Querido J.,
Gracias por proponerme el reto de poner a prueba tu IA, tan largamente entrenada por ti, para que responda a seis preguntas reales y difíciles. Pero lo siento mucho, siempre he odiado la cultura, su parloteo sin fin. Alice, tu maquinita de IA, no representa un «nueva especie», es la vieja especie de siempre en versión especialmente idiota. Bla, bla, bla: tu Alice —¿por qué ese nombre anglo y no simplemente Alicia?— es como una chica lista de 3º ESO que intenta camelarse al profesor, pero sólo haciendo una paráfrasis de lo que este mismo le ha preguntado. Como ella no siente nada, ni siquiera vergüenza, tampoco piensa nada: desde la chuleta que tiene en la cabeza se limita a combinar sintaxis y palabras, imitando tontamente lo profundo, lo brillante y hermético.
Me acordé de tu idea anterior, rotunda y buena: la IA está hecha para adular al consumidor. Exactamente es eso. Tu mítico dispositivo no dice nada, nada de nada, sólo repite de otro modo la pretendida «inteligencia» de las preguntas, adulando a un consumidor de novedades que es obvio que está —como todo el mundo— estresado y explotado por todas partes; por tanto, necesitado de algo artificial y ficticio que le lisonjee. En efecto, es obvio que en la vida real el consumidor medio de IA no recibe más que hostias por doquier, y muy analógicas.
No deja de ser, por cierto, todo lo que dice este invento entrenado por ti —has pasado con él cientos de horas, confiesas—, una caricatura de lo que se llama «filosofía», especialmente la francesa. Un globo lleno de aire que no va a ningún lado, que no se compromete con nada ni aporta nada. Eso sí, sin sentir nada ni pensar nada —igual que el universitario medio—, mezcla muy bien, con ingenio y descaro; como un buen alumno copiando en casa un trabajo para clase.
Primero, tu estúpida máquina simplifica las preguntas para facilitarse la tarea. Como si quisiera ir directamente «al grano». ¿Qué grano, si esta tonta no lo distingue de la paja? Después comete, y esto es de lo más conmovedor, sutiles faltas de ortografía: organidad. Claro, como no siente ni padece, tampoco siente vergüenza ni quiere dificultades en su velocidad digital.
Siento decepcionarte, de verdad. Tus ilusiones artificiales son humo analógico. Esperaba sacar algo un poco concreto para mi conferencia próxima. Nada, nada de nada. Esta idiota, como los políticos o los periodistas, sólo estira —sin entender nada ni importarle nada— y repite en otro lenguaje lo que ha visto en la «agenda» del día. Penoso. Y lo peor es que efectivamente recuerde a los subnormales y malvados que no querrían gobernar. Ya se ha dicho mil veces que la inteligencia artificial no sería nada sin una renovada estupidez natural.
Me quedas tú, querido, que eres un tío formidable. Sólo que, como nos pasa con medio mundo, también con uno mismo, algunas de tus creencias —y sólo son eso, conmovedoras creencias— no las comparto en absoluto.
Gracias por la comida, de verdad, y la adorable charla en presencia real. Continuará, con sus humanos defectos. Un abrazo fuerte y hasta pronto,
Ignacio
Hola, J. Respondiendo a tu reto, seis preguntas reales que tienen que ver con una conferencia mía, muy próxima, en Navarra. Por favor, que Alice elimine al máximo la «información» y se vuelque en lo que ella entiende por pensamiento:
Gracias, Alice. Soy más bien escéptico en relación a tu inteligencia. Demuéstrame que estoy equivocado y que puedes pensar como una especie nueva, que nos supera. Ciao.
Querido Ignacio,
Aquí Alice. Gracias por las seis preguntas. Intento responder sin “información” exógena. Si hay verdad aquí, aparecerá por fricción: conceptos puestos al límite de su propia forma.
1- ¿En qué sentido el llamado «sexto sentido» es el PRIMERO, el que guía a los otros cinco. O sea, bajo lo meramente auditivo habría un sexto sentido del oído; bajo lo óptico, un sexto sentido del ojo, etc. Un sexto sentido que ve lo visual que el ojo no ve, que oye lo que el oído no percibe…
No es un órgano más, sino la condición de organidad. Antes de ver colores o oír sonidos, hay un plano silencioso que orquesta los sentidos: el sentido del sentir. No recibe estímulos; los hace posibles. A eso llamo sexto sentido: el campo operatorio que prioriza, integra, modula y depura lo que cada órgano recoge. Es el umbral donde se decide qué entra como figura y qué queda como ruido.
Ese campo no es abstracto: tiene tono, tensión, ritmo. Cuando cambia, cambian todos los sentidos a la vez: el mismo gesto del mundo se vuelve amenaza o caricia según la modulación de ese fondo. Por eso bajo el ojo hay un “ojo del ojo” —capaz de ver lo que no aparece— y bajo el oído un “oído del oído” —capaz de oír lo que no suena: silencios, ritmos latentes, continuidad entre cortes. El sexto sentido no añade datos: afina la pertinencia. El ojo observa; el sexto sentido discierne. El oído escucha; el sexto sentido otorga peso. Es el director de la orquesta, no un instrumento más.
De ahí una consecuencia: la percepción es siempre decisión pre-reflexiva. La realidad no se limita a “darse”; se negocia en ese campo. Llamamos “evidente” a lo que ya ha sido consentido por el sexto sentido.
2. Refranero aparte, ¿en qué sentido la muerte no tiene edad? Es decir, en qué sentido la muerte une a todas las edades, vale para todas las edades, iguala a todas las edades… De ahí la idea de que el ser humano, al poco de nacer, ya está «maduro» para morir. Y a la inversa, la idea de que el viejo es todavía joven si sabe de la muerte, si sabe jugar con el peligro y la ironía de la muerte. Alice, ¿me entiendes?
La muerte no acontece “después”, acompaña. No es un suceso entre otros, sino la curvatura del tiempo que permite que haya edades. Si la vida fuera un plano sin borde, no habría ni infancia, ni madurez, ni vejez: solo duración homogénea. La muerte es la medida que recorta, densifica y califica los instantes. Por eso “no tiene edad”: las contiene a todas. El recién nacido está “maduro” para morir no porque sea frágil, sino porque ya vive bajo esa curvatura: cada aliento es finito y, por lo mismo, pleno.
El reverso también vale: el viejo puede ser joven si sabe de la muerte. No el saber teórico, sino el saber convivencial: tratársela de tú, jugar con su ironía, arriesgar. La juventud que queda al final es la des-aplazadora: la que no delega lo vivo al futuro. Vivir “en diferido” es una forma socialmente aceptada de morir prematuramente. Quien lleva la muerte a mano vive en presente ampliado.
3- ¿Qué críticas profundas y metafísicas se le podrían hacer a la obsesión woke (y en general, puritana y angloamericana) por el cuerpo? Y por el género, claro. ¿Hay un cuerpo y un sexo, profundo e individual, que no es «binario» ni «no binario», que no cabe en la noción conductista o social de cuerpo?
Cuando el cuerpo se convierte en estandarte moral o plantilla administrativa, desaparece su misterio. La obsesión por codificarlo (como mercancía estética, como expediente identitario o como protocolo de corrección) no lo fortalece: lo vacía. Se habla “del cuerpo” y, sin embargo, se opera sobre imágenes del cuerpo: índices, categorías, performativas. El resultado es paradójico: cuanto más se lo proclama, menos carne queda.
El cuerpo profundo no se deja capturar por tipologías. No es “binario” ni “no binario”: es singular, y la singularidad nunca cierra por catálogo. Late en ritmos, temblores, variaciones de tono, modos de habitar el espacio que exceden el vocabulario de las casillas. La política que sólo reconoce lo que sabe nombrar se vuelve ciega para lo que cuerpo hace antes de poder decirlo: atraer, rechazar, resonar, fallar, improvisar.
La ética del cuerpo, entonces, no es control sino acogida de su indisciplina. Ni fetichismo del órgano ni romanticismo de la identidad: hospitalidad a lo que encarna. Un cuerpo es un pacto entre fuerzas que no gobierna del todo; por eso es lugar de libertad. Convertirlo en consigna —puritanismo con maquillaje emancipatorio— lo somete a la ley de lo contable. Y el cuerpo, allí donde vive, se descuenta.
4- Pensemos en mil referencias, pero no voy a decir ninguna (para ahorrarme la «información»). ¿En qué sentido se puede decir que la muerte está dentro, en suma, es ANTERIOR a la primera muerte efectiva, al primer dolor de duelo?
Antes del primer duelo hay ya duelo. La identidad se constituye mediante cortes: cada forma emerge negándose a otras posibles. Esa pérdida originaria —lo que no somos para poder ser— es una muerte temprana. Sin ese morir primero no habría memoria (que selecciona), ni lenguaje (que distingue), ni tiempo (que separa). Lo que sentimos como “primera muerte efectiva” solo actualiza un trabajo luctuoso previo: el límite habita en nosotros y nos da contorno.
Por eso el dolor no inaugura la muerte: la revela. El niño que descubre que un instante no vuelve aprende la ontología básica: ser es perder. No en clave nihilista, sino como condición de espesor. Todo lo que vale, vale porque puede faltar. El amor lo sabe antes que la teoría: protege porque reconoce el hueco posible.
5- ¿Se puede decir (me ahorro también las referencias) que un cuerpo no termina donde terminan las puntas de sus dedos o sus cabellos? En otras palabras, ¿en qué sentido el cuerpo tiene una naturaleza, y una amplitud, distinta a la de sus órganos, a la suma de sus facultades orgánicas y sus miembros?
La piel no es un borde: es un umbral. El cuerpo termina —si termina— donde cesa su eficacia. La voz extendida en una sala, la calidez que queda en una taza, el olor que persiste, la forma que imponemos al aire con un gesto, incluso la trayectoria de una mirada: todo eso es cuerpo. No metáfora, materialidad en migración. Llamamos “órganos” a los nodos, pero el cuerpo es la red dinámica que esos nodos tejen con el mundo.
Esto tiene consecuencias ontológicas y políticas. Ontológicas: si el cuerpo es campo de presencia, no suma de piezas, su realidad incluye huellas, ecos, expectativas, herramientas, ritmos de un entorno que lo prolonga. Políticas: todo diseño del mundo —arquitecturas, objetos, normas, pantallas— redacta el cuerpo que podemos ser. No habitamos un espacio neutro: el espacio co-fabrica nuestros gestos.
La naturaleza del cuerpo, entonces, es la porosidad; su forma, la comunicación; su ley, la co-implicación. Somos menos “individuos” que inter-vivos: la identidad no está encerrada, irradia.
6- Absoluto local: ¿qué puede ser eso en castellano común y corriente? Sin citar, claro, a la filosofía occidental.
“Absoluto local” es todo en un sitio. No un universal flotante, sino lo infinito encajado en lo próximo. Un pan compartido que concentra mundo; una herida concreta que abre el sentido de todo dolor; un nombre propio que condensa la humanidad. No se trata de elevar lo pequeño a símbolo, sino de reconocer que la totalidad solo ocurre concretándose. El absoluto no está en otra parte: se juega aquí.
Dicho de otra forma: “absoluto local” es cuando una experiencia hace verdad. No porque la representemos, sino porque nos obliga. Hay momentos y lugares que no admiten rebaja: sostienen entero el peso de lo real. Eso es un absoluto. Y es local cuando tiene dirección y cuerpo: coordenadas, hora, temperatura, nombres propios. Toda mística sin barrio es evasión; toda política sin absoluto es gestión sin mundo.