Se habla con frecuencia en el medio artístico del retroceso de lo público, inundado por la potencia corporativa de la privacidad y por el estruendo del mercado. Aún así, ¿es posible un arte público, es posible crear desde y para el público? En todo caso, en muchos planteamientos iniciales del arte existe una cierta oscilación entre la apetencia de integración social y lo que pueda significar todavía la palabra resistencia. ¿El arte debe integrarse, fundir su obra con el público, o precisamente a lo que se debe resistir es a la actual tendencia totalizadora a la integración?
En un texto que jamás se cita, leemos esta atrevida frase: «Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien»[1]. Baudrillard se refiere a que el arte, mientras subsista, debe suscitar una operación poética con la forma, una emergencia matérica para la que no tenemos revestimiento, ningún equivalente social de signos. Frente a este enigma del objeto, dice, lo que hoy llamamos cultura representa un sistema de tránsito, de transparencia, de censura.

Y las cosas, se podía decir, no son en este punto más fáciles que hace décadas. El neoliberalismo ha reducido todo lo que queramos el espacio de lo comunitario en beneficio de la voracidad privada (se podría incluso decir que lo global de hoy es la privacidad expandida), pero el conjunto del arte contemporáneo no ha dejado de colaborar en esta tarea. Lejos de las anteriores formas de disciplina, severas y concentradas en espacios cerrados, los nuevos medios de poder han conseguido un estilo casi lúdico de régimen abierto, un orden que Deleuze llama de «geometría variable». Del cine a la televisión, de la cárcel a la pulsera electrónica, del cuartel a la escuela y la «cultura», el fresco poder interactivo se acopla a la carne del individuo y se parece más a una tabla de surf que el consumidor cabalga que a un severo rompeolas que frenase las ondulaciones de la vida.

Entretener es ocupar el ocio, ampliar el capitalismo terciario desde el trabajo hacia la división del ocio. De este modo, se logra que el espacio de retraso, esa «vacuola de no comunicación» que necesitaría la gente para poder decir algo[2], sea invadida. Como decía Adorno, la política de entretenimiento busca que en el tiempo de ocio no entre nada que altere el ciclo productivo. La diversión se constituye así en la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío.

Tanto Guy Debord como Deleuze ligan este nuevo tipo de coacción a los que otros llaman el «concepto ampliado de arte»: la salida de la obra desde las serias paredes del museo al circuito abierto de la banca, las ferias y la velocidad del actual mercado. Podíamos decir que el pragmatismo económico mundial se combina a la perfección con el espectáculo perverso, que ocupa como su ala izquierda. Naomi Klein ha ironizado audazmente sobre este efecto hipercapitalista de lo que ayer era alternativo[3]. La mayoría moral de la sociedad encuentra en el arte la minoría turbia que la complementa, rompiendo la monotonía de la superficie e inyectando la dosis de escándalo que se necesita para que la máquina consumista funcione.

Virilio insiste en que, en la sociedad dominada por los medios, el escándalo tiene un efecto cohesionador. De ahí la unidad global del pragmatismo económico y la cultura espectacular, de la mayoría conservadora y las minorías perversas (Deleuze ha distinguido entre las minorías y lo minoritario[4] , pero a esto nadie casi atiende). Los circuitos alternativos de integración lo son de homogeneización, pues producen una alianza perfecta de normalidad económica y excepción espectacular. De hecho, todo el sistema de los medios vive de la excepción, de crear en cada punto de experiencia posible un estado de excepción virtual que impide pensar por cuenta propia. Por tanto, la obsesión artística que desde los años 80 busca desesperadamente implicar al público, enlazar el arte con la interactividad social, una interactividad que además ha de ser tangible (optimizando el tiempo de respuesta), tiene en principio un aire sospechoso.

Repasemos unos cuantos lugares comunes donde la mayoría del arte que se siente «minoritario» se muestra en realidad cómplice del nuevo capitalismo informativo: a) primacía a toda costa de lo divertido (aunque con frecuencia sea muy aburrido), como si el arte fuera una parte más de la industria del entretenimiento; b) culto a una juventud ruidosa que complementa una sociedad senil, profundamente pesimista en cuanto a la vida; c) aversión al silencio, a la ambigüedad del mensaje, a las sombras del objeto: de ahí el privilegio sistemático de la instalación o acción chirriantes en detrimento de obras más sutiles y de efecto más retardado; d) monomanía de la propuesta, como si el mensaje del arte tuviera que ser contable, rápidamente convertible en resultados sociales; e) revestimiento y casi disolución de la obra en el texto (por supuesto, en inglés: el imperio es el imperio); f) aversión a lo simple, lo rotundo, lo acabado, como si el proceso de la obra «abierta» facilitara (en un verdadero abuso religioso del concepto civil de democracia) la participación del público, de un espectador que en realidad se quiere disponible y cautivo; g) desprecio de los materiales elementales del exterior en beneficio de los materiales ligeros de interiores.

Producción, distribución, impacto de las últimas tecnologías, canales de comunicación, circuitos internacionales, intervenciones urbanas. Hay una hipertrofia de lo técnico y social, un nuevo puritanismo de la integración (de origen tal vez básicamente norteamericano), que hoy inunda todos los conceptos que rodean al arte. La simple cercanía de éste a la información ya es harto dudosa, pues olvida que la información vive de la feroz endogamia de la sociedad occidental, del circuito cerrado de una globalidad que necesita exorcizarconstantemente el mal, el malestar que sentimos por dentro. ¿Qué sería del concepto de noticia sin este mecanismo de blanqueo? A los ciudadanos maniatados como consumidores, al dictado mundial de la acción por la economía, le sigue una excéntrica libertad de expresión que alivia nuestra frustración y nuestras conciencias. Casi nunca se repara, por ejemplo, en que la celebrada interactividad es sólo la cara externa de una previa interpasividad, de una pasividad global que ha cortado de hecho las relaciones directas con lo real. El exterior es constantemente satanizado por el sistema periodístico y raramente puede ser reconocido, aun a distancia, bajo formas que no sean terroristas.

La cultura de la tecnología punta está al servicio de una relación virtual con lo lejano, una lejanía más o menos manipulable, en detrimento de la relación con lo cercano. Esta cultura apuesta, no por el efecto incierto del tiempo, sino por un espacio inmediato más o menos escénico. Internet estimula efectivamente toda clase de iniciativas que escapan al control del poder estatal. Pero al mismo tiempo, buena parte de la población que se engancha a lo virtual, con frecuencia bajo el anonimato, deja a otros (a la información, a la empresa o a su brazo armado, el complejo militar) la exclusiva de la presencia real. En Internet todos los sueños resucitan, de acuerdo, pero creando un espacio público configurado como lo privado expandido, una publicidad que tiene en la explosión del individualismo su eje. Del aura del objeto hemos pasado a la apoteosis del sujeto-estrella, pero con ello ninguna porción de comunidad se ha ganado. El solipsismo narcisista es la base de un estruendo global del que no escapa la mayoría del arte contemporáneo, con su obsesión generalizada por el cuerpo. Éste, como «espacio de resistencia» y médula de nuestras obsesiones, es una parte crucial de este mundial narcisismo de un poder basado en la potencia blindada de la privacidad.

El espacio público no es sólo lo que pisamos, se sugiere con frecuencia, sino también el espacio virtual de los media. Sin embargo, Hannah Arendt tenía razón al insistir en que lo comunitario solamente subsiste en la inmediatez de la condición mortal[5] . El sentido imprevisible de la finitud es lo único que, bajo las culturas y la ideología, nos hace iguales. Así pues, todo el actual avance de la telepresencia, a caballo del consumo masivo de tecnología punta, no hace más que redoblar al modo postmoderno el viejo platonismo occidental, su aversión a la cultura de los sentidos. Y esto supone el sistemático privilegio de una azulada y lejana infinitud que, liderada por la última elite, nos libra de una sucia cercanía que dejamos a los nuevos esclavos, esa sumergida población inmigrante que nos envuelve en las afueras.

Vivimos bajo el imperialismo de una inmanencia postmoderna que odia todo lo que huela a dualidad, a exterior desnudo, a limitación. Lo correcto es que no haya resto. Frente a esta coacción digital, no debería molestarnos que el arte occidental siga recordando a un viejo humanismo, sea de corte norteamericano o europeo. Pues es difícil, ciertamente, no asociar el crecimiento del sector servicios y el éxito cultural de las nuevas tecnologías con la dialéctica planetaria del confort para unos y la miseria terrorífica para los otros, esa abigarrada muchedumbre del exterior. Y esto vale no sólo a nivel mundial, sino también personal, con la dicotomía entre la informatización de nuestras mentes y el retorno, por debajo, de un cuadro inquietante de insólitas patologías corporales.

En realidad, la lógica de la obra está al margen de esta dialéctica infernal. Primero, porque la comunidad (Gemeinschaft) que recrea el arte parte de un exterior asocial, del demonio de algo impolítico, ni privado ni público, que surge en la ambivalencia de una forma. Toda creación artística, dice Lacan, es creación ex-nihilo, pues ha atravesado, antes de volver con una aparición singular, el desierto central a la existencia[6]. Desde ahí, el acontecimiento de la obra sostiene una comunidad preconceptual que no exige acuerdos, pues el misterio del objeto es lo único que comparte una humanidad separada por precipicios de incomprensión en cuanto a sus pautas culturales. Y esta comunidad «inconfesable» (Blanchot) ya late en el solitario estar-ahí del objeto, en la alteridad que, incluso a pesar de los planes del artista, carga su espectral oscilación de ausencia a presencia.

El extraño acabamiento del objeto es lo que produce una participación imprevisible del público, no la invitación explícita a participar hecha desde el manual de instrucciones. Necesitamos justamente la independencia del autor, la dramática separación de la obra frente al discurrir democrático del público, para arrancar los sentidos de los subtítulos, una opinión pública hoy en día instalada en la ferocidad niveladora de la información. Si el capitalismo se basa ante todo en una profunda aversión a la comunidad de los sentidos, reproducir una y otra vez el misterio inaprensible del objeto es fundamental para liberar la sensación de la opinión, de la mediación infinita en la que está presa.

Sin duda, el arte debe atreverse a asaltar los nuevos medios, por experimentales que sean. Aunque para colocar ahí la operación poética de la forma, la apuesta por una irrupción singular que reviente lo meramente técnico del lenguaje, los compartimentos estancos y el poder de sus genios especialistas. La técnica puntera es una escalera que hay que usar y saber tirar a tiempo, para reventar cada metalenguaje, y el privilegio de sus expertos, con la ambigüedad del común afuera. El arte no puede evitar el reto de regresar una y otra vez a la inmediatez mortal. Un arte que no puede con la sombra real, no puede con la muerte. En este caso se convierte en la peor de las comedias, pues bajo el halo tradicional del arte mantiene una actividad que en nada se diferencia del espectáculo y sus efectos especiales.

1. Jean Baudrillard, «La comedia del arte», Lápiz, febrero de 1997, nº 128-129, pp. 56 ss.

2. Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), p. 275.

3. Naomi Klein, No Logo. El poder de las marcas, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 93 ss.

4. Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1988, pp. 260 ss.

5. Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 18.

6. Jacques Lacan, El seminario. Libro 7: La ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1988, pp. 143-157

 

Ignacio Castro Rey, octubre 2004

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