Por fuerza, una época que se presenta como fragmentada, sostenida con un poder multiforme, ha de mantener una cierta aversión a los viejos centros urbanos, intentando reducir la monumentalidad de su pasado a un escenario turístico. El imperialismo del fin de la historia también supone que los cascos antiguos son abandonados a la suerte de una lenta degradación, hasta que estén listos para ser convertidos en museos. Exactamente igual que el destino que aguarda a los países atrasados o exóticos. El precintado y conservación de los barrios viejos, de su lento laberinto sedimentado por las eras, es una exigencia de la ofensiva técnica de la desustancialización, que necesita rodear y fragmentar la antigua identidad, sin duda un engorroso obstáculo para la rapidez del consumo. La sociedad actual no tolera fácilmente lo terrenal, aquello que se presenta sin títulos sociales. Del mismo modo que se encierran los residuos de vida silvestre en «parques naturales protegidos», igual ha de hacerse con los residuos vivos del pasado. Es así que la velocidad periférica debe circunscribir el centro urbano, ceñirlo, cercar las emanaciones de su pasado con una suerte de cinta aislante que lo convierta en un lugar no antropológico ni contaminante, en un no lugar pintoresco que se limite a ilustrar nuestra carrera deslocalizadora.

De múltiples maneras, la presión de la celeridad y las vías de comunicación disloca los núcleos clásicos, el dédalo de plazas y callejas, imponiendo una dispersión que ha de penetrar todos los rincones. Como se puede ver en todo el ámbito del consumo, los emergentes ejes dinámicos convierten en esquirlas, aptas para el envasado y el consumo, los sectores del presente ahondados por la historia. La rapidez de los cinturones periféricos, anillos concéntricos de creciente radio y fluidez (es el caso de la fórmula M-30/M-40/M-50 en Madrid) constituye una permanente fuerza centrífuga que succiona el centro histórico, lo estira y adelgaza, organizándolo gradualmente según la metafísica ligera de la circulación. Esto se nota no sólo en el reciente decorado urbano, en la disposición publicitaria de los espacios que se instalan en el centro (adornos, señales, pantallas, museos de arte moderno), sino también en el estilo tantas veces castrado con el que se «restauran» por dentro o por fuera los edificios clásicos, con esa obsesión por alisar y limpiar las fachadas para que parezcan de ayer, libres de rugosidades y huellas del tiempo, de sombra, de hierbas, etc. Incluso en las villas declaradamente «históricas» se nota esta lenta penetración en la vieja monumentalidad de la retórica global de los nuevos espacios, la velocidad y el debilitamiento «nihilista» del extrarradio[1].

En general, el imperativo de la circulación acaba imponiendo sus reglas, la semántica aplastante y protectora de la gran escala. Cuando vemos letreros del tipo «Torrijos Este-Torrijos Oeste» podemos estar seguros de que se ha producido ya un desmembramiento. La mediación infinita de la comunicación secciona los pueblos, rompe su núcleo en torno al lar de la plaza, desperdigándolos, atomizando a la población según la dialéctica aislamiento-gregarismo del consumo acelerado. A partir de una veloz dirección, «este» u «oeste», polarizadas por la salida o la entrada en las vías rápidas, los pueblos crecen entonces de otro modo, desperdigándose en función del tránsito, impidiendo que se tengan vecinos al lado, enfrente, puerta con puerta. Sobre la pequeña casa familiar, el gran edificio de pisos acaba con la comunidad tradicional de vecinos. La distancia de una acera a otra aumenta. Ya no hay vecinos enfrente, sino al otro lado, en una orilla con frecuencia apartada por barreras, semáforos, el peligro del tráfico rodado… La ventaja que el edificio de pisos ofrece al campesino que se jubila, a la gente que poco a poco abandona las labores del campo, es un apartamiento tanto de la ancestral y dura tierra, que recuerda a una limitación de la que nada se quiere saber, como de la antigua comunidad en la lucha por la supervivencia. Una y otra vez, es la separación de la comunidad afectiva con la tierra la que permite que después tenga sentido la expectación ante los medios, la que alimenta el brillo tentador y fácil del consumo.

Rodar tiene en nuestra sociedad el objetivo supremo de la salida (exit) de todo objeto o punto fijo. En el fondo, se busca salir de cualquier sujeción, de toda existencia que pueda estar bajo la sombra de la antigua y denostada necesidad. Tras la coartada de la «conservación» lo que se hace es abandonar la savia del centro urbano igual que se abandona la vieja identidad, la mezcla afectiva con los otros y con la profundidad mítica de un territorio, el hábito intrincado de relaciones e influencias culturales que ha formado el burgo (añadiéndole capas superpuestas, como los círculos de crecimiento de un árbol, según se observa en los restos arqueológicos de las partes históricas). Las calles oscuras y tortuosas de las ciudades históricas, símbolo de los lentos meandros de un vida que duda, que se demora, que se esfuerza por surcar y persistir en la superficie, han de ser congeladas en un orden museístico por el imperio transparente que llega. Frente a las callejas, la emergente ambición geométrica de las avenidas, la claridad pulida del presente, hiperreal en su día continuo de fachadas refulgentes, instaura espacios de tránsito donde es cada vez más difícil el sosegado encuentro cara a cara de las respectivas fragilidades.

Si la antigüedad funda el prestigio de sus ciudades (Sidón, Samarkanda, Bagdad) sobre la aventura del comercio y el conocimiento, la promiscuidad de las razas y las lenguas, actualmente se trata de huir de ese dédalo sedimentado del centro, de su sombra religiosa y humana, con la expansión delirante de unas afueras llenas de destellos[2]. Por una parte se busca limitar el haz intrincado de entrañas urbanas, metáfora de una historia abigarrada de senderos cruzados, con todos los signos posibles de la imperiosa actualidad. Señales turísticas, museos, tiendas de souvenirs, automóviles aparcados y circulantes le dan la consistencia de la época a lo que de otro modo aparecería teñido de oscuro pasado. Por otra parte, en esas ciudades, en Praga o en Oporto, el turismo tiene por fin externo encarecer el casco viejo, estandarizarlo, rodearlo. Poco a poco, convertirlo en escenografía inocua, mera cita literaria o virtual de un pasado muerto y listo para la nevera informativa (quizás es significativo que la palabra «conservación» recuerde sin remedio a la forma de mantener alimentos congelados). Si antes, a intervalos semanales regulares, el centro «se animaba», pues el domingo era el día del mercado, ahora se habita cada vez menos allí, aunque se trabaje más que nunca. La relación con la historia que puebla nuestros paisajes tiende en general a «estetizarse» y, al mismo tiempo, a volverse artificiosa. De tal manera que las urbes se transforman en áreas de exposición: monumentos devastados, iluminados, sectores reservados y calles peatonales.

El propio ahuecado de los cascos viejos por aparcamientos e instalaciones técnicas de todo tipo, dejan a esas partes de la ciudad en la condición de decoradoscinematográficos, un lugar donde hacerse la fotografía que plasma reencuentros virtuales e inofensivos con el pasado muerto. En los museos o en la calle, nos encontramos en unplató donde se rueda una acción segura bajo un guión preescrito. El subsuelo minado del centro, poblado de pasadizos y tumbas, de huellas del pasado, es encofrado con nuevas alcantarillas, con el andamiaje de aparcamientos, con un sinfín de cables y conductos numerados… Hay, sin embargo, una suerte de clandestinidad de la detención bajo esta tramoya de conexiones, una parada que sólo se permite en aparcamientos, museos preparados, tabernas turísticas, fuentes tipificadas por las guías. Se entiende que se ha de facilitar el consumo superficial de todo eso, de un pasado que, en definitiva, si le permitiesen ejercer su peso, dejaría una impronta lenta y engorrosamente sentimental en el laminado presente. Incluso en los grandes conjuntos históricos de la importancia de París la geometría rápida del extrarradio coloniza paso a paso el interior, convirtiendo en escenografía plana su anterior profundidad de sentido, que ahora es clonado con la misma ortodoxia comunicacional que se enseñorea en los rascacielos de la periferia. De ahí la tendencia a hacer del centro histórico un espacio más o menos virtual, invivible como tal ciudad[3]. En conjunto, es necesario que el casco histórico pierda su sangre, se quede sin vida propia (decrezca poblacionalmente, envejezca), reafirmando la idea de que la expansión es cosa del brillante territorio autista de las afueras, ese Nuevo Mundo sin pasado ni vecindad tradicional formado por casas adosadas a un muro verde de silencio. Se ha de perforar el viejo centro, ahuecarlo, quitarle espesor, la densidad de sus capas vivas. Se busca adelgazarlo y reducirlo al tamaño inofensivo de una maqueta. Los cinturones periféricos logran un cortocircuito con el contexto histórico, evitando los monumentos que dan testimonio vivo de lo permanente. A lo largo de la autopista se multiplican las referencias a las curiosidades locales, con una alusión al tiempo y lugares antiguos que completa el imperio de una actualidad veloz que no soporta la gravedad del pasado. Sólo se nombran los sitios, se cruzan, como en una campaña que buscase liberar constantemente el Santo Lugar abstracto de lo Global («A la derecha del avión, pueden ver la ciudad de Lisboa», dice una voz, aunque de hecho no se percibe nada). De igual modo, los nombres en las guías no crean parajes, ni reconocen los esplendores del terruño, sino que los trasmutan más bien en pasajes para atravesar[4].

Todo tipo de folletos publicitan las más importantes áreas de expansión de las urbes, orgullosas de su desarrollo. Se vende, una vez asegurada la distancia, «lo más próximo al centro», prometiéndose de tal manera que aislados nunca estaremos solos, pues se puede llegar con rapidez al núcleo sin verse implicados por su vejez, su sentimentalidad y su mezcla. La publicidad privilegia lo que está «al lado de importantísimas vías de comunicación», aquello cuyo entorno urbano crece a un ritmo acelerado, con más y mejores servicios públicos y privados (casa de salud, guardería, grupo escolar, colegio privado, supermercado, entidades financieras). Se ofrece el beneficio de vivir en la entrada de las flamantes circunvalaciones ciudadanas, eligiendo entre la velocidad de la autopista («al pie de su casa») o la fluidez de la circulación periférica. Zonas con vía directa al centro comercial, cercanía de los complejos hospitalarios, manzana residencial completa, con una serie de dotaciones y servicios destinados a uso exclusivo de los propietarios completan el último ideal. En conjunto, se esquiva metódicamente la dualidad campo-ciudad (el muro que resaltaba el afuera desconocido, por tanto, la parcial civilidad de la polis) con un territorio intermedio que no sería ni campo ni ciudad; en primer lugar, no tendría enfrente, marcando los límites del burgo, lo agreste de la naturaleza[5]. Ciertamente, el territorio, urbano o rural, no es unmedio, un escenario neutro dispuesto para la acción del hombre. Ahora bien, la velocidad y la telecomunicación sí lo son, un medio que debe suplantar al viejo territorio. Se trata de un fenómeno que significa de hecho eliminar todo lo que tiene profundidad, pues el relieve territorial desaparece actualmente en beneficio de la superficialidad, atomizada y controlable, de un intercambio informático. Un orden entrópico, el del azar, es aplastado por un orden determinado, manejado por cierto poder.

Poco a poco edificamos estas metrópolis sin corazón, todas ellas cáscara, que ya nos resultan familiares. El dictado de la movilidad se inscribe en el terreno con la dominación de las vías rápidas, que imponen una dispersión día a día más fuerte. Las casas se polarizan pasajeramente alrededor de las fábricas de distribución que son esos gigantescos hipermercados o centros comerciales alzados en solares abiertos, con un «parking» por pedestal. Y estos templos del consumo precipitado están a su vez en fuga en el movimiento centrífugo. Frente al pequeño comercio tradicional, el atractivo arrollador de las grandes superficies comerciales es presentar justamente la diversidad del mundo (alimentos, cines, sociabilidad, libros, bebidas) como artículo de consumo, reunido por el estruendo de una disponibilidad concentrada, multitudinaria. Pero la organización técnica del consumo no es sino el primer plano de la disolución general que ha llevado a la ciudad a autoconsumirse de esta manera. Tal organización hace del momento en que comienzan a desaparecer la urbe y el campo, no la superación de su división, sino su hundimiento simultáneo. El urbanismo que destruye las ciudades reconstruye un falso campo (animales domados, parques, plantas en línea, césped en lugar de hierba) en el cual se han perdido tanto las relaciones simbólicas y afectivas del viejo mundo rural como las relaciones sociales directas. Las «nuevas ciudades» del pseudo-campesinado tecnológico inscriben claramente en el terreno la ruptura con el tiempo histórico sobre el cual, a costa del cual fueron construidas. A tenor de la tranquilidad que quieren asegurar estas urbanizaciones, su divisa podría ser: «Aquí nunca ocurrirá nada, y nunca ha ocurrido nada»[6]. Parece evidente que las fuerzas del «fin de la historia», de la ausencia histórica, comienzan a componer su propio paisaje exclusivo. En efecto, eso sería el ideal. Pero si en los paisajes mediáticos falta el espesor de una herencia, la épica de la historia, no es tanto porque falten «citas» a un pasado manejado como porque falta la memoria y la posibilidad de una relación directa con el peligro de la exterioridad, aquella indefinible existencia que impulsaba una y otra vez a la gesta histórica.

Mientras tanto, el fúlgido cielo encauzado que crea el rascacielos y el laberinto de calles se prolonga con las autopistas interurbanas, donde el campo es tan lejano, tan ordenado, que bien podría ser virtual (hace tiempo que hay árboles y plantas artificiales). Parece claro que la ideología dominante, en un sentido profundo, no abiertamente «político» sino más bien «técnico», sentido del que participa la mayoría de la izquierda intelectual, querría una megápolis continua, sin afueras ni adentro, que correría desde Singapur a Los Ángeles[7]. Querría no ver la muralla ni la puerta a los campos, una naturaleza indómita que impone la otredad en el conocimiento. Según aquella mentalidad, ya no se entra en la megápolis; las antiguas «afueras», provincias, África o Asia, forman parte de ella, mezcladas con los indígenas occidentales de diversas maneras. Todo es extranjero y nada lo es. No hay, efectivamente, adentro y afuera para quien, por no tener el referente de ninguna Naturaleza (como es el caso de muchos habitantes), pierde el significado de la tierra. Más allá de los arrabales modernos, las emergentes «zonas residenciales» (perfecto oxímoron, recuerda Lyotard, si es verdad que no se puede residir en la zona) se infiltran en los agros, los bosques, las colinas costeras. Son regiones fantasmas, habitadas y desiertas a la vez. Anudan sus tentáculos de una comuna a otra, formando ese tejido intersticial entre los órganos urbanos que llamamos conurbación. Su tejido querría rodear el planeta, de punta a punta, como una zona completa entre nada y nada. ¿Qué quedaría con valor en ella, cuando todo objeto está herido por la irrealidad del tránsito? A falta de naturaleza, todo sería artificio, en realidad, un armazón falsamente «nihilista», puesto que está guiado por todo un telos que huye del suelo, del vértigo local que funda la comunidad humana.

Es normal que después de acabar con el mundo aldeano, esta época intente acabar poco a poco con cualquier vestigio de ruralidad urbana. En esta línea, tampoco la calle debe ser un espacio de encuentro, tener aceras para caminar, esquinas en las que detenerse. La urbe moderna debe integrar a los individuos en un conglomerado del aislamiento. La cosmética estandariza y endurece los rostros al mismo tiempo que la urbanización estandariza la naturaleza, tapando una irregularidad que es entendida como «obstáculo» (cubriendo el olor del barro con el cemento, la superficie rugosa y dotada de profundidad con el conglomerado aséptico del asfalto o el cemento armado). Con los pies se palpaba el suelo, pero ahora también ellos han de estar revestidos con toda clase de aislantes, y el primero es ese suelo alisado de las urbanizaciones[8]. Anchas avenidas, aluminio y cristales pulidos, parques enmoquetados, árboles numerados, terreno encajonado… son los elementos de ciudades enteras construidas sin centro, articuladas en torno a las grandes vías abstractas de circulación. Cuando en ellas alguien se apea para andar es casi un delincuente, una amenaza potencial para los demás o un ser digno de conmiseración. Si imaginamos un pueblo del futuro (es decir, del presente más o menos «americano») veremos un sitio con distancias tales que sea imposible, hasta peligroso, recorrer a pie. Una gran área comercial ocupa el lugar del centro, lo cual es suficientemente significativo, pues ese «centro comercial» es imagen misma del vacío hilado por las relaciones contractuales entre desconocidos, por la rapidez sin fin del valor de cambio. El área comercial es la viva expresión de un centro descentrado, dislocado, sin eje: su sentido es el consumo de todo eje en la diversidad de los servicios, las galerías y las ofertas. El resultado de este modelo es una urbe sin aceras ni corazón, con una arteria abstracta que recorre su desierto y un área comercial como lugar público de un encuentro asistido por el consumo, donde el aislamiento se conecta y se disimula con la masividad del intercambio. Tal ciudad, para contrarrestar el vacío, ha de dar forzosamente una prioridad absoluta al movimiento.

Junto con la caza, la agricultura o el comercio, la arquitectura era una de las primeras medidas de la Tierra. Quizás nunca sirvió solamente para alojar o para proteger al hombre de la intemperie (para eso la caverna bastaba, pero incluso ésta tenía una añadida «utilidad» cultual, simbólico-religiosa). Por el contrario, las proporciones a las que uno se adapta en una casa son el comienzo de la relación con el mundo. Vivir en un barrio no es vivir en un alojamiento porque la morada es el indicador de las dimensiones y, por tanto, de nuestra relación con el exterior común. Aparentemente, si consideramos el paisaje rural, en él existen más paisajes que acontecimientos; por contra, en el paisaje urbano se darían más acontecimientos que paisajes. Sin embargo, la historia de los campos es una historia de hechos mucho más importante que la de la urbe, aunque lo hemos olvidado. El mundo rural que hemos perdido con el abandono del cultivo era un paisaje de vivencias surgido del inicio del cultivo por los hombres, de la vid, el trigo, el maíz, etc. Todo ese campo ha conocido una drástica transformación. Si, por ejemplo, pensamos en el cambio de la configuración rural en Galicia (un país que ha conocido en treinta años un desarrollo acelerado y a veces salvaje), veremos que se ha producido una transmutación del añejo paisaje de setos y pequeñas labranzas, el llamado bocage, en las grandes extensiones diáfanas, sin rincones y donde literalmente es difícil detenerse. La campiña de la agricultura intensiva está extirpada de profundidad y secreto, de escondrijos donde demorarse (donde sea posible el diálogo, la visión, el erotismo, la música). En suma, se reproduce en el nuevo campo idéntico discurso productivo que en el paisaje post-urbano: en un caso y en otro, es previsible la eliminación de los rincones, de todo lo que suene al irreductible daimon de los sitios. Lo que evoque la discontinuidad, la soberanía, el secreto, un espacio singular de experiencia, es borrado de la faz de la superficie en beneficio del intercambio comunicacional. Tal vez es esa lógica la que hace desaparecer al mismo tiempo «campo» y «ciudad» en beneficio de un reciente espacio híbrido, esas «zonas» de definición inter-media.

En ellas, cual telarañas urbanas conectadas al planetario global, millones de vidas se ignoran, puerta con puerta. Vemos una extensión sin discontinuidad, una planicie o gran espacio abierto libre de indios, esos «últimos indios» que ahora son nuestros campesinos[9]. Otro aspecto de esta soledad es, hacia arriba o a lo ancho, la disipación de la población en átomos aislados envueltos en mares de asfalto, vegetación y césped, sin apenas aceras ni plazas donde encontrarse (las llamadas en USA edge cities). Los blancos huyen ante la inmigración de negros e hispanos, huyen para reduplicar su profiláctica ideología en las afueras, un territorio que permite el muy puritano pragmatismo de partir con limpieza de cero. Pero una ciudad sin centro, sin casco antiguo, no tiene el exterior dentro, pues eso representaba justamente la densidad monumental, el laberinto de la plaza y los portales, de las callejas. La democracia de masas y la extensión acumulativa crea este Edén igualitario, nivelado por un modelo que excluye el espíritu de la existencia singular, su pulso local. Y no es exacto que esta «anarquía» posea sin más belleza salvaje, libre de orden o cálculo. Por el contrario, tiene el completo orden «complejo» de la época. Todo lo que sea oscuro, melancólico, profundo o lento resaltará en un escenario que de hecho es diáfano como una pantalla de control.

Baudrillard recuerda que no hay nada comparable a un vuelo nocturno por encima de Los Ángeles[10]. Es como una inmensidad luminosa, geométrica, incandescente e infinita que resplandece en el intersticio de las nubes. Sólo el infierno del Bosco produce esta impresión de brasero. Aquí las freeways no desnaturalizan la ciudad o el paisaje, sino que lo atraviesan y desanudan sin alterar el carácter desértico de la metrópoli, respondiendo idealmente al único placer profundo, el de circular. Ni que decir tiene que la ciudad es anterior al sistema de autopistas, pero en la actualidad parece construida alrededor de esa red arterial, que se mueve con el vacío del aislamiento en las venas. Tal aislamiento nos recuerda que si en estas urbes centrífugas te apeas del coche eres una amenaza para el orden público, como los perros vagabundos en las carreteras. Únicamente los «espaldas mojadas» o los inmigrantes del Tercer Mundo tienen derecho a caminar. Es, en cierto modo, su privilegio (el de la pobreza, sin la cual no hay esa libertad salvaje de la que surgirán otros profetas), junto al de la ocupación del corazón vacío de las ciudades. Para todos los demás, caminar, la fatiga, la actividad muscular, se han convertido en bienes escasos, servicios que se venden a precio muy alto. La antigua vida y su sudor (como la vieja comida casera), es en la civilización un artículo de lujo. Igual que en otros casos, también aquí el progreso se reduce a un enorme rodeo que hace aparecer lo antaño elemental como una excepción más o menos cara. Así se invierten irónicamente las cosas. Por idéntica ironía, las colas ante los restaurantes de lujo o las discotecas de moda son a menudo más largas que ante los comedores de beneficencia.

1. En España, no solamente en ciudades como Oviedo, Cáceres o Santiago de Compostela. Veremos, por ejemplo, en qué queda el polémico acondicionamiento de la aldea «prerromana» de Piornedo, en la sierra de Ancares, entre Galicia y León.

2. Cfr. Félix de Azúa, Diccionario de las Artes, Planeta, Barcelona, 1995, p. 92.

3. «Hoy existen de hecho dos valoraciones de las ciudades: o nos referimos al grado en que son museos o nos referimos al grado en que son fraguas». Ernst Jünger, El trabajador. Dominio y figura, Tusquets, Barcelona, 1990, p. 162.

4. Cfr. Marc Augé, Los «no lugares». Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 1993, pp. 74-90.

5. Nietzsche aún podía hablar de «la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar donde nada crece, en donde toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera». Friedrich Nietzsche, Ecce homo, Alianza, Madrid, 1978 (3ª ed.), p. 49. Ahora, con los servicios y una tecnología espectacular se ha encontrado el mejor remedio para recubrir esa dependencia externa, facilitando un encierro sin complejo de culpa, plenamente satisfecho.

6. Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Castellote, Madrid, 1976, p. 124.

7. También Lyotard parece caer a veces en ese espejismo, típicamente postmoderno, que excluye cualquier referente arcaico o natural. Véase Jean-François Lyotard, «Zona», Moralidades posmodernas, Tecnos, Madrid, pp. 21 ss.

8. A esto tal vez obedece esa manía tan nuestra, en una España volcada en lo terciario, de no dejar que en las plazas la tierra sea hábitat de animales y pobres, cubriéndola con una superficie lisa y dura. Illich comenta que cuando las ciudades se construyen alrededor de los vehículos, devalúan los pies humanos, primer contacto con el suelo de toda comunidad. De igual modo, cuando las escuelas acaparan el aprendizaje devalúan al autodidacta. Iván Illich, Némesis médica. La expropiación de la salud, Joaquín Mortiz, México, 1976, p. 59.

9. Sobre las razones metafísicas y económicas del imparable exterminio del campesinado es magnífico, una vez más, un texto de Berger. John Berger, «Epílogo histórico», Puerca tierra, Alfaguara, Madrid, 1989, pp. 254-279.

10. Jean Baudrillard, América, Anagrama, Barcelona, 1987, p. 74.

Ignacio Castro Rey, Madrid, septiembre, 2003

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