En esta ocasión tratamos uno de los temas más antiguos y obsesivos. El amor a tu pareja; a una causa o una vocación; a un padre, a los amigos, a una hija. Un verdadero amor nos parte en dos, y lo que queda después no siempre es del todo razonable. En la pasión sexual, tan difícil de distinguir de la lujuria y el miedo a estar solo, amamos a partir de una incerteza de sí, presuponiendo que el otro guarda sobre uno mismo una verdad que estaba escondida. El amor es así una mudanza peligrosa, pues el puerto final de una pasión se desconoce. Diga lo que diga cualquier normativa de corrección política, de un amor intenso es difícil recuperarse. Es como una droga, algo que embriaga o envenena, una adicción que nos libera de nuestra tendencia masiva a las adicciones. El amor tiene poco que ver con el consentimiento, ya que ni siquiera pide permiso a la consagrada identidad de cada quien. Es un asalto a la mesura con la que vivimos, un salto brusco que puede llegar a quitarnos la relativa entereza que teníamos. De ahí un «delirio» de leyenda, que a veces nos ciega, generando alegría y envidia, o asustando a los que nos quieren. Es posible que el fenómeno contemporáneo del sectarismo -en la repetición informativa, en la sordera de tantas ideologías salvadoras- brote de cierta miseria en la capacidad de amar, que siempre pone en peligro la seguridad de nuestro narcisismo. Si amas, enloqueces un poco. Si no amas, enfermas lentamente, languideces o te aferras a absurdos fanatismos. En este mundo de estruendo no podemos, quizá no debemos vivir sin amar algo. Sólo hemos de cuidar que lo que amamos no acabe devorándonos.
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