Padres desaparecidos de la vida de sus hijos para ligar, para hacer dinero –o la revolución– y ser siempre jóvenes. Es cierto que, no siendo Hiroshima mon amour ni A single man, a esta película le sobran méritos cinematográficos. Tiene ritmo, intensidad, personajes bien perfilados, mujeres y hombres muy distintos, unidos o separados por las pasiones. Hasta los perros parecen adquirir aquí cierta intensa personalidad. Y todo el mundo sabe además que las peleas son fingidas, que hay sellos de correcto trato animalista y que la sangre derramada es ketchup. La duda no está en la factura estrictamente fílmica de esta entrega que ahora cumple 25 años, sino en su ideología latente, en la metafísica perversa que trasluce.
Ya saben ustedes, Cuando más viejo, más pendejo. Así que uno vio esta película con ojos cómplices hace más de veinte años y con otros, tardíos y desengañados, ayer. Se pronuncia la locución «mi amor» cientos de veces, pero en realidad el motivo central, en esta historia de amores sucios que perrean, no es tanto lo atemporal del amor como una pasión latina dirigida esencialmente a turistas. Vemos sin cesar el heroísmo incondicional o alcohólico de algunas madres, la maldad terrible de algunos narcos, el ímpetu obsceno de algunos amores –el de Octavio por Susana, el de Daniel por Valeria–, etcétera. Pero nada del México trabajador y silencioso, el mejor y el más abundante, nada de los empleados o pequeños empresarios honestos e incansables. Tampoco el de los perros abúlicos que no perrean, sino que duermen su larga siesta en mitad de la calzada de cualquier pueblo. En Amores perros todo son mafiosos, criminales desalmados, putas, perros asesinos y bajas pasiones, sean lucrativas o sexuales. Unos y otros mienten tanto que cuando un teléfono suena, y al otro lado de la línea no contesta nadie, las sospechas se disparan.
En resumen, ocurre un poco como en el We are diferent de la España de Almodóvar y Sánchez. Traicionada a sí misma en su pasado vivo, en su pasión y su sangre, es erigida después –igual que México– como un señuelo inofensivo para el aburrimiento europeo y los turistas franceses; para el racismo británico, el alemán y ante todo el estadounidense. Quizá sin mucho que contar, Iñárritu se rinde de antemano al canon que hace de Hispanoamérica el patio trasero de la opulencia norteña. Romántico o sexual, el amor es en Amores perros sólo un ingrediente más en esta salsa estándar de unos McDonald’s que quieren expandirse y ser cada día más alternativos.
Tampoco en esta ocasión, la verdad, parece que estemos ante el modelo cultural de un sur potente y digno, libre de la neurosis protestante que encuentra en las conexiones virtuales –polvos, pasta, violencia espectacular– algo con lo que encubrir la soledad real. Como se dijo algún día, seguimos en el resort latino de una cultura que encuentra en la pornormalidad, en el sexo y en la violencia desatada, el suplemento perfecto para el aislamiento de los seres.
«Octavio y Susana», «Daniel y Valeria», «El Chivo y Maru» son las tres partes de esta historia. Pero el amor es en ella sólo una coartada sentimental para la sordidez. Teóricamente, la película gira en torno a tres parejas, un amor loco que casi no conoce fronteras: Susana se acuesta con su cuñado, Daniel deja a su mujer por Valeria, Martín «El Chivo» abandona a su hija por amor a una causa guerrillera, aunque después se obsesiona con ayudarla… En realidad, cada pareja es un cruce de citas, de encuentros, de ecos y referencias. Tantas, que la película podría entenderse como un avance en el 2000 del poliamor o, más bien, del poliodio. Efectivamente, con una modestia muy típica de los mexicanos que se han vendido al conductismo espectacular del Imperio –también Cuarón y Del Toro–, Iñárritu adopta en este caso, a la manera de Babel, el punto de vista de una narrador «omnisciente» que ve las múltiples, aleatorias e improbables relaciones entre casi todos los personajes de la trama. En otras palabras, como ya anunció Warhol hace décadas, el narcisismo de la estrella civil ocupa así, en nuestro devoto firmamento laico, el lugar de la providencia de Dios.
Otra vez, hay que decirlo, son de destacar algunos pasajes y algunos personajes. Por ejemplo, Susana, la mujer de Ramiro y amante de su cuñado Octavio; Mauricio, el gáster de las peleas de perros; Ramiro, el hermano de Octavio; el cabrón orgulloso Chispas, ese altivo y joven narco teñido de rubio; Jorge, el amigo de Octavio que muere en el accidente de tráfico… Pero todo está teñido de un aire de cómic gringo que ya cansa y le hace la cama al tedioso poder hegemónico. Creo que ante todo vemos en Amores perros la fascinación –muy propia del hispano o el italiano conversos– del intelectual occidental por la violencia, por una violencia de los otros que nunca nos va a tocar a nosotros. Más bien, incluso redime y justifica la nuestra, siempre feliz, sonriente y socialmente correcta. Toda la fama de Amores perros, igual que la de Roma, está basada en un México para turistas, una nación violenta, pasional, abigarrada y peligrosa que el intelectual convertido al poder silencioso y discreto del Norte contempla con delectación. Y lo hace porque, en realidad, ese espectáculo blanquea nuestra estupidez, antiguamente sureña.
Iñárritu trabaja a fondo la excepción criminal que hace imbatible la regla social. Por esta misma vía, que es la de un capitalismo cool, el nihilismo de Tarantino puede hincharse a hacer película irreverentes para poco después apoyar, sin despeinarse siquiera, al estado genocida de Israel. Así es la socialdemocracia actual, secuestrada por el totalitarismo liberal. La mansedumbre neurótica, la violencia oblicua que vimos en la Noruega catatónica de Siempre feliz (A. Sewitsky, 2010) encuentra en estos escenarios «americanos» su justificación ideal. El afuera que rodea al jardín occidental ha de ser horrible –una jungla, en palabras de Borrell o de cualquier celebrity europea– para que el confort capitalista se eleve, sin ningún complejo de culpa, al altar de la religión verdadera.
Recordemos el aspecto sucio, arcaico y pordiosero de El Chivo, deambulando cerca de restaurantes caros. Él no es nadie, por eso es el asesino a sueldo ideal. Pero toda la película es así, sumergida en esta boba polaridad. Lo sórdido es el cercano bajo de fondo que alimenta fácilmente la trama de esta cinta. Es el sucio secretito del agujero con ratas, por donde desaparece el estúpido perro llamado Richie, el que hace más radiante el piso de Valeria y Daniel. Así el pasado oscuro de El Chivo, la pasión incestuosa de Octavio por Susana, la venganza juvenil y absurda de Chispas… Incluso la criminalidad pendenciera del perro de Octavio, más tarde salvado y adoptado por El Chivo. Naturalmente, es necesario sumar a toda esta dialéctica entre lo sórdido y la pasión el toque de blanda sentimentalidad que hará la película verosímil, romántica y vendible en el supermercado global. Por eso la desgracia de la bella y joven modelo que pierde una pierna; el amor de El Chivo por sus perros; por encima de todo, más que la pasión incestuosa de Octavio, el amor revenido de El Chivo por su hija Maru… El conjunto es cien por cien adolescente y dirigido a los niños grandes que somos, a imitación del triunfal «modelo americano». No sólo adolescente, también difícilmente verosímil. Pero no importa, pues la fe social hará el milagro restante, inventándose una creencia inocua compatible con nuestro laico nihilismo. No importa ser «cruel» con Iñárritu, pues su película ya figura en el Olimpo de los éxitos sureños más que celebrados en el aburrimiento de los sábados norteños.
Intentemos enmarcar el bajo de fondo común al límite moral, filosófico y político de Amores perros. ¿Cuál es el actual canon occidental, al margen del sectarismo de las ideologías? Podríamos decir: el complot contra lo real, contra la posibilidad de la existencia, una inmediatez sin mediaciones que se nutra de la simple potencia afirmativa de la muerte. Se trata en este canon de una omertá, un negacionismo tan social y expandido –tipo 24/7– que resulta prácticamente invisible. En efecto, ¿cómo va a existir la palabra «nieve» si todo es nieve? ¿Cómo ver lo que nos permite ver, detectar una prohibición que está fundida con la forma cotidiana con la que encaramos la realidad?
Ahora bien, si esto es así, los signos de lo real –la verdad como algo distinto al saber, los afectos, el amor o la religión– ¿en qué quedan, al margen de un efecto virtual de excepción? En nada. Quedan como la ficción compartida, a la cual se ha vendido el alma de la izquierda, que complementa y permite la exclusión de la inmediatez real, común y popular. Toda la supuesta reflexión sobre el amor en esta película de Iñárritu está viciada por la obediencia a ese canon perverso que exige el desarraigo de cada ser mortal. Por eso las formas del amor que él trata oscilan entre los polos extremos de los celos y de la indiferencia, de la entrega abnegada y, acto seguido, la infidelidad promiscua. Somos estúpidos, de acuerdo, pero no hasta el punto de tragarnos este trastorno bipolar, plenamente urbanita, como el no va más del genio sureño.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 12 de noviembre de 2025