Estamos ante una muestra del sur que tal vez nunca será «grande», ni espectacular. Si estas obras son significativas diría incluso que el hombre nunca se apartará de una impotencia que tiene estrecha relación con el imperativo de la creación. Frente a la lógica de un mercado que vincula a los individuos por fuera, el arte nos hace una propuesta de comunidad que brota de la sombra de la más simple existencia. Se trata siempre de una indagación en los límites del conocimiento, mostrando en primer plano lo aún no decidido. En el margen de las ruidosas vías de comunicación, lo más extraño es ahí lo inmediato. Está pasando un minuto del mundo y sólo podemos conservarlo al precio de volvernos él mismo.

La creación no depende tanto de estar bien informado como de ser capaz de propiciar un encuentro con la exterioridad. En última instancia, sólo cuenta el coraje de darle forma a una crisis fundamental en la condición humana. En virtud de una legendaria «temporada en el infierno» el artista es al mismo tiempo el más maduro y el más inmaduro de los seres humanos. Como imperativo ético, se negó a crecer en un momento clave. Atendiendo a un crónico «atraso» que une a los humanos, decidió permanecer abierto a una pregunta que impide que su labor sea integrada por la especialización.

Estos cinco artistas no parecen guardar sus percepciones en una vida privada, oculta bajo la coraza de las profesiones, sino más bien convertir directamente la turbulencia de lo cercano en una deriva del sentido. En este punto, tal vez estamos en lo cierto al pensar que el pintor no inventa nada, sino que más bien despierta algo que ya estaba en nosotros. Crear sería así encontrar la espalda de las horas, dando testimonio de un tiempo que remata en cada instante. Es cierto que, en secreto, esto le ocurre a todos los hombres, pero de una manera abierta el arte tiene en esa paradoja su oficio, un mensaje del que no puede apartarse. Bajo los planes sociales, la operación formal del arte nos recuerda un destino del que ningún progreso nos libra.

Cada una de estas obras trastoca nuestra percepción y pone en suspenso el sentido. Con distintos contrapuntos de geometría y caos, estos cinco trabajos se asoman a una experiencia que no admite acercamiento teóricos, resolviéndose en un tipo de pensamiento más cercano a los afectos que al concepto. No se trata en ningún caso de añorar un pasado idílico, sino de resucitar una posibilidad distinta del presente, despertando una variación más fuerte que cualquier realidad ya efectuada.

Mariano de Blas (Madrid, 1958) toma los fragmentos de nuestra iconografía como punto de partida. Como un mosaico de piezas arrancadas de distintas procedencias, grecas de tela, motivos de heráldica, hojas y siluetas de plantas (enebro, jengibre, pino) giran en ciudades irreales donde el sol declina. Hay huellas de cadáveres y del paso del tiempo, estampaciones fósiles en un relicario que atesora figuras vencidas. El conjunto es punteado con unos emblemas en latín que resultan igual de enigmáticos para todos. De Blas parece percibir el mundo desde el lecho de una lengua muerta, entre el jeroglífico de sus residuos. Todo lo que era venerable, desde el coraje de legionarios desaparecidos a definiciones y recuerdos de escuela, yace como un resto que la marea del tiempo arroja a la arena. Pero no se trata de un regusto por lo morboso, por la mera cita, sino que parece indagarse en otra verosimilitud. Después de la riada de una época sin piedad, el pintor realiza un esfuerzo de ternura para rescatar todos los moldes. Nada de tabula rasa entonces, sino la apuesta por una luz que brote del suelo humeante. Los juegos de la semejanza y la desemejanza, del atar y el desatar, componen la danza de la memoria, el deber de un recuento de las pérdidas. Con la incorporación de la fotocopia en el collage del cuadro, Mariano de Blas envuelve también nuestro afán reproductivo en el aura de una recolección barroca.

En un ámbito muy distinto, las estampaciones digitales de José Manuel Ciria (Manchester, 1960) recrean una abstracción que no elude el reto de la ambigüedad real. Entre el juego de la necesidad y la ley del azar, en la obra de Ciria resuena, de un lado, una tierra cuántica, libre de todo mecanicismo; de otro, una humanidad que no teme a las sombras. Se ha hablado en él de una desbordante vitalidad, de la pugna de tumulto y geometría, de un desgarro que sólo pueden soportar los fuertes. Glosa líquida rescata rastros tenues, la música de los hilos de agua. Una naturaleza que llora o sangra, empañando le tersura de las superficies, enseña las entrañas cuasi animales del sentido. Lo ínfimo levanta sus monumentos, un templo de estalactitas que provoca el contraste entre la limpia superficie ortogonal y la tortura del líquido que se derrama. Ciria convoca las flores imposibles del dolor, un lirismo sin sentimentalidad ni preocupación ornamental. El conjunto tiene el aire de las cosas en peligro: como una rosa enferma, dice el poeta, indecisa entre el perfume y la muerte. El cuerpo lechoso de la melancolía, los meandros del sentimiento. Se nos ofrece un duelo del exceso y la continencia, la lujuria y la castidad. En este trabajo, soporte y pintura son reunidos por la energía del gesto, que parece brotar de las cosas mismas, como si éstas pidieran otra mirada al hombre. En el vigor de la resolución plástica no escuchamos un metalenguaje (esa pintura que «habla» de la pintura), sino una obra volcada directamente sobre lo exterior. ¿Es esta fortaleza lo que nos detiene ante las imágenes, lo que produce esa impresión súbita?

Se ha destacado en la pintura de Luis Fega (Asturias, 1952) el golpe largo que marca la tela, entendida como frontera donde se dilucidan encuentros cruciales. Lento y desconfiado ante sus propios logros, Fega cultivaba un expresionismo más sombrío, con paisajes de desolación y norte en ruinas. Todo esto parece ahora atemperado, pues es patente que el pintor se esfuerza (en el esquema del dibujo, en los colores limpios que embalsaman a los cuerpos) en busca de una expresión despojada. Siguen siendo cuadros atormentados, llenos de dudas y acción, pero apunta además una poética capaz de entrar en los niveles más turbios. A menudo la cálida película del rojo o del amarillo amortigua la dureza de las siluetas, como un fondo mítico que suavizase esa inquietud que traza en el cuadro sus planes, sus caprichos de conquista. Las zonas densas alternan con otras licuadas, oscilando el cuadro entre lo coriáceo y lo acuoso. Los colores filtran la violencia del gesto, la nervadura de las siluetas mudas. Por doquier pululan formas orgánicas de resistencia a nuestro orbe tecnológico, pues la composición dibujística es sólo un marco para la impenetrabilidad de cada figura. Es a veces un trabajo tan lábil, tan aguado, que resulta hipersensible al trazo de la mano, calcando el pulso exacto del movimiento muscular. El gesto impone así una impronta de instantaneidad: el brazo y su temblor han estado allí, grabando la superficie segundo a segundo. Por lo demás, el cansancio muscular, tan inevitable en una pintura de este tipo, colabora en la labor de síntesis, pues el agotamiento elimina lo superfluo, depura teorías, manierismos, adherencias del momento. Solamente aguanta en el cuadro aquello que ha sido digerido y transformado en carne, lo que resiste el aguacero de la duda.

Con su propia combinación de cortes geométricos y entropía orgánica, Pablo Maojo (Asturias, 1961) abre el volumen inaugurando nuevas superficies. El escultor levanta caprichos de aire en lo pesado y lento de la madera. Descarta, elimina materia y después tiñe de rojo y azul la herida. En distintas angulaciones, Maojo persigue la vida furtiva de las sombras, estructura un orden de notas labradas, la soledad sonora de los cuerpos ciegos. Heredero de un cierto constructivismo, con las huellas del trabajo industrial resalta la potencia natural, una physis que persiste tras cualquier incursión del hombre. Como algunos otros escultores, Maojo parece absorto en una experiencia local de la naturaleza. La sierra mecánica hiere el crecimiento lento del árbol, pero para encontrar en la materia prima la forma que dormita. Su trabajo nos enseña que también la levedad, el capricho, el misterio de la notación musical estaban en la madera. Aunque en este caso huye de la escala monumental, cosa que no siempre ocurre en su obra, el artista resalta un espacio transitable en medio del peso de los huecos.

Finalmente, con un frenético aluvión de sugerencias en la piel de lo existente, la pintura de Felicidad Moreno parece canturrear en torno a un centro impronunciable. Dándole forma sensual a la ausencia, los cuadros tejen su ficción con plumas, cables, brillos procedentes de una alcurnia borrosa. Sin embargo, en esta tela natal donde todo germina, también el trenzado de vértigo y sosiego, lo negro vuelve una y otra vez, como si no pudiéramos olvidar el agujero oscuro en torno al que giramos. Hay un obsesivo deslumbre solar, pero latiendo sobre un fondo oscuro. Un dédalo de franjas encendidas, de irisados filamentos, alterna con la opacidad, con la cesura que habita el ojo. La pintora cuida también los seres pequeños, la duración de lo frágil, los partos de lo precario: como si se quisiera celebrar, no los cuerpos, sino su vibración, el enigma de su visibilidad (alguien ha dicho que lo imperceptible es la eternidad que coexiste con la más breve duración). Los cuadros son a veces recorridos por un cordón umbilical que querría atar la senda perdida de nuestros recuerdos, el jardín de unos tormentos que se bifurcan. En una matriz hecha añicos, la movilidad vacilante, las alusiones a órganos, a entrañas y motivos vegetales (¿un homenaje a Luis Gordillo?). Y constantemente un mensaje: no olvidéis la noche vacía que suma todas nuestras posibilidades. Sin dejar de fijar imágenes, los cuadros de Felicidad Moreno son apuntes que captan el tránsito de las cosas, su anhelo. Como si amaran los bordes, los pliegues, una silueta que es anterior al cuerpo.

Quizá para corresponder a estos cinco trabajos deberíamos intentar un acercamiento a lo que en cada pieza, por muy recargada que esté de influencias, hay de orfandad, de obediencia a un núcleo de desamparo. Ciertamente, el arte no vive al margen de la superficie social del presente. Pero ello porque, a la manera de algunas luchas orientales que aprovechan el impulso del rival para vencerle, el artista utiliza los signos de la actualidad, incluso el determinismo de la mayoría histórica, para liberar la ley suprema de la contingencia.

Ignacio Castro Rey, 14 de febrero, 2003

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