Buenos días, M.,

Ayer estuviste estupenda: renaciste desde cero, logrando el acontecimiento del encuentro y una intensidad que promete que todavía puede ocurrir algo, cualquier cosa. Incluso entre nosotros, tan civilizados y normalizados. Tu compañera de escena, lo sabes, era otra historia.

El comentario que se me quedó en el tintero era el siguiente. Escribes: «Yo, que no sé qué es Dios». Primero, está bien que no emplees el personal «quién», sino «qué»: no añorando otro sujeto, otra más, sino un «qué», algo terrenal, vivo, distinto. Precisamente en nombre de ese qué, ¿no es hora de atrevernos a hablar sobre Dios de otro modo? Quizá como algo que cae definitivamente bajo el registro del «no saber», pues Dios no es esto ni lo otro; en realidad -sobre todo para nosotros los «intelectuales»- no es nada, por eso puede estar en todo y es casi la más completa irrisión. ¿No debemos precisamente apostar por ello, empezar a reivindicarlo? Si no, qué nos une a las otras culturas, la inmensa extensión de una humanidad terrenal «atrasada», no desarrollada ni democrática.

Reivindicarlo orgánica, moral y políticamente. Habría que preguntarse de qué modo podemos superar la terrible sectarización actual de mentes y cuerpos más que volviendo a la amplitud de esa «nada», ese silencio que siempre ha tenido mucho que ver con Dios. Cuando un pensador reciente, quizá sin saber muy bien el alcance de sus palabras, dice «En realidad, lo peor que hoy se le quita a la gente es su derecho a la nada», creo que tiene razón. La nada de la revelación (Kafka) es lo único que nos puede devolver al corazón de los pueblos, a una épica que no es «totalitaria» porque desciende a la humildad de cualquiera.

Ese desierto es la única suma total de nuestras posibilidades. Es lo único que permite infiltrarnos en la pantalla total de este archipiélago balcanizado de las almas, una cultura del llenado que hoy no deja resquicio a ningún «algo incierto» (Nietzsche). Preferimos la nada segura de nuestro nihilismo al algo incierto de aquel qué.

Las personas viven como hechizadas por un conductismo masivo, diverso únicamente en los detalles, en el adorno minoritario. Pero a la vez, esperan algo, un forma de salir de esta humillación por goteo. ¿Cómo conectar con esa espera? Me acordé de la vieja frase: «Sólo un dios puede salvarnos todavía».

Un Dios ubicuo que se confunda con la calma del atardecer. ¿Más instantáneo y rápido que el capitalismo, algo que nos permita recuperar el ser lento que somos?

Sólo era esto, inspirado por tus palabras. Gracias por la tarde. Un beso,

Ignacio