1. ¿Cuál ha sido tu evolución en los últimos años?

¿Cuánto más viejo más pendejo? Espero que no. No sé si he «evolucionado», pues en cierto modo sigo con las obsesiones de hace cuarenta años. Quizá soy un poco más prudente, menos arrogante e insensato. Si es así, me ha costado mucho. ¡Somos todos tan tercos, tan autistas! En cuanto a lo que permanece en mí, siguen obsesionándome la muerte, el pueblo llano, la vida común. Y esto hasta la más extrema vulgaridad: comprendo muy bien a Pasolini, al autor de Lolita… Posiblemente en la letra y el estilo filosófico no he conseguido ese giro mundano, pero sí en una violenta pasión escondida. Vivo más atento al otro, con menos prisas. Y menos colérico tal vez. De todas formas, no sé a quién le puede interesar mi evolución. Es posible que, en el fondo, sea tan perfeccionista e intransigente como siempre. A la vez, tuve con frecuencia cierto sentido del humor, no siempre negro. Me gustaría pensar que no lo he perdido… Sigo siendo muy impaciente, la verdad, y eso no tiene un fácil remedio. Sólo querría alcanzar, en palabras de un amigo, una impaciencia metódica, frenada.

2. ¿Por qué ese desprecio por la política?

No hay tal desprecio. Es que, en conjunto, los políticos me parecen la casta más nociva que pueda imaginarse. De un extremo a otro del arco parlamentario, han conseguido no saber nada de la calle, de la vida real. Con honrosas excepciones, casi siempre ajenas al supremacismo «primermundista», llevan décadas sin pisar literalmente el barro común. Fíjate lo que ha pasado en Valencia: por la derecha y por la izquierda, es una vergüenza la insensibilidad hacia el dolor, la desgracia y el fango. La derecha no cree en Dios, la izquierda no cree en el Pueblo: aun suponiendo que sean dos cosas distintas, el nihilismo resultante es terrible, pues en él cualquier aberración es posible. Y lo grave es que apenas nada tiene consecuencias, tampoco en el escándalo de Gaza, pues el narcisismo político ha logrado una impunidad casi perfecta al protegerse en una especie de narcisismo expandido, de clase media. Como en las redes, fingimos pelearnos, pero vamos todos juntos: Hoy «Me gusta» por ti, mañana por mí. Me acuerdo de la frase de uno de los hermanos Panero: «La política es la organización del espanto». Pensemos en las persecuciones medievales que han sufrido dos personas tan distintas como Rubiales y Errejón… Monstruosamente inmoral, nuestro Estado profundo ha externalizado en una sociedad obscena, aunque moralista hasta niveles inquisitoriales, una caza del otro que nos sirve sin cesar un chivo expiatorio, blanqueando así el malestar general… Esta mañana atravesé un parque del Retiro atestado de gente que corría para sudar: todos parecían desesperados por expulsar la basura tragada el día anterior… y la que vendrá mañana. Sobre todo, hay que decirlo, la basura de la indiferencia. Hay una frase reciente que me impresionó: «Lo peor de este mundo no es la crueldad de los malvados, sino el silencio de los justos». Sí, tal vez tienes razón: algunos aborrecemos esta sociedad opulenta y su política. En conjunto es una maldición bíblica que antes, cuando la izquierda no estaba vendida, entendíamos simplemente como barbarie capitalista.

3. Estamos cerca de unos días convencionales de paz y buenos deseos. Sin embargo, incluso en ellos seguimos rodeados de titulares, de informaciones incontestables y respuestas categóricas de la ciencia, la publicidad, el periodismo, la política… En el fondo escasean las dudas, la ambigüedad y las preguntas. Si tuvieses que condensar tus inquietudes, ¿en qué pregunta las resumirías?

Qué difícil. Después de lo que te he dicho antes, tal vez la pregunta clave sería esta: ¿Cómo conservar el humor y el amor, cierta inocencia, una especie de suave fortaleza en esta sociedad autista, sometida a la obscenidad de una iluminación incesante? Mientras esta misma sociedad tolera o ejecuta, muy cerca y sin inmutarse, matanzas genocidas… A veces, expropiados de distancia metafísica y serenidad, algunos nos sentimos prisioneros del rencor. ¿Te ocurre a ti también? No parece muy saludable. Es posible que necesitemos, hasta por razones políticas, un cierto estado de gracia, casi una nueva beatitud.

4. En medio del incansable diseño que nos protege, ¿dónde encontrar hoy la belleza?

En el afrodisíaco de una atemporal pobreza, en su inocencia escondida. En cualquier lugar donde se atenúen los focos y se callen las «estrellas». Podría ser que las perversiones y la pornografía, incesantes y sumergidas, no sean más que una forma desesperada de buscar algo «real», aunque sea aberrante, en medio de una ficción social interminable. Simone Weil decía que la belleza sensible es el índice mudo de la verdad, pues allí se da la confluencia inesperada del azar y el bien. Ahora bien, ¿dónde está hoy el azar, la espontaneidad? Por motivos incluso médicos, es urgente imponer zonas libres de información que nos permitan el acontecimiento del encuentro, con la belleza y con algunas epifanías de verdad. También con el prójimo, y con ese desconocido que hoy es uno para sí mismo. La iluminación incesante genera una distorsión fatal, un conductismo masivo donde sólo es posible lo similar. Es preciso buscar umbrales donde las cosas y las personas todavía puedan latir. No hay otro camino si queremos recuperar en la existencia su derecho a sorprendernos, una potencia de metamorfosis que es esencial a lo que está vivo.

5. «Inteligencia artificial y crueldad calculada»: el subtítulo de tu último libro parece elocuente. Sin embargo, ¿a qué te refieres con el término Antropofobia?

No se trata de misantropía, aquella especie de desamor en nombre de algo, quizá otro mundo posible u otra humanidad. Antropofobia nombra el racismo insular de la anglobalización que nos ha colonizado mentalmente, un supremacismo fluido que odia todo lo que huela a esa vieja humanidad –fea, supersticiosa, sentimental- de las afueras. Los elegidos del norte quieren sustituirnos por una élite de cerebros mutantes. Hablan continuamente de la abyección de los otros, rusos y musulmanes, nunca de la nuestra. Hablamos del calentamiento global, nunca del enfriamiento local. Al faltarles el latido solitario de un corazón, los expertos que nos mandan son de una estupidez criminal. También completamente incultos, pero eso sería secundario. Lo grave es que su estupidez, que nunca es muda, resulta impunemente asesina en este desierto del nihilismo.

6. La tecnología en boga causa estupor porque parece que la palabra humana resulta cada vez más superflua y que todo lo que se puede decir queda ya dicho por las IA. ¿Queda por decir algo distinto?

La creatividad y la inteligencia son un producto de la finitud, de los accidentes inesperados y del «atraso» de vivir. Sobre esta cuestión clave los apologetas de la IA no dicen más que idioteces. En medio de su habladuría constante –un chat nunca contesta «no sé»-, lo importante está oculto, sigue todavía por decir. Con una intención minuciosa y despiadada, mi libro quiso retratar las entrañas furiosas de la inteligencia artificial. En su velocidad combinatoria, la IA es completamente parasitaria de la vida común y sus intuiciones. No sabe nada de la inteligencia porque no sabe de su fuente, el dolor. Tampoco sabe que su voluntad de perfección tecnológica es monstruosa, pues nació para facilitar las matanzas. En primer lugar, para expandir entre nosotros lo que Kafka llamó «asesinato del alma». En segundo lugar, para facilitar el genocidio de los pueblos que molestan. Que le pregunten a los parientes de los suicidas, a la inmensa legión de muertos en vida de Londres o París, a los expulsados por el sistema al infierno. No a Harari o Elon Musk, esos marcianos multimillonarios, sino a los gazatíes. Como a veces logran la literatura y el arte, es urgente asaltar la tecnología y someterla al analógico suelo común, a los sentimientos que brotan de él. Aunque quizá lo mejor sería, en el plano anímico, ignorarla completamente. Es posible que algunos artistas como Handke, Sokurov o Malick nos estén dando alguna pista.

7. El imperio del dato y de los algoritmos deshumaniza la vida hasta acostumbrarnos a vivir sedados tras lo que se nos empuja a desear. ¿Hemos puesto en venta nuestros deseos? ¿Podemos desear algo distinto a lo que nos ofrecen los dispositivos digitales?

Inesperado y oscuro, el deseo nos empuja fuera del goce egocéntrico. Nos lleva por sendas escarpadas y humilla el narcisismo, ese instinto adolescente de elegirlo todo, escogiendo sin cesar identidades seguras que nos protejan. Es cierto que, con una servidumbre voluntaria que no tiene parangón, hemos puesto en consigna nuestro deseo… a cambio de la visibilidad colectiva, de compartir una actualidad espectacular. Todo el mundo quiere salir en la foto global, por eso la redundancia es el fondo de la «diversidad» informativa. Nos repetimos como cotorras sobre los temas que consideramos importantes: la sexualidad normativa y la prostitución, Ucrania y Venezuela, Rusia e Israel… Vamos siempre en manada, bajo un conductismo que nos ahorra pensar ni indagar en otras posibilidades. Esta sociedad «juvenil» padece un miedo senil a estar a solas con nada, a entrar en la encrucijada solitaria de la que parten todos los caminos para un posible encuentro. Pero sin «conspirar» desde el secreto, la frustración y el aburrimiento están servidos, por mucho que los maquillemos con efectos especiales.

8. ¿Es la filosofía una panacea para frenar el imperativo tecnológico? Se hablar mucho de esta disciplina como un saber crítico y contra-hegemónico, pero en muchas ocasiones acaba siendo absorbido por diversos intereses políticos o económicos.

No sé si hay atajos… Quizá la única panacea sería atreverse a soportar el silencio, sus rumores. La alta definición del conocimiento y de las revelaciones pertenecen a la penumbra de las letras, sea en Joyce o en Cervantes. Esto es algo que la radiante anglobalización nunca entenderá. Gracias a la coacción informativa la literatura está en franca decadencia. También es cierto que la academia ha convertido a la filosofía en una disciplina a veces cómplice de lo peor, de nuestra tendencia instintiva al apartheid. Pero bajo esta costra infame de los compromisos conductuales, subsiste otro pensamiento y mil veredas escondidas. La ética de Badiou o la Teoría del Bloom son dos de ellas, pero hay muchas otras. Y también ensayos que no vienen de la filosofía, sino de un pensamiento menos endeudado. Entre otros libros, La derrota de Occidente (E. Todd) es un formidable ejemplo reciente.

9. En Antropofobia te refieres en muchas ocasiones al miedo y aludes a la obediencia masiva de un «conductismo basado en el miedo». El miedo como potencia anti-política y como elemento que impide la vertebración de lo común. ¿Nos hemos acomodado al miedo, de manera que sirva para que nos digan qué debemos hacer y qué no, sin tener que complicarnos demasiado la vida?

Me temo que no vas muy descaminada. No tener miedo es de locos. El miedo es necesario, pero hay que dialogar con él. Ocurre como si hoy el miedo, y la consiguiente alienación, se hubieran cristalizado, se hubieran disfrazado al fundirse con la diversión y volverse sexys, descarados, sin ninguna culpa. Si no hay culpa bajo el narcisismo reinante, no hay nada que cuestionar. Vivimos de un miedo sumergido, del que no se puede hablar. Mientras tanto, nos divertimos con estruendo. Esto hace muy difícil encontrar a alguien que escuche, que cuestione el canon informativo y se atreva a pensar, sin miedo a ser tachado de negacionista. El miedo sin testigos, sin interlocutores, estalla en el pánico. Tanto en el que está detrás de la obediencia masiva –escandalosa desde la pandemia- como detrás del paso al acto brutal, eso que llamamos terrorismo… La multiplicación de psicólogos funciona en proporción inversa a la capacidad de escucha del prójimo, que hoy es más o menos un inválido existencial equipado tecnológicamente. Temo no estar exagerando mucho. En tal caso, habría que echarle a este panorama una mezcla de paciencia, humor negro e inteligencia agresiva, que no es tan fácil.

10. Aludes a una condición de caminantes que está siendo borrada por las prisas, por la velocidad social. ¿Podemos seguir siendo caminantes, nómadas que van resistiendo de experiencia en experiencia?

El tiempo, aquí y ahora, es el gran enemigo del capitalismo. Fíjate cómo se esconden las arrugas, cómo se exilia la vejez. Y después la incineración, para que no quede rastro del cadáver. Es así de simple: esta sociedad «del conocimiento» no soporta lo real, el espacio irremediable del tiempo. Nuestra religión nihilista, como decía Nietzsche, prefiere una «nada segura» antes que un «algo incierto». Como la finitud común es el espectro de fondo que recorre los sótanos del capitalismo, se intenta hacer del tiempo una cronología contable. Toda la velocidad social de esta tecnocracia, de su oligarquía liberal, está dirigida contra el instante, contra ese lapso incontable de tiempo donde podría ocurrir algo. La «superstición de la cronología» (S. Weil) obliga a que vivamos en una sociedad de esclavos del mañana. El terrorismo cambiante de la moda impone una constante pedagogía de la espera bajo el lema: «Esto –la IA o lo que sea- sólo está empezando». Vivimos así en el sedentarismo invisible del reemplazo perpetuo: la obsolescencia programada afecta no sólo a los ordenadores, sino también a las opiniones. Sin embargo, todas las metáforas del tránsito espacial –caminante, transeúnte, peregrino, nómada- resultan simpáticas porque aluden a otra cosa, al posible acontecimiento de una experiencia física de lo inconsumible. Nómadas son los que se aferran a una región central que no cabe en ningún sitio. Por eso las pocas verdades que nos alcanzan, a veces con gloria, provienen de seres vagabundos, que casi nunca son célebres ni millonarios.

11. Qué es la libertad para Ignacio Castro Rey?

Algo muy difícil para nosotros, los contemporáneos. De buena gana nos libraríamos de ella. Los gobernantes lo saben, por eso cuentan con nuestra colaboración. La libertad es el coraje para estar a la altura de la singularidad mortal en la que hemos nacido, aunque tengamos un hermano gemelo. Esa radical diferencia, natal y anímica, nos exige sobrevivir inventando algo que todavía no existe ni tiene equivalencia. Por tal razón, los existencialistas decían que la vida más común tiene que parecerse, si no quiere sucumbir, a una obra de arte. Esto exige vivir arrojado a los segundos, a la labor un poco agotadora de adivinar sin descanso el presente y estar atento a sus signos. Creo que la libertad no tiene nada que ver con la alegre facilidad consumista de escoger en un menú servido por otros. Esto puede valer en un restaurante; no fuera, en la vida anterior y posterior a nuestras cómodas mesas. La libertad de expresión política es sólo la di-versión masiva de la obediencia, allí donde el «narcisismo de las pequeñas diferencias» adorna y oculta la seguridad de las grandes convergencias. La interactividad es el disfraz lúdico y civil del feudalismo tecnocrático al que nos hemos habituado, eso que a veces se ha llamado interpasividad. Creo, en suma, que es imposible recuperar la libertad si no reinventamos un modo artístico e inclusivo de «violencia», una manera de distanciarnos para regresar, para poder infiltrarnos.

12. Dime un libro, una autora o autor que puedan cambiar la vida, para bien o para mal.

Hay tantos escritores olvidados: Rilke, Lispector, Chéjov… ¿Libros? La hora de la estrella, ese «réquiem por todos nosotros» (Lispector). También Agamben, sobre todo en La comunidad que viene. Este breve objeto me ayudó a vivir, permitiéndome concebir una gloria, una bienaventuranza compatible con la más clandestina vulgaridad. Es urgente atreverse a ser nadie para recuperar una épica posible. Necesitamos otra vez un pesimismo histórico que nos devuelva la ironía de una jovialidad en lo trágico. Mientras eso no ocurra, nuestra comedia diaria seguirá siendo espantosamente insulsa.