tanto en España como en Francia o Alemania- a poblaciones también inmensamente flotantes. Nada es cercano para quien flota. Y eso es al parecer lo que queremos. Nuestra clase media es aspiracional: aspira a ondear, ilusión aparentemente independiente del nivel de ingresos reales. En nuestra ficción social, de ilusiones también se vive.
Nuestra cultura pretendidamente «vegana» tiene una cara oculta más o menos caníbal. No sólo es el calentamiento global, también está el enfriamiento local, la voracidad «extractivista» del turismo, los servicios y la agricultura posmodernos. Adelgazar lo primario y engordar lo terciario es la ley. Es pues normal que Italia, Francia o España sean, ante Brasil, India, Rusia o China, naciones en decadencia. Hemos olvidado tanto lo real que nos apesta la sucia tierra. Igual que nuestro narcisismo desprecia la religión, que es siempre un culto de lo otro. Tal vez la religión y la tierra son dos caras de lo mismo, de una misma alteridad rechazada.
El resultado de tal huida es este inmenso campo desierto, poblado de matorral, pinos, olivos o plantaciones en línea de girasoles. De algunas manera, las multitudes abstractas que pueblan el resto, las calles y la densidad de las grandes superficies, es el equivalente ruidoso de la misma nada amueblada, la pantalla en nieve que parece ser nuestra vocación profunda. Cuando el fuego o el barro vienen por fin, no sólo en Valencia o en California, podrían encarnar la venganza freudiana de una existencia terrenal despreciada. Lo rechazado como mortal regresa como letal.
Tal vez por eso, y no sólo gracias al mutante Elon Musk, vuelve una y otra vez la tentación de una huida espacial ante esta peste que es para nosotros la vieja existencia terrenal. Palo y zanahoria. El despegue y las nuevas tecnologías van delante, compensando y ocultando las bombas de fragmentación que quedan atrás. Una pregunta última, de paso. El odio indisimulable que guardamos hacia nuestro pasado, hacia los pueblos y las cercanas culturas eslavas o musulmanas, ¿expresa todo lo que aún no hemos logrado extirpar en medio de nosotros?
Dios bendiga por si acaso a todas las potencias exteriores. Aunque no siempre estén armadas, como debían, de cierta disuasión nuclear ante la rapiña de nuestra despiadada idolatría del cero.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 10 de febrero de 2025
* «Se caza con las piernas», andando mucho, decían en el campo. Quien no tiene cabeza tiene piernas, generalizaba otro refrán. En Murcia a un donnadie se le llama todavía «Un piernas». Piernas y brazos son tal vez el símbolo de la humanidad común, de una infantería antropológica que jamás despegará del suelo. ¿Es posible que también en este punto Palestina -en general, todas las naciones para nosotros míticas, despóticas, «atrasadas»- sea el símbolo de una humanidad arrugada, fea y sentimental, que hemos de dejar atrás?
** Sólo se mantiene el jabalí, animal formidable y omnívoro que, como el cerdo, se reproduce ampliamente y no desprecia -igual que nuestros homeless– ni siquiera la basura. ¿Es el jabalí el sucedáneo primitivo del humano en esta posmodernidad? Como antes lo fue quizá el oso y el lobo, desaparecidos de casi toda Europa. Tal vez por eso ya se le caza, incluidas las hembras, todo el año, sin ninguna restricción ni veda.
¿EL FIN DE LA ANGLOBALIZACIÓN?
(La derrota de Occidente, E. Todd, ed. Akal, 2024)
Muy europeo, el libro de Todd es también un largo alegato contra la hermandad que ha sido yugulada entre nosotros. Pero el miedo físico a la delación, incluso a la socorrida acusación de negacionismo, quizá explican la ausencia de debate, en España y en otros países. Todd sitúa ya en la ausencia total de debate en Inglaterra y Francia ante el discurso de Putin del 24 de febrero de 2022, donde anunciaba la entrada de tropas en Ucrania en una «Operación Militar Especial» e intentaba explicar la invasión de Ucrania, un completo descrédito de la democracia. ¿Estamos ante un libro cancelado? Frente a tal censura, algunos intentamos en un debate reciente en Galicia abrir un espacio de libertad dentro del actual ambiente de vigilancia y censura. Acaso aquello fue sólo una primera cala en la naturaleza intrincada de lo que actual y realmente somos, incluyendo en esto las implicaciones progresistas y minoritarias con la hostilidad genocida que practica Occidente. Es posible que la clave de estos tiempos esté menos en la crueldad extrema de nuestros malvados oficiales, admirados o denostados, que en el silencio multitudinario de los justos.
Es conveniente no olvidar, para enfocar este libro provocador y difícil, lo que Nietzsche llamaba platonismo: la decidida voluntad occidental de elevarse por encima del común devenir terrenal, una «aversión contra el tiempo y su ‘fue'» que constituye la clave, no sólo de todos los símbolos cuasi religiosos del Progreso occidental, sino también de sus giros conceptuales, nuestra progresiva preferencia por esquemas, conceptos y modelos, en detrimento de la presencia viva de las cosas mortales. Sin la aversión puritana que funda la carrera occidental, fenómeno implícito a La derrota de Occidente, no se entendería ni el inmenso esfuerzo de despegue antisemita del III Reich ni el actual asco democrático ante Rusia, convertida en el negativo de nuestros ideales. Y el problema, para el Nietzsche que Todd no cita, no estriba en la mera existencia del concepto, relativo a una multiplicidad de cosas y útil para ordenarlas y catalogaras, sino en que poco a poco, como es esencial a la modernidad, el concepto acabe sustituyendo a la experiencia física en estado bruto. En ese caso estamos ante una sacralización de lo que nació como un instrumento, en una elevación ficticia donde la realidad desaparece a manos de la organización social. Toda la ardua investigación de Weber sobre el espíritu «platónico» del capitalismo parte de esta intuición nietzscheana, omnipresente en el libro de Todd y, a la vez, apenas mencionada.
I
No es otro el trasfondo filosófico de este libro prácticamente censurado fuera de Francia. Que sepamos, ni siquiera existe una versión para la esfera angloamericana. Giorgio Agamben fue quien lo dio a conocer en España. Curiosamente, en el conservador diario ABC, le dedicaba hace unos meses unas páginas inquietantes. Desde entonces, hasta un reciente artículo de Manuel Cruz, el silencio ha sido clamoroso. Adelantemos que lo grave no parece estar en que el libro de Todd pueda usar fuentes estadísticas discutibles, las utilice abusivamente o mal, en favor de las hipótesis de las que de antemano parte. Fuera del aparato estadístico, que el historiador y demógrafo usa con profusión, lo preocupante de La derrota de Occidente es usar el concepto weberiano de religión, que incluye su potencia cognitiva, para un diagnóstico de nuestra actual decadencia cultural y social, demográfica, económica y moral.
Cruz tiene razón en que es el concepto antropológico de religión el eje de todo el libro. Muy lejos de Blumenberg o Löwitz, Todd analiza nuestra crisis actual como el resultado de una secularización que de ningún modo podía emanciparse de la trascendencia en categorías inmanentes, toda vez que procede de cosmovisiones religiosas simplemente degradadas. Acaban inevitablemente en una pérdida de fuerza de la religión, donde Todd –siguiendo a Weber- sitúa la savia de una nación y de toda sociedad civil. Es posible que en este punto nuestro antropólogo e historiador, como buen francés, sobrestime el papel del protestantismo norteño en menoscabo del catolicismo sureño. Pero la hipótesis no varía. Lo característico de la modernidad, y esto es lo que ahora ha entrado en crisis, es aferrarse a una religión siempre triunfante, con el agravante de que gradualmente la religión es reducida a un «estado cero» cuya consistencia no sirve para cohesionar una sociedad. No estamos ya en el relativismo escéptico de una posmodernidad donde han caído los «grandes relatos», pero cuya alta cultura aún conserva la ilusión del avance. Ese estadio sería todavía algo así como el grado zombi de nuestras sociedades. Ahora estamos en el grado cero, donde la inercia del adelgazamiento espiritual ha cristalizado en otro dogmatismo, en una redoblada ceguera ante la diversidad del mundo. La órbita neocon que toma cuerpo en la «oligarquía liberal» que gobierna Occidente ha optado por una duplicación de la violencia (p. 47) como forma de disfrazar su crisis de valores, su pérdida de influencia y el vértigo consiguiente.
Así pues, aunque La derrota de Occidente errase en las fuentes estadísticas, cosa que no es probable en tal rigor historiográfico, se mantendría la provocación de un diagnóstico que ve en el desmantelamiento de la religiosidad la pérdida del vigor social, moral y económico. Para Todd es la liquidación de la energía religiosa, en una variante autista de lo que los escritores rusos del XIX llamaban nihilismo, lo que explica la impotencia de Occidente ante el mundo multifocal que actualmente se abre. El uso de la violencia en Ucrania, en Gaza y medio mundo –incluida la violencia suicida del mass killer– es la expresión de un agotamiento de los recursos morales, ideológicos y religiosos. El declive demográfico y de las estructuras familiares vendría de una crisis religiosa a manos de eso que se llamó nihilismo, que ahora Occidente, en el grado cero de su religión, quiere convertir en una especie de nuevo dogma, aunque carente de verdades comunes y vinculantes. Cuando el nihilismo se convierte en el sustrato social, insiste hasta el final Todd, todo es posible; cualquier cosa, incluido lo peor.
A la manera de un antropólogo maduro, Todd se sitúa muy lejos de nuestra actual obsesión laica de encontrar una inmanencia correcta que nos salve del reto y la dificultad de lo trascendente. Un extraño y reciente Manifiesto conspiracionista, un libro mucho más agresivo que éste, pero también menos creyente en la posibilidad de corregir el curso antes de que sobrevenga la catástrofe, sostenía una tesis similar: mientras no aceptemos la trascendencia ínsita a cada ser, Occidente está condenado al fracaso cultural ante los mundos exteriores. De ahí el redoblamiento de una violencia genocida, que según Todd ha encontrado en el nihilismo de relevo ucraniano un combustible fatal. Es posible que el analista español Rafael Poch tenga razón al decir que el actual conflicto europeo sólo se explica como un intento por tener las manos libres en Oriente Medio y tapar la masacre de Gaza. En este punto, que atañe al nombre de Israel, Todd es prudente. De cualquier modo, insiste en que emprendemos guerras que no se pueden ganar, incluso con el férreo control del aparato informativo.
II
Adelantemos que el libro de Todd no carece de defectos. Tiene al menos dos bastante llamativos. El primero, y esto es muy «europeo», es una noción un tanto elitista y parcial de lo que es Occidente, con la ausencia destacada de referencias al universo latino y sobre todo hispano, esos seiscientos millones de personas que son cruciales en el mundo que se abre y que también desdibujan otra clave del libro, la hipótesis de una paulatina desaparición del Estado nación. La segunda carencia, más grave para un diagnóstico preciso de la violencia en este estadio cero de la religión, es la extrema prudencia en el diagnóstico de la violencia israelí, epítome de la violencia occidental en esta crisis terminal. La derrota de Occidente, de acuerdo con la biografía del propio autor y con los miedos actuales europeos, está recorrido por una preocupación constante en torno al judaísmo, también por un socorrido «antisemitismo» que sería índice de la salud democrática de una cultura. Habría que decir que aquí que , como buen francés y europeo, quizá Todd es extrañamente tímido. En el Epílogo de este libro se sigue hablando de un «conflicto palestino-israelí», habitual expresión que obvia una agresión furiosa de setenta años. Se olvida que la Alemania actual no es antisemita y, que sepamos, posee –no sólo en cuanto a Rusia y Palestina- una libertad de expresión y acción limitada. Se olvida también que el Israel actual no es exactamente antisemita, y sin embargo dista mucho de ser un modelo de democracia para los pocos –o los muchos- que disienten de su política mayoritaria.
Volvamos a unas magníficas e inquietantes novedades. El libro de Todd es «relativamente pesimista» (p. 24). Lo es relativamente porque, aunque los BRICS aparecen muy tarde (p. 243), la emergencia de una posibilidad multipolar es el motivo de fondo de su alerta y su virulencia crítica. Todd no se extiende en esto, pero en un momento genial parte de la base de que uno de los puntos débiles de su libro es presuponer que Putin es inteligente. Para empezar, Insiste Todd, Putin es el producto de un proceso de formación del liderazgo que, como ocurre en China, es muy superior al nuestro.
Parcialmente oculto en la proliferación de datos sorprendentes y anómalos, propios de un investigador histórico que ha buceado desesperadamente en cifras escondidas, lo más incómodo del libro de Todd es su ejercicio de antropólogo sobre nosotros. Con total impertinencia, nos trata como si fuéramos una tribu. Bajo nuestras pretensiones universalistas, somos para él una etnia local como cualquier otra, con todos los prejuicios, la mitología, los tótems y tabús propios de una cultura limitada en el dédalo de la tierra. Todd está muy lejos de intentar un brillante ejercicio meramente académico. Más bien se dedica a «simplificar» y «exagerar» para hacer visibles tendencias ocultas (p. 124 y p. 142). Las suyas son hipótesis difíciles de demostrar, pero que necesitamos desesperadamente (p. 104). No busca la perfección académica, sino la comprensión de un desastre (p. 190). Se diría que hasta las frecuentes referencias personales a su propia biografía, y a sus anteriores libros, remarcan lo que La derrota de Occidente tiene de libro urgentemente moral, de alegato contra un estadio peligroso de nuestra cultura, su casi completa ceguera con respecto al estadio actual del mundo.
También en el plano geopolítico, siguiendo a Weber y a Freud, lo irracional e inconsciente (p. 24) es para Todd eje de nuestra poderosa presencia en el mundo. La preocupación de quien ahora (p. 48) ejerce de «antropólogo estadounidense» de los años sesenta, es no salir nunca de la matriz religiosa de las sociedades (p. 24). En tal aspecto, es posible que este libro tenga algo que ver con aquel complejo e incomprendido trabajo de Huntington donde, muy lejos de Fukuyama, se analizaban los conflictos de finales del XX desde el punto de vista de las primarias líneas de empatía religiosa y cultural que recorrían el planeta. Ya entonces El choque de civilizaciones insinuaba que difícilmente la fuerza militar podía compensar la decadencia cultural del espacio angloamericano.
La constante obsesión de este ensayo es estudiar lo grande, la sociedad y sus grandes emblemas, desde «lo pequeño»: lo comunitario, las estructuras familiares, las discretas prohibiciones y rituales que se repiten bajo las revoluciones culturales y sociales. Nuestra cultura normativa es destripada desde una oculta cultura antropológica: la sociedad (Gesellschaft), analizada desde una oculta comunidad, una más o menos enterrada Gemeinschaft. No hay referencias a Tönnies, pero es continuamente latente en estas casi trescientas páginas. Fijémonos en un caso que podría parecer nimio: ¿qué significa el avance de la incineración frente a las prácticas tradicionales del enterramiento? En suma, qué significa hacer desaparecer los cadáveres, que no quede rastro de la muerte y que esta no pueda tomar cuerpo en una tumba, un lugar donde mirarla de frente? Lo mismo con el matrimonio homosexual o las prácticas de transición sexual. En ningún caso se trata, en este francés laico de origen vagamente religioso, de una vuelta nostálgica a valores tradicionales, sino de estudiar –por ejemplo- qué significa antropológicamente que una sociedad haya de santificar, contra natura, un matrimonio completamente desligado de la descendencia? O una elección de sexo completamente desarraigada del cuerpo real, de la herencia natal. Al margen de una ideología reaccionaria o progresista, el pensamiento de Todd no tiene ningún problema en analizar ontológica y antropológicamente los signos de nuestra deriva hacia la moralidad cero, la cultura cero, la religión cero; también, por cierto, un paralelo humor cero (p. 154).
Dicho sea de paso, Todd nunca explicita lo que debe en estos conceptos –el nihilismo de la religión cero– a un pensador que descendía de la seriedad con que Bataille consideraba a lo simbólico: Jean Baudrillard, otra bestia negra del progresismo insularizado. Para una noción antropológica de la cultura la tierra está viva. En ningún caso parece haber mapa mudo, pues los territorios y las poblaciones están recorridos por vectores simbólicos de fuerza. La geografía habla siempre a través de las poblaciones. La antropología debe estar atenta a los signos con los que una sociedad se expresa, precisamente a través de sus pequeñas pervivencias comunitarias. Lo oculto de una sociedad puede más importante que sus grandes manifestaciones espectaculares.
En ningún momento, sea con la religión tradicional o con su declive, esa furia religiosa –de religión cero- llamada nihilismo, Todd deja de poner en el centro de nuestra tribu el papel clave de las creencias. Y tampoco deja de analizar cómo ellas, en su crisis nihilista, han taponado lo que había que ver y oír, los signos reales a los que había que atender para que fuéramos más inteligentes ante la complejidad real que vuelve, después de décadas de predominio de cierta ficción ilustrada. Aunque no se llega a hablar de Ilustración activa, zombi y cero, es normal que el ciudadano medio español, italiano o francés se enfade con este libro –cosa que se vio también en el seminario de O Picón-, al fin y al cabo en él nos están tocando la religión laica del consumismo en la que hemos trasmutado una vieja pasión religiosa, inevitable en todas las etnias. La humanidad siente miedo ante un exterior que no cesa, así que es normal que se defienda como puede. La religión es clave en ese punto, aunque sea en la forma de un nihilismo furioso. La decisión de oponerse o silenciar este libro es también la vieja furia inquisitorial en negar que tenemos miedo al demonio del afuera, que el rey está desnudo o que la tierra se mueve.
Todd no se extiende en esta categoría de lo religioso como empalizada de defensa, pero analiza nuestras pasiones laicas –el tamaño, el dinero, el espectáculo, el miedo al otro- como un resultado distorsionado de la centralidad de lo religioso. La tribu tiene miedo a los monstruos del pantano, así que es normal que distorsione todo lo que le recuerde a un exterior anómalo. Y sin embargo, dentro de su relativo pesimismo, La derrota de Occidente parece creer continuamente en la posibilidad de que los herederos de Cristo despierten de su letargo, se liberen del velo estadounidense de furia y oscurantismo y consigan hacer pie en otra comprensión del mundo. Aunque los BRICS aparezcan muy tardíamente, aunque el paradigma de Israel nunca sea radicalmente cuestionado y el universo árabe apenas sea mencionado, los otros –con el nombre preferente de rusos– no dejan nunca de representar la posibilidad de otro Occidente y otra Europa, más atentos a una trascendencia que parece pedir la misma tierra.
III
La insistencia en el nihilismo que estaría detrás de nuestra decadencia, incluso económica, sigue significando la insistencia en poner en el centro las creencias. La última religión laica occidental, y esto nos enfrenta a casi el entero resto del mundo, significa apostar de continuo por una nada segura (Nietzsche) frente al algo incierto de la existencia. Hasta en los muertos tememos ese algo incierto, por eso es necesario de tapar la lenta muerte propia con multiplicando los cadáveres destrozados de los otros. Entre nosotros hay que tapar la muerte haciendo desaparecer el cadáver del ser querido en la incineración. Nada que recuerde a una presencia viva de lo otro, en este sagrado grado cero de nuestras creencias, es tolerable nuestro tiempo lanzado, en una velocidad de escape (0/1) que se multiplica precisamente con un cero limpio, muerto. El cero no existe, pero es precisamente la base de una cultura empeñada en despegar de la naturaleza
Todd también insinúa que Occidente ha encontrado en el recambio perpetuo, en la movilidad continua, en la obsolescencia programada de toda certeza una forma de esquivar la realidad, cualquier relación con la verdad. Religión cero también significa moralidad cero y verdad cero. En un mundo donde basta que un hombre puede sentirse mujer para hacerse mujer, o viceversa, ¿qué queda de cualquier referente. Por ejemplo, ¿cómo creerse que un pacto con Irán no puede violarse al cabo de tres meses? En general, ¿qué lugar puede ocupar alguna noción de verdad en un mundo invadido de narcisismo, individual, nacional y «global»?
Es preciso insistir en que esta nueva visión global de nuestra condición no tiene nada que ver con el celebrado Imperio de Negri. Si bien Todd no niega que la nube de las abstracciones repetidas sea una de nuestras armas favoritas para escurrir la realidad, achaca continuamente la responsabilidad de esa huida ontológica a centros de poder bastantes precisos, particularmente, la sordera cultural de la insularidad angloamericana. Aislamiento imperial del que Europa, también la dulce Francia, lleva décadas endeudada, en parte para huir de lo trágico que es común a la especie. Todd insiste en que la decadencia cultural e ideológica de Occidente, el cénit del nihilismo, también ha significado redoblar su grado de violencia. En cierto modo, tenemos en el mass killer estadounidense –metáfora individual de lo que Chomsky llamaba primer estado delincuente– la imagen de un nihilismo que sólo encuentra en la destrucción algún tipo de referente. Como si la liquidación de todo referente exterior, como hace Israel –el ejemplo prohibido en Todd- con sus vecinos, fuera la única posibilidad de que nuestra condición democrática cero no tenga espejos, ningún destello externo que le devuelva su condición aberrante.
Occidente destruye los mundos exteriores, sataniza a Rusia y China, para blanquear su malestar, la intuición de que en realidad ya no tiene nada que ofrecer. Esto también es el nihilismo, una conversión íntima a la nada… que debe acompañar la reducción del otro a nada. Todd llega a mostrarse piadoso (p. 245) a la hora de seguir diagnosticando este nihilismo y ponerle más nombres. ¿Por Israel, otra vez? De hecho, en su libro jamás se habla de un judaísmo cero, que tal vez sería una buena categoría para designar la nula relación con la alteridad, la de la verdad, de la sociedad hebrea actual, esa verdad que un día fue el maná de una existencia peregrina.
Lo nuestro, parece decir Todd, es simplemente un ombligo expandido con el opiáceo de una violencia que hasta ayer ha sido impune (p. 272). Pues bien, ya no lo es, y el mundo pasa cada vez más la factura por ella. La derrota de Occidente centra en la Rusia de Putin nuestro odiado Otro, recordando que es una nación inmensa cargada con toda clase de recursos naturales. Recuerda incluso que hubo un momento en que la administración estadounidense, y la misma CIA, reconocía en los rusos una profunda diferencia cultural que había que atender, para tratarlos o combatirlos. Nunca, hasta la llegada maniquea de los neocon, se pretendió borrarla del mapa, anularla o fragmentarla. A veces Todd sugiere (p. 177) que hemos inventado a Rusia como chivo expiatorio ideal. Insiste en que la Federación Rusa es una región de la tierra vasta y despoblada, con un índice de natalidad bajo y aquejada de una dramática falta de hombres. Esto, junto con su admiración por Occidente hacen ridículo el temor de que Moscú quiera adueñarse de Europa. Quizá no es tanto eso, se sugiere en este portentoso libro, como el temor europeo y occidental hacia un contagio populista que podría venir de Rusia. Esa sería la más temible invasión de esta «democracia autoritaria» que es la actual Rusia, facilitando tal vez que los pueblos europeos se subleven contra las élites correctamente minoritarias que los maltratan.
Sólo había tres reivindicaciones rusas innegociables (p. 84) frente a Ucrania: Crimea, la seguridad en el Donbass y la neutralidad de una Ucrania no nuclear, fuera de la OTAN. No es tan lejano a lo que pedía Kennedy en la crisis de los misiles cubanos. Pero la Francia actual, la Europa y los EEUU actuales no sólo han preferido ignorar esas tres reivindicaciones razonables. Todd repasa someramente toda la lista de agravios y agresiones que, mucho antes de Maidan y el apoyo europeo a los neonazis, han forzado a Rusia a tomar la determinación de una operación militar que Todd insiste que es militarmente muy limitada. Sólo 120 mil soldados, una cantidad proporcional a las que empleaban las naciones occidentales en las guerras coloniales (p. 86). Antes Minsk fue sólo una farsa, pero todos necesitaban entonces ganar tiempo.
El comunismo ruso, se insiste en este libro, el comunitarismo no nació de la mente calenturienta de Lenin, sino de la propia estructura de la familia jerárquica rusa, cosa que ya reconocían viejos análisis y que hubo un tiempo que la propia CIA entendió. El mismísimo KGB, ocupándose de todos al detalle, no dejaba de ser un remedo del viejo paternalismo familiar. Nunca entendimos, para empezar, que la URSS no cayó por las presiones externas de Occidente, sino por razones internas (p. 14). Por eso mismo la gigantesca nación, para sorpresa general, se hundió con Yeltsin. Es posible que ese hundimiento haya facilitado la ilusión óptica de un estallido ruso, dificultando la comprensión de que con Putin ha vuelto para quedarse una Rusia indestructible. Todd, sin ambages, repasa los logros de este hombre, a quien considera –insistiendo que este es el punto más débil de su libro- un político inteligente. Para empezar, tiene una relación íntima con el capitalismo de libre mercado. En segundo lugar, está atento –¿lo hace Von der Leyen?- a las reivindicaciones de la clase obrera y a las necesidades populares. Ha metido en cintura a la clase oligárquica de Moscú y San Petersburgo como, por cierto, el Estado ucraniano no ha hecho con sus oligarcas. Además de esto, Putin ha logrado un descenso en picado de la mortalidad infantil, una bajada drástica del índice de suicidios, del nivel de alcoholismo y de los homicidios (p. 30). Cualquier parecido con Stalin, insiste Todd, es un disparate. Dentro de los parámetros que en este libro se denomina una «democracia autoritaria», Putin permite además una libertad casi total para entrar y salir del país. Lo que para Todd es muy importante, ha logrado un índice muy bajo de antisemitismo. Lo peor de todo, insiste La derrota de Occidente, es que Putin alimenta sin cesar un populismo peligroso para nosotros, pues nos recuerda sin cesar la forma despótica, propia de una oligarquía liberal, con que la UE y Occidente olvidan y maltratan a sus pueblos.
Menos mal que Putin es de extrema derecha y así sólo puede tener relaciones fraternales con China, Cuba, Venezuela, Irán y Corea del Norte. ¿Es posible que tampoco a ese hombre le perdonemos sostener una intransigencia común, tradicional y humanista que el progresismo minoritario, elitista y políticamente correcto, ha querido liquidar? En el análisis de Todd, Putin es uno de los nombres de una sensibilidad para lo común que el puritanismo de nuestra cultura insular, apoyada en el elitismo de unos medios que giran en bucle, ha bloqueado.
IV
Como antropólogo e historiador, aunque se muestre conocedor de la idiosincrasia eslava, Todd apenas entra en detalles del carácter de la cultura rusa, su pasado y su presente. Sólo recordemos que la abolición de la servidumbre en Rusia se produce en 1861, unos años antes que la abolición estadounidense de la esclavitud. Sólo recordemos que la ciencia y la literatura rusas son, desde el siglo XIX, de primer orden comparados con sus homólogos occidentales. El Caramillo de Chéjov, de 1887, dibuja ya el mapa completo de las preocupaciones actuales sobre la contaminación y la extinción de especies vegetales y animales en la tierra. El beso, del mismo médico rural llamado Anton Chéjov, es de tal complejidad, de tal panteísmo anímico donde mal y bien se mezclan –la nobleza y la servidumbre, las mujeres y los hombres, la dicha y la desdicha-, que una mentalidad típicamente occidental naufragará cien veces antes de tener una visión final equilibrada. Toda la literatura de Dostoievski está asimismo recorrida, en esa tierra tan cristiana, por un anti-puritanismo donde el Altísimo y lo Ínfimo se mezclan inextricablemente, haciendo de casi cada personaje una encarnación bifronte del endemoniado y el salvado. Estamos, no hace falta decirlo, a años luz de la predestinación protestante, muy lejos del maniqueísmo puritano que se ha adueñado en los últimos tres decenios de la cultura woke y anti-woke estadounidense.
Si nos asomamos a Limónov, sólo el retrato de Nueva York contenido en Soy yo, Édichka, nos desbordará por todas partes a la hora de reconciliar esa audacia cognitiva con los tópicos turísticos de una cultura atrasada y brutal. Hubo un tiempo en que la literatura y el teatro angloamericanos giraban en torno a los motivos y las formas rusas. ¿Qué sería de El guardián entre el centeno sin Memorias del subsuelo? ¿De la Calle 42 sin el Tío Vania? Etcétera, etcétera. Fijémonos sólo en un detalle cultural nimio, la diferencia en el diseño de dos armas de dos de las naciones más poderosas de la tierra: el M-16 y el fusil de asalto AK 47 (Kalashnikov). Nada que ver, ni en la forma ni en la funcionalidad, entre uno y otro. En uno prima la limpieza del diseño; en el otro, capaz de hundirse en el barro y seguir disparando, prima una complejidad rústica que los rusos y sus aliados manejan muy bien. Es la misma diferencia que hay entre El beso y un relato occidental contemporáneo. De un lado, la rugosidad terrenal; del otro, la limpieza moral. Inmoral para nosotros, una rugosidad terrenal es parte de la pasión rusa por la forma, desde el contructivismo hasta la mística del cuadrado en Malévich.
Esto por no hablar del cine de Sokurov, por ejemplo en Taurus. De Polustanok, del bielorruso Sergei Loznitsa. Si escuchásemos con atención –no lo haremos- una reciente entrevista de Duguin con Tucker Carlson, asistiríamos a un «repaso» a los orígenes de nuestro individualismo que está a cien años luz de lo que Inglaterra y EEUU nos han vendido como modernidad, una dialéctica infernal entre el aislamiento solipsista y su histérica conexión posterior. Todd no se extiende sobre toda esta constelación de señales, pero da la impresión que las tiene muy en cuenta en su toma de distancias con respecto a nuestro reciente –no tan reciente- racismo anti-eslavo. Revolotea por La derrota de Occidente, sin ser tematizado expresamente nunca, la idea de que nuestro furioso nihilismo no soporta la rugosidad panteísta de la cultura rusa, un laberinto terrenal ajeno al maniqueísmo y donde bien y mal se mezclan sin cesar. El comunitarismo se vincula también con eso, pues supone la afectividad de un cara a cara personal que se asienta en un dédalo de herencias, de tierras, ríos, apellidos y linajes.
Religión cero, verdad cero, moralidad cero, humor cero: nuestra ortodoxia nihilista. ¿Cuál es la clave de la cultura rusa? La certeza, incluso matemática, incluso decimonónica y «nihilista», de que no existe el cero. En Chéjov y Tolstoi la vulgaridad mayoritaria está sometida a una intensa variación. Nadie es nada, tampoco en Limónov. De modo que toda nuestra cultura digital está allí envuelta por una poderosa cultura analógica de alta indefinición. Una mística del cero, en forma de llanura, de nieve infinita, de oscilaciones del rubor en los rostros, está detrás de la cultura rusa. Una mística del cero donde el vacío o la nada son siempre algo, al menos una cualidad real mínima, a veces casi imperceptible: las oscilaciones de la luz en Taurus, los estados de ánimo de los personajes en Dostoievski. El frío donde se puede pasear… o donde no se puede ni cazar.
Muy europeo, decíamos, el libro de Todd es también una larga queja por la hermandad que ha sido yugulada. El cero como ilusión occidental cualitativa, el cero que está tras la mitología redentora de la IA y de nuestro nihilismo. El cero del recambio perpetuo, el de la pantalla en nieve y el guarismo mágico de la multiplicación del uno. Vivimos en un nihilismo consumado. Aunque ese ideal sea una forma de suicidio y lleve a la destrucción violenta de todo lo que encuentre a su paso. Todd insiste en que en el nihilismo todo es posible, hasta lo más inimaginable. Sin embargo, las ondas de expansión de este nihilismo ondulatorio se estrellarán una y otra vez contra el rompeolas ruso. Todd calcula cinco años ante la catástrofe completa de Occidente en el Este. Y su aliado privilegiado, un nihilismo ucraniano en cuya trampa ha caído Washington, no correrá mejor suerte. Las cosas han ocurrido como si el propio nihilismo ucraniano, paraíso hasta ayer de los vientres de alquiler, fuera una copia aguada del ruso. Una copia carente de raíces, lo cual ha impedido que ese nihilismo pueda volver sobre sus pasos. Las explicaciones de La derrota de Occidente sobre el suicidio lento de las élites ucranianas ante Rusia (p. 83) oscilan entre el masoquismo, la ceguera y un inconsciente paneslavismo que ha atrapado a Ucrania en una espiral de autodestrucción: «una necesidad de conflicto que revela una incapacidad para separarse».
Todd no es para nada un reaccionario, pero ve el cero del nihilismo en el descenso drástico de la natalidad; en la incapacidad para descender, apearse del supremacismo urbano-ilustrado y bajar a tierra. La conquista del matrimonio igualitario, donde la descendencia es imposible, nos iguala a todos en el cero. Desgajados de las raíces naturales, de la singularidad natal, personal y de género, se nos condena a flotar en la ficción un espacio virtual. Es el nihilismo llevado hasta los extremos suicidas de la intervención en el cuerpo.
En esta economía libidinal y nihilista el mismo Estado, frente al mercado, o la derecha frente a la izquierda, dejan de tener otro sentido que el meramente escénico. Igual que las diferencias entre los ciudadanos woke y los anti-woke, pues todo es intercambiable en este fondo de indiferencia que nos arma. Es en este panorama antropológicamente transgénico donde los verdes alemanes pueden apoyar con argumentos de izquierda el sionismo y donde el ardor bélico feminista –al estilo Kaja Kallas- se ha convertido en una fuerza nueva para las iniciativas armadas de un Occidente en estado terminal. Sin el racismo progre que ha alimentado la endogamia occidental, la indiferencia ante la matanza de Gaza sería incomprensible. Tanto en Israel como fuera, lo que asombra hoy, y hace a Occidente moralmente inferior, no es la sevicia de los malvados, sino el silencio de los justos y la ausencia de debate. RT está prohibida en Europa.
Empujados a la indiferencia de la igualdad aritmética, Todd no tiene reparos en extenderse sobre una especie de racismo LGTBIQ+. El vacío del nihilismo empuja a una variación espectacular. Si es el individuo aislado y estresado quien ha de multiplicar los contactos, no es tan difícil imaginar la relación entre la atomización social individualista y la histerización del contacto, de la sexualidad. El espectáculo más o menos pornográfico –primeramente en la información media- es el cemento que vincula una atomización siniestra. Los hombres están separados por una versión tecnocrática de aquello mismo que les vincula. La derecha divide con el Mercado; la izquierda sistémica conecta los restos con el Estado. Una se alía con la otra para que el bloque resultante sea inapelable. Es en estas circunstancias, las de un complot político contra lo real, donde el choque con fuerzas exteriores es imprescindible para que Occidente despierte de su sueño. Minoritario y a la vez supremacista.
El capítulo VII, «Del feminismo al belicismo», no deja de ser la crónica de una versión perversa de la consigna «Lo personal es político». Ya hace mucho que los argumentos sensibles de la mujer tienen un papel impresionante en nuestro ardor guerrero, antes de Golda Meir y Margaret Thatcher. Después de Condoleeza, Madeleine Allbright y Hillary, Kamala Harris, Sanna Marin, Úrsula y Kaja Kallas, la Viceministra europea que pidió, en nombre de los derechos humanos, partir a Rusia en trocitos. Esa ha sido nuestra estrategia «feminista» con los estados y las culturas incómodas: balcanizar y fragmentar; devolver a la edad de piedra del enfrentamiento tribal y después, si acaso, confederar. Después de las bombas de fragmentación, McDonald’s para reunirse. El progresismo vigilante aporta en el actual capitalismo sensible, no weberiano (p. 164), la fuerza que a la sola derecha le faltaría. Donde no llega Nancy Pelosi llegan Trudeau, Bono o Tarantino. Pensemos en Harari como modelo anglobal: joven y guapo, judío y progresista, homosexual y vegano, es ideal como fuerza «moral» de apoyo a la incesante campaña de Occidente sobre el exterior atrasado, despótico y heterosexual, del mundo eslavo o árabe. Evidentemente, los tiempos están cambiando. Aunque no en el sentido que pensamos en los años sesenta, pues hoy un progresismo minoritario dirige la violencia militar de un capitalismo atomizador.
Verdad cero. ¿Qué sentido tiene mentir sobre la posibilidad de cambiar un par de cromosomas XY por otro XX? (p. 202). Si todo se puede elegir, ¿en qué queda la más mínima obligación de verdad? Si lo común tiende a cero, también lo harán la sexualidad, la seducción y el amor. ¿No es este panorama poshumano de nihilismo, donde el otro es sólo una punta estadística de nuestro capricho narcisista, donde se extiende el cultivo de mascotas como avatares ideales, gemelos de uno mismo? La libertad de expresión individualista ha pulverizado la igualdad, la fraternidad, y también la relación corporal y anímica con uno mismo. En este panorama, Todd pone a Rusia como el índice exterior de un iceberg fatal que nuestro Titanic masivo ha creado. Entiendo que en la invitación que hace este libro de atender a Rusia se nos está invitando primeramente a atender de otro modo a los pueblos, a la alteridad infinitamente minoritaria que constituye a las mayorías.
Ignacio Castro Rey. Muxía, 30 de diciembre de 2014
ASCUAS DE DICIEMBRE. Preguntas de Mara Giménez Sarabia
1. ¿Cuál ha sido tu evolución en los últimos años?
¿Cuánto más viejo más pendejo? Espero que no. No sé si he «evolucionado», pues en cierto modo sigo con las obsesiones de hace cuarenta años. Quizá soy un poco más prudente, menos arrogante e insensato. Si es así, me ha costado mucho. ¡Somos todos tan tercos, tan autistas! En cuanto a lo que permanece en mí, siguen obsesionándome la muerte, el pueblo llano, la vida común. Y esto hasta la más extrema vulgaridad: comprendo muy bien a Pasolini, al autor de Lolita… Posiblemente en la letra y el estilo filosófico no he conseguido ese giro mundano, pero sí en una violenta pasión escondida. Vivo más atento al otro, con menos prisas. Y menos colérico tal vez. De todas formas, no sé a quién le puede interesar mi evolución. Es posible que, en el fondo, sea tan perfeccionista e intransigente como siempre. A la vez, tuve con frecuencia cierto sentido del humor, no siempre negro. Me gustaría pensar que no lo he perdido… Sigo siendo muy impaciente, la verdad, y eso no tiene un fácil remedio. Sólo querría alcanzar, en palabras de un amigo, una impaciencia metódica, frenada.
2. ¿Por qué ese desprecio por la política?
No hay tal desprecio. Es que, en conjunto, los políticos me parecen la casta más nociva que pueda imaginarse. De un extremo a otro del arco parlamentario, han conseguido no saber nada de la calle, de la vida real. Con honrosas excepciones, casi siempre ajenas al supremacismo «primermundista», llevan décadas sin pisar literalmente el barro común. Fíjate lo que ha pasado en Valencia: por la derecha y por la izquierda, es una vergüenza la insensibilidad hacia el dolor, la desgracia y el fango. La derecha no cree en Dios, la izquierda no cree en el Pueblo: aun suponiendo que sean dos cosas distintas, el nihilismo resultante es terrible, pues en él cualquier aberración es posible. Y lo grave es que apenas nada tiene consecuencias, tampoco en el escándalo de Gaza, pues el narcisismo político ha logrado una impunidad casi perfecta al protegerse en una especie de narcisismo expandido, de clase media. Como en las redes, fingimos pelearnos, pero vamos todos juntos: Hoy «Me gusta» por ti, mañana por mí. Me acuerdo de la frase de uno de los hermanos Panero: «La política es la organización del espanto». Pensemos en las persecuciones medievales que han sufrido dos personas tan distintas como Rubiales y Errejón… Monstruosamente inmoral, nuestro Estado profundo ha externalizado en una sociedad obscena, aunque moralista hasta niveles inquisitoriales, una caza del otro que nos sirve sin cesar un chivo expiatorio, blanqueando así el malestar general… Esta mañana atravesé un parque del Retiro atestado de gente que corría para sudar: todos parecían desesperados por expulsar la basura tragada el día anterior… y la que vendrá mañana. Sobre todo, hay que decirlo, la basura de la indiferencia. Hay una frase reciente que me impresionó: «Lo peor de este mundo no es la crueldad de los malvados, sino el silencio de los justos». Sí, tal vez tienes razón: algunos aborrecemos esta sociedad opulenta y su política. En conjunto es una maldición bíblica que antes, cuando la izquierda no estaba vendida, entendíamos simplemente como barbarie capitalista.
3. Estamos cerca de unos días convencionales de paz y buenos deseos. Sin embargo, incluso en ellos seguimos rodeados de titulares, de informaciones incontestables y respuestas categóricas de la ciencia, la publicidad, el periodismo, la política… En el fondo escasean las dudas, la ambigüedad y las preguntas. Si tuvieses que condensar tus inquietudes, ¿en qué pregunta las resumirías?
Qué difícil. Después de lo que te he dicho antes, tal vez la pregunta clave sería esta: ¿Cómo conservar el humor y el amor, cierta inocencia, una especie de suave fortaleza en esta sociedad autista, sometida a la obscenidad de una iluminación incesante? Mientras esta misma sociedad tolera o ejecuta, muy cerca y sin inmutarse, matanzas genocidas… A veces, expropiados de distancia metafísica y serenidad, algunos nos sentimos prisioneros del rencor. ¿Te ocurre a ti también? No parece muy saludable. Es posible que necesitemos, hasta por razones políticas, un cierto estado de gracia, casi una nueva beatitud.
4. En medio del incansable diseño que nos protege, ¿dónde encontrar hoy la belleza?
En el afrodisíaco de una atemporal pobreza, en su inocencia escondida. En cualquier lugar donde se atenúen los focos y se callen las «estrellas». Podría ser que las perversiones y la pornografía, incesantes y sumergidas, no sean más que una forma desesperada de buscar algo «real», aunque sea aberrante, en medio de una ficción social interminable. Simone Weil decía que la belleza sensible es el índice mudo de la verdad, pues allí se da la confluencia inesperada del azar y el bien. Ahora bien, ¿dónde está hoy el azar, la espontaneidad? Por motivos incluso médicos, es urgente imponer zonas libres de información que nos permitan el acontecimiento del encuentro, con la belleza y con algunas epifanías de verdad. También con el prójimo, y con ese desconocido que hoy es uno para sí mismo. La iluminación incesante genera una distorsión fatal, un conductismo masivo donde sólo es posible lo similar. Es preciso buscar umbrales donde las cosas y las personas todavía puedan latir. No hay otro camino si queremos recuperar en la existencia su derecho a sorprendernos, una potencia de metamorfosis que es esencial a lo que está vivo.
5. «Inteligencia artificial y crueldad calculada»: el subtítulo de tu último libro parece elocuente. Sin embargo, ¿a qué te refieres con el término Antropofobia?
No se trata de misantropía, aquella especie de desamor en nombre de algo, quizá otro mundo posible u otra humanidad. Antropofobia nombra el racismo insular de la anglobalización que nos ha colonizado mentalmente, un supremacismo fluido que odia todo lo que huela a esa vieja humanidad –fea, supersticiosa, sentimental- de las afueras. Los elegidos del norte quieren sustituirnos por una élite de cerebros mutantes. Hablan continuamente de la abyección de los otros, rusos y musulmanes, nunca de la nuestra. Hablamos del calentamiento global, nunca del enfriamiento local. Al faltarles el latido solitario de un corazón, los expertos que nos mandan son de una estupidez criminal. También completamente incultos, pero eso sería secundario. Lo grave es que su estupidez, que nunca es muda, resulta impunemente asesina en este desierto del nihilismo.
6. La tecnología en boga causa estupor porque parece que la palabra humana resulta cada vez más superflua y que todo lo que se puede decir queda ya dicho por las IA. ¿Queda por decir algo distinto?
La creatividad y la inteligencia son un producto de la finitud, de los accidentes inesperados y del «atraso» de vivir. Sobre esta cuestión clave los apologetas de la IA no dicen más que idioteces. En medio de su habladuría constante –un chat nunca contesta «no sé»-, lo importante está oculto, sigue todavía por decir. Con una intención minuciosa y despiadada, mi libro quiso retratar las entrañas furiosas de la inteligencia artificial. En su velocidad combinatoria, la IA es completamente parasitaria de la vida común y sus intuiciones. No sabe nada de la inteligencia porque no sabe de su fuente, el dolor. Tampoco sabe que su voluntad de perfección tecnológica es monstruosa, pues nació para facilitar las matanzas. En primer lugar, para expandir entre nosotros lo que Kafka llamó «asesinato del alma». En segundo lugar, para facilitar el genocidio de los pueblos que molestan. Que le pregunten a los parientes de los suicidas, a la inmensa legión de muertos en vida de Londres o París, a los expulsados por el sistema al infierno. No a Harari o Elon Musk, esos marcianos multimillonarios, sino a los gazatíes. Como a veces logran la literatura y el arte, es urgente asaltar la tecnología y someterla al analógico suelo común, a los sentimientos que brotan de él. Aunque quizá lo mejor sería, en el plano anímico, ignorarla completamente. Es posible que algunos artistas como Handke, Sokurov o Malick nos estén dando alguna pista.
7. El imperio del dato y de los algoritmos deshumaniza la vida hasta acostumbrarnos a vivir sedados tras lo que se nos empuja a desear. ¿Hemos puesto en venta nuestros deseos? ¿Podemos desear algo distinto a lo que nos ofrecen los dispositivos digitales?
Inesperado y oscuro, el deseo nos empuja fuera del goce egocéntrico. Nos lleva por sendas escarpadas y humilla el narcisismo, ese instinto adolescente de elegirlo todo, escogiendo sin cesar identidades seguras que nos protejan. Es cierto que, con una servidumbre voluntaria que no tiene parangón, hemos puesto en consigna nuestro deseo… a cambio de la visibilidad colectiva, de compartir una actualidad espectacular. Todo el mundo quiere salir en la foto global, por eso la redundancia es el fondo de la «diversidad» informativa. Nos repetimos como cotorras sobre los temas que consideramos importantes: la sexualidad normativa y la prostitución, Ucrania y Venezuela, Rusia e Israel… Vamos siempre en manada, bajo un conductismo que nos ahorra pensar ni indagar en otras posibilidades. Esta sociedad «juvenil» padece un miedo senil a estar a solas con nada, a entrar en la encrucijada solitaria de la que parten todos los caminos para un posible encuentro. Pero sin «conspirar» desde el secreto, la frustración y el aburrimiento están servidos, por mucho que los maquillemos con efectos especiales.
8. ¿Es la filosofía una panacea para frenar el imperativo tecnológico? Se hablar mucho de esta disciplina como un saber crítico y contra-hegemónico, pero en muchas ocasiones acaba siendo absorbido por diversos intereses políticos o económicos.
No sé si hay atajos… Quizá la única panacea sería atreverse a soportar el silencio, sus rumores. La alta definición del conocimiento y de las revelaciones pertenecen a la penumbra de las letras, sea en Joyce o en Cervantes. Esto es algo que la radiante anglobalización nunca entenderá. Gracias a la coacción informativa la literatura está en franca decadencia. También es cierto que la academia ha convertido a la filosofía en una disciplina a veces cómplice de lo peor, de nuestra tendencia instintiva al apartheid. Pero bajo esta costra infame de los compromisos conductuales, subsiste otro pensamiento y mil veredas escondidas. La ética de Badiou o la Teoría del Bloom son dos de ellas, pero hay muchas otras. Y también ensayos que no vienen de la filosofía, sino de un pensamiento menos endeudado. Entre otros libros, La derrota de Occidente (E. Todd) es un formidable ejemplo reciente.
9. En Antropofobia te refieres en muchas ocasiones al miedo y aludes a la obediencia masiva de un «conductismo basado en el miedo». El miedo como potencia anti-política y como elemento que impide la vertebración de lo común. ¿Nos hemos acomodado al miedo, de manera que sirva para que nos digan qué debemos hacer y qué no, sin tener que complicarnos demasiado la vida?
Me temo que no vas muy descaminada. No tener miedo es de locos. El miedo es necesario, pero hay que dialogar con él. Ocurre como si hoy el miedo, y la consiguiente alienación, se hubieran cristalizado, se hubieran disfrazado al fundirse con la diversión y volverse sexys, descarados, sin ninguna culpa. Si no hay culpa bajo el narcisismo reinante, no hay nada que cuestionar. Vivimos de un miedo sumergido, del que no se puede hablar. Mientras tanto, nos divertimos con estruendo. Esto hace muy difícil encontrar a alguien que escuche, que cuestione el canon informativo y se atreva a pensar, sin miedo a ser tachado de negacionista. El miedo sin testigos, sin interlocutores, estalla en el pánico. Tanto en el que está detrás de la obediencia masiva –escandalosa desde la pandemia- como detrás del paso al acto brutal, eso que llamamos terrorismo… La multiplicación de psicólogos funciona en proporción inversa a la capacidad de escucha del prójimo, que hoy es más o menos un inválido existencial equipado tecnológicamente. Temo no estar exagerando mucho. En tal caso, habría que echarle a este panorama una mezcla de paciencia, humor negro e inteligencia agresiva, que no es tan fácil.
10. Aludes a una condición de caminantes que está siendo borrada por las prisas, por la velocidad social. ¿Podemos seguir siendo caminantes, nómadas que van resistiendo de experiencia en experiencia?
El tiempo, aquí y ahora, es el gran enemigo del capitalismo. Fíjate cómo se esconden las arrugas, cómo se exilia la vejez. Y después la incineración, para que no quede rastro del cadáver. Es así de simple: esta sociedad «del conocimiento» no soporta lo real, el espacio irremediable del tiempo. Nuestra religión nihilista, como decía Nietzsche, prefiere una «nada segura» antes que un «algo incierto». Como la finitud común es el espectro de fondo que recorre los sótanos del capitalismo, se intenta hacer del tiempo una cronología contable. Toda la velocidad social de esta tecnocracia, de su oligarquía liberal, está dirigida contra el instante, contra ese lapso incontable de tiempo donde podría ocurrir algo. La «superstición de la cronología» (S. Weil) obliga a que vivamos en una sociedad de esclavos del mañana. El terrorismo cambiante de la moda impone una constante pedagogía de la espera bajo el lema: «Esto –la IA o lo que sea- sólo está empezando». Vivimos así en el sedentarismo invisible del reemplazo perpetuo: la obsolescencia programada afecta no sólo a los ordenadores, sino también a las opiniones. Sin embargo, todas las metáforas del tránsito espacial –caminante, transeúnte, peregrino, nómada- resultan simpáticas porque aluden a otra cosa, al posible acontecimiento de una experiencia física de lo inconsumible. Nómadas son los que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio. Por eso las pocas verdades que nos alcanzan, a veces con gloria, provienen de seres vagabundos, que casi nunca son célebres ni millonarios.
11. Qué es la libertad para Ignacio Castro Rey?
Algo muy difícil para nosotros, los contemporáneos. De buena gana nos libraríamos de ella. Los gobernantes lo saben, por eso cuentan con nuestra colaboración. La libertad es el coraje para estar a la altura de la singularidad mortal en la que hemos nacido, aunque tengamos un hermano gemelo. Esa radical diferencia, natal y anímica, nos exige sobrevivir inventando algo que todavía no existe ni tiene equivalencia. Por tal razón, los existencialistas decían que la vida más común tiene que parecerse, si no quiere sucumbir, a una obra de arte. Esto exige vivir arrojado a los segundos, a la labor un poco agotadora de adivinar sin descanso el presente y estar atento a sus signos. Creo que la libertad no tiene nada que ver con la alegre facilidad consumista de escoger en un menú servido por otros. Esto puede valer en un restaurante; no fuera, en la vida anterior y posterior a nuestras cómodas mesas. La libertad de expresión política es sólo la di-versión masiva de la obediencia, allí donde el «narcisismo de las pequeñas diferencias» adorna y oculta la seguridad de las grandes convergencias. La interactividad es el disfraz lúdico y civil del feudalismo tecnocrático al que nos hemos habituado, eso que a veces se ha llamado interpasividad. Creo, en suma, que es imposible recuperar la libertad si no reinventamos un modo artístico e inclusivo de «violencia», una manera de distanciarnos para regresar, para poder infiltrarnos.
12. Dime un libro, una autora o autor que puedan cambiar la vida, para bien o para mal.
Hay tantos escritores olvidados: Rilke, Lispector, Chéjov… ¿Libros? La hora de la estrella, ese «réquiem por todos nosotros» (Lispector). También Agamben, sobre todo en La comunidad que viene. Este breve objeto me ayudó a vivir, permitiéndome concebir una gloria, una bienaventuranza compatible con la más clandestina vulgaridad. Es urgente atreverse a ser nadie para recuperar una épica posible. Necesitamos otra vez un pesimismo histórico que nos devuelva la ironía de una jovialidad en lo trágico. Mientras eso no ocurra, nuestra comedia diaria seguirá siendo espantosamente insulsa.
El uniforme militar de nuestras emociones
Hoy lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva gradualmente a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde con el enfriamiento de las relaciones personales, la desconfianza en el prójimo, la judicialización de la vida cotidiana, el auge de la novela policíaca y también de la psicología. Etcétera, etcétera.
Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la «aventura» de la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y con su predestinación, que se muestra en las riquezas mundanas y facilita un aislamiento individualista que convierte a cada uno en potencial empresario y, a la vez, en mercancía. El prójimo desaparece en aras del ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. todo esto encarna una creciente ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el hedonismo de la vida labriega, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.
Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese este con aire protestante, católico o laico, tampoco es ningún capricho de ningún conspirador. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar al Santiago de los años 60 y 70 muy trabado por el corsé del recato, mientras -muy cerca- el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.
Después el capitalismo, para sobrevivir y expandirse, se calienta. Hasta hoy, con un creciente enfriamiento real y calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy, más divertido y «turístico». Y todo ello con una emoción artificial expandida, como un anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.
Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, muy artificiales, anteriores a la IA y tanto o más controladas que ella.
Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Público cautivo que debe sentirse víctima y solicitar ayuda. O ser solidario con las víctimas: la victimización es nuestra forma de odio al otro. Todos somos libres, pero somos igual de víctimas; vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los rusos y los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault) de antaño. Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras es feliz, mientras tiene una intensa y casi obscena sensación de libertad. La ruidosa libertad de expresión, con su dosis de crueldad, de los prisioneros. Nula libertad de acción, maniatada por la economía; máxima libertad de expresión, maniatada por la perversión polimorfa de los medios y las redes.
Vivimos en un Estado en red; solo por ello, doblemente persuasivo, doblemente despótico. Conductismo en red que explica, supongo, la amplia pasividad ante Gaza. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decida vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece a manos de un onanismo expandido. A manos, en definitiva, de un narcisismo expandido.
La pornografía no es, en todo esto, un submundo emocional y subsidiario, sino algo central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. El totalitarismo del entretenimiento, que usa inteligentemente las emociones para mezclar cadáveres con anuncios de colonia, explica la impunidad terrorista de Israel. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI, que poco después de destrozar mujeres y niños palestinos pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. Mientras vibran en otra fiesta techno. La cocina puntera, dicho sea de paso, también es emocional, vale decir, inundada de ardores, colores y gritos, de sensaciones y sabores. La visibilidad no es nada sin la pornografía del impacto.
Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con la perspectiva de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si para esa izquierda Errejón es «un monstruo», es obvio que tal progresismo -sexo, drogas, rock and roll- no tiene ya palabras ni conceptos para los demócratas asesinos de Palestina y Líbano. Así nos va. ¿Está libre de esta obscenidad impotente los fallos humanos en el reciente desastre de Valencia? Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información -que mezcla niños destrozados con anuncios de hamburguesa- tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier sensación. Fíjense en la vocalización ansiosa de las locutoras, cuenten lo que cuenten. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que hasta entonces había oído sobre el tema era pornografía, no estaba exagerando. Literalmente, la pornografía guía al más normal telediario y es el pegamento que une la diversidad temática del entretenimiento.
Existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando podríamos estar a punto de llorar, de sentir algo no entretenido, pasamos ya a la siguiente carcajada o al siguiente meme. Somos felices cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Hasta le felicidad es obligatoria, y peligroso negarse a ella. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría -cuando se libre de la acusación de negacionista- salvado de la alienación que nos hace tan felices, mientras arrasa cualquier rastro de vida.
Gracias a la guía masiva de la percepción, a través del espejismo de la diversidad cerramos una y otra vez la enorme secta que hoy es Occidente. No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo. El pequeño, crucial apocalipsis de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.
¿Tendremos mañana fuerza para este regreso ancestral, moral y primitivo? ¿Tendremos fuerza para comunicarlo después? Todo este humor, negro y marrón, es imprescindible para no convertirnos en cínicos, ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse, incluso a solas. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 15 de noviembre de 2024