Hoy las apariencias son volátiles, como un juguete, por eso no debe extrañar que el pintor tome sobre sí la tarea de recuperar el espesor de la materia, infinitamente más sutil que toda la complejidad de diseño que nos oferta la técnica. Siguiendo este dictamen, Soto Mesa ha escudriñado con atención la realidad y ha hecho el dibujo rápido de un esquema, pasando después ese boceto al lienzo. Que más tarde el resultado no sea fácilmente reconocible, o no se atenga a nuestras expectativas, no hace más que confirmar que el arte ha cumplido una vez más su extraño designio. A fin de cuentas, retorciendo el lenguaje, el pintor se ha esforzado por arrancar los sentidos de la opinión, lo cual es justamente su oficio. Además, ¿quién nos había asegurado que lo real, después de la bomba atómica y de la televisión, puede tener un criterio fácil?
En correspondencia con la naturaleza laberíntica de lo inmediato, el pintor ensaya un trenzado de intimidad y exterioridad, de acercamiento y alejamiento. La arquitectura de los planos, el régimen del color. Para rozar siquiera las marismas primitivas de la vida, se requiere empezar una y otra vez partiendo de cero, construyendo un mínimo ante el vacío. Cualquier sensación se compone con el desierto, un vacío coloreado, coloreante. Por muy lleno que esté, un lienzo conserva el vacío, una llanura tan vasta que (como dice el pintor chino) permite que retocen caballos[1].

En ningún caso, nada se ha tomado como referente literal. Por el contrario, para Soto Mesa se trata ahora, después de periodos más ingenuos o dubitativos, de asumir la autoría, la afirmación del universo autónomo de la pintura. Ésta sería un lenguaje primero, la manifestación de la pintura que es el propio mundo, obra de arte que se da a luz a sí misma. En su intrincada articulación, la pintura debe preservar lo inarticulado, el caos central que le amenaza y donde debe reconocer una forma. A diferencia del lenguaje discursivo, lo pictórico no se separa del grito del inicio, del espíritu de la geografía y de sus misteriosos habitantes. Tal vez por ello puede lograr una extraña comunidad. Lo plástico es un lenguaje, de ahí sus cualidades pedagógicas, que sigue hablando a los sordomudos, a los tarados y a los niños, a cualquier humanidad iletrada. Se trata de un álgebra de la sensación, como el delirio de los girasoles en la cabeza de Van Gogh. No es extraño que el doctor se sienta ahí más incómodo que el inculto.

Francisco Soto Mesa se somete al riesgo de lo no narrativo. Plasmando un compuesto de sensaciones que ya no necesita a nadie, da libre curso a la energía de una narración que no tiene sujeto y rehace la identidad del pintor. Suponemos que él también ha experimentado, en el culmen de un esfuerzo, la milagrosa experiencia de ser mediador de fuerzas puras, apenas vislumbradas y ajenas a la voluntad de todos los planes. La espontaneidad, como el instinto, es un resultado que exige mucho trabajo[2]. Y sólo el arte completa este círculo: destruir con el pensamiento el obstáculo que es el pensamiento. Todo ello para lograr no pensar y fluir con el orden mudo de las cosas. Dicho de otro modo, para lograr que la mano piense más que el cerebro, forjando esa sintaxis sensorial que hace tartamudear el lenguaje corriente.

Convertirse en vidente, en alguien que deviene y hace devenir a los demás, obliga a aceptar que el pensamiento es una «enfermedad» que sólo se supera anulándola desde dentro. La historia del arte es la de intentar vencer a la razón con el pensamiento, utilizando la materia plástica de los sentidos como camino de vuelta, para desandar día a día la tendencia a la separación que está incrustada en todo lo que llamamos cultura[3]. Permítaseme decir que este imperativo salvaje de cura, y no ninguna obra por sí misma inteligible, es lo que explica el denodado esfuerzo de un arte que con frecuencia es despreciado por la sociedad bienpensante.

No es improbable que Soto Mesa haya tenido que revivir sin maestros toda la historia de la pintura hasta poder regresar con el pensamiento al presente, una presencia espectral, que tiembla sin mediaciones. La huella de la abstracción queda en esta recuperación expresionista de la naturaleza. Después del paso del pintor por lo geométrico, vino la conquista de la pulsión cuántica de lo real, esta reconstrucción tortuosa. Nos sugiere una naturaleza que sufre, que no puede descansar en el orden mecánico y no deja de inventar, entre vapores de cambio.

Plano de inmanencia sostenido por una trascendencia meramente sensitiva, eternidad que coexiste con una breve duración. A veces se insinúan las cuadrículas de una heredad, el ajedrezado de un horizonte de cultivo. Así como la recurrencia del negro, sombra de los muros que marcan, hieren, surcan el territorio de la pintura. Predominan los colores apagados, como de secano. El amarillo de la tierra abrasada por el estiaje, el rosado de la carne y el ocre de unos predios imposibles. Entre ellos reaparecen las heridas del negro, jalonando, construyendo una trama que matiza los otros colores. Por encima de todo, el encuentro de los colores los redefine sin cesar en una insinuación nueva. Vemos cómo el amarillo pone a vivir al blanco, el negro al morado, al naranja, al rojo en tránsito… Como dice Rilke: «la pintura acontece en los colores; cómo hay que dejarlos solos para que se expliquen recíprocamente. Su trato mutuo: esto es toda la pintura»[4].

Soto Mesa querría entrar en los intersticios de lo fijado, en los nódulos de la nervadura superficial. Desde aquellos delicados óleos de 1973, la pasión por el secreto de lo real es la misma, aunque haya atravesado etapas muy distintas. Siempre persiste el misterio de la encarnación, una mezcla de sensualidad y religión. Hay una liturgia de lo latente, lo aún no manifiesto. Podríamos decir que es esta una pintura visceral, con una atávica alusión a los intestinos de la superficie. Soto Mesa se demora en meandros, apuesta por una posibilidad más alta que toda realidad. Pone en escena la mutación subterránea que mina las pretensiones de toda objetividad, de toda historia última. De ahí esta convivencia constante de la ambiguo y lo explícito.

En esta exposición parece que hubiera siempre que obedecer al esquema de algo ya visto, plegándose a los detalles de un mapa invisible. Visiones de pájaro y de lagarto alimentan el zoom (lo macro y lo micro a la vez) que rompe la comodidad de las magnitudes reconocibles. La realidad es recompuesta una y otra vez por el deseo, por una sed de verdad que esboza la lenta incubación de lo que va a venir, el cumplimiento de una profecía presentida al comienzo. Estamos hablando, en resumen, de fe en las apariencias, en la rebelión infinita del material pululante que puebla el universo. Y todo esto dentro de un estilo que actualmente podría ser deudor de una cierta herencia expresionista, coloreando las mil callejas que siguen ocupando el centro de nuestras obsesiones. Lo cual es compatible con un trato incansable con la tradición y sus posibilidades inexploradas, desde Tiziano a Tintoretto o Franz Halls.

Todo en esta pintura se despliega y se repliega, se percibe en pliegues. El mundo entero está legado en cada esquina, con estos fragmentos de suelo que despliegan tal o cual de sus regiones[5]. El Barroco, dice Deleuze, eleva al infinito el pliegue, como vemos en los cuadros de El Greco. Es la situación paradójica a la que la singularidad real nos remite, como en una capilla barroca «sin puertas ni ventanas», en la que todo es interior. Una proposición acorde con esta exposición podría ser esta: cada mónada de realidad está enteramente cerrada, sin puertas ni ventanas, porque contiene el mundo entero brotando desde un fondo sombrío (¿esas arterias del negro?) que esclarece sólo una parte de este mundo, variable para cada cual. El mundo entero está, pues, plegado en cada cuadro, en cada retazo de dibujo o de color.

Sin la desaparición, nos recuerda Berger, no existiría el impulso de pintar, pues entonces se poseería de antemano la seguridad, la permanencia que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad[6]. La pintura celebra el enigma de la visibilidad, de una luz que no es más que el tránsito de la oscuridad, como una finitud infinitamente variada. De ahí la pertinencia de rendir testimonio de las líneas oscuras que fortalecen la composición, esta movilidad vacilante de una matriz hecha añicos.

Ocurre como si el artista intentase en todo momento encontrar el hilo de una incertidumbre dada, un umbral de indeterminación al que hay que volver. Paradójicamente, esa región central, terca en su ambigüedad, ha de conservarse con un nomadismo perpetuo, traicionando el triunfalismo de todos los estadios alcanzados[7]. Debido a esta libertad profana que ha de recuperar el estremecimiento de nuestro suelo, el artista (no el personaje civil, sino el creador atormentado de sus horas furtivas) está bastante lejos de nuestro llamado mundo libre, de una obra que no se sometiese al juego infinito de la necesidad, a la ley del azar[8].

¿Se aparta alguien realmente de su origen, supera su mito o prejuicio fundacional? A juzgar por el implacable encono que nos envuelve, eso no parece probable. Pero nuestra cultura, con su tradicional hipocresía y su ideal feroz de superación, vive de mentir en este punto clave. Los occidentales odiamos lo dado, el «principio de indeterminación» que nos hace iguales[9]. Nosotros queremos vivir en el nihilismo de un mundo libre…. libre, a la postre, de todo punto de partida absoluto que nos obligue a volver, a aceptar que no se va a ninguna parte, que el Progreso es una quimera y la vida es un círculo que gira en torno a una única experiencia. Más allá de toda desdicha, el arte es la rara forma de pensamiento que completa ese círculo. El esfuerzo ímprobo de cualquier pintor que merezca la pena avala esta historia de apego al suelo, a una problemática escena primitiva que es imposible dejar atrás. Ella nos recuerda que el único destino posible del hombre es convertir su maldición en viñedo.

1. Cfr. Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, pp. 166 ss.

2. «Para todo, sin embargo, se requiere mucho, muchísimo tiempo (…) hasta que, de improviso, tienes la visión justa (…) Todos los recursos se han borrado, se han disuelto en la consecución: tanto es así que parecen no existir (…) Pero este milagro, sin excepciones, sólo es válido para uno, para el santo al que le ocurre». Rainer M. Rilke, Cartas sobre Cézanne, Paidós, Barcelona, 1985, p. 38.

3. «El punto ciego de la singularidad sólo se puede abordar de una manera singular. Esto es antitético respecto al sistema de la cultura, que es un sistema de tránsito, de transición, de transparencia. Y la cultura es algo que me deja frío. Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien». Jean Baudrillard, «La comedia del arte», revista Lápiz, nº 128-129, Madrid, febrero de 1997, p. 56.

4. Rainer M. Rilke, Cartas sobre Cézanne, op. cit., p. 56.

5. Hay más verdad, necesariamente hermanada con la muerte, en los rincones apartados, inobservados, que en el ruidoso espectáculo donde se refugia el mundo contemporáneo. Por eso nuestra sociedad busca todas las formas posibles de aplastar el silencio del tiempo. El mensaje es el medio: todo la atracción de la comunicación se basa en una sucesión de impactos que nos libre del «tiempo muerto», de una indefinida existencia que amenaza con tomar la palabra. ¿La gente no le tiene miedo al silencio del ocio (o al del paro) justamente por eso?

6. John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora, Madrid, 1997, p. 36.

7. «Hasta cierto punto, la experiencia de Pasolini recuerda los trabajos de Sísifo, pues cada libertad alcanzada engendra por otra parte su propia servidumbre, de la que hay que liberarse de nuevo. Este agotamiento eterno, sin testigos, surca el rostro del poeta». Ignacio Castro, «Lodo y teología», revista Sileno, nº 7, Madrid, diciembre de 1999, p. 62.

8. Esto nos sitúa a años luz de algunas afirmaciones pintorescas de uno de los críticos de moda: «El nuestro es un mundo de profundo pluralismo y total tolerancia, al menos (y tal vez sólo) en el arte. No hay reglas». Arthur C. Danto, Después del fin del arte, Paidós, Barcelona, 1999, p. 20.

9. «La ilusión moderna en relación al arte (una ilusión que la Posmodernidad no ha hecho nada por corregir) es que el artista es un creador. Más bien es un receptor. Lo que parece una creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido». John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, op. cit., p. 44.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 11 de septiembre 2003

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