Conocí a Pepe –o más bien Pepe se me apareció, porque la suya era siempre, por humilde y profana, una aparición- en Lereci, hacia finales de los años sesenta. Venía de París –su segundo exilio después de haber pasado veinte años en México y en Uruguay- sin documentos (Malraux, que le había conocido durante la guerra civil, le había proporcionado un permiso una tantum) para encontrarse en Roma con Ramón Gaya y otros exiliados amigos. Comenzó entonces una amistad –o un encantamiento- que duró hasta su muerte en 1983, siguiéndole alegremente y à corps perduen París, después en Madrid y Andalucía, y finalmente en el País Vasco, donde se refugió en sus últimos años para apoyar a los independentistas contra España.

Sus casas: en París, una especie de pasillo en una antiguo edificio de la rue Vieille du Temple; en Madrid, primero una habitación en la Plaza Mayor, después un pequeño apartamento con terraza en la Plaza de Oriente, 6, donde lo visitamos Ginebra y yo en más de una ocasión. Cuando le dejamos en su casa de San Sebastián, donde vivía con su hija Teresa, supimos que no lo volveríamos a ver.

Es a él a quien debo mi aversión hacia toda actitud trágica y mi inclinación a la comedia –a pesar de que más tarde entendí que la filosofía está más allá o más acá de la tragedia y de la comedia y que, como sugiere Sócrates al final del Banquete, quien sabe componer tragedias sabe también escribir comedias. Y también gracias a Pepe entendí hace mucho tiempo que Dios no es monopolio de los curas y que, como la salvación, yo podía buscarlo sólo extra Ecclesiam. Cuando Elsa [Morante] me dijo que quería escribir un libro titulado Senza i conforti della religione («Sin los consuelos de la religión») sentí de inmediato que ese título me concernía y que, como Pepe, yo vivía de algún modo con Dios, pero sin los consuelos de la religión.

Roma, 13 de julio de 2014: «Sueño de esta noche. Estaba con Pepe,  y con otra gente, en la casa donde vivía en España. Una casa sencillísima y maravillosa, como todas las casas en las que ha vivido: una gran habitación se abría sobre dos terrazas contiguas, igual de amplias. Había pocos muebles, todos de madera, entre ellos una pequeña silla que yo acercaba a Pepe para que se sentara, pero que él la usaba para apoyar los pies. Después salíamos en coche para prolongar la tarde, quizá para ir a cenar, pero probablemente sin un fin establecido. Éramos felices. Cada instante del sueño estaba tan lleno de alegría que de algún modo retardaba su final, como si la alegría fuese la materia de la que estaba hecho el sueño y que mi mente no debía por ninguna razón dejar de tejer. Después, al despertarme, me di cuenta de que la materia de la que estaba hecho el sueño no era otra cosa sino Pepe».

A través de Pepe conocí España, precisamente gracias a él, que había pasado gran parte de su vida en el exilio. Su Madrid, sin duda, ese Madrid gris y modesto del barrio de la vieja mezquita –y después Sevilla y Andalucía, deslumbrantes de sol. Pero, antes aún, las últimas huellas de algo parecido a un pueblo, ese pueblo-aldea que para él no era una sustancia, sino siempre y únicamente minoría: no una porción numérica, sino más bien eso que impide a un pueblo coincidir consigo mismo, ser todo. Y este era el único concepto de pueblo que podía interesarme, esa era la lección política que Pepe me enseñó.

Recuerdo que un día me dijo que se había dado cuenta de que el pueblo español había muerto antes que él y que ese había sido el momento más trágico de su vida. Sobrevivir al propio pueblo es nuestra condición, pero también es, quizá, la extrema condición poética, que para Pepe –como para todos nosotros- es tan difícil de aceptar, a pesar de ser irreparable.

Sus tres lecturas fundamentales: Spinoza (a los dieciséis años), Pascal y Nietzsche. Cuando le comenté que ningún autor español le había formado, me respondió: «Precisamente eso es España».

Decía, como Nietzsche, que Sócrates es el gran corruptor, y que Platón se burló de él. «Que Sócrates duerma junto a Alcibíades sin tocarlo: esa es la corrupción».

Decía que la lejanía de Dios es la intimidad de la vida. Que rechazar la repetición es propio del esteta, y repetir sin entusiasmo, del fariseo. Pero repetir con entusiasmo es el hombre.

De sí mismo decía que no era un hombre, sino un esqueleto. Y que el esqueleto es lo que sostiene al hombre –pero sólo hasta un cierto punto, mientras no se burle de él.

Decía que en la verónica[1] es esencial el momento justo: el torero debe esperar el instante en el que la cabeza del toro se encuentra con el capote (como el rostro de Cristo se marca en el paño de la mujer). Si espera un segundo más o un segundo menos, está perdido. Y que en la arena, el hombre es el toro; el torero es ángel o dios.

Decía, citando a Puskin, que el genio de Francia es la antipoesía: Rabelais y Voltaire. Y que en política hay que arriesgarse y nunca comprometerse.

Recordaba haber visto a Nijinski bailar desnudo El Espectro de la rosa: el salto final era tan alto que caía entre bastidores sobre los brazos de los auxiliares.

Entre uno mismo y la naturaleza –me dijo una vez- hay que poner siempre un jardín. Decía también que la mujer ha permanecido en el Edén y que su error es ponerse de parte del ángel, mientras que tendría que hacer volver a entrar al hombre, que fue expulsado, sin que el ángel se dé cuenta: «El ángel: lo única vez que dios se ha equivocado».

Decía que las raíces del paraíso están en el infierno y que, como el árbol, no hay que mirar nunca las propias raíces. El error del psicoanálisis: mirar las propias raíces.

Decía que la magia es siempre buena: no existe una magia negra, existen sólo falsarios. Y también: que la infancia es una lucha contra la juventud, la enfermedad mortal.

La ligereza de Pepe  –su legendaria frivolidad- residía totalmente en la cualidad volátil e insustancial de su yo. Era perfectamente él mismo, porque no era nunca él mismo. Era como una brisa, o una nube o una sonrisa –absolutamente presente, pero nunca obligado a una identidad (por esto la condición de inexistencia burocrática a la que le había obligado el gobierno español privándole de documentos le agradaba y le divertía). Toda su doctrina del yo se resumía en un verso de Lope que le gustaba citar: Yo me sucedo a mí mismo[2]. El yo no es sino ese sucederse a sí mismo, «adentrarse» y «salirse de sí mismo» –o «enfurecerse»[3]– como él decía, salir incesantemente de sí mismo y volver incesantemente a sí mismo, echarse de menos y aferrarse –en última instancia sólo un punto de la nada en que todo se cruza[4], siguiendo, como escribía a propósito de su amado Lope: «El dictado del aire que lo dibuja». Airoso –Pepe lo era: por eso le gustaba firmar en forma de pájaro.

Hay una fotografía de Pepe donde aparece de pie en el borde de una carretera, con una cartera en la mano, como si esperase un autobús –pero su espera está como atravesada por un estremecimiento de impaciencia. Y así era su alegría –una alegría impaciente, quizá por cristiana, necesariamente en espera. Así lo recuerdo en sus últimos años, cuando esperaba la muerte –»la mano de nieve»- con una suerte de impaciente fervor. Como la de Pepe, también mi espera se nutre de esperanza y de prisa.

Giorgio Agamben
Traducción: Mar García Lozano

[1] En español en el original (N. de la T.)

[2] En español en el original (N. de la T.)

[3] Agamben crea dos neologismos: «insearsi» e «infuorarsi» que se podrían traducir como «adentrarse» y «salirse de sí mismo». Utiliza, además, los términos parónimos «infuorarsi» e «infuriarse» («enfurecerse»), jugando con las palabras «fuera» y «furia» (N. de la T.).
[4] En español en el original (N. de la T.)